sábado, 7 de marzo de 2015

PECADO Y SEDUCCION: CAPITULO 6





Paula no esperaba que la niña regresara, pero lo hizo, y con la última persona del mundo que esperaba ver en el cuarto de baño de señoras.


Pedro Alfonso era el padre… oh, Dios mío.


Paula se echó hacia atrás agitando una mano mientras tragaba saliva.


—¡Marchaos de aquí!


—Vigila la puerta, Josefina, y no dejes que pase nadie.


—De acuerdo —la niña agarró las manos de su padre y se inclinó hacia delante para mirarle las muñecas—. ¿De verdad que esa mujer te ha escrito su número en el brazo? No me mires así, estoy acostumbrada a tener un padre sexy. Y por cierto, no es lesbiana —dijo la niña saliendo del baño.


Pedro ni siquiera parpadeó.


—Es bueno saberlo —se giró hacia Paula, que se había refugiado en una esquina con la cara llena de lágrimas y los ojos rojos e hinchados.


El matrimonio le había hecho desconfiar a Pedro de las lágrimas femeninas. Clara era capaz de abrir y cerrar el grifo del llanto a placer. Y había perfeccionado tanto el arte que nunca se manchaba de maquillaje ni se le enrojecía la nariz.


 Su llanto era estéticamente perfecto.


Nada que ver con los sollozos intermitentes de esta otra mujer. Sus emociones eran auténticas, eso lo tenía claro, y sintió una punzada de simpatía en el pecho.


Pedro no tenía interés en conocer el origen de aquel desbordamiento emocional; solo quería que dejara de llorar. 


Aunque ninguna de las fantasías que había tenido a lo largo de aquel interminable y aburrido día terminaba de aquel modo.


Se la había imaginado de muchas otras maneras, como vestida con su impactante lencería. Tras unas cuantas pesquisas, había confirmado que ella la diseñaba.


Deslizó la mirada hacia su rostro en forma de corazón, el abundante cabello ahora alborotado. A Pedro le gustaban las mujeres arregladas, así que le sorprendió que aunque Paula estuviera hinchada y llena de lágrimas, le resultaba muy placentero mirarla.


—Estoy bien —si sentirse completamente mortificada era estar bien, se dijo—. ¿Por qué no te vas? —le pidió con la mayor frialdad que pudo mientras trataba de controlar otro sollozo.


Poco acostumbrado a que las mujeres le pidieran que se fuera, Pedro tardó unos segundos en formular una respuesta digna.


—Nada me gustaría más. Mira, tú no quieres que esté aquí y yo no quiero estar, pero mi hija vino a buscarme para que la ayudara, y Josefina sigue pensando que tengo capacidad para conseguir lo imposible. Mi intención es mantener viva esa ilusión.


Paula, que ya había dejado de llorar, alzó la barbilla.


—Es extraño, porque parece una niña inteligente.


Paula esperaba una respuesta enfadada, así que el brillo de humor que desprendieron sus ojos la dejó un poco descolocada.


—Eso está mejor —reconoció él—. Y dime, ¿cuál es la historia?


—¿Qué historia? —Paula pasó por delante de él y abrió el grifo—. ¿No deberías irte? Alguien podría entrar, y ya ves que estoy bien.


—No te preocupes, Josefina nos dará un poco de intimidad.


Lo último que quería Paula era tener intimidad con aquel hombre. La idea le provocó un nuevo escalofrío en la espina dorsal.


—Y dime, ¿qué pretendes que haga tu hija si alguien quiere entrar?


Pedro se encogió de hombros con indiferencia.


—Es una niña con muchos recursos.


Paula le miró en el espejo y sacudió la cabeza.


—Y tú eres un padre muy raro, aunque yo no sé mucho de padres —lamentando haber dicho aquello, inclinó la cabeza y se echó agua en la cara.


Cuando volvió a levantar la cabeza, Pedro estaba justo a su lado, lo suficientemente cerca como para que Paula fuera consciente del calor de su esbelto y duro cuerpo. A aquella distancia podía apreciar la textura de su piel dorada, ensombrecida ahora por una sutil barba incipiente que casi le ocultaba la cicatriz de al lado de la boca.


—Entonces, ¿tú no tienes padre?


Paula dio un respingo como si se hubiera despertado de pronto y agarró una de las toallas individuales para secarse las manos. Sintió cómo se debilitaba bajo su mirada.


—¿Qué pasa, que estás investigando para tu próximo libro? —le espetó.


—Lo cierto es que estoy interesado en ti.


Aquel comentario le arrebató el camuflaje protector. 


Sintiéndose terriblemente expuesta, y lo que era peor, excitada, se frotó la cara con la toalla.


—Yo no estoy interesada en ti en lo más mínimo, Pedro Alfonso.


Él alzó las cejas.


—Sabes mi nombre.


—Ha salido en la conversación.


—Ah, sí, la conversación —murmuró Pedro—. ¿Qué te han dicho tus encantadoras amigas que te ha molestado tanto?


—No son mis amigas —se apresuró a decir Paula—. Fuimos juntas al colegio del pueblo, y luego al instituto.


—Te conviene contarme qué te han dicho, porque si no lo hará Josefina, y si mi hija ha quedado traumatizada quiero saberlo ahora mismo.


¡Traumatizada! A Paula le horrorizó que sospechara que su hija había presenciado alguna especie de pelea de bar.


—Tu hija no ha visto nada raro —aseguró—. Ellas ni siquiera sabían que estaba ahí. Solo me he quedado escuchando cómo hablaban mal de mí. En el colegio tampoco nos llevábamos bien.


—Parecen mucho mayores que tú. Lo que no entiendo es por qué sus celos te hacen llorar a ti.


Paula suspiró. El modo más rápido de sacar a Pedro de allí era satisfacer su curiosidad y mantenerse tres segundos sin venirse abajo.


—No tiene nada que ver con ellas. Ha sido una combinación de champán, jet lag y…


Se detuvo, y una expresión de asombro apareció en su rostro al procesar finalmente el comentario.


—No tienen celos de mí, ¿qué te hace pensar eso?


Pedro parecía asombrado por la pregunta.


—Veamos. Eres una mujer guapa y de éxito y ellas… —torció los labios en un gesto de desprecio al recordar a la rubia de bronceado naranja que se le había abalanzado
para escribirle su número en el brazo, avergonzando a todos los testigos de la escena.


Pedro no se había avergonzado, pero sí se sintió molesto y ofendido.


—No.


¿Pedro pensaba que era guapa?


—Y no has bebido nada de champán.


La verde mirada acusadora de Paula se clavó en su rostro.


—¿Cómo lo sabes?


—Soy un hombre observador.


Ella entornó los ojos.


—¡Me has estado observando! —le espetó temblando con una combinación de rabia y emoción.


—Y tú lo sabías —contraatacó él—. Es el juego de los hombres y las mujeres, cara —bromeó.


Paula hizo un esfuerzo por superar el pánico que se estaba apoderando de ella y por mantener la calma.


—Yo no estoy jugando a nada.


Pedro se la quedó mirando durante un largo instante, y sintió un atisbo de incertidumbre ante la posibilidad de que le estuviera diciendo la verdad. No podía ser tan inexperta, ¿verdad? Pero al mirar aquellos grandes ojos color esmeralda, se dio cuenta de que no estaba tratando de ocultar nada.


Una palabra le surgió en la cabeza: inocencia.


Pedro se incorporó y se apartó de ella, no solo en el plano físico. Pensaba que estaban en el mismo barco, pero se había equivocado. Había visto aquella boca sensual, pero no la carga emocional que llevaba consigo. Afortunadamente, se dijo, había descubierto su error ahora, antes de que las cosas fueran demasiado lejos.


—¿Podrías hacerme un favor? —le preguntó.


No iba a hacerle una proposición indecente con su hija al otro lado de la puerta, pero, de todas formas, a Paula se le aceleró el pulso.


—Eso depende.


—Sonríe y trata de no ser tan dramática.


Ella se puso tensa.


—¿Perdona?


—Me gustaría seguir siendo un héroe a ojos de mi hija el mayor tiempo posible, así que te agradecería que hicieras un esfuerzo para que pareciera que he agitado mi varita mágica y todo ha mejorado. No eres la única a la que no le gustan las bodas. Creo que en mi caso se debe a que me recuerdan demasiado a la mía —admitió con franqueza.


Ahora podía pensar en aquel día con cierto grado de objetividad, pero durante mucho tiempo no fue así. Ahora era capaz de admitir que mientras pronunciaba sus votos sabía que estaba cometiendo el mayor error de su vida, y dudaba que hubiera llegado tan lejos si sus padres no hubieran estado en contra de su decisión y no le hubieran dado un ultimátum.


En aquel entonces tenía veinte años y creía que lo sabía todo. La desaprobación de sus padres había sido como ponerle delante un trapo rojo a un toro, ¿y qué mejor manera de demostrar su madurez que casándose en contra de la voluntad de sus padres para demostrarles lo equivocados que estaban?


—¿Hacer un esfuerzo? —repitió Paula enfadada en voz baja—. ¿Y qué crees que llevo haciendo todo el día? Y en cuanto a tu matrimonio, ahórrame los detalles —le miró y
sintió que algo se desataba en su interior—. Dices que no te gustan las bodas, ¡pues mira esto! —metió la mano en el corpiño del vestido y sacó un puñado de pañuelos de papel—. ¿Acaso has tenido que meterte papeles en el sujetador para evitar que se te cayera el vestido? ¿Has tenido que ver a tu madre, la mejor persona que conoces, casarse con un hombre que está por debajo de ella en todos los sentidos? Esto no habría pasado si ese canalla no la hubiera dejado embarazada…


Paula experimentó durante tres segundos un profundo alivio por haberse sacado aquello… y luego miró los pañuelos que tenía en la mano y tragó saliva. Entonces sintió deseos de que se la tragara la tierra. ¿En qué estaba pensando para contarle cosas tan privadas a un desconocido?


Alzó sus ojos verdes hacia el rostro de Pedro.


—Si se lo cuentas a alguien…


—Te verás obligada a matarme. No te preocupes, tu secreto está a salvo conmigo.


Paula percibió el tono de sarcasmo.


—Cada vez me apetece más la idea —afirmó ella.


Pedro olvidó la frialdad que tenía pensado utilizar con ella y sonrió.


—Tengo curiosidad, ¿guardas más pañuelos de papel ahí dentro o ya no tienes más?


Paula se llevó una mano al escote del vestido sin tirantes. Sin los papeles, Pedro podía ver hasta la cintura, y estaba mirando.


—¡Eres odioso! —Paula miró el puñado de papeles y se los arrojó.


Él los agarró riéndose, pero lo cierto era que se había quedado impresionado ante la visión de aquellos pechos pequeños pero perfectos como manzanas maduras recubiertas de encaje. Imaginó cómo sería sentirlas en la mano, pero eso no iba a suceder porque Paula era una joven inocente. Pero ¿hasta qué punto?


No quería saberlo. De acuerdo, tal vez sí quería. Las vírgenes de su edad eran un poco como los unicornios, criaturas míticas


—Y dime, ¿qué tienes en contra de Carlos Latimer? —era un hombre de éxito, solvente, y según tenía entendido, no tenía vicios como el alcohol, las drogas o el juego.


—¿No sabías que ha tenido una aventura con mi madre durante años? Eso te convierte en un bicho raro —aseguró Paula con amargura.


—No me gustan los cotilleos, lo que sí sé es que las relaciones son complejas y es difícil juzgarlas desde fuera.


—Ellos no tenían una relación. Mi madre era su amante, no tiene por qué casarse con nadie y menos con él. Yo habría cuidado de ella. Quería hacerlo.


—Eres muy posesiva.


—Protectora —respondió Paula molesta.


—¿No crees que tal vez tu madre tenga derecho a tomar sus propias decisiones y cometer sus propios errores?


Ella le lanzó una mirada furiosa.


—¿Y tú qué tienes que ver con todo esto?


—Nada en absoluto. Pensé que te gustaría conocer mi punto de vista.


—Pues no —Paula se incorporó con dignidad y miró hacia la puerta que Pedro estaba bloqueando—. Si no te importa… 
—le lanzó una sonrisa falsa. Los ojos le echaban chispas—. Y no te preocupes, sonreiré. Pero preferiría que no me vieran salir del baño de señoras contigo.


—Tal vez así el mundo te vea con otros ojos.


Paula entornó la mirada y afirmó con desprecio:
—Me verían como una fresca.


—No, me refería a que tal vez pensaran que tienes vida propia.


Ella contuvo el aliento ultrajada.


—Tengo una vida estupenda y me importa un bledo lo que la gente piense.


—Si eso fuera cierto, te daría igual que la gente te viera salir conmigo por esa puerta.


Paula apretó los dientes con expresión frustrada y le miró. 


No podía tener una expresión más petulante.


—Espera aquí.


—¿Tengo que contar hasta cien?


Paula respondió con un resoplido desdeñoso, alzó la cabeza y salió al pasillo.


—Gracias —le dijo sin darse la vuelta.


Pedro no contó hasta cien. Se quedó pensando en lo que acababa de suceder. Repitió la escena en su cabeza, algunos fragmentos de conversación le hicieron fruncir el ceño, otros sonreír. Estaba claro que le había costado darle las gracias, y Pedro sintió una punzada de culpabilidad porque sabía que no las merecía. Solo había respondido a la llamada de socorro de su hija. Solo había entrado allí por Josefina, porque quería que pensara que era un buen hombre, pero en realidad no lo era. Si hubiera visto a una mujer histérica llorando en el baño, su reacción no habría sido ayudarla, sino salir corriendo en dirección opuesta.


Tenía la vida estructurada de modo que pudiera centrarse en lo importante. No se implicaba con nada.


Las mujeres que estaban fuera mirando el cartel de «no funciona» que había en la puerta le miraron con los ojos abiertos de par en par cuando salió.


Ignorando sus miradas de asombro, Pedro despegó el aviso escrito con el lápiz de labios rosa de su hija y asintió.


—Ya está arreglado.


Y eso estaba bien. Paula Chaves tenía más implicaciones de las que había imaginado. El hombre que la conquistara necesitaría una medalla y un título de terapeuta.





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