sábado, 7 de marzo de 2015

PECADO Y SEDUCCION: CAPITULO 5





Aunque el césped estaba lleno de carpas para la celebración, la ceremonia iba a tener lugar en el gran vestíbulo de madera de Bernt Manor, la mansión de campo de Carlos. Los invitados estaban sentados en filas semicirculares alrededor de un pasillo central, y la imponente escalera estaba iluminada de modo que todo el mundo pudiera ver bien a la comitiva nupcial cuando entrara.


Un cuarteto de cuerda entretenía a los invitados durante la espera. Luego cantó una soprano, y a algunas personas se les llenaron los ojos de lágrimas. Finalmente empezó a sonar la marcha nupcial y Pedro suspiró, pero el codazo que le dio su hija en las costillas le llevó a girar la cabeza hacia la lenta marcha de la comitiva nupcial que bajaba por las escaleras. 


Dirigió en primer lugar la atención hacia la dama de honor más alta, la mujer de su amigo Kamel.


Pedro la observó cuando pasó por delante de su fila. Era muy guapa, pensó dirigiendo la mirada hacia la segunda dama de honor, que hasta el momento había quedado bloqueada por la altísima rubia.


Sintió un escalofrío seguido de una oleada de deseo al ver que era aula. No creía en el destino ni en el karma, pero sí creía en no desperdiciar oportunidades. En cuanto estuvo delante de él, Pedro vio algo que se suponía que no debía verse en una boda. Ocurrió tan deprisa que, si no la hubiera estado mirando fijamente, se lo habría perdido. Sin mirar ni a derecha ni a izquierda, Paula se agarró el corpiño del vestido antes de que se le deslizara por la cintura, pero no antes de que llegara a ver el sujetador blanco de encaje, la suave línea de los pezones y una marca de nacimiento en forma de luna en la parte izquierda del tórax.


A medida que avanzaba la ceremonia, Pedro se dio cuenta de que no miraba a los novios sino a Paula. Le picaba la curiosidad porque no la veía contenta, parecía estar en un funeral en lugar de en una boda. Y también le interesaba mucho volver a ver aquella marca de nacimiento. Nunca había sentido una atracción tan poderosa por ninguna mujer.


No apartó los ojos de ella durante toda la ceremonia. Ni luego, cuando la comitiva presidida por la feliz pareja volvió a enfilar por el pasillo. A diferencia de la nueva princesa de Surana, que iba sonriéndole a todo el mundo, Paula tenía la vista clavada al frente.


Justo cuando acababa de pasar a su lado, giró de pronto la cabeza. Sus miradas se encontraron y Pedro dejó de respirar durante un segundo. Paula se sonrojó cuando él le guiñó un ojo.



*****


Una vez asumido que iba a pasar, Paula solo quería que terminara cuanto antes. Consiguió, en gran medida, no pensar en nada durante la ceremonia. Tuvo un percance con el vestido, pero confiaba en que nadie se hubiera dado cuenta. Para asegurarse de que no se repitiera, nada más terminar, se escabulló a la despensa de abajo para ponerse más papel en el sujetador.


Se quedó allí un buen rato, el problema del vestido no había sido la única razón por la que estaba allí. El recuerdo del guiño de unos ojos oscuros apareció en su mente, y lo apartó de sí al instante. No quería darle espacio. Ningún hombre la había mirado nunca con tanta intensidad. Paula había mantenido un aire de frío desdén, pero por dentro no sentía precisamente frío.


No tenía ni idea de quién era aquel hombre, y no estaba interesada en averiguarlo, decidió. La lista de invitados brillaba, como cabía esperar cuando el novio era tan rico y bien conectado como Carlos Latimer. Como buen señor de la mansión, había invitado también a todos los trabajadores de la hacienda y a sus familias, incluidas unas cuantas chicas con las que Paula había ido al colegio. Paula no hizo amago de ignorarlas, pero tampoco habló con ellas.


Sin saber cómo, se las arregló para superar los discursos sin perder la compostura y representar el papel de feliz hija de la novia.


Cuando los novios salieron a abrir el baile, el nudo de tristeza que tenía en el pecho era ya tan apretado que sentía que la ahogaba, y le dolían los músculos de la cara por el esfuerzo de sonreír y parecer contenta cuando todo su interior gritaba lo contrario.


Cuando acabaron los aplausos y los invitados empezaron a salir a la pista, Paula fingió no ver al príncipe Kamel acercándose a ella, alentado seguramente por Luciana, y se dirigió a uno de los baños portátiles decorados con flores. Lo último que necesitaba era que bailaran con ella por compasión.


El baño estaba vacío. Llenó el lavabo con agua y se quedó mirando su reflejo. Lo que vio no ayudó a mejorar su humor.


La humedad del clima le había rizado el pelo. Suspiró y trató de atusárselo lo mejor posible. Luego estiró los hombros, se miró una última vez y se dirigió a la puerta. La había entreabierto cuando escuchó aquellas voces que conocía tan bien. Miró de reojo y las vio a las tres. Siempre iban en grupo, y al parecer seguían haciéndolo.


Aquellas acosadoras del colegio que le habían hecho la vida imposible ya no ejercían ningún poder sobre Paula, pero la idea de salir y toparse con ellas… aquello era demasiado.


Se levantó el vestido y corrió hacia uno de los baños individuales, cerrándolo justo antes de que las tres mujeres, cuyos padres también trabajaban en la hacienda, entraran.


—Me encanta ese lápiz de labios, Luisa.


Se escuchó el ruido de los productos de maquillaje sobre la encimera.


—Así que Luciana ha pillado a un príncipe. Qué suertuda.


—Él es guapísimo, pero ella parece que ha engordado.


—Sí, eso desde luego. Pero por mí puede quedarse con su príncipe. A mí me gusta el italiano. Tiene unos ojos y una boca…


«Estás obsesionada», se reprendió Paula en silencio. Solo porque aquel hombre fuera moreno no significaba que estuvieran hablando de él. ¿Italiano? De hecho, una de las cosas que más le habían llamado la atención era su tono de piel mediterráneo. Recordó su voz, sexy y ronca, pero sin acento.


—¿Es italiano?


—¿No has oído hablar nunca de Pedro Alfonso? De verdad, Patricia, a veces me pregunto en qué planeta vives. Es multimillonario y sale en todas las listas de los más ricos.


—Entonces, ¿está forrado? Mejor que mejor. Lástima lo de la cicatriz. Pero supongo que eso no es tan grave.


—¿Está casado?


Alguien se rio. Paula no supo quién de ellas, pero una cosa tenía clara: ya no le quedaban dudas sobre a quién se referían. En cuanto mencionaron la cicatriz, supo que el trío hablaba del hombre cuyas miradas llevaba todo el día tratando de ignorar.


—¿Acaso importa?


Aquella respuesta despreocupada hizo que Paula frunciera los labios con desagrado. Aunque ella no aspirara personalmente al matrimonio, pensaba que si alguien pronunciaba los votos, debía mantenerse fiel a ellos. Y sabía que al menos dos de las mujeres que estaban allí fuera llevaban anillo de casada.


Dado que se movía en los mismos círculos que su ahora padrastro, no le extrañaba que el tal Alfonso tuviera dinero, pero a Paula no le impresionaba eso. Se podía reconocer la calidad de un buen traje hecho a mano sin admirar a la persona que lo llevaba.


Su padre biológico tenía dinero y estatus y era un completo canalla. Paula admiraba el talento y la inteligencia, y sin duda había inteligencia en la mirada oscura que la había estado siguiendo todo el día, pero fue el desafío sexual que encerraba lo que le provocaba escalofríos.


—Eso es un plus, desde luego —admitió alguien, tal vez Emma—. Pero no le echaría de la cama aunque estuviera arruinado. Imagináoslo desnudo y listo para la acción…


Siguieron risas y comentarios soeces, y Paula no pudo evitar reaccionar con una mezcla de indignación y desagrado. 


Porque ella había tenido también la misma fantasía, se había preguntado qué aspecto tendría aquel hombre desnudo.


—Se ha pasado todo el día mirándome, no podía apartar los ojos de mí. ¿Os habéis fijado? —presumió Luisa.


Paula resopló furiosa por la nariz. Así que había estado mirando a todas las mujeres, ¡menudo canalla!


—¿Quieres decir que se ha acercado a ti? ¿Cuándo?


—Le escribí mi número en el brazo.


—¡No! ¿Cuánto has bebido? ¿Y si Roberto te hubiera visto?


—¿Y qué te dijo?


—Me miró y yo me eché a temblar. Tiene unos ojos preciosos. Y luego me dijo…


—¿Qué? ¿Qué te dijo, Luisa?


Aquella pausa dramática tenía también a Paula en ascuas.


—Por el modo en que me miraba, sé que me desea. Eso se nota…


—Sí, pero, ¿qué te dijo?


—Dijo que tenía una memoria excelente, y que, si quería recordar un número, lo haría. ¡Y luego lo borró!


Estaba claro que Luisa había decidido que eso era algo bueno. Sus amigas no parecían tan convencidas. Siguieron hablando del tema hasta que encontraron un asunto en el que todas estaban de acuerdo. Lo despreciable que les parecía aquella boda.


—Creo que en una época como esta, en la que la gente está sin trabajo, una exhibición de este tipo resulta muy insensible.


«Entonces, ¿por qué habéis venido?», pensó Paula.


—Ya, pero el champán es bueno.


—La novia no es más que la cocinera.


—Pero es guapa. A mí no me importaría estar la mitad de bien que la madre de Paula a esa edad.


—Hay que reconocerle su mérito, al final consiguió a su hombre. Mi madre dice que llevan años liados.


Echando chispas por los ojos, Paula agarró el picaporte de la puerta. Nadie iba a hablar mal de su madre estando ella delante.


—¿Y qué me decís de Paula? ¿Qué os parece su aspecto?


Paula dejó caer la mano mientras escuchaba las maliciosas risas. Le traían recuerdos del pasado, y por un instante volvió a ser la niña de la que sus compañeras se burlaban.


—¡Y ese pelo!


—Y las cejas. Además, sigue estando plana como una tabla.


—Esa engreída pasó a mi lado y actuó como si yo no estuviera allí. Bueno, por mucho dinero que haya ganado, está claro que no ha gastado nada en maquillaje. Sin duda es lesbiana.


—No hay más que verla.


—¡Y pensar que nos llevaron a dirección por decirlo en el colegio! Esa chica no tiene sentido del humor —se escuchó el sonido de la puerta al abrirse—. Siempre ha sido una creída y nos ha mirado por encima del hombro.


Viejos insultos que Paula había oído con anterioridad.


La puerta del baño de señoras se cerró y todo quedó en silencio, pero Paula se quedó dentro del cubículo unos minutos más para asegurarse de que se le secaran las lágrimas.


Se llevó la mano al húmedo rostro. Había jurado que no volverían a hacerla llorar, que aquellas acosadoras que habían convertido su vida en un infierno en el pasado habían perdido la capacidad de hacerle daño.


Entonces, ¿por qué se estaba escondiendo en el baño?


—No me estoy escondiendo —estaba a punto de abrir cuando una vocecita le hizo dar un respingo.


—Ya lo sé, pero no pasa nada. Ya se han ido.


Aquella voz no pertenecía a ninguna de las tres caras del pasado.


La única persona que quedaba en el vacío baño era una niña. Aunque llevaba bailarinas planas, era unos centímetros más alta que Paula y más esbelta. La sonrisa que le dirigió cuando salió del cubículo le iluminó las perfectas facciones.


Paula sintió la cálida mirada de sus ojos marrones cuando se acercó al lavabo.


—¿Te encuentras bien?


Paula sonrió al reflejo de la niña en el espejo y abrió el grifo, permitiendo que el agua caliente le resbalara por las manos.


—Sí, gracias —mintió lamentando que le temblara la voz.


Aquello era una locura, era una mujer de negocios de mente fría. Entonces, ¿por qué sentía aquella urgente y extraña necesidad de liberar su carga?


La niña seguía mirándola con gesto preocupado.


—¿Estás segura?


Qué niña tan encantadora. A Paula le recordaba un poco a Luciana a su edad. No físicamente, porque esta niña tenía el pelo negro como el ala de un cuervo, la piel dorada y los ojos marrones, pero sí en la seguridad que tenía en sí misma y en aquella elegancia innata. Paula asintió y la niña se dirigió hacia la puerta.


La pequeña tenía la mano en el picaporte cuando se dio la vuelta.


—Mi padre dice que no debes dejar que puedan contigo —aseguró—. O al menos que no lo noten. Los acosadores reaccionan al oler el miedo, pero en el fondo son personas inseguras y cobardes.


—Parece que tienes un buen padre.


—Así es —la niña esbozó una sonrisa que la hizo parecer más pequeña—. Pero no es perfecto, aunque él cree que sí.


La niña tenía una sonrisa contagiosa.


—¿Puedo preguntarte si eres…?


Por primera vez en todo el día, Paula sintió ganas de echarse a reír, pero se contuvo.


—¿Si soy lesbiana? —terminó Paula por ella.


—A mí me parece bien —aseguró la niña.


Era tan dulce, tan amable, tan distinta a la profunda malicia de las mujeres que acababan de salir, que Paula sintió cómo se le volvían a llenar los ojos de lágrimas. Parpadeó varias veces y apoyó una mano contra la pared.


Los ejercicios mentales que utilizaba para bloquear sus emociones requerían energía, y Paula tenía las reservas seriamente mermadas.


—No, no lo soy —el sollozo le surgió de lo más profundo de su interior. Y luego le nació otro, y otro. Todas las emociones que había tratado de mantener bajo control aquel día se desataron de pronto.


—Quédate aquí. Iré a buscar a alguien.


—Estoy… estoy bien —aseguró Paula entre hipidos.


Pero la niña había desaparecido.




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