Su casa en Grecia se elevaba sobre las aguas de color turquesa al oeste de las islas Jónicas. La enorme villa, aunque blanca y de estilo tradicional, estaba dotada con las comodidades más modernas. Por ejemplo, la piscina rodeaba todo el edificio y entraba en parte por el salón. La primera noche que pasó allí, hacía dos días, salió de su dormitorio a la terraza y se encontró con Pedro, desnudo, con dos copas de cristal y una botella de champán metida en hielo, dentro de un enorme jacuzzi. Sin embargo, lo que más le gustaba de esa isla era la tranquilidad.
No obstante, ese domingo, con gente por todos lados que disfrutaba de la generosidad de su anfitrión, la isla paradisíaca era una isla bulliciosa. Se mantuvo al margen de la multitud y observó distraídamente a un par de empleados empeñados en emborracharse lo antes posible. Le vibró el teléfono en la mano y el corazón le dio un vuelco.
Necesito que me pongas al día inmediatamente. G.
Los mensajes de Gaston habían sido muy frecuentes y apremiantes durante el último día. Estaba quedándose sin tiempo y sabía por experiencia que su paciencia no duraría más. Se había aferrado a la posibilidad de pasar más tiempo con Pedro, pero se había acabado irremediablemente. Sintió una punzada de dolor al dirigir la mirada hacia donde estaba con sus dos hermanos. Los tres eran impresionantes, pero, para ella, Pedro sobresalía claramente por encima de Ariel y Teo. Irradiaba una fuerza y un dominio de sí mismo que le llegaba muy hondo y le emocionaba que protegiera con uñas y dientes a quienes le eran leales. ¿Qué se sentiría si un hombre así la amara? Le escocieron los ojos por las lágrimas al pensar que nunca lo averiguaría, que nunca sabría lo que sentiría al ser amada por alguien digno del amor de ella.
El teléfono vibró otra vez.
He dicho inmediatamente. ¡Contéstame!
Lo apagó con rabia y se dirigió hacia los escalones que llevaban a la playa. Las lágrimas le nublaban la vista y maldijo el destino que le ofrecía lo que más anhelaba con una mano y se lo arrebataba con la otra. Naturalmente, había más empleados en la playa, pero esbozó una sonrisa y siguió andando hasta que estuvo lejos de la fiesta y la música. Se sentó en una roca y dejó que las lágrimas se derramaran. Cuando no le quedó ninguna, la decisión era irreversible.
* * *
Pedro tuvo que hacer un esfuerzo para contenerse por la ironía del tono.
—Si no quieres que te machaque la cara, mide tus palabras.
Ariel y Teo arquearon las cejas y Teo le dio un codazo a su hermano mayor entre risas.
—La última vez que reaccionó tan violentamente por una chica fue cuando éramos niños y dije que iba a darle una piruleta a Iyana y quiso atropellarme con su bicicleta. Ten cuidado, Ariel.
—Cierra el pico, Teo.
Sus hermanos se rieron más de él, quien bebió más champán y vio que Ariel lo miraba con los ojos entrecerrados.
—Te has acostado con ella, ¿verdad? ¿No tienes cerebro?
—A lo mejor es que no piensa con el cerebro —añadió Teo sin dejar de reírse.
—Os lo aviso, no os metáis en mi vida personal.
—¿O qué? —preguntó Teo—. Recuerdo lo bien que te lo pasabas metiéndote en la mía. Mandaste flores a aquella mujer chiflada cuando sabías que estaba intentando deshacerme de ella. ¿Te acuerdas de cuando me quitaste el móvil y mandaste mensajes eróticos al hermano luchador de aquella modelo con la que estaba saliendo? No pude volver a mi piso durante una semana. La venganza se sirve fría y yo solo estoy empezando.
Se tragó la réplica hiriente porque sabía que lo que lo corroía no eran las burlas de sus hermanos. Era Paula y los mensajes secretos que seguía recibiendo. Ella creía que él no se daba cuenta de su desasosiego cada vez que el teléfono sonaba. Se había levantado a las cinco de la mañana y cuando él le dijo que volviera a la cama, ella replicó que tenía que comprobar que todo estaba organizado para la fiesta. Eso ya había durado demasiado.
Se había tragado su explicación sin darle demasiadas vueltas. Esa noche, después de la fiesta, averiguaría por qué estaba tan alterada y lo arreglaría. Quería que le hiciera caso solo a él y no quería que lo dejara en la cama al alba para hacer… no sabía qué…
—¿Vas a castigarnos con el látigo de tu indiferencia? ¡Caray, tiene que ser grave! —se burló Teo.
—La madre de… ¿Qué pasa si siento algo por ella?
—Algunos nos preguntaríamos cuántas veces tienes que quemarte antes de aprender la lección.
—No es lo mismo, Ariel. Confío en ella.
Era verdad. Se había abierto paso hasta un sitio que creía muerto desde la traición de su padre y, además, le gustaba.
Ya no se sentía desolado y amargado y pensaba seguir así.
—¿Estás seguro? —le preguntó Ariel.
Quiso decirles que no se preocuparan, pero algo se lo impidió. Quizá sí debieran preocuparse…
Dejó esa idea de lado y miró a Teo esperando más burlas, pero su hermano estaba serio.
—¿Los investigadores van a dar por zanjado el asunto de Lowell? —preguntó Teo.
—No. Creen que hay alguien más. Es posible que Lowell haya trabajado para Moorecroft y para alguien más, alguien que le impide hablar. Han encontrado evidencias escritas y creen que podrán darme un nombre antes de veinticuatro horas.
Oyó el grito de un hombre bebido, miró alrededor y vio a uno de sus ejecutivos que se abalanzaba sobre una rubia.
Frunció el ceño al darse cuenta de que hacía mucho tiempo que no veía a Paula. Ella sabía hacerse cargo de esas situaciones, pero no la veía por ningún lado.
—Se ha ido hacia la playa —le informó Ariel en voz baja.
¿Tan evidentes eran sus sentimientos? ¿A quién le importaba? Paula había derribado todas las barreras que había puesto alrededor del corazón. La anhelaba cuando no
estaba cerca y no se cansaba de ella cuando sí lo estaba.
Alguien podría llamarlo amor, pero él prefería llamarlo… No supo cómo llamarlo, pero, fuera lo que fuese, había decidido ver a dónde lo llevaba. Sin embargo, antes tenía que llegar al fondo de lo que le preocupaba a ella.
El ejecutivo bebido dejó escapar una carcajada y la rubia parecía a punto de echarse a llorar. Entonces, un estrépito llegó desde el lado opuesto de la carpa.
—Ariel, ocúpate del patoso ese y yo iré a comprobar lo otro —le propuso Teo.
Pedro asintió con agradecimiento y se dirigió hacia los demás invitados. Sin embargo, Ariel lo siguió al lado.
—¿Estás seguro de lo que estás haciendo?
—Nunca había estado tan seguro.
La respuesta tenía tanta firmeza que le quitó un peso desconocido que tenía en el pecho. Quería a Paula en su vida, para siempre.
—Entonces, te deseo lo mejor, hermano.
La emoción y la gratitud se adueñaron de él cuando Ariel lo agarró del hombro, pero su hermano se dirigió hacia el gentío antes de que pudiera tragar el nudo que se le había formado en la garganta. Al cabo de unos segundos, el ejecutivo estaba debajo de una fuente para que se le pasara la borrachera y la rubia estaba ruborizada por el encanto sarcástico de Ariel.
Pedro miró hacia la playa justo cuando Paula reaparecía en lo alto de los escalones. Se quedó sin aliento. Era la primera vez que la veía con ese vestido de algodón rojo y dorado que le llegaba justo hasta encima de las rodillas, que se le ceñía a la cintura y que se movía con su seductor contoneo mientras, sonriente, se mezclaba con la multitud. Giró la cabeza hacia él, quien apretó los dientes al captar una cautela fugaz que le veló los ojos. Sin embargo, cuando llegó hasta donde estaba ella, ya tenía el rostro imperturbable de siempre.
—Se acerca el momento de tu discurso —comentó ella.
—Ojalá no hubiese aceptado pronunciarlo.
Quería besarla para que olvidara sus preocupaciones y sin importarle las habladurías de la oficina, pero ella no lo recibiría bien y se contuvo.
—Sin embargo, tienes que pronunciarlo. Están esperando.
—De acuerdo —concedió él dándose la vuelta.
—Espera —ella lo agarró del brazo antes de soltárselo otra vez—. Yo… Tengo que hablar contigo, después de la fiesta.
Estaba nerviosa y él volvió a sentir la intranquilidad que sintió cuando vio el primer mensaje. Asintió con la cabeza y fue a pronunciar el discurso. Luego, durante una hora, se mezcló con sus empleados, los voluntarios y el equipo de salvamento. Sin embargo, se ocupó de que Paula no se despegara de él. Fuera lo que fuese lo que tenía que contarle, no iba a permitir que estropeara lo que tenían.
Respiró con alivio cuando llegaron las barcas que iban a llevarse a los invitados a Argostoli, donde les esperaba el avión que los devolvería a Londres. Cuando embarcó el último invitado, se dirigió hacia Paula, que estaba despidiendo al personal del catering.
Por fin… Se moría de ganas de tocarla, pero cuando ella lo miró, su expresión de desolación le heló la sangre.
—Paula, ¿puede saberse qué pasa?
—Espera, aquí, no. ¿Podemos entrar?
—Claro —él le tomó una mano y le besó el dorso—, pero, sea lo que sea, date prisa.
Llevo desde el amanecer con ganas de hacer el amor contigo y no sé cuánto aguantaré.
Ella lo miró de soslayo con el dolor reflejado en los ojos y a él se le aceleró el corazón. Pasó junto a Ariel y Teo en el pasillo y ni siquiera se fijó en la mirada que se intercambiaron.
—¿Qué pasa? —le preguntó a Paula mientras cerraba la puerta del despacho.
Ella no dijo nada. Parecía muy desdichada y sintió una necesidad apremiante de consolarla.
—Paula, sea lo que sea, no podré arreglarlo mientras no sepa qué es.
—Ese es el problema, Pedro, no creo que puedas arreglarlo.
Él se quedó helado y esperó con los puños apretados.
—Hace unos años trabajé para Gaston Landers.
—¿Landers? ¿El hombre que estaba colaborando con Moorecroft?
—Sí, pero entonces tenía una empresa de compraventa de gas.
—¿Y? —su intuición le decía que había mucho más—. Es G., el que te escribía los mensajes.
—Sí.
Pedro tomó aliento y tuvo que hacer un esfuerzo para mantenerse de pie.
—¿Es tu amante?
—¡No! —exclamó ella aunque con cierta vergüenza—, pero lo fue.
Él nunca había entendido los celos hasta ese momento, cuando solo podía sentir una rabia devastadora y un dolor abrasador.
—¿Por qué te llama Ana?
—Porque mi verdadero nombre es Ana Simpson. Lo cambié a Paula Chaves después…
—¿Después de qué?
—Después de que hubiese pasado dos años en la cárcel por apropiación indebida y fraude.
—¿Fuiste a la cárcel? —preguntó él con una opresión gélida en el pecho—. ¿Por fraude?
Ella asintió con la cabeza y con lágrimas en los ojos. Él no podía respirar, estaba paralizado. Lo habían traicionado otra vez y en esa ocasión había sido la mujer a la que amaba. Sí, ya podía reconocer que lo que sentía era amor porque no había nada más que pudiera describir sus sentimientos.
—Me mentiste.
—Sí —reconoció ella en un susurro.
—Conspiraste con un delincuente para defraudar y luego te abriste paso hasta mi empresa y mi cama para repetirlo todo. Estabas ayudándolo a hundir mi empresa y poniendo en peligro el sustento de miles de personas —le reprochó desgarrado por el dolor.
—¡No! Escúchame, por favor. No lo hice, jamás te haría algo así.
—¿Desde cuándo estáis Landers y tú metidos en esta conspiración?
Ella estiró los brazos hacia él como si fuese una súplica.
—No hay ninguna conspiración, Pedro. Créeme, por favor.
—¿Que te crea? Es un chiste, ¿verdad? ¿Desde cuándo, Paula?
El remordimiento se reflejó en su rostro y él se sintió como si se hiciera añicos por dentro.
—Lo sé… desde la última noche en Point Noire.
—¿Lo confiesas ahora? ¿No sabías que los investigadores os encontrarían antes o después?
—Quise decírtelo, pero no quería perderte —contestó ella con angustia.
La risa despiadada de él le desgarró el pecho.
—¿No querías perderme e hiciste la única cosa que conseguiría que me perdieras? Es increíblemente estúpido para una mujer que me había parecido inteligente. ¿Cuál era el plan?
—Gaston quería información para la adquisición hostil; porcentajes de participaciones, información personal sobre los miembros del consejo…
—¿Le diste esa información? —preguntó él agarrándose con rabia al borde de la mesa—. Dime la verdad porque lo averiguaré.
—¡No! No lo haría jamás —ella se tragó un sollozo—. Ya sé que es muy tarde para que me creas…
—¿Qué esperabas recibir a cambio? —la interrumpió él en un tono implacable.
—¡Nada! Gaston estaba chantajeándome. Descubrió que me había cambiado el nombre y me amenazó con divulgarlo.
—Claro, y ahora me dirás que la primera vez también cargaste con las culpas.
—¡Sí!
—¿Quieres decir que un jurado no te consideró culpable y un juez no te sentenció?
La rabia estaba adueñándose de él y lo agradeció porque hizo que se sintiera vivo.
—Me juzgaron y sentenciaron, pero Gaston lo había manipulado para que yo cargara con la culpa.
—¿Cómo?
—Firmé unos documentos y…
—¿Te obligó?
—¿Qué…?
—Firmaste unos documentos que, supongo, te incriminaban. ¿Te puso una pistola en la sien?
—No, me engañó.
—¿Pretendes que me crea que la asistente inflexiblemente eficiente que ha trabajado conmigo durante año y medio firmó unos documentos sin leerlos tres veces? Doy por supuesto que estabas enamorada, ¿te creías todo lo que decía?
Ella se arrugó, pero no dijo nada. Pedro se alegró de que la rabia hubiese acabado con cualquier otro sentimiento porque si no, habría sentido la desolación de ese silencio.
Efectivamente, la mujer a la que amaba… amaba a otro hombre. Rodeó la mesa y llamó al jefe de seguridad.
—Dame tu teléfono —le ordenó él después de colgar.
—¿Qué…? —preguntó ella con el ceño fruncido.
—Tu teléfono. Sé que lo llevas en el bolsillo. Dámelo.
Ella, aturdida, obedeció.
—¿Qué vas a hacer con él?
Pedro lo tiró al cajón de la mesa, lo cerró y se guardó la llave en el bolsillo.
—Por ahora, es una prueba de tu traición. Se lo entregaré a la policía cuando llegue el momento.
—¡No! Pedro, por favor. No puedo… No puedo volver a la cárcel.
Aunque creía que ya no podía sentir nada, el espanto que vio en sus ojos lo atravesó como una daga y miró su cicatriz en la cadera.
—Esa herida te la hicieron allí, ¿verdad? —preguntó él con otra punzada de dolor.
—Sí. Me atacaron.
Se giró hacia la ventana para que ella no viera que cerraba los ojos y contenía la respiración. Con alivio, oyó que llamaban a la puerta y se dio la vuelta con las manos en los bolsillos cuando Sheldon entró.
—Acompaña a la señorita Chaves y móntala en el mismo avión que el resto de los empleados. Quiero que esté vigilada las veinticuatro horas hasta que yo hable contigo. Si intenta huir, puedes impedírselo físicamente y llamar a la policía. ¿Entendido?
—Sí, señor —contestó Sheldon sin salir de su asombro.
—Pedro, ya sé que no me crees, pero, por favor, ten cuidado. Gaston es un malnacido escurridizo.
Él no se dio la vuelta.
—¡Pedro!
El tono suplicante fue doloroso, pero la traición era demasiado profunda. Aun así, la miró por última vez. Estaba pálida y los labios le temblaban, pero los ojos, a pesar de la súplica, tenían un brillo de condena que hizo que apretara los puños dentro de los bolsillos. No supo cuánto tiempo estuvo así, pero cuando se abrió la puerta, se dio la vuelta como si estuviese congelado.
—¿Todo va bien? —preguntó Ariel mientras entraba con Teo pegado a los talones.
—No, nada va bien.
—Es una pena, hermano, porque se ha armado una gorda.