sábado, 7 de marzo de 2015

PECADO Y SEDUCCION: CAPITULO 7





Pedro se unió a su hija, que estaba sentada en una mesa vacía al lado de la pista de baile.


—El aviso de la puerta ha sido un detalle simpático.


—¿Va todo bien, papá?


—Muy bien —Pedro extendió la mano para revolverle el pelo, pero Josefina se puso de pie.


—Está disponible. Lo he comprobado.


Pedro bajó la vista, pero no demasiado. En los últimos diez meses, su hija había crecido casi diez centímetros y había pasado de ser una niña dulce y algo regordeta de doce años a convertirse en una adolescente de trece esbelta y alta. De hecho ya había recibido dos ofertas para firmar un contrato como modelo.


Para Pedro era un alivio que los planes que Josefina tenía para su futuro no incluyeran convertirse en el rostro de ningún producto.


—¿Quién está disponible? —bajó la vista y se dio cuenta entonces de que su hija tenía un cóctel en la mano. 
Parpadeó y culpó a Paula por haberle distraído. Le quitó la copa—. Nada de eso, cariño.


—Tienes un problema de confianza, papá. Es un cóctel sin alcohol —Josefina sonrió—. Pruébalo si no me crees.


—No, gracias —Pedro frunció los labios con gesto de rechazo.


—Bueno, hablando de Paula, papá…


Pedro sacudió la cabeza, luego miró a su hija a los ojos y preguntó a la defensiva:
—¿Qué pasa con Paula?


—Te he dicho que está disponible.


Su hija estaba de broma, pero entre broma y broma… Pedro no estaba muy seguro, pero lo que tenía claro era que no quería seguir manteniendo aquella conversación.


—¿Ese chico es amigo tuyo? —miró hacia el joven que estaba avanzando por la pista de baile en dirección a su hija.


Al reconocer la mirada de advertencia, el chico cambió bruscamente de dirección.


—Buen intento, papá.


—¿Intento de qué?


—De cambiar de tema.


—¿A qué tema te refieres?


Josefina puso los ojos en blanco antes de señalar con el dedo hacia el punto en el que estaba Paula.


—Está sola, deberías ir a hablar con ella. ¿O te da miedo? 
—preguntó su hija—. Conozco a muchos hombres a los que les da miedo el rechazo.


Pedro, que no tenía mucha experiencia en rechazos, sonrió. 


Las revistas femeninas tenían respuestas para todo.


—¿Cómo sabes que a los hombres les da miedo el rechazo?


—Me lo ha contado Clara.


Pedro se le borró la sonrisa.


—¿Desde cuándo llamas Clara a tu madre? —le preguntó muy serio.


—Me lo pidió ella. Dice que ahora que soy más alta que ella se siente mayor si la llamo mamá —al ver la expresión de su padre, le puso la mano en el brazo—. No puede evitarlo, ¿sabes? Hay personas que son…


—Egoístas y egocéntricas —Pedro frunció el ceño y lamentó al instante haber pronunciado aquellas palabras amargas.


Tras el divorcio, tomó la decisión de no hablar mal de su exmujer delante de su hija, y siempre se sentía culpable cuando lo hacía. No quería ser como esos padres que obligaban a sus hijos a tomar partido.


—Relájate, papá. No me estás diciendo nada que ya no sepa. Entonces, ¿tienes miedo? Has estado todo el día mirándola. Sí, papá, es la verdad. Paula es una tentación, tiene cerebro y belleza. Y antes de que digas nada…


—¿Qué crees que iba a decir?


—La belleza no es una cuestión de piernas largas y senos grandes, papá.


Siempre era bueno saber que tu propia hija te consideraba superficial y sexista.


—Soy consciente de ello.


—Y está claro que te gusta, así que no permitas que yo te entretenga. Adelante, papá.


—Muchas gracias.


Su hija ignoró la ironía.


—Creo que necesitas un reto.


—Ser tu padre es un reto diario.


—Soy mucho mejor hija de lo que te mereces —Josefina sonrió.


Durante un instante volvió a ser su niñita, pero Pedro apartó de sí la nostalgia y se recordó que nada dura para siempre.


—No voy a negarlo —le acarició la mejilla—. ¿Y si dejas que sea yo quien me preocupe de mi vida social, niña?


Josefina frunció el ceño.


—Es que no quiero verte solo. No voy a quedarme para siempre en casa, y tú te haces viejo.


Sintiendo el peso de sus treinta y tres años, Pedro dejó que su hija lo sacara a la pista de baile. Paula ya se había marchado.



*****


Tras llevarle el coche y las llaves a Pedro, su chófer se subió en el asiento del copiloto al lado de su mujer. Pedro se echó a un lado mientras el Mini se alejaba a toda prisa lanzando gravilla.


Sonrió al ver cómo el coche evitaba por los pelos chocarse contra una de las camionetas del catering. Pedro se alegró de que su chófer fuera el marido y no su mujer.


Se dirigió hacia la mansión isabelina, que ahora estaba iluminada desde atrás gracias a la tecnología láser. Menos modernos pero igual de atractivos resultaban los árboles que rodeaban la casa y que habían sido artísticamente decorados con luces blancas para la ocasión.


No había ni rastro de Josefina. Había dicho que tardaría cinco minutos cuando volvió a entrar hacía ya quince minutos para pedir que le prepararan una bolsa con sobras de la boda para su prima.


Un helicóptero despegó por encima de su cabeza y Pedro suspiró. Habría sido más fácil regresar en el mismo medio de transporte con el que había ido, pero la última vez que aterrizó en el jardín de la granja en la que su hermana Gabriela, exmodelo, vivía la bucólica vida de campo con su marido banquero, esta se quejó y dijo que las gallinas habían dejado de poner huevos por el susto.


Pedro no le pareció una explicación muy científica, pero no quería que se enfadara con él porque le ayudaba mucho con Josefina, quedándose con ella cuando él estaba fuera de la ciudad. Así que decidió llevar a su hija en coche antes de volver conduciendo a Londres él mismo.


Ahora estaba esperando a Josefina bajo un enorme arce iluminado. Un minibús lleno de invitados procedentes del pueblo partía en aquel momento, dejando a tres figuras en el camino de gravilla.


—¿A quién ha llamado borracha? —gritó la mujer que le había escrito su nombre en el brazo arrastrando las palabras.


Otra se sentó en el suelo y se quitó los zapatos.


—Me duelen los pies. Luisa, ¿por qué has tenido que insultarle?


Pedro se adentró más en las sombras y una expresión de desagrado cruzó sus patricias facciones. Se llevó una mano a la nuca y giró la cabeza para intentar aliviar la tensión de los músculos.


Estaba rotando los hombros cuando apareció una figura en el iluminado umbral. No era Josefina, pero también la conocía. No era difícil, porque llevaba todavía el vestido de dama de honor, aunque cubierto por una capita que le tapaba los hombros y se abrochaba al cuello, ocultando todo lo demás.


Pedro observó cómo miraba a derecha y a izquierda como si buscara a alguien, y luego empezó a avanzar en su dirección, aunque no podía verle.


No pudo evitar sentir un tirón en la entrepierna. Suspiró y se adentró todavía más entre las sombras. Su problema era que llevaba mucho tiempo sin tener relaciones sexuales.


—Vaya, aquí está la pobrecita Paula.


El comentario despectivo de una de las mujeres le llevó a salir de la oscuridad sin pensar. Se plantó al lado de Paula en dos zancadas. Sin decir una palabra, la agarró del brazo y la atrajo hacia sí.


Paula chocó contra él, sus suaves curvas se ajustaron perfectamente a los ángulos de su cuerpo.


Estaba demasiado impactada para siquiera gritar; abrió los ojos de par en par al mirar el rostro del hombre que la estaba sosteniendo. Dejó escapar un suspiro suave y se puso tensa cuando él le deslizó la mano libre por la cintura con gesto posesivo.


—¿Qué haces? —la pregunta demostraba que el cerebro le funcionaba. El resto de su cuerpo parecía funcionar de forma independiente. La sensual nube que le cubría el cerebro provocaba que le resultara difícil pensar, así que dejó de intentarlo.


¿Por qué molestarse en hacerlo si era una lucha que iba a perder? Porque quería saborearle, y no podía pensar en nada más.


Pedro se inclinó un poco más y le rozó la mejilla con los labios sin apartar la mirada de la suya. Tenía una mirada hipnótica; Paula no habría podido romper el contacto visual ni aunque hubiera querido. Y no quería.


—Voy a besarte. ¿Te parece bien?


No. Solo era una palabra. ¿Por qué le costaba tanto trabajo pronunciarla? Era lo único que tenía que hacer.


—Nos van a ver —susurró en cambio.


—Esa es la idea, así que no digas nada, cara, y no sufras otro ataque de pánico.


El comentario despertó a Paula de su letargo.


—Yo no tengo ataques de pánico. ¡Suéltame! —fue una orden débil, pero al menos protestó. Así podría decirse más tarde que había intentado detenerlo—. ¿Qué crees que estás haciendo, Pedro? —decir su nombre había sido un error, porque de pronto todo pareció más íntimo, más personal.


—Relájate y no me pegues, tenemos público. Voy a aclarar de una vez por todas las dudas que haya sobre tu sexualidad —le tocó un lado de la barbilla—. No mires.


Paula alzó la vista hacia él y la mirada apasionada de sus ojos provocó en Pedro una oleada de poder.


—¿Mirar adónde? —Paula no podía seguir fingiendo que quisiera mirar a otro lado que no fuera él—. ¿Tú tienes alguna duda sobre mi sexualidad?


—Ninguna en absoluto —aseguró Pedro contra sus labios.


—No tienes por qué hacer esto —pero por supuesto, si no lo hacía, ella moriría, aunque para las mujeres que les estaban mirando, parecía que se estuvieran besando de verdad—. No me importa lo que piensen.


—Lo cierto es que sí tengo por qué hacerlo —murmuró Pedro con voz ronca.


Ambos jadeaban de tal modo que no podían distinguir la respiración de cada uno.


—Tengo ganas de besarte desde la mañana en la que me lanzaste el sujetador —susurró él—. Parece que hace años de eso. ¿Y bien?


—¿Y bien qué?


—¿Quieres saber lo que se siente?


La respuesta de Paula se perdió en el calor de su boca. 


Pedro movió la lengua y los labios contra los suyos con sensual pericia. El peso del beso la llevó a apoyarse en el brazo que la sostenía. Se volvió a incorporar cuando Pedro levantó la cabeza.


Seguía todavía muy cerca y ambos respiraban con dificultad. 


Un escalofrío recorrió el cuerpo de Paula.


—Así que esta ha sido tu buena obra del día… —murmuró.


Pedro, que en realidad había estado luchando contra su instinto más básico para mantener aquel beso bajo control, se limitó a asentir. Había sido un error besarla; solo había servido para darse cuenta de lo que se estaba perdiendo y la deseaba más que nunca.


—Sí, y ahora que ya nos hemos dado el primer beso… —volvió a inclinarse. El brillo de sus ojos la advirtió de sus intenciones.


Esta vez fue un beso diferente. Con menos control, menos delicadeza, con un salvajismo que asustó a Paula por un lado y por otro la excitó. Quería todo lo que Pedro estaba haciendo y más. Aquella certeza la impactó y se arqueó contra él.


Podía sentir su excitación contra el vientre cuando se amoldó a ella, sellando sus cuerpos al nivel de las caderas.


Entonces, sin dejar de devorarle la boca con la suya con intensidad, Pedro empezó a mover sus grandes manos por su cuerpo.


Paula podía sentir el calor de su mano a través de la seda del vestido mientras la subía y la bajaba por el muslo. Al mismo tiempo, la otra le acariciaba y le moldeaba el tirante pezón.


No se le pasó por la cabeza que estaban a plena vista de cualquiera que pasara por allí. No podía pensar más allá del ardor que sentía entre las piernas, y cuando no pudo seguir soportándolo, le agarró de la nuca con las dos manos y lo atrajo hacia sí.


Le besó a su vez con urgencia, de un modo alocado similar al de Pedro. Se colgó a él como una lapa mientras Pedro se tambaleaba hacia atrás y trataba de mantener el equilibrio y ella le tiraba de la ropa con manos ávidas, llenándole de besos la cara y el cuello antes de volver a la boca.


Cuando le deslizó las manos bajo la camisa, Pedro gimió. 


Luego le agarró las manos y se las apartó.


Se quedó algo retirado y la miró. La caricia de las manos de Paula por su piel había estado a punto de acabar con su autocontrol. La certeza de que su hija podría salir en cualquier momento fue lo que le hizo apartarse.


—Bueno, creo que con esto basta —jadeó tratando todavía de recuperar el control.


«Oh, Dios, Dios, Dios».


Aquel grito retumbó por su cerebro, pero por suerte, Paula mantuvo los labios cerrados mientras le veía meterse la camisa en la cinturilla del pantalón.


—¿Estás bien? —Pedro sintió una repentina punzada de culpa al verla allí de pie tan frágil.


Paula dio varios pasos atrás y solo se detuvo cuando hizo contacto con un árbol. Alzó la barbilla y le dirigió lo que esperaba fuera un gesto de desprecio.


—No voy a tener relaciones sexuales contigo para demostrar que no soy lesbiana.


—Creo que eso ya ha quedado claro, porque tus amigas se han ido. Y es de buena educación preguntar primero, cara.


Paula no tenía defensa contra el sonrojo que le cubrió el rostro.


—Lástima que tú no preguntaras antes de abalanzarte sobre mí. Y puedes dejar eso de «cara». Es muy cursi.


—Para ser exactos, creo que los dos nos hemos abalanzado el uno sobre el otro —los ojos de Pedro echaban chispas—. Y sinceramente, no esperaba que las cosas fueran a ser así —miró hacia atrás—. Lo siento, pero Josefina podría salir en cualquier momento.


Y ella que creía que no podría sentirse más humillada…


—Solo ha sido un beso —afirmó agitando la cabeza.


Pedro alzó las cejas y soltó una carcajada seca.


—Si crees que eso ha sido solo un beso, estoy deseando ver cuál es tu versión de «solo sexo», cara.


—¡No va a haber nada de sexo! ¡Nada en absoluto! —Paula se giró sobre los talones y escuchó cómo se reía entre dientes a su espalda.





PECADO Y SEDUCCION: CAPITULO 6





Paula no esperaba que la niña regresara, pero lo hizo, y con la última persona del mundo que esperaba ver en el cuarto de baño de señoras.


Pedro Alfonso era el padre… oh, Dios mío.


Paula se echó hacia atrás agitando una mano mientras tragaba saliva.


—¡Marchaos de aquí!


—Vigila la puerta, Josefina, y no dejes que pase nadie.


—De acuerdo —la niña agarró las manos de su padre y se inclinó hacia delante para mirarle las muñecas—. ¿De verdad que esa mujer te ha escrito su número en el brazo? No me mires así, estoy acostumbrada a tener un padre sexy. Y por cierto, no es lesbiana —dijo la niña saliendo del baño.


Pedro ni siquiera parpadeó.


—Es bueno saberlo —se giró hacia Paula, que se había refugiado en una esquina con la cara llena de lágrimas y los ojos rojos e hinchados.


El matrimonio le había hecho desconfiar a Pedro de las lágrimas femeninas. Clara era capaz de abrir y cerrar el grifo del llanto a placer. Y había perfeccionado tanto el arte que nunca se manchaba de maquillaje ni se le enrojecía la nariz.


 Su llanto era estéticamente perfecto.


Nada que ver con los sollozos intermitentes de esta otra mujer. Sus emociones eran auténticas, eso lo tenía claro, y sintió una punzada de simpatía en el pecho.


Pedro no tenía interés en conocer el origen de aquel desbordamiento emocional; solo quería que dejara de llorar. 


Aunque ninguna de las fantasías que había tenido a lo largo de aquel interminable y aburrido día terminaba de aquel modo.


Se la había imaginado de muchas otras maneras, como vestida con su impactante lencería. Tras unas cuantas pesquisas, había confirmado que ella la diseñaba.


Deslizó la mirada hacia su rostro en forma de corazón, el abundante cabello ahora alborotado. A Pedro le gustaban las mujeres arregladas, así que le sorprendió que aunque Paula estuviera hinchada y llena de lágrimas, le resultaba muy placentero mirarla.


—Estoy bien —si sentirse completamente mortificada era estar bien, se dijo—. ¿Por qué no te vas? —le pidió con la mayor frialdad que pudo mientras trataba de controlar otro sollozo.


Poco acostumbrado a que las mujeres le pidieran que se fuera, Pedro tardó unos segundos en formular una respuesta digna.


—Nada me gustaría más. Mira, tú no quieres que esté aquí y yo no quiero estar, pero mi hija vino a buscarme para que la ayudara, y Josefina sigue pensando que tengo capacidad para conseguir lo imposible. Mi intención es mantener viva esa ilusión.


Paula, que ya había dejado de llorar, alzó la barbilla.


—Es extraño, porque parece una niña inteligente.


Paula esperaba una respuesta enfadada, así que el brillo de humor que desprendieron sus ojos la dejó un poco descolocada.


—Eso está mejor —reconoció él—. Y dime, ¿cuál es la historia?


—¿Qué historia? —Paula pasó por delante de él y abrió el grifo—. ¿No deberías irte? Alguien podría entrar, y ya ves que estoy bien.


—No te preocupes, Josefina nos dará un poco de intimidad.


Lo último que quería Paula era tener intimidad con aquel hombre. La idea le provocó un nuevo escalofrío en la espina dorsal.


—Y dime, ¿qué pretendes que haga tu hija si alguien quiere entrar?


Pedro se encogió de hombros con indiferencia.


—Es una niña con muchos recursos.


Paula le miró en el espejo y sacudió la cabeza.


—Y tú eres un padre muy raro, aunque yo no sé mucho de padres —lamentando haber dicho aquello, inclinó la cabeza y se echó agua en la cara.


Cuando volvió a levantar la cabeza, Pedro estaba justo a su lado, lo suficientemente cerca como para que Paula fuera consciente del calor de su esbelto y duro cuerpo. A aquella distancia podía apreciar la textura de su piel dorada, ensombrecida ahora por una sutil barba incipiente que casi le ocultaba la cicatriz de al lado de la boca.


—Entonces, ¿tú no tienes padre?


Paula dio un respingo como si se hubiera despertado de pronto y agarró una de las toallas individuales para secarse las manos. Sintió cómo se debilitaba bajo su mirada.


—¿Qué pasa, que estás investigando para tu próximo libro? —le espetó.


—Lo cierto es que estoy interesado en ti.


Aquel comentario le arrebató el camuflaje protector. 


Sintiéndose terriblemente expuesta, y lo que era peor, excitada, se frotó la cara con la toalla.


—Yo no estoy interesada en ti en lo más mínimo, Pedro Alfonso.


Él alzó las cejas.


—Sabes mi nombre.


—Ha salido en la conversación.


—Ah, sí, la conversación —murmuró Pedro—. ¿Qué te han dicho tus encantadoras amigas que te ha molestado tanto?


—No son mis amigas —se apresuró a decir Paula—. Fuimos juntas al colegio del pueblo, y luego al instituto.


—Te conviene contarme qué te han dicho, porque si no lo hará Josefina, y si mi hija ha quedado traumatizada quiero saberlo ahora mismo.


¡Traumatizada! A Paula le horrorizó que sospechara que su hija había presenciado alguna especie de pelea de bar.


—Tu hija no ha visto nada raro —aseguró—. Ellas ni siquiera sabían que estaba ahí. Solo me he quedado escuchando cómo hablaban mal de mí. En el colegio tampoco nos llevábamos bien.


—Parecen mucho mayores que tú. Lo que no entiendo es por qué sus celos te hacen llorar a ti.


Paula suspiró. El modo más rápido de sacar a Pedro de allí era satisfacer su curiosidad y mantenerse tres segundos sin venirse abajo.


—No tiene nada que ver con ellas. Ha sido una combinación de champán, jet lag y…


Se detuvo, y una expresión de asombro apareció en su rostro al procesar finalmente el comentario.


—No tienen celos de mí, ¿qué te hace pensar eso?


Pedro parecía asombrado por la pregunta.


—Veamos. Eres una mujer guapa y de éxito y ellas… —torció los labios en un gesto de desprecio al recordar a la rubia de bronceado naranja que se le había abalanzado
para escribirle su número en el brazo, avergonzando a todos los testigos de la escena.


Pedro no se había avergonzado, pero sí se sintió molesto y ofendido.


—No.


¿Pedro pensaba que era guapa?


—Y no has bebido nada de champán.


La verde mirada acusadora de Paula se clavó en su rostro.


—¿Cómo lo sabes?


—Soy un hombre observador.


Ella entornó los ojos.


—¡Me has estado observando! —le espetó temblando con una combinación de rabia y emoción.


—Y tú lo sabías —contraatacó él—. Es el juego de los hombres y las mujeres, cara —bromeó.


Paula hizo un esfuerzo por superar el pánico que se estaba apoderando de ella y por mantener la calma.


—Yo no estoy jugando a nada.


Pedro se la quedó mirando durante un largo instante, y sintió un atisbo de incertidumbre ante la posibilidad de que le estuviera diciendo la verdad. No podía ser tan inexperta, ¿verdad? Pero al mirar aquellos grandes ojos color esmeralda, se dio cuenta de que no estaba tratando de ocultar nada.


Una palabra le surgió en la cabeza: inocencia.


Pedro se incorporó y se apartó de ella, no solo en el plano físico. Pensaba que estaban en el mismo barco, pero se había equivocado. Había visto aquella boca sensual, pero no la carga emocional que llevaba consigo. Afortunadamente, se dijo, había descubierto su error ahora, antes de que las cosas fueran demasiado lejos.


—¿Podrías hacerme un favor? —le preguntó.


No iba a hacerle una proposición indecente con su hija al otro lado de la puerta, pero, de todas formas, a Paula se le aceleró el pulso.


—Eso depende.


—Sonríe y trata de no ser tan dramática.


Ella se puso tensa.


—¿Perdona?


—Me gustaría seguir siendo un héroe a ojos de mi hija el mayor tiempo posible, así que te agradecería que hicieras un esfuerzo para que pareciera que he agitado mi varita mágica y todo ha mejorado. No eres la única a la que no le gustan las bodas. Creo que en mi caso se debe a que me recuerdan demasiado a la mía —admitió con franqueza.


Ahora podía pensar en aquel día con cierto grado de objetividad, pero durante mucho tiempo no fue así. Ahora era capaz de admitir que mientras pronunciaba sus votos sabía que estaba cometiendo el mayor error de su vida, y dudaba que hubiera llegado tan lejos si sus padres no hubieran estado en contra de su decisión y no le hubieran dado un ultimátum.


En aquel entonces tenía veinte años y creía que lo sabía todo. La desaprobación de sus padres había sido como ponerle delante un trapo rojo a un toro, ¿y qué mejor manera de demostrar su madurez que casándose en contra de la voluntad de sus padres para demostrarles lo equivocados que estaban?


—¿Hacer un esfuerzo? —repitió Paula enfadada en voz baja—. ¿Y qué crees que llevo haciendo todo el día? Y en cuanto a tu matrimonio, ahórrame los detalles —le miró y
sintió que algo se desataba en su interior—. Dices que no te gustan las bodas, ¡pues mira esto! —metió la mano en el corpiño del vestido y sacó un puñado de pañuelos de papel—. ¿Acaso has tenido que meterte papeles en el sujetador para evitar que se te cayera el vestido? ¿Has tenido que ver a tu madre, la mejor persona que conoces, casarse con un hombre que está por debajo de ella en todos los sentidos? Esto no habría pasado si ese canalla no la hubiera dejado embarazada…


Paula experimentó durante tres segundos un profundo alivio por haberse sacado aquello… y luego miró los pañuelos que tenía en la mano y tragó saliva. Entonces sintió deseos de que se la tragara la tierra. ¿En qué estaba pensando para contarle cosas tan privadas a un desconocido?


Alzó sus ojos verdes hacia el rostro de Pedro.


—Si se lo cuentas a alguien…


—Te verás obligada a matarme. No te preocupes, tu secreto está a salvo conmigo.


Paula percibió el tono de sarcasmo.


—Cada vez me apetece más la idea —afirmó ella.


Pedro olvidó la frialdad que tenía pensado utilizar con ella y sonrió.


—Tengo curiosidad, ¿guardas más pañuelos de papel ahí dentro o ya no tienes más?


Paula se llevó una mano al escote del vestido sin tirantes. Sin los papeles, Pedro podía ver hasta la cintura, y estaba mirando.


—¡Eres odioso! —Paula miró el puñado de papeles y se los arrojó.


Él los agarró riéndose, pero lo cierto era que se había quedado impresionado ante la visión de aquellos pechos pequeños pero perfectos como manzanas maduras recubiertas de encaje. Imaginó cómo sería sentirlas en la mano, pero eso no iba a suceder porque Paula era una joven inocente. Pero ¿hasta qué punto?


No quería saberlo. De acuerdo, tal vez sí quería. Las vírgenes de su edad eran un poco como los unicornios, criaturas míticas


—Y dime, ¿qué tienes en contra de Carlos Latimer? —era un hombre de éxito, solvente, y según tenía entendido, no tenía vicios como el alcohol, las drogas o el juego.


—¿No sabías que ha tenido una aventura con mi madre durante años? Eso te convierte en un bicho raro —aseguró Paula con amargura.


—No me gustan los cotilleos, lo que sí sé es que las relaciones son complejas y es difícil juzgarlas desde fuera.


—Ellos no tenían una relación. Mi madre era su amante, no tiene por qué casarse con nadie y menos con él. Yo habría cuidado de ella. Quería hacerlo.


—Eres muy posesiva.


—Protectora —respondió Paula molesta.


—¿No crees que tal vez tu madre tenga derecho a tomar sus propias decisiones y cometer sus propios errores?


Ella le lanzó una mirada furiosa.


—¿Y tú qué tienes que ver con todo esto?


—Nada en absoluto. Pensé que te gustaría conocer mi punto de vista.


—Pues no —Paula se incorporó con dignidad y miró hacia la puerta que Pedro estaba bloqueando—. Si no te importa… 
—le lanzó una sonrisa falsa. Los ojos le echaban chispas—. Y no te preocupes, sonreiré. Pero preferiría que no me vieran salir del baño de señoras contigo.


—Tal vez así el mundo te vea con otros ojos.


Paula entornó la mirada y afirmó con desprecio:
—Me verían como una fresca.


—No, me refería a que tal vez pensaran que tienes vida propia.


Ella contuvo el aliento ultrajada.


—Tengo una vida estupenda y me importa un bledo lo que la gente piense.


—Si eso fuera cierto, te daría igual que la gente te viera salir conmigo por esa puerta.


Paula apretó los dientes con expresión frustrada y le miró. 


No podía tener una expresión más petulante.


—Espera aquí.


—¿Tengo que contar hasta cien?


Paula respondió con un resoplido desdeñoso, alzó la cabeza y salió al pasillo.


—Gracias —le dijo sin darse la vuelta.


Pedro no contó hasta cien. Se quedó pensando en lo que acababa de suceder. Repitió la escena en su cabeza, algunos fragmentos de conversación le hicieron fruncir el ceño, otros sonreír. Estaba claro que le había costado darle las gracias, y Pedro sintió una punzada de culpabilidad porque sabía que no las merecía. Solo había respondido a la llamada de socorro de su hija. Solo había entrado allí por Josefina, porque quería que pensara que era un buen hombre, pero en realidad no lo era. Si hubiera visto a una mujer histérica llorando en el baño, su reacción no habría sido ayudarla, sino salir corriendo en dirección opuesta.


Tenía la vida estructurada de modo que pudiera centrarse en lo importante. No se implicaba con nada.


Las mujeres que estaban fuera mirando el cartel de «no funciona» que había en la puerta le miraron con los ojos abiertos de par en par cuando salió.


Ignorando sus miradas de asombro, Pedro despegó el aviso escrito con el lápiz de labios rosa de su hija y asintió.


—Ya está arreglado.


Y eso estaba bien. Paula Chaves tenía más implicaciones de las que había imaginado. El hombre que la conquistara necesitaría una medalla y un título de terapeuta.





PECADO Y SEDUCCION: CAPITULO 5





Aunque el césped estaba lleno de carpas para la celebración, la ceremonia iba a tener lugar en el gran vestíbulo de madera de Bernt Manor, la mansión de campo de Carlos. Los invitados estaban sentados en filas semicirculares alrededor de un pasillo central, y la imponente escalera estaba iluminada de modo que todo el mundo pudiera ver bien a la comitiva nupcial cuando entrara.


Un cuarteto de cuerda entretenía a los invitados durante la espera. Luego cantó una soprano, y a algunas personas se les llenaron los ojos de lágrimas. Finalmente empezó a sonar la marcha nupcial y Pedro suspiró, pero el codazo que le dio su hija en las costillas le llevó a girar la cabeza hacia la lenta marcha de la comitiva nupcial que bajaba por las escaleras. 


Dirigió en primer lugar la atención hacia la dama de honor más alta, la mujer de su amigo Kamel.


Pedro la observó cuando pasó por delante de su fila. Era muy guapa, pensó dirigiendo la mirada hacia la segunda dama de honor, que hasta el momento había quedado bloqueada por la altísima rubia.


Sintió un escalofrío seguido de una oleada de deseo al ver que era aula. No creía en el destino ni en el karma, pero sí creía en no desperdiciar oportunidades. En cuanto estuvo delante de él, Pedro vio algo que se suponía que no debía verse en una boda. Ocurrió tan deprisa que, si no la hubiera estado mirando fijamente, se lo habría perdido. Sin mirar ni a derecha ni a izquierda, Paula se agarró el corpiño del vestido antes de que se le deslizara por la cintura, pero no antes de que llegara a ver el sujetador blanco de encaje, la suave línea de los pezones y una marca de nacimiento en forma de luna en la parte izquierda del tórax.


A medida que avanzaba la ceremonia, Pedro se dio cuenta de que no miraba a los novios sino a Paula. Le picaba la curiosidad porque no la veía contenta, parecía estar en un funeral en lugar de en una boda. Y también le interesaba mucho volver a ver aquella marca de nacimiento. Nunca había sentido una atracción tan poderosa por ninguna mujer.


No apartó los ojos de ella durante toda la ceremonia. Ni luego, cuando la comitiva presidida por la feliz pareja volvió a enfilar por el pasillo. A diferencia de la nueva princesa de Surana, que iba sonriéndole a todo el mundo, Paula tenía la vista clavada al frente.


Justo cuando acababa de pasar a su lado, giró de pronto la cabeza. Sus miradas se encontraron y Pedro dejó de respirar durante un segundo. Paula se sonrojó cuando él le guiñó un ojo.



*****


Una vez asumido que iba a pasar, Paula solo quería que terminara cuanto antes. Consiguió, en gran medida, no pensar en nada durante la ceremonia. Tuvo un percance con el vestido, pero confiaba en que nadie se hubiera dado cuenta. Para asegurarse de que no se repitiera, nada más terminar, se escabulló a la despensa de abajo para ponerse más papel en el sujetador.


Se quedó allí un buen rato, el problema del vestido no había sido la única razón por la que estaba allí. El recuerdo del guiño de unos ojos oscuros apareció en su mente, y lo apartó de sí al instante. No quería darle espacio. Ningún hombre la había mirado nunca con tanta intensidad. Paula había mantenido un aire de frío desdén, pero por dentro no sentía precisamente frío.


No tenía ni idea de quién era aquel hombre, y no estaba interesada en averiguarlo, decidió. La lista de invitados brillaba, como cabía esperar cuando el novio era tan rico y bien conectado como Carlos Latimer. Como buen señor de la mansión, había invitado también a todos los trabajadores de la hacienda y a sus familias, incluidas unas cuantas chicas con las que Paula había ido al colegio. Paula no hizo amago de ignorarlas, pero tampoco habló con ellas.


Sin saber cómo, se las arregló para superar los discursos sin perder la compostura y representar el papel de feliz hija de la novia.


Cuando los novios salieron a abrir el baile, el nudo de tristeza que tenía en el pecho era ya tan apretado que sentía que la ahogaba, y le dolían los músculos de la cara por el esfuerzo de sonreír y parecer contenta cuando todo su interior gritaba lo contrario.


Cuando acabaron los aplausos y los invitados empezaron a salir a la pista, Paula fingió no ver al príncipe Kamel acercándose a ella, alentado seguramente por Luciana, y se dirigió a uno de los baños portátiles decorados con flores. Lo último que necesitaba era que bailaran con ella por compasión.


El baño estaba vacío. Llenó el lavabo con agua y se quedó mirando su reflejo. Lo que vio no ayudó a mejorar su humor.


La humedad del clima le había rizado el pelo. Suspiró y trató de atusárselo lo mejor posible. Luego estiró los hombros, se miró una última vez y se dirigió a la puerta. La había entreabierto cuando escuchó aquellas voces que conocía tan bien. Miró de reojo y las vio a las tres. Siempre iban en grupo, y al parecer seguían haciéndolo.


Aquellas acosadoras del colegio que le habían hecho la vida imposible ya no ejercían ningún poder sobre Paula, pero la idea de salir y toparse con ellas… aquello era demasiado.


Se levantó el vestido y corrió hacia uno de los baños individuales, cerrándolo justo antes de que las tres mujeres, cuyos padres también trabajaban en la hacienda, entraran.


—Me encanta ese lápiz de labios, Luisa.


Se escuchó el ruido de los productos de maquillaje sobre la encimera.


—Así que Luciana ha pillado a un príncipe. Qué suertuda.


—Él es guapísimo, pero ella parece que ha engordado.


—Sí, eso desde luego. Pero por mí puede quedarse con su príncipe. A mí me gusta el italiano. Tiene unos ojos y una boca…


«Estás obsesionada», se reprendió Paula en silencio. Solo porque aquel hombre fuera moreno no significaba que estuvieran hablando de él. ¿Italiano? De hecho, una de las cosas que más le habían llamado la atención era su tono de piel mediterráneo. Recordó su voz, sexy y ronca, pero sin acento.


—¿Es italiano?


—¿No has oído hablar nunca de Pedro Alfonso? De verdad, Patricia, a veces me pregunto en qué planeta vives. Es multimillonario y sale en todas las listas de los más ricos.


—Entonces, ¿está forrado? Mejor que mejor. Lástima lo de la cicatriz. Pero supongo que eso no es tan grave.


—¿Está casado?


Alguien se rio. Paula no supo quién de ellas, pero una cosa tenía clara: ya no le quedaban dudas sobre a quién se referían. En cuanto mencionaron la cicatriz, supo que el trío hablaba del hombre cuyas miradas llevaba todo el día tratando de ignorar.


—¿Acaso importa?


Aquella respuesta despreocupada hizo que Paula frunciera los labios con desagrado. Aunque ella no aspirara personalmente al matrimonio, pensaba que si alguien pronunciaba los votos, debía mantenerse fiel a ellos. Y sabía que al menos dos de las mujeres que estaban allí fuera llevaban anillo de casada.


Dado que se movía en los mismos círculos que su ahora padrastro, no le extrañaba que el tal Alfonso tuviera dinero, pero a Paula no le impresionaba eso. Se podía reconocer la calidad de un buen traje hecho a mano sin admirar a la persona que lo llevaba.


Su padre biológico tenía dinero y estatus y era un completo canalla. Paula admiraba el talento y la inteligencia, y sin duda había inteligencia en la mirada oscura que la había estado siguiendo todo el día, pero fue el desafío sexual que encerraba lo que le provocaba escalofríos.


—Eso es un plus, desde luego —admitió alguien, tal vez Emma—. Pero no le echaría de la cama aunque estuviera arruinado. Imagináoslo desnudo y listo para la acción…


Siguieron risas y comentarios soeces, y Paula no pudo evitar reaccionar con una mezcla de indignación y desagrado. 


Porque ella había tenido también la misma fantasía, se había preguntado qué aspecto tendría aquel hombre desnudo.


—Se ha pasado todo el día mirándome, no podía apartar los ojos de mí. ¿Os habéis fijado? —presumió Luisa.


Paula resopló furiosa por la nariz. Así que había estado mirando a todas las mujeres, ¡menudo canalla!


—¿Quieres decir que se ha acercado a ti? ¿Cuándo?


—Le escribí mi número en el brazo.


—¡No! ¿Cuánto has bebido? ¿Y si Roberto te hubiera visto?


—¿Y qué te dijo?


—Me miró y yo me eché a temblar. Tiene unos ojos preciosos. Y luego me dijo…


—¿Qué? ¿Qué te dijo, Luisa?


Aquella pausa dramática tenía también a Paula en ascuas.


—Por el modo en que me miraba, sé que me desea. Eso se nota…


—Sí, pero, ¿qué te dijo?


—Dijo que tenía una memoria excelente, y que, si quería recordar un número, lo haría. ¡Y luego lo borró!


Estaba claro que Luisa había decidido que eso era algo bueno. Sus amigas no parecían tan convencidas. Siguieron hablando del tema hasta que encontraron un asunto en el que todas estaban de acuerdo. Lo despreciable que les parecía aquella boda.


—Creo que en una época como esta, en la que la gente está sin trabajo, una exhibición de este tipo resulta muy insensible.


«Entonces, ¿por qué habéis venido?», pensó Paula.


—Ya, pero el champán es bueno.


—La novia no es más que la cocinera.


—Pero es guapa. A mí no me importaría estar la mitad de bien que la madre de Paula a esa edad.


—Hay que reconocerle su mérito, al final consiguió a su hombre. Mi madre dice que llevan años liados.


Echando chispas por los ojos, Paula agarró el picaporte de la puerta. Nadie iba a hablar mal de su madre estando ella delante.


—¿Y qué me decís de Paula? ¿Qué os parece su aspecto?


Paula dejó caer la mano mientras escuchaba las maliciosas risas. Le traían recuerdos del pasado, y por un instante volvió a ser la niña de la que sus compañeras se burlaban.


—¡Y ese pelo!


—Y las cejas. Además, sigue estando plana como una tabla.


—Esa engreída pasó a mi lado y actuó como si yo no estuviera allí. Bueno, por mucho dinero que haya ganado, está claro que no ha gastado nada en maquillaje. Sin duda es lesbiana.


—No hay más que verla.


—¡Y pensar que nos llevaron a dirección por decirlo en el colegio! Esa chica no tiene sentido del humor —se escuchó el sonido de la puerta al abrirse—. Siempre ha sido una creída y nos ha mirado por encima del hombro.


Viejos insultos que Paula había oído con anterioridad.


La puerta del baño de señoras se cerró y todo quedó en silencio, pero Paula se quedó dentro del cubículo unos minutos más para asegurarse de que se le secaran las lágrimas.


Se llevó la mano al húmedo rostro. Había jurado que no volverían a hacerla llorar, que aquellas acosadoras que habían convertido su vida en un infierno en el pasado habían perdido la capacidad de hacerle daño.


Entonces, ¿por qué se estaba escondiendo en el baño?


—No me estoy escondiendo —estaba a punto de abrir cuando una vocecita le hizo dar un respingo.


—Ya lo sé, pero no pasa nada. Ya se han ido.


Aquella voz no pertenecía a ninguna de las tres caras del pasado.


La única persona que quedaba en el vacío baño era una niña. Aunque llevaba bailarinas planas, era unos centímetros más alta que Paula y más esbelta. La sonrisa que le dirigió cuando salió del cubículo le iluminó las perfectas facciones.


Paula sintió la cálida mirada de sus ojos marrones cuando se acercó al lavabo.


—¿Te encuentras bien?


Paula sonrió al reflejo de la niña en el espejo y abrió el grifo, permitiendo que el agua caliente le resbalara por las manos.


—Sí, gracias —mintió lamentando que le temblara la voz.


Aquello era una locura, era una mujer de negocios de mente fría. Entonces, ¿por qué sentía aquella urgente y extraña necesidad de liberar su carga?


La niña seguía mirándola con gesto preocupado.


—¿Estás segura?


Qué niña tan encantadora. A Paula le recordaba un poco a Luciana a su edad. No físicamente, porque esta niña tenía el pelo negro como el ala de un cuervo, la piel dorada y los ojos marrones, pero sí en la seguridad que tenía en sí misma y en aquella elegancia innata. Paula asintió y la niña se dirigió hacia la puerta.


La pequeña tenía la mano en el picaporte cuando se dio la vuelta.


—Mi padre dice que no debes dejar que puedan contigo —aseguró—. O al menos que no lo noten. Los acosadores reaccionan al oler el miedo, pero en el fondo son personas inseguras y cobardes.


—Parece que tienes un buen padre.


—Así es —la niña esbozó una sonrisa que la hizo parecer más pequeña—. Pero no es perfecto, aunque él cree que sí.


La niña tenía una sonrisa contagiosa.


—¿Puedo preguntarte si eres…?


Por primera vez en todo el día, Paula sintió ganas de echarse a reír, pero se contuvo.


—¿Si soy lesbiana? —terminó Paula por ella.


—A mí me parece bien —aseguró la niña.


Era tan dulce, tan amable, tan distinta a la profunda malicia de las mujeres que acababan de salir, que Paula sintió cómo se le volvían a llenar los ojos de lágrimas. Parpadeó varias veces y apoyó una mano contra la pared.


Los ejercicios mentales que utilizaba para bloquear sus emociones requerían energía, y Paula tenía las reservas seriamente mermadas.


—No, no lo soy —el sollozo le surgió de lo más profundo de su interior. Y luego le nació otro, y otro. Todas las emociones que había tratado de mantener bajo control aquel día se desataron de pronto.


—Quédate aquí. Iré a buscar a alguien.


—Estoy… estoy bien —aseguró Paula entre hipidos.


Pero la niña había desaparecido.