sábado, 7 de marzo de 2015

PECADO Y SEDUCCION: CAPITULO 7





Pedro se unió a su hija, que estaba sentada en una mesa vacía al lado de la pista de baile.


—El aviso de la puerta ha sido un detalle simpático.


—¿Va todo bien, papá?


—Muy bien —Pedro extendió la mano para revolverle el pelo, pero Josefina se puso de pie.


—Está disponible. Lo he comprobado.


Pedro bajó la vista, pero no demasiado. En los últimos diez meses, su hija había crecido casi diez centímetros y había pasado de ser una niña dulce y algo regordeta de doce años a convertirse en una adolescente de trece esbelta y alta. De hecho ya había recibido dos ofertas para firmar un contrato como modelo.


Para Pedro era un alivio que los planes que Josefina tenía para su futuro no incluyeran convertirse en el rostro de ningún producto.


—¿Quién está disponible? —bajó la vista y se dio cuenta entonces de que su hija tenía un cóctel en la mano. 
Parpadeó y culpó a Paula por haberle distraído. Le quitó la copa—. Nada de eso, cariño.


—Tienes un problema de confianza, papá. Es un cóctel sin alcohol —Josefina sonrió—. Pruébalo si no me crees.


—No, gracias —Pedro frunció los labios con gesto de rechazo.


—Bueno, hablando de Paula, papá…


Pedro sacudió la cabeza, luego miró a su hija a los ojos y preguntó a la defensiva:
—¿Qué pasa con Paula?


—Te he dicho que está disponible.


Su hija estaba de broma, pero entre broma y broma… Pedro no estaba muy seguro, pero lo que tenía claro era que no quería seguir manteniendo aquella conversación.


—¿Ese chico es amigo tuyo? —miró hacia el joven que estaba avanzando por la pista de baile en dirección a su hija.


Al reconocer la mirada de advertencia, el chico cambió bruscamente de dirección.


—Buen intento, papá.


—¿Intento de qué?


—De cambiar de tema.


—¿A qué tema te refieres?


Josefina puso los ojos en blanco antes de señalar con el dedo hacia el punto en el que estaba Paula.


—Está sola, deberías ir a hablar con ella. ¿O te da miedo? 
—preguntó su hija—. Conozco a muchos hombres a los que les da miedo el rechazo.


Pedro, que no tenía mucha experiencia en rechazos, sonrió. 


Las revistas femeninas tenían respuestas para todo.


—¿Cómo sabes que a los hombres les da miedo el rechazo?


—Me lo ha contado Clara.


Pedro se le borró la sonrisa.


—¿Desde cuándo llamas Clara a tu madre? —le preguntó muy serio.


—Me lo pidió ella. Dice que ahora que soy más alta que ella se siente mayor si la llamo mamá —al ver la expresión de su padre, le puso la mano en el brazo—. No puede evitarlo, ¿sabes? Hay personas que son…


—Egoístas y egocéntricas —Pedro frunció el ceño y lamentó al instante haber pronunciado aquellas palabras amargas.


Tras el divorcio, tomó la decisión de no hablar mal de su exmujer delante de su hija, y siempre se sentía culpable cuando lo hacía. No quería ser como esos padres que obligaban a sus hijos a tomar partido.


—Relájate, papá. No me estás diciendo nada que ya no sepa. Entonces, ¿tienes miedo? Has estado todo el día mirándola. Sí, papá, es la verdad. Paula es una tentación, tiene cerebro y belleza. Y antes de que digas nada…


—¿Qué crees que iba a decir?


—La belleza no es una cuestión de piernas largas y senos grandes, papá.


Siempre era bueno saber que tu propia hija te consideraba superficial y sexista.


—Soy consciente de ello.


—Y está claro que te gusta, así que no permitas que yo te entretenga. Adelante, papá.


—Muchas gracias.


Su hija ignoró la ironía.


—Creo que necesitas un reto.


—Ser tu padre es un reto diario.


—Soy mucho mejor hija de lo que te mereces —Josefina sonrió.


Durante un instante volvió a ser su niñita, pero Pedro apartó de sí la nostalgia y se recordó que nada dura para siempre.


—No voy a negarlo —le acarició la mejilla—. ¿Y si dejas que sea yo quien me preocupe de mi vida social, niña?


Josefina frunció el ceño.


—Es que no quiero verte solo. No voy a quedarme para siempre en casa, y tú te haces viejo.


Sintiendo el peso de sus treinta y tres años, Pedro dejó que su hija lo sacara a la pista de baile. Paula ya se había marchado.



*****


Tras llevarle el coche y las llaves a Pedro, su chófer se subió en el asiento del copiloto al lado de su mujer. Pedro se echó a un lado mientras el Mini se alejaba a toda prisa lanzando gravilla.


Sonrió al ver cómo el coche evitaba por los pelos chocarse contra una de las camionetas del catering. Pedro se alegró de que su chófer fuera el marido y no su mujer.


Se dirigió hacia la mansión isabelina, que ahora estaba iluminada desde atrás gracias a la tecnología láser. Menos modernos pero igual de atractivos resultaban los árboles que rodeaban la casa y que habían sido artísticamente decorados con luces blancas para la ocasión.


No había ni rastro de Josefina. Había dicho que tardaría cinco minutos cuando volvió a entrar hacía ya quince minutos para pedir que le prepararan una bolsa con sobras de la boda para su prima.


Un helicóptero despegó por encima de su cabeza y Pedro suspiró. Habría sido más fácil regresar en el mismo medio de transporte con el que había ido, pero la última vez que aterrizó en el jardín de la granja en la que su hermana Gabriela, exmodelo, vivía la bucólica vida de campo con su marido banquero, esta se quejó y dijo que las gallinas habían dejado de poner huevos por el susto.


Pedro no le pareció una explicación muy científica, pero no quería que se enfadara con él porque le ayudaba mucho con Josefina, quedándose con ella cuando él estaba fuera de la ciudad. Así que decidió llevar a su hija en coche antes de volver conduciendo a Londres él mismo.


Ahora estaba esperando a Josefina bajo un enorme arce iluminado. Un minibús lleno de invitados procedentes del pueblo partía en aquel momento, dejando a tres figuras en el camino de gravilla.


—¿A quién ha llamado borracha? —gritó la mujer que le había escrito su nombre en el brazo arrastrando las palabras.


Otra se sentó en el suelo y se quitó los zapatos.


—Me duelen los pies. Luisa, ¿por qué has tenido que insultarle?


Pedro se adentró más en las sombras y una expresión de desagrado cruzó sus patricias facciones. Se llevó una mano a la nuca y giró la cabeza para intentar aliviar la tensión de los músculos.


Estaba rotando los hombros cuando apareció una figura en el iluminado umbral. No era Josefina, pero también la conocía. No era difícil, porque llevaba todavía el vestido de dama de honor, aunque cubierto por una capita que le tapaba los hombros y se abrochaba al cuello, ocultando todo lo demás.


Pedro observó cómo miraba a derecha y a izquierda como si buscara a alguien, y luego empezó a avanzar en su dirección, aunque no podía verle.


No pudo evitar sentir un tirón en la entrepierna. Suspiró y se adentró todavía más entre las sombras. Su problema era que llevaba mucho tiempo sin tener relaciones sexuales.


—Vaya, aquí está la pobrecita Paula.


El comentario despectivo de una de las mujeres le llevó a salir de la oscuridad sin pensar. Se plantó al lado de Paula en dos zancadas. Sin decir una palabra, la agarró del brazo y la atrajo hacia sí.


Paula chocó contra él, sus suaves curvas se ajustaron perfectamente a los ángulos de su cuerpo.


Estaba demasiado impactada para siquiera gritar; abrió los ojos de par en par al mirar el rostro del hombre que la estaba sosteniendo. Dejó escapar un suspiro suave y se puso tensa cuando él le deslizó la mano libre por la cintura con gesto posesivo.


—¿Qué haces? —la pregunta demostraba que el cerebro le funcionaba. El resto de su cuerpo parecía funcionar de forma independiente. La sensual nube que le cubría el cerebro provocaba que le resultara difícil pensar, así que dejó de intentarlo.


¿Por qué molestarse en hacerlo si era una lucha que iba a perder? Porque quería saborearle, y no podía pensar en nada más.


Pedro se inclinó un poco más y le rozó la mejilla con los labios sin apartar la mirada de la suya. Tenía una mirada hipnótica; Paula no habría podido romper el contacto visual ni aunque hubiera querido. Y no quería.


—Voy a besarte. ¿Te parece bien?


No. Solo era una palabra. ¿Por qué le costaba tanto trabajo pronunciarla? Era lo único que tenía que hacer.


—Nos van a ver —susurró en cambio.


—Esa es la idea, así que no digas nada, cara, y no sufras otro ataque de pánico.


El comentario despertó a Paula de su letargo.


—Yo no tengo ataques de pánico. ¡Suéltame! —fue una orden débil, pero al menos protestó. Así podría decirse más tarde que había intentado detenerlo—. ¿Qué crees que estás haciendo, Pedro? —decir su nombre había sido un error, porque de pronto todo pareció más íntimo, más personal.


—Relájate y no me pegues, tenemos público. Voy a aclarar de una vez por todas las dudas que haya sobre tu sexualidad —le tocó un lado de la barbilla—. No mires.


Paula alzó la vista hacia él y la mirada apasionada de sus ojos provocó en Pedro una oleada de poder.


—¿Mirar adónde? —Paula no podía seguir fingiendo que quisiera mirar a otro lado que no fuera él—. ¿Tú tienes alguna duda sobre mi sexualidad?


—Ninguna en absoluto —aseguró Pedro contra sus labios.


—No tienes por qué hacer esto —pero por supuesto, si no lo hacía, ella moriría, aunque para las mujeres que les estaban mirando, parecía que se estuvieran besando de verdad—. No me importa lo que piensen.


—Lo cierto es que sí tengo por qué hacerlo —murmuró Pedro con voz ronca.


Ambos jadeaban de tal modo que no podían distinguir la respiración de cada uno.


—Tengo ganas de besarte desde la mañana en la que me lanzaste el sujetador —susurró él—. Parece que hace años de eso. ¿Y bien?


—¿Y bien qué?


—¿Quieres saber lo que se siente?


La respuesta de Paula se perdió en el calor de su boca. 


Pedro movió la lengua y los labios contra los suyos con sensual pericia. El peso del beso la llevó a apoyarse en el brazo que la sostenía. Se volvió a incorporar cuando Pedro levantó la cabeza.


Seguía todavía muy cerca y ambos respiraban con dificultad. 


Un escalofrío recorrió el cuerpo de Paula.


—Así que esta ha sido tu buena obra del día… —murmuró.


Pedro, que en realidad había estado luchando contra su instinto más básico para mantener aquel beso bajo control, se limitó a asentir. Había sido un error besarla; solo había servido para darse cuenta de lo que se estaba perdiendo y la deseaba más que nunca.


—Sí, y ahora que ya nos hemos dado el primer beso… —volvió a inclinarse. El brillo de sus ojos la advirtió de sus intenciones.


Esta vez fue un beso diferente. Con menos control, menos delicadeza, con un salvajismo que asustó a Paula por un lado y por otro la excitó. Quería todo lo que Pedro estaba haciendo y más. Aquella certeza la impactó y se arqueó contra él.


Podía sentir su excitación contra el vientre cuando se amoldó a ella, sellando sus cuerpos al nivel de las caderas.


Entonces, sin dejar de devorarle la boca con la suya con intensidad, Pedro empezó a mover sus grandes manos por su cuerpo.


Paula podía sentir el calor de su mano a través de la seda del vestido mientras la subía y la bajaba por el muslo. Al mismo tiempo, la otra le acariciaba y le moldeaba el tirante pezón.


No se le pasó por la cabeza que estaban a plena vista de cualquiera que pasara por allí. No podía pensar más allá del ardor que sentía entre las piernas, y cuando no pudo seguir soportándolo, le agarró de la nuca con las dos manos y lo atrajo hacia sí.


Le besó a su vez con urgencia, de un modo alocado similar al de Pedro. Se colgó a él como una lapa mientras Pedro se tambaleaba hacia atrás y trataba de mantener el equilibrio y ella le tiraba de la ropa con manos ávidas, llenándole de besos la cara y el cuello antes de volver a la boca.


Cuando le deslizó las manos bajo la camisa, Pedro gimió. 


Luego le agarró las manos y se las apartó.


Se quedó algo retirado y la miró. La caricia de las manos de Paula por su piel había estado a punto de acabar con su autocontrol. La certeza de que su hija podría salir en cualquier momento fue lo que le hizo apartarse.


—Bueno, creo que con esto basta —jadeó tratando todavía de recuperar el control.


«Oh, Dios, Dios, Dios».


Aquel grito retumbó por su cerebro, pero por suerte, Paula mantuvo los labios cerrados mientras le veía meterse la camisa en la cinturilla del pantalón.


—¿Estás bien? —Pedro sintió una repentina punzada de culpa al verla allí de pie tan frágil.


Paula dio varios pasos atrás y solo se detuvo cuando hizo contacto con un árbol. Alzó la barbilla y le dirigió lo que esperaba fuera un gesto de desprecio.


—No voy a tener relaciones sexuales contigo para demostrar que no soy lesbiana.


—Creo que eso ya ha quedado claro, porque tus amigas se han ido. Y es de buena educación preguntar primero, cara.


Paula no tenía defensa contra el sonrojo que le cubrió el rostro.


—Lástima que tú no preguntaras antes de abalanzarte sobre mí. Y puedes dejar eso de «cara». Es muy cursi.


—Para ser exactos, creo que los dos nos hemos abalanzado el uno sobre el otro —los ojos de Pedro echaban chispas—. Y sinceramente, no esperaba que las cosas fueran a ser así —miró hacia atrás—. Lo siento, pero Josefina podría salir en cualquier momento.


Y ella que creía que no podría sentirse más humillada…


—Solo ha sido un beso —afirmó agitando la cabeza.


Pedro alzó las cejas y soltó una carcajada seca.


—Si crees que eso ha sido solo un beso, estoy deseando ver cuál es tu versión de «solo sexo», cara.


—¡No va a haber nada de sexo! ¡Nada en absoluto! —Paula se giró sobre los talones y escuchó cómo se reía entre dientes a su espalda.





No hay comentarios.:

Publicar un comentario