sábado, 7 de marzo de 2015

PECADO Y SEDUCCION: CAPITULO 6





Paula no esperaba que la niña regresara, pero lo hizo, y con la última persona del mundo que esperaba ver en el cuarto de baño de señoras.


Pedro Alfonso era el padre… oh, Dios mío.


Paula se echó hacia atrás agitando una mano mientras tragaba saliva.


—¡Marchaos de aquí!


—Vigila la puerta, Josefina, y no dejes que pase nadie.


—De acuerdo —la niña agarró las manos de su padre y se inclinó hacia delante para mirarle las muñecas—. ¿De verdad que esa mujer te ha escrito su número en el brazo? No me mires así, estoy acostumbrada a tener un padre sexy. Y por cierto, no es lesbiana —dijo la niña saliendo del baño.


Pedro ni siquiera parpadeó.


—Es bueno saberlo —se giró hacia Paula, que se había refugiado en una esquina con la cara llena de lágrimas y los ojos rojos e hinchados.


El matrimonio le había hecho desconfiar a Pedro de las lágrimas femeninas. Clara era capaz de abrir y cerrar el grifo del llanto a placer. Y había perfeccionado tanto el arte que nunca se manchaba de maquillaje ni se le enrojecía la nariz.


 Su llanto era estéticamente perfecto.


Nada que ver con los sollozos intermitentes de esta otra mujer. Sus emociones eran auténticas, eso lo tenía claro, y sintió una punzada de simpatía en el pecho.


Pedro no tenía interés en conocer el origen de aquel desbordamiento emocional; solo quería que dejara de llorar. 


Aunque ninguna de las fantasías que había tenido a lo largo de aquel interminable y aburrido día terminaba de aquel modo.


Se la había imaginado de muchas otras maneras, como vestida con su impactante lencería. Tras unas cuantas pesquisas, había confirmado que ella la diseñaba.


Deslizó la mirada hacia su rostro en forma de corazón, el abundante cabello ahora alborotado. A Pedro le gustaban las mujeres arregladas, así que le sorprendió que aunque Paula estuviera hinchada y llena de lágrimas, le resultaba muy placentero mirarla.


—Estoy bien —si sentirse completamente mortificada era estar bien, se dijo—. ¿Por qué no te vas? —le pidió con la mayor frialdad que pudo mientras trataba de controlar otro sollozo.


Poco acostumbrado a que las mujeres le pidieran que se fuera, Pedro tardó unos segundos en formular una respuesta digna.


—Nada me gustaría más. Mira, tú no quieres que esté aquí y yo no quiero estar, pero mi hija vino a buscarme para que la ayudara, y Josefina sigue pensando que tengo capacidad para conseguir lo imposible. Mi intención es mantener viva esa ilusión.


Paula, que ya había dejado de llorar, alzó la barbilla.


—Es extraño, porque parece una niña inteligente.


Paula esperaba una respuesta enfadada, así que el brillo de humor que desprendieron sus ojos la dejó un poco descolocada.


—Eso está mejor —reconoció él—. Y dime, ¿cuál es la historia?


—¿Qué historia? —Paula pasó por delante de él y abrió el grifo—. ¿No deberías irte? Alguien podría entrar, y ya ves que estoy bien.


—No te preocupes, Josefina nos dará un poco de intimidad.


Lo último que quería Paula era tener intimidad con aquel hombre. La idea le provocó un nuevo escalofrío en la espina dorsal.


—Y dime, ¿qué pretendes que haga tu hija si alguien quiere entrar?


Pedro se encogió de hombros con indiferencia.


—Es una niña con muchos recursos.


Paula le miró en el espejo y sacudió la cabeza.


—Y tú eres un padre muy raro, aunque yo no sé mucho de padres —lamentando haber dicho aquello, inclinó la cabeza y se echó agua en la cara.


Cuando volvió a levantar la cabeza, Pedro estaba justo a su lado, lo suficientemente cerca como para que Paula fuera consciente del calor de su esbelto y duro cuerpo. A aquella distancia podía apreciar la textura de su piel dorada, ensombrecida ahora por una sutil barba incipiente que casi le ocultaba la cicatriz de al lado de la boca.


—Entonces, ¿tú no tienes padre?


Paula dio un respingo como si se hubiera despertado de pronto y agarró una de las toallas individuales para secarse las manos. Sintió cómo se debilitaba bajo su mirada.


—¿Qué pasa, que estás investigando para tu próximo libro? —le espetó.


—Lo cierto es que estoy interesado en ti.


Aquel comentario le arrebató el camuflaje protector. 


Sintiéndose terriblemente expuesta, y lo que era peor, excitada, se frotó la cara con la toalla.


—Yo no estoy interesada en ti en lo más mínimo, Pedro Alfonso.


Él alzó las cejas.


—Sabes mi nombre.


—Ha salido en la conversación.


—Ah, sí, la conversación —murmuró Pedro—. ¿Qué te han dicho tus encantadoras amigas que te ha molestado tanto?


—No son mis amigas —se apresuró a decir Paula—. Fuimos juntas al colegio del pueblo, y luego al instituto.


—Te conviene contarme qué te han dicho, porque si no lo hará Josefina, y si mi hija ha quedado traumatizada quiero saberlo ahora mismo.


¡Traumatizada! A Paula le horrorizó que sospechara que su hija había presenciado alguna especie de pelea de bar.


—Tu hija no ha visto nada raro —aseguró—. Ellas ni siquiera sabían que estaba ahí. Solo me he quedado escuchando cómo hablaban mal de mí. En el colegio tampoco nos llevábamos bien.


—Parecen mucho mayores que tú. Lo que no entiendo es por qué sus celos te hacen llorar a ti.


Paula suspiró. El modo más rápido de sacar a Pedro de allí era satisfacer su curiosidad y mantenerse tres segundos sin venirse abajo.


—No tiene nada que ver con ellas. Ha sido una combinación de champán, jet lag y…


Se detuvo, y una expresión de asombro apareció en su rostro al procesar finalmente el comentario.


—No tienen celos de mí, ¿qué te hace pensar eso?


Pedro parecía asombrado por la pregunta.


—Veamos. Eres una mujer guapa y de éxito y ellas… —torció los labios en un gesto de desprecio al recordar a la rubia de bronceado naranja que se le había abalanzado
para escribirle su número en el brazo, avergonzando a todos los testigos de la escena.


Pedro no se había avergonzado, pero sí se sintió molesto y ofendido.


—No.


¿Pedro pensaba que era guapa?


—Y no has bebido nada de champán.


La verde mirada acusadora de Paula se clavó en su rostro.


—¿Cómo lo sabes?


—Soy un hombre observador.


Ella entornó los ojos.


—¡Me has estado observando! —le espetó temblando con una combinación de rabia y emoción.


—Y tú lo sabías —contraatacó él—. Es el juego de los hombres y las mujeres, cara —bromeó.


Paula hizo un esfuerzo por superar el pánico que se estaba apoderando de ella y por mantener la calma.


—Yo no estoy jugando a nada.


Pedro se la quedó mirando durante un largo instante, y sintió un atisbo de incertidumbre ante la posibilidad de que le estuviera diciendo la verdad. No podía ser tan inexperta, ¿verdad? Pero al mirar aquellos grandes ojos color esmeralda, se dio cuenta de que no estaba tratando de ocultar nada.


Una palabra le surgió en la cabeza: inocencia.


Pedro se incorporó y se apartó de ella, no solo en el plano físico. Pensaba que estaban en el mismo barco, pero se había equivocado. Había visto aquella boca sensual, pero no la carga emocional que llevaba consigo. Afortunadamente, se dijo, había descubierto su error ahora, antes de que las cosas fueran demasiado lejos.


—¿Podrías hacerme un favor? —le preguntó.


No iba a hacerle una proposición indecente con su hija al otro lado de la puerta, pero, de todas formas, a Paula se le aceleró el pulso.


—Eso depende.


—Sonríe y trata de no ser tan dramática.


Ella se puso tensa.


—¿Perdona?


—Me gustaría seguir siendo un héroe a ojos de mi hija el mayor tiempo posible, así que te agradecería que hicieras un esfuerzo para que pareciera que he agitado mi varita mágica y todo ha mejorado. No eres la única a la que no le gustan las bodas. Creo que en mi caso se debe a que me recuerdan demasiado a la mía —admitió con franqueza.


Ahora podía pensar en aquel día con cierto grado de objetividad, pero durante mucho tiempo no fue así. Ahora era capaz de admitir que mientras pronunciaba sus votos sabía que estaba cometiendo el mayor error de su vida, y dudaba que hubiera llegado tan lejos si sus padres no hubieran estado en contra de su decisión y no le hubieran dado un ultimátum.


En aquel entonces tenía veinte años y creía que lo sabía todo. La desaprobación de sus padres había sido como ponerle delante un trapo rojo a un toro, ¿y qué mejor manera de demostrar su madurez que casándose en contra de la voluntad de sus padres para demostrarles lo equivocados que estaban?


—¿Hacer un esfuerzo? —repitió Paula enfadada en voz baja—. ¿Y qué crees que llevo haciendo todo el día? Y en cuanto a tu matrimonio, ahórrame los detalles —le miró y
sintió que algo se desataba en su interior—. Dices que no te gustan las bodas, ¡pues mira esto! —metió la mano en el corpiño del vestido y sacó un puñado de pañuelos de papel—. ¿Acaso has tenido que meterte papeles en el sujetador para evitar que se te cayera el vestido? ¿Has tenido que ver a tu madre, la mejor persona que conoces, casarse con un hombre que está por debajo de ella en todos los sentidos? Esto no habría pasado si ese canalla no la hubiera dejado embarazada…


Paula experimentó durante tres segundos un profundo alivio por haberse sacado aquello… y luego miró los pañuelos que tenía en la mano y tragó saliva. Entonces sintió deseos de que se la tragara la tierra. ¿En qué estaba pensando para contarle cosas tan privadas a un desconocido?


Alzó sus ojos verdes hacia el rostro de Pedro.


—Si se lo cuentas a alguien…


—Te verás obligada a matarme. No te preocupes, tu secreto está a salvo conmigo.


Paula percibió el tono de sarcasmo.


—Cada vez me apetece más la idea —afirmó ella.


Pedro olvidó la frialdad que tenía pensado utilizar con ella y sonrió.


—Tengo curiosidad, ¿guardas más pañuelos de papel ahí dentro o ya no tienes más?


Paula se llevó una mano al escote del vestido sin tirantes. Sin los papeles, Pedro podía ver hasta la cintura, y estaba mirando.


—¡Eres odioso! —Paula miró el puñado de papeles y se los arrojó.


Él los agarró riéndose, pero lo cierto era que se había quedado impresionado ante la visión de aquellos pechos pequeños pero perfectos como manzanas maduras recubiertas de encaje. Imaginó cómo sería sentirlas en la mano, pero eso no iba a suceder porque Paula era una joven inocente. Pero ¿hasta qué punto?


No quería saberlo. De acuerdo, tal vez sí quería. Las vírgenes de su edad eran un poco como los unicornios, criaturas míticas


—Y dime, ¿qué tienes en contra de Carlos Latimer? —era un hombre de éxito, solvente, y según tenía entendido, no tenía vicios como el alcohol, las drogas o el juego.


—¿No sabías que ha tenido una aventura con mi madre durante años? Eso te convierte en un bicho raro —aseguró Paula con amargura.


—No me gustan los cotilleos, lo que sí sé es que las relaciones son complejas y es difícil juzgarlas desde fuera.


—Ellos no tenían una relación. Mi madre era su amante, no tiene por qué casarse con nadie y menos con él. Yo habría cuidado de ella. Quería hacerlo.


—Eres muy posesiva.


—Protectora —respondió Paula molesta.


—¿No crees que tal vez tu madre tenga derecho a tomar sus propias decisiones y cometer sus propios errores?


Ella le lanzó una mirada furiosa.


—¿Y tú qué tienes que ver con todo esto?


—Nada en absoluto. Pensé que te gustaría conocer mi punto de vista.


—Pues no —Paula se incorporó con dignidad y miró hacia la puerta que Pedro estaba bloqueando—. Si no te importa… 
—le lanzó una sonrisa falsa. Los ojos le echaban chispas—. Y no te preocupes, sonreiré. Pero preferiría que no me vieran salir del baño de señoras contigo.


—Tal vez así el mundo te vea con otros ojos.


Paula entornó la mirada y afirmó con desprecio:
—Me verían como una fresca.


—No, me refería a que tal vez pensaran que tienes vida propia.


Ella contuvo el aliento ultrajada.


—Tengo una vida estupenda y me importa un bledo lo que la gente piense.


—Si eso fuera cierto, te daría igual que la gente te viera salir conmigo por esa puerta.


Paula apretó los dientes con expresión frustrada y le miró. 


No podía tener una expresión más petulante.


—Espera aquí.


—¿Tengo que contar hasta cien?


Paula respondió con un resoplido desdeñoso, alzó la cabeza y salió al pasillo.


—Gracias —le dijo sin darse la vuelta.


Pedro no contó hasta cien. Se quedó pensando en lo que acababa de suceder. Repitió la escena en su cabeza, algunos fragmentos de conversación le hicieron fruncir el ceño, otros sonreír. Estaba claro que le había costado darle las gracias, y Pedro sintió una punzada de culpabilidad porque sabía que no las merecía. Solo había respondido a la llamada de socorro de su hija. Solo había entrado allí por Josefina, porque quería que pensara que era un buen hombre, pero en realidad no lo era. Si hubiera visto a una mujer histérica llorando en el baño, su reacción no habría sido ayudarla, sino salir corriendo en dirección opuesta.


Tenía la vida estructurada de modo que pudiera centrarse en lo importante. No se implicaba con nada.


Las mujeres que estaban fuera mirando el cartel de «no funciona» que había en la puerta le miraron con los ojos abiertos de par en par cuando salió.


Ignorando sus miradas de asombro, Pedro despegó el aviso escrito con el lápiz de labios rosa de su hija y asintió.


—Ya está arreglado.


Y eso estaba bien. Paula Chaves tenía más implicaciones de las que había imaginado. El hombre que la conquistara necesitaría una medalla y un título de terapeuta.





PECADO Y SEDUCCION: CAPITULO 5





Aunque el césped estaba lleno de carpas para la celebración, la ceremonia iba a tener lugar en el gran vestíbulo de madera de Bernt Manor, la mansión de campo de Carlos. Los invitados estaban sentados en filas semicirculares alrededor de un pasillo central, y la imponente escalera estaba iluminada de modo que todo el mundo pudiera ver bien a la comitiva nupcial cuando entrara.


Un cuarteto de cuerda entretenía a los invitados durante la espera. Luego cantó una soprano, y a algunas personas se les llenaron los ojos de lágrimas. Finalmente empezó a sonar la marcha nupcial y Pedro suspiró, pero el codazo que le dio su hija en las costillas le llevó a girar la cabeza hacia la lenta marcha de la comitiva nupcial que bajaba por las escaleras. 


Dirigió en primer lugar la atención hacia la dama de honor más alta, la mujer de su amigo Kamel.


Pedro la observó cuando pasó por delante de su fila. Era muy guapa, pensó dirigiendo la mirada hacia la segunda dama de honor, que hasta el momento había quedado bloqueada por la altísima rubia.


Sintió un escalofrío seguido de una oleada de deseo al ver que era aula. No creía en el destino ni en el karma, pero sí creía en no desperdiciar oportunidades. En cuanto estuvo delante de él, Pedro vio algo que se suponía que no debía verse en una boda. Ocurrió tan deprisa que, si no la hubiera estado mirando fijamente, se lo habría perdido. Sin mirar ni a derecha ni a izquierda, Paula se agarró el corpiño del vestido antes de que se le deslizara por la cintura, pero no antes de que llegara a ver el sujetador blanco de encaje, la suave línea de los pezones y una marca de nacimiento en forma de luna en la parte izquierda del tórax.


A medida que avanzaba la ceremonia, Pedro se dio cuenta de que no miraba a los novios sino a Paula. Le picaba la curiosidad porque no la veía contenta, parecía estar en un funeral en lugar de en una boda. Y también le interesaba mucho volver a ver aquella marca de nacimiento. Nunca había sentido una atracción tan poderosa por ninguna mujer.


No apartó los ojos de ella durante toda la ceremonia. Ni luego, cuando la comitiva presidida por la feliz pareja volvió a enfilar por el pasillo. A diferencia de la nueva princesa de Surana, que iba sonriéndole a todo el mundo, Paula tenía la vista clavada al frente.


Justo cuando acababa de pasar a su lado, giró de pronto la cabeza. Sus miradas se encontraron y Pedro dejó de respirar durante un segundo. Paula se sonrojó cuando él le guiñó un ojo.



*****


Una vez asumido que iba a pasar, Paula solo quería que terminara cuanto antes. Consiguió, en gran medida, no pensar en nada durante la ceremonia. Tuvo un percance con el vestido, pero confiaba en que nadie se hubiera dado cuenta. Para asegurarse de que no se repitiera, nada más terminar, se escabulló a la despensa de abajo para ponerse más papel en el sujetador.


Se quedó allí un buen rato, el problema del vestido no había sido la única razón por la que estaba allí. El recuerdo del guiño de unos ojos oscuros apareció en su mente, y lo apartó de sí al instante. No quería darle espacio. Ningún hombre la había mirado nunca con tanta intensidad. Paula había mantenido un aire de frío desdén, pero por dentro no sentía precisamente frío.


No tenía ni idea de quién era aquel hombre, y no estaba interesada en averiguarlo, decidió. La lista de invitados brillaba, como cabía esperar cuando el novio era tan rico y bien conectado como Carlos Latimer. Como buen señor de la mansión, había invitado también a todos los trabajadores de la hacienda y a sus familias, incluidas unas cuantas chicas con las que Paula había ido al colegio. Paula no hizo amago de ignorarlas, pero tampoco habló con ellas.


Sin saber cómo, se las arregló para superar los discursos sin perder la compostura y representar el papel de feliz hija de la novia.


Cuando los novios salieron a abrir el baile, el nudo de tristeza que tenía en el pecho era ya tan apretado que sentía que la ahogaba, y le dolían los músculos de la cara por el esfuerzo de sonreír y parecer contenta cuando todo su interior gritaba lo contrario.


Cuando acabaron los aplausos y los invitados empezaron a salir a la pista, Paula fingió no ver al príncipe Kamel acercándose a ella, alentado seguramente por Luciana, y se dirigió a uno de los baños portátiles decorados con flores. Lo último que necesitaba era que bailaran con ella por compasión.


El baño estaba vacío. Llenó el lavabo con agua y se quedó mirando su reflejo. Lo que vio no ayudó a mejorar su humor.


La humedad del clima le había rizado el pelo. Suspiró y trató de atusárselo lo mejor posible. Luego estiró los hombros, se miró una última vez y se dirigió a la puerta. La había entreabierto cuando escuchó aquellas voces que conocía tan bien. Miró de reojo y las vio a las tres. Siempre iban en grupo, y al parecer seguían haciéndolo.


Aquellas acosadoras del colegio que le habían hecho la vida imposible ya no ejercían ningún poder sobre Paula, pero la idea de salir y toparse con ellas… aquello era demasiado.


Se levantó el vestido y corrió hacia uno de los baños individuales, cerrándolo justo antes de que las tres mujeres, cuyos padres también trabajaban en la hacienda, entraran.


—Me encanta ese lápiz de labios, Luisa.


Se escuchó el ruido de los productos de maquillaje sobre la encimera.


—Así que Luciana ha pillado a un príncipe. Qué suertuda.


—Él es guapísimo, pero ella parece que ha engordado.


—Sí, eso desde luego. Pero por mí puede quedarse con su príncipe. A mí me gusta el italiano. Tiene unos ojos y una boca…


«Estás obsesionada», se reprendió Paula en silencio. Solo porque aquel hombre fuera moreno no significaba que estuvieran hablando de él. ¿Italiano? De hecho, una de las cosas que más le habían llamado la atención era su tono de piel mediterráneo. Recordó su voz, sexy y ronca, pero sin acento.


—¿Es italiano?


—¿No has oído hablar nunca de Pedro Alfonso? De verdad, Patricia, a veces me pregunto en qué planeta vives. Es multimillonario y sale en todas las listas de los más ricos.


—Entonces, ¿está forrado? Mejor que mejor. Lástima lo de la cicatriz. Pero supongo que eso no es tan grave.


—¿Está casado?


Alguien se rio. Paula no supo quién de ellas, pero una cosa tenía clara: ya no le quedaban dudas sobre a quién se referían. En cuanto mencionaron la cicatriz, supo que el trío hablaba del hombre cuyas miradas llevaba todo el día tratando de ignorar.


—¿Acaso importa?


Aquella respuesta despreocupada hizo que Paula frunciera los labios con desagrado. Aunque ella no aspirara personalmente al matrimonio, pensaba que si alguien pronunciaba los votos, debía mantenerse fiel a ellos. Y sabía que al menos dos de las mujeres que estaban allí fuera llevaban anillo de casada.


Dado que se movía en los mismos círculos que su ahora padrastro, no le extrañaba que el tal Alfonso tuviera dinero, pero a Paula no le impresionaba eso. Se podía reconocer la calidad de un buen traje hecho a mano sin admirar a la persona que lo llevaba.


Su padre biológico tenía dinero y estatus y era un completo canalla. Paula admiraba el talento y la inteligencia, y sin duda había inteligencia en la mirada oscura que la había estado siguiendo todo el día, pero fue el desafío sexual que encerraba lo que le provocaba escalofríos.


—Eso es un plus, desde luego —admitió alguien, tal vez Emma—. Pero no le echaría de la cama aunque estuviera arruinado. Imagináoslo desnudo y listo para la acción…


Siguieron risas y comentarios soeces, y Paula no pudo evitar reaccionar con una mezcla de indignación y desagrado. 


Porque ella había tenido también la misma fantasía, se había preguntado qué aspecto tendría aquel hombre desnudo.


—Se ha pasado todo el día mirándome, no podía apartar los ojos de mí. ¿Os habéis fijado? —presumió Luisa.


Paula resopló furiosa por la nariz. Así que había estado mirando a todas las mujeres, ¡menudo canalla!


—¿Quieres decir que se ha acercado a ti? ¿Cuándo?


—Le escribí mi número en el brazo.


—¡No! ¿Cuánto has bebido? ¿Y si Roberto te hubiera visto?


—¿Y qué te dijo?


—Me miró y yo me eché a temblar. Tiene unos ojos preciosos. Y luego me dijo…


—¿Qué? ¿Qué te dijo, Luisa?


Aquella pausa dramática tenía también a Paula en ascuas.


—Por el modo en que me miraba, sé que me desea. Eso se nota…


—Sí, pero, ¿qué te dijo?


—Dijo que tenía una memoria excelente, y que, si quería recordar un número, lo haría. ¡Y luego lo borró!


Estaba claro que Luisa había decidido que eso era algo bueno. Sus amigas no parecían tan convencidas. Siguieron hablando del tema hasta que encontraron un asunto en el que todas estaban de acuerdo. Lo despreciable que les parecía aquella boda.


—Creo que en una época como esta, en la que la gente está sin trabajo, una exhibición de este tipo resulta muy insensible.


«Entonces, ¿por qué habéis venido?», pensó Paula.


—Ya, pero el champán es bueno.


—La novia no es más que la cocinera.


—Pero es guapa. A mí no me importaría estar la mitad de bien que la madre de Paula a esa edad.


—Hay que reconocerle su mérito, al final consiguió a su hombre. Mi madre dice que llevan años liados.


Echando chispas por los ojos, Paula agarró el picaporte de la puerta. Nadie iba a hablar mal de su madre estando ella delante.


—¿Y qué me decís de Paula? ¿Qué os parece su aspecto?


Paula dejó caer la mano mientras escuchaba las maliciosas risas. Le traían recuerdos del pasado, y por un instante volvió a ser la niña de la que sus compañeras se burlaban.


—¡Y ese pelo!


—Y las cejas. Además, sigue estando plana como una tabla.


—Esa engreída pasó a mi lado y actuó como si yo no estuviera allí. Bueno, por mucho dinero que haya ganado, está claro que no ha gastado nada en maquillaje. Sin duda es lesbiana.


—No hay más que verla.


—¡Y pensar que nos llevaron a dirección por decirlo en el colegio! Esa chica no tiene sentido del humor —se escuchó el sonido de la puerta al abrirse—. Siempre ha sido una creída y nos ha mirado por encima del hombro.


Viejos insultos que Paula había oído con anterioridad.


La puerta del baño de señoras se cerró y todo quedó en silencio, pero Paula se quedó dentro del cubículo unos minutos más para asegurarse de que se le secaran las lágrimas.


Se llevó la mano al húmedo rostro. Había jurado que no volverían a hacerla llorar, que aquellas acosadoras que habían convertido su vida en un infierno en el pasado habían perdido la capacidad de hacerle daño.


Entonces, ¿por qué se estaba escondiendo en el baño?


—No me estoy escondiendo —estaba a punto de abrir cuando una vocecita le hizo dar un respingo.


—Ya lo sé, pero no pasa nada. Ya se han ido.


Aquella voz no pertenecía a ninguna de las tres caras del pasado.


La única persona que quedaba en el vacío baño era una niña. Aunque llevaba bailarinas planas, era unos centímetros más alta que Paula y más esbelta. La sonrisa que le dirigió cuando salió del cubículo le iluminó las perfectas facciones.


Paula sintió la cálida mirada de sus ojos marrones cuando se acercó al lavabo.


—¿Te encuentras bien?


Paula sonrió al reflejo de la niña en el espejo y abrió el grifo, permitiendo que el agua caliente le resbalara por las manos.


—Sí, gracias —mintió lamentando que le temblara la voz.


Aquello era una locura, era una mujer de negocios de mente fría. Entonces, ¿por qué sentía aquella urgente y extraña necesidad de liberar su carga?


La niña seguía mirándola con gesto preocupado.


—¿Estás segura?


Qué niña tan encantadora. A Paula le recordaba un poco a Luciana a su edad. No físicamente, porque esta niña tenía el pelo negro como el ala de un cuervo, la piel dorada y los ojos marrones, pero sí en la seguridad que tenía en sí misma y en aquella elegancia innata. Paula asintió y la niña se dirigió hacia la puerta.


La pequeña tenía la mano en el picaporte cuando se dio la vuelta.


—Mi padre dice que no debes dejar que puedan contigo —aseguró—. O al menos que no lo noten. Los acosadores reaccionan al oler el miedo, pero en el fondo son personas inseguras y cobardes.


—Parece que tienes un buen padre.


—Así es —la niña esbozó una sonrisa que la hizo parecer más pequeña—. Pero no es perfecto, aunque él cree que sí.


La niña tenía una sonrisa contagiosa.


—¿Puedo preguntarte si eres…?


Por primera vez en todo el día, Paula sintió ganas de echarse a reír, pero se contuvo.


—¿Si soy lesbiana? —terminó Paula por ella.


—A mí me parece bien —aseguró la niña.


Era tan dulce, tan amable, tan distinta a la profunda malicia de las mujeres que acababan de salir, que Paula sintió cómo se le volvían a llenar los ojos de lágrimas. Parpadeó varias veces y apoyó una mano contra la pared.


Los ejercicios mentales que utilizaba para bloquear sus emociones requerían energía, y Paula tenía las reservas seriamente mermadas.


—No, no lo soy —el sollozo le surgió de lo más profundo de su interior. Y luego le nació otro, y otro. Todas las emociones que había tratado de mantener bajo control aquel día se desataron de pronto.


—Quédate aquí. Iré a buscar a alguien.


—Estoy… estoy bien —aseguró Paula entre hipidos.


Pero la niña había desaparecido.




PECADO Y SEDUCCION: CAPITULO 4





Las dos jóvenes que esperaban en el dormitorio tendrían veintipocos años, pero ahí terminaban sus similitudes.


La mujer que estaba sentada al borde de la cama con dosel con los tobillos cruzados era una rubia de ojos azules alta y elegante. La otra, que se había pasado los últimos cinco minutos recorriendo arriba y abajo la habitación, no era ni alta ni rubia, y aunque las dos iban igual vestidas, tampoco resultaba elegante.


Medía un metro sesenta sin tacones y tenía el cabello castaño. La única concesión que le hacía a la ocasión era el vestido. El pelo lo llevaba como siempre, recogido atrás. No era una declaración de estilo, pero revelaba la delicadeza de su cuello y le marcaba la redonda mandíbula. Cuando había algo de humedad la melena se transformaba en una masa de ondas incontrolables, y a Paula le gustaba controlar todo los aspectos de su vida.


Hubo un tiempo en el que trató de emular la elegancia natural de su amiga Luciana, pero por mucho que lo intentara, nunca lo conseguía. Al final siempre parecía que se había vestido con la ropa de su madre. Paula fue encontrando poco a poco su propio estilo, o como Luciana solía decir desesperada, su uniforme, y eso era un poco injusto. No todos los pantalones de traje de Paula eran negros, tenía algunos azul oscuro, y además, ¿quién tenía tiempo para ir de compras si tenía que dirigir un negocio? 


Era un mundo muy competitivo en el que nadie podía relajarse.


—¡Ay! —Paula se tropezó con el bajo del vestido azul de seda de dama de honor y se golpeó la rodilla contra el asiento de la ventana. El dolor provocó que los verdes ojos se le llenaran de lágrimas.


—Bueno, si hubieras venido a probártelo no te quedaría largo —Luciana sonrió con cariño y sacudió la cabeza.


Las medidas que le había tomado a toda prisa en el último momento habían dado como resultado que el escote del corpiño tuviera tendencia a bajar cada vez que Paula se movía demasiado rápido, y Paula se movía mucho. Su amiga nunca estaba quieta ni física ni mentalmente, y Luciana se cansaba solo de verla.


Paula soltó un suspiro desesperado. Si hubiera estado mejor dotada en el departamento de los senos no habría supuesto un problema, pero a pesar de los pañuelos de papel que se había colocado en el sujetador sin tirantes, seguía teniendo una talla menos de la que correspondía al corpiño.


Viéndolo desde el lado positivo, mientras se centraba en no enseñar demasiado no pensaba en su madre arrojándose en brazos de un hombre que no se la merecía. Pero no era del todo cierto. Pensaba en ello y lo hacía desde que su madre llamó emocionada como una colegiala con la noticia. Una semana no era mucho tiempo, pero Paula confiaba en que su madre hubiera recuperado la razón.


No era así.


—Las medidas que enviaste no debían de estar bien. Sara dijo que has perdido peso desde la última vez que te vio —comentó Luciana.


Paula sintió una punzada de culpabilidad que se intensificó cuando Luciana la justificó.


—Ya sé que Australia está muy lejos para ir a probarse un vestido.


—¡No fui para evitar a mi madre! —protestó Paula, lamentándose al instante de haberlo dicho—. Además, no entiendo a qué viene tanta prisa.


Luciana se llevó una mano protectora al vientre. Le resultaba extraño que Paula, que era tan inteligente e intuitiva, no sospechara nada. Siempre se había sentido un poco intimidada por el brillante cerebro y la rapidez de su amiga, pero había ocasiones en las que Paula no era capaz de ver lo que tenía delante de las narices. Luciana cambió rápidamente de tema, seguramente no era el momento de expresar en voz alta sus sospechas.


—Bueno, has vuelto a tiempo y eso es lo importante. Me hubiera encantado que también asistieras a mi boda —añadió con melancolía.


—No me llegó ninguna invitación —gruñó Paula, pensando que, fuera cual fuera la historia que se escondía tras la boda de su amiga con el príncipe de Surana, nunca había visto a Luciana tan feliz ni tan bella. Brillaba.


—Pero debes estar contenta, Paula. Esto es lo que siempre habíamos querido. Ser por fin una familia.


Paula se mordió la lengua para no decir lo que pensaba.


No podía decirle a la hija del hombre en cuestión: «Tu padre es un perdedor y nunca quise que se casara con mi madre. 
Lo que quería era que se diera cuenta de que él la estaba utilizando y pusiera fin a aquella secreta y sórdida aventura».


No tenía ni idea de qué había llevado a Carlos Latimer no solo a reconocer su larga relación con su cocinera tras años de secretismo, sino también a pedirle en matrimonio e invitar a medio mundo a la boda. Miró por la ventana al escuchar el sonido de otro helicóptero aterrizando. Estaba claro que Carlos Latimer se movía en círculos muy selectos.


Paula apartó el rostro de la ventana y apretó las mandíbulas.


—¿Por qué tarda tanto?


Se hizo un largo silencio y la expresión de Luciana se volvió más ansiosa.


—Esto es muy romántico.


Paula alzó las cejas.


—¿Tú crees?


—Estoy de acuerdo contigo en que mi padre ha sido muy egoísta con Sara durante estos años, pero tu madre es lo mejor que le ha pasado nunca —aseguró Luciana—. Me alegro de que se haya dado cuenta. Estoy deseando que Sara sea mi madre.


—Como madre es muy buena —reconoció Paula. Se le había formado un nudo en la garganta al pensar en todos los sacrificios que su madre había hecho durante tantos años sola. Se merecía lo mejor y se iba a quedar con Carlos Latimer. Apretó los puños—. Creo que ya te ve como a una hija.


—Eso espero —los ojos azules de Luciana se llenaron de lágrimas, y parpadeó para librarse de ellas cuando la puerta que conectaba con la otra habitación se abrió para revelar a la novia.


Con el rostro casi tan blanco como el vestido que llevaba puesto, Sara Chaves se quedó un momento en el umbral de la puerta antes de dar un paso y agarrarse a la mesa al instante para sostenerse. Luciana reaccionó antes que Paula y se puso de pie rápidamente para ayudar a la otra mujer.


—¿Estás bien, Sara?


Paula parpadeó. No veía el rostro pálido de su madre porque estaba hipnotizada con los kilómetros y kilómetros de tul que llevaba Sara. Cuando vio el vestido por primera vez colgado de una percha se quedó literalmente sin palabras, y fue Luciana quien tuvo que decir las necesarias felicitaciones. 


No sabía cómo, pero se las había arreglado para sonar completamente sincera.


Luciana debía ser mejor actriz de lo que pensaba, porque el vestido era marcadamente horrible, y peor todavía, inapropiado. Paula no entendía qué había llevado a su madre a sacar de pronto la princesa que llevaba dentro.


Sara sonrió débilmente.


—Solo necesito un poco de colorete.


Luciana la miró con cara de circunstancias, se puso en jarras y la otra mujer suspiró profundamente.


—De acuerdo, no tenía pensado decíroslo todavía porque aún no estoy de doce semanas y…


Debía de pesar una tonelada, pensó Paula observando la intrincada cola kilométrica que era el sueño de muchas chicas. Pero no el suyo, ella nunca había soñado con llevar un vestido tan recargado. ¿Cómo era posible que una mujer de cuarenta y tantos años considerara apropiado llevar un vestido de novia blanco merengue?


Dirigió la mirada hacia Luciana, que tenía un aspecto regio con su precioso vestido. De hecho ahora era una princesa de verdad, un hecho al que Paula todavía no se había acostumbrado. Luciana se acercó a su madre y la abrazó. 


Las dos mujeres lloraban, y Paula estaba confusa. ¿Se había dado cuenta por fin su madre de que el vestido era un desastre?


—Siempre puedes quitarte la cola —sugirió Paula tratando de mantenerse firme y práctica por el bien de su madre. 


Sabía que debía aguantar aquel día y estar allí para su madre en el futuro cuando las cosas salieran mal con Carlos, algo que sin duda sucedería.


Sara se rio.


—Ojalá fuera así de simple. Contigo nunca tuve náuseas matinales, cariño, pero esta vez… —puso los ojos en blanco y aceptó el vaso de agua que le ofreció Luciana.


Paula parpadeó y trató de entender. ¿Náuseas? Debía haber oído mal. Solo se tenían náuseas matinales cuando se estaba… embarazada.


Sintió como si hubiera chocado de cabeza contra un muro. 


El impacto le bloqueó la mente y se sentó en el asiento de la ventana. Se quedó allí sin respirar hasta que finalmente exhaló un suspiro y cerró los ojos.


—Así está mejor. Lo único que necesitabas era un poco de color.


Paula se pasó una mano por la nuca con gesto ausente y vio cómo su amiga aplicaba un poco de colorete en las mejillas de su madre.


—¿Estás… estás embarazada, mamá? ¿Cómo…? —dos pares de cejas arqueadas se giraron hacia ella—. Bueno, supongo que esto lo explica todo.


—¿Qué es lo que explica, Paula? —preguntó Sara.


Paula sacudió la cabeza y creyó entender por qué el bribón de Carlos Latimer había decidido de pronto no solo hacer pública su aventura con su cocinera, sino casarse con ella. 


No se debía a un repentino ataque de amor hacia Sara, se trataba únicamente de la posibilidad de tener un heredero.


Pero a Luciana no parecía importarle la posibilidad de quedar desheredada. Su amiga parecía encantada.


—Lo sabía —afirmó Luciana con suficiencia mientras limpiaba las lágrimas de los ojos de su futura madrastra—. Quien inventó el rímel que no se corre merece una medalla. Aunque tú no sabes de qué hablo, Paula —miró a su amiga, que había sido bendecida con unas pestañas oscuras y largas que no precisaban artificios—. Anoche le dije a Kamel que pensaba que a lo mejor estabas embarazada, pero él me contestó que solo porque yo…


Se calló y se cubrió la boca con la mano.


—No quería decirlo hasta que Kamel se lo hubiera contado a su tío por el tema del protocolo. No diréis nada, ¿verdad?


—¡Luciana, cariño, Kamel debe de estar encantado! —el rímel de Sara se puso otra vez a prueba cuando abrazó a Luciana.


—Los dos lo estamos, pero Kamel actúa como si yo fuera de cristal. No me deja hacer nada, me está volviendo loca —confesó con una carcajada.


La expresión de su amiga al pronunciar el nombre de su marido llevó a Paula a apartar la mirada. Se sentía incómoda. Estaba preparada para aceptar al príncipe con el que se había casado Luciana porque estaba tan enamorado de ella como ella de él, pero su lado cínico se preguntaba cuánto tiempo duraría la luna de miel.


—Las dos vais a tener un hijo —Paula estaba todavía tratando de encajar la noticia.


Sara la tomó de las manos con gesto extasiado.


—¿No es increíble? Nuestra familia crece, chicas.


—Una familia de verdad —apostilló Luciana.


Paula se aclaró la garganta. Estaba claro que le tocaba a ella hablar, pero ¿qué podía decir?


—Es increíble —consiguió decir.


Había pasado mucho tiempo desde que se quedaba despierta por las noches deseando tener una familia de verdad. Llegó un momento en el que se dio cuenta de que no tener padre, o al menos un padre dispuesto a reconocer su existencia, era una bendición. A diferencia de la mayoría de sus compañeras de clase, se había librado del trauma de ver a sus padres pasar por un feo proceso de separación y divorcio.


Su madre ni siquiera había tenido novios cuando empezó a trabajar para el padre de Luciana. Luciana descubrió primero lo que estaba pasando, y le preocupó más el secretismo que la relación en sí.


Para Paula no se trataba solo del secretismo, sino de todo, y cuanto más duraba la relación, más se enfurecía al ver cómo su madre permitía que la historia se repitiera y se convertía en el juguete de un hombre rico que la trataba como a una criada delante de sus ricos y poderosos amigos.


Aunque Carlos Latimer no estuviera casado, se parecía mucho a su padre, un egoísta que había utilizado y humillado a su madre. Por supuesto, en aquel entonces Sara era una estudiante impresionable en su primer trabajo, una presa fácil para un jefe rico y sin escrúpulos.


Lo que Paula no entendía era cómo su madre podía dejar que se repitiera ahora que era una mujer inteligente e independiente. ¿Cómo podía dejarse utilizar y humillar de aquel modo?


Paula se preguntó si sería consciente de que Carlos se casaba con ella solo por el bebé. Bueno, al menos estaba un paso más allá en la evolución que su propio padre, que cuando supo que Sara estaba embarazada se limitó a escribirle una nota diciéndole que no tuviera al bebé.


Paula nunca le contó a su madre que encontró la nota cuando buscaba el certificado de nacimiento, y nunca le dijo que conocía la identidad de su padre. Lo que hizo fue guardarlo todo cuidadosamente en la caja en la que lo encontró.


—Tener un hijo a tu edad —Paula sintió la mirada de advertencia de Luciana—. No es que seas mayor, claro.


Su madre esbozó una sonrisa.


—Eres la personificación del tacto, Paula.


Paula se fijó en la mirada que intercambiaron Luciana y su madre. No le molestaba el lazo que habían formado, pero había ocasiones en las que le provocaba un poco de envidia.


—Solo quería decir que… —hizo una pausa—. ¿No será peligroso para ti y para el bebé?


Aunque no para Carlos Latimer. Paula sintió cómo la rabia y el resentimiento que siempre había sentido hacia aquel hombre se intensificaban.


—Muchas mujeres tienen actualmente hijos a los cuarenta, Paula —Luciana empezó a enumerar una lista de famosas de la edad de Sara que habían dado a luz hacía poco.


—Y voy a tener mucho más apoyo que la última vez. Tu padre se ha portado de maravilla, Luciana.


Demasiado tarde, pensó Paula antes de sentir una punzada de culpabilidad. Siempre le pasaba cuando pensaba en todo a lo que su madre había renunciado para ser madre soltera. 


Se merecía ser feliz al fin, pero ¿encontraría esa felicidad con Carlos Latimer?


Darle a su madre todo lo que se merecía era la razón por la que Paula había rechazado la beca de la prestigiosa universidad que le habían ofrecido. En su lugar, fundó su propia empresa. No había sido fácil. Todos los bancos habían rechazado a aquella joven inexperta de dieciocho años y al final había convencido a un fondo benéfico que promovía jóvenes talentos. El resto era historia. En la actualidad ejercía con regularidad de mentora para jóvenes emprendedores y ayudaba a recaudar fondos para ellos.


Un año atrás,Paula consiguió por fin decirle triunfalmente a su madre que ya no necesitaba seguir trabajando para Carlos Latimer, que ella podría mantenerla y Sara podría hacer lo que quisiera: ir a la universidad, abrir su propio restaurante… lo que quisiera.


Era un buen plan, pero tenía un problema. Resultó que su madre ya estaba haciendo lo que quería: quería malgastar su talento siendo la esclava de un hombre como Carlos Latimer. Paula se sintió frustrada, furiosa y herida. Sabía que desde aquel día se habían distanciado. Ella lo había querido así.


Los ojos verdes de Sara volvieron a llenarse de lágrimas mientras escudriñaba el rostro de su hija.


—Estás de acuerdo con esto, ¿verdad, Paula?


—Estoy feliz por ti, mamá —aseguró ella en voz baja pensando que, si aquel hombre le hacía daño, lamentaría haber nacido.


Tal vez era mejor actriz de lo que pensaba, o tal vez su madre quisiera creerse la mentira, pero, en cualquier caso, Sara pareció visiblemente más relajada.