martes, 24 de febrero de 2015

PROHIBIDO: CAPITULO 22



Su casa en Grecia se elevaba sobre las aguas de color turquesa al oeste de las islas Jónicas. La enorme villa, aunque blanca y de estilo tradicional, estaba dotada con las comodidades más modernas. Por ejemplo, la piscina rodeaba todo el edificio y entraba en parte por el salón. La primera noche que pasó allí, hacía dos días, salió de su dormitorio a la terraza y se encontró con Pedro, desnudo, con dos copas de cristal y una botella de champán metida en hielo, dentro de un enorme jacuzzi. Sin embargo, lo que más le gustaba de esa isla era la tranquilidad.


No obstante, ese domingo, con gente por todos lados que disfrutaba de la generosidad de su anfitrión, la isla paradisíaca era una isla bulliciosa. Se mantuvo al margen de la multitud y observó distraídamente a un par de empleados empeñados en emborracharse lo antes posible. Le vibró el teléfono en la mano y el corazón le dio un vuelco.


Necesito que me pongas al día inmediatamente. G.


Los mensajes de Gaston habían sido muy frecuentes y apremiantes durante el último día. Estaba quedándose sin tiempo y sabía por experiencia que su paciencia no duraría más. Se había aferrado a la posibilidad de pasar más tiempo con Pedro, pero se había acabado irremediablemente. Sintió una punzada de dolor al dirigir la mirada hacia donde estaba con sus dos hermanos. Los tres eran impresionantes, pero, para ella, Pedro sobresalía claramente por encima de Ariel y Teo. Irradiaba una fuerza y un dominio de sí mismo que le llegaba muy hondo y le emocionaba que protegiera con uñas y dientes a quienes le eran leales. ¿Qué se sentiría si un hombre así la amara? Le escocieron los ojos por las lágrimas al pensar que nunca lo averiguaría, que nunca sabría lo que sentiría al ser amada por alguien digno del amor de ella.


El teléfono vibró otra vez.


He dicho inmediatamente. ¡Contéstame!


Lo apagó con rabia y se dirigió hacia los escalones que llevaban a la playa. Las lágrimas le nublaban la vista y maldijo el destino que le ofrecía lo que más anhelaba con una mano y se lo arrebataba con la otra. Naturalmente, había más empleados en la playa, pero esbozó una sonrisa y siguió andando hasta que estuvo lejos de la fiesta y la música. Se sentó en una roca y dejó que las lágrimas se derramaran. Cuando no le quedó ninguna, la decisión era irreversible.



* * *


—¿Qué tal lo está haciendo tu mujer milagrosa?


Pedro tuvo que hacer un esfuerzo para contenerse por la ironía del tono.


—Si no quieres que te machaque la cara, mide tus palabras.


Ariel y Teo arquearon las cejas y Teo le dio un codazo a su hermano mayor entre risas.


—La última vez que reaccionó tan violentamente por una chica fue cuando éramos niños y dije que iba a darle una piruleta a Iyana y quiso atropellarme con su bicicleta. Ten cuidado, Ariel.


—Cierra el pico, Teo.


Sus hermanos se rieron más de él, quien bebió más champán y vio que Ariel lo miraba con los ojos entrecerrados.


—Te has acostado con ella, ¿verdad? ¿No tienes cerebro?


—A lo mejor es que no piensa con el cerebro —añadió Teo sin dejar de reírse.


—Os lo aviso, no os metáis en mi vida personal.


—¿O qué? —preguntó Teo—. Recuerdo lo bien que te lo pasabas metiéndote en la mía. Mandaste flores a aquella mujer chiflada cuando sabías que estaba intentando deshacerme de ella. ¿Te acuerdas de cuando me quitaste el móvil y mandaste mensajes eróticos al hermano luchador de aquella modelo con la que estaba saliendo? No pude volver a mi piso durante una semana. La venganza se sirve fría y yo solo estoy empezando.


Se tragó la réplica hiriente porque sabía que lo que lo corroía no eran las burlas de sus hermanos. Era Paula y los mensajes secretos que seguía recibiendo. Ella creía que él no se daba cuenta de su desasosiego cada vez que el teléfono sonaba. Se había levantado a las cinco de la mañana y cuando él le dijo que volviera a la cama, ella replicó que tenía que comprobar que todo estaba organizado para la fiesta. Eso ya había durado demasiado. 


Se había tragado su explicación sin darle demasiadas vueltas. Esa noche, después de la fiesta, averiguaría por qué estaba tan alterada y lo arreglaría. Quería que le hiciera caso solo a él y no quería que lo dejara en la cama al alba para hacer… no sabía qué…


—¿Vas a castigarnos con el látigo de tu indiferencia? ¡Caray, tiene que ser grave! —se burló Teo.


—La madre de… ¿Qué pasa si siento algo por ella?


—Algunos nos preguntaríamos cuántas veces tienes que quemarte antes de aprender la lección.


—No es lo mismo, Ariel. Confío en ella.


Era verdad. Se había abierto paso hasta un sitio que creía muerto desde la traición de su padre y, además, le gustaba.


 Ya no se sentía desolado y amargado y pensaba seguir así.


—¿Estás seguro? —le preguntó Ariel.


Quiso decirles que no se preocuparan, pero algo se lo impidió. Quizá sí debieran preocuparse…


Dejó esa idea de lado y miró a Teo esperando más burlas, pero su hermano estaba serio.


—¿Los investigadores van a dar por zanjado el asunto de Lowell? —preguntó Teo.


—No. Creen que hay alguien más. Es posible que Lowell haya trabajado para Moorecroft y para alguien más, alguien que le impide hablar. Han encontrado evidencias escritas y creen que podrán darme un nombre antes de veinticuatro horas.


Oyó el grito de un hombre bebido, miró alrededor y vio a uno de sus ejecutivos que se abalanzaba sobre una rubia. 


Frunció el ceño al darse cuenta de que hacía mucho tiempo que no veía a Paula. Ella sabía hacerse cargo de esas situaciones, pero no la veía por ningún lado.


—Se ha ido hacia la playa —le informó Ariel en voz baja.


¿Tan evidentes eran sus sentimientos? ¿A quién le importaba? Paula había derribado todas las barreras que había puesto alrededor del corazón. La anhelaba cuando no
estaba cerca y no se cansaba de ella cuando sí lo estaba. 


Alguien podría llamarlo amor, pero él prefería llamarlo… No supo cómo llamarlo, pero, fuera lo que fuese, había decidido ver a dónde lo llevaba. Sin embargo, antes tenía que llegar al fondo de lo que le preocupaba a ella.


El ejecutivo bebido dejó escapar una carcajada y la rubia parecía a punto de echarse a llorar. Entonces, un estrépito llegó desde el lado opuesto de la carpa.


—Ariel, ocúpate del patoso ese y yo iré a comprobar lo otro —le propuso Teo.


Pedro asintió con agradecimiento y se dirigió hacia los demás invitados. Sin embargo, Ariel lo siguió al lado.


—¿Estás seguro de lo que estás haciendo?


—Nunca había estado tan seguro.


La respuesta tenía tanta firmeza que le quitó un peso desconocido que tenía en el pecho. Quería a Paula en su vida, para siempre.


—Entonces, te deseo lo mejor, hermano.


La emoción y la gratitud se adueñaron de él cuando Ariel lo agarró del hombro, pero su hermano se dirigió hacia el gentío antes de que pudiera tragar el nudo que se le había formado en la garganta. Al cabo de unos segundos, el ejecutivo estaba debajo de una fuente para que se le pasara la borrachera y la rubia estaba ruborizada por el encanto sarcástico de Ariel.


Pedro miró hacia la playa justo cuando Paula reaparecía en lo alto de los escalones. Se quedó sin aliento. Era la primera vez que la veía con ese vestido de algodón rojo y dorado que le llegaba justo hasta encima de las rodillas, que se le ceñía a la cintura y que se movía con su seductor contoneo mientras, sonriente, se mezclaba con la multitud. Giró la cabeza hacia él, quien apretó los dientes al captar una cautela fugaz que le veló los ojos. Sin embargo, cuando llegó hasta donde estaba ella, ya tenía el rostro imperturbable de siempre.


—Se acerca el momento de tu discurso —comentó ella.


—Ojalá no hubiese aceptado pronunciarlo.


Quería besarla para que olvidara sus preocupaciones y sin importarle las habladurías de la oficina, pero ella no lo recibiría bien y se contuvo.


—Sin embargo, tienes que pronunciarlo. Están esperando.


—De acuerdo —concedió él dándose la vuelta.


—Espera —ella lo agarró del brazo antes de soltárselo otra vez—. Yo… Tengo que hablar contigo, después de la fiesta.


Estaba nerviosa y él volvió a sentir la intranquilidad que sintió cuando vio el primer mensaje. Asintió con la cabeza y fue a pronunciar el discurso. Luego, durante una hora, se mezcló con sus empleados, los voluntarios y el equipo de salvamento. Sin embargo, se ocupó de que Paula no se despegara de él. Fuera lo que fuese lo que tenía que contarle, no iba a permitir que estropeara lo que tenían.


Respiró con alivio cuando llegaron las barcas que iban a llevarse a los invitados a Argostoli, donde les esperaba el avión que los devolvería a Londres. Cuando embarcó el último invitado, se dirigió hacia Paula, que estaba despidiendo al personal del catering.


Por fin… Se moría de ganas de tocarla, pero cuando ella lo miró, su expresión de desolación le heló la sangre.


—Paula, ¿puede saberse qué pasa?


—Espera, aquí, no. ¿Podemos entrar?


—Claro —él le tomó una mano y le besó el dorso—, pero, sea lo que sea, date prisa.
Llevo desde el amanecer con ganas de hacer el amor contigo y no sé cuánto aguantaré.


Ella lo miró de soslayo con el dolor reflejado en los ojos y a él se le aceleró el corazón. Pasó junto a Ariel y Teo en el pasillo y ni siquiera se fijó en la mirada que se intercambiaron.


—¿Qué pasa? —le preguntó a Paula mientras cerraba la puerta del despacho.


Ella no dijo nada. Parecía muy desdichada y sintió una necesidad apremiante de consolarla.


—Paula, sea lo que sea, no podré arreglarlo mientras no sepa qué es.


—Ese es el problema, Pedro, no creo que puedas arreglarlo.


Él se quedó helado y esperó con los puños apretados.


—Hace unos años trabajé para Gaston Landers.


—¿Landers? ¿El hombre que estaba colaborando con Moorecroft?


—Sí, pero entonces tenía una empresa de compraventa de gas.


—¿Y? —su intuición le decía que había mucho más—. Es G., el que te escribía los mensajes.


—Sí.


Pedro tomó aliento y tuvo que hacer un esfuerzo para mantenerse de pie.


—¿Es tu amante?


—¡No! —exclamó ella aunque con cierta vergüenza—, pero lo fue.


Él nunca había entendido los celos hasta ese momento, cuando solo podía sentir una rabia devastadora y un dolor abrasador.


—¿Por qué te llama Ana?


—Porque mi verdadero nombre es Ana Simpson. Lo cambié a Paula Chaves después…


—¿Después de qué?


—Después de que hubiese pasado dos años en la cárcel por apropiación indebida y fraude.


—¿Fuiste a la cárcel? —preguntó él con una opresión gélida en el pecho—. ¿Por fraude?


Ella asintió con la cabeza y con lágrimas en los ojos. Él no podía respirar, estaba paralizado. Lo habían traicionado otra vez y en esa ocasión había sido la mujer a la que amaba. Sí, ya podía reconocer que lo que sentía era amor porque no había nada más que pudiera describir sus sentimientos.


—Me mentiste.


—Sí —reconoció ella en un susurro.


—Conspiraste con un delincuente para defraudar y luego te abriste paso hasta mi empresa y mi cama para repetirlo todo. Estabas ayudándolo a hundir mi empresa y poniendo en peligro el sustento de miles de personas —le reprochó desgarrado por el dolor.


—¡No! Escúchame, por favor. No lo hice, jamás te haría algo así.


—¿Desde cuándo estáis Landers y tú metidos en esta conspiración?


Ella estiró los brazos hacia él como si fuese una súplica.


—No hay ninguna conspiración, Pedro. Créeme, por favor.


—¿Que te crea? Es un chiste, ¿verdad? ¿Desde cuándo, Paula?


El remordimiento se reflejó en su rostro y él se sintió como si se hiciera añicos por dentro.


—Lo sé… desde la última noche en Point Noire.


—¿Lo confiesas ahora? ¿No sabías que los investigadores os encontrarían antes o después?


—Quise decírtelo, pero no quería perderte —contestó ella con angustia.


La risa despiadada de él le desgarró el pecho.


—¿No querías perderme e hiciste la única cosa que conseguiría que me perdieras? Es increíblemente estúpido para una mujer que me había parecido inteligente. ¿Cuál era el plan?


—Gaston quería información para la adquisición hostil; porcentajes de participaciones, información personal sobre los miembros del consejo…


—¿Le diste esa información? —preguntó él agarrándose con rabia al borde de la mesa—. Dime la verdad porque lo averiguaré.


—¡No! No lo haría jamás —ella se tragó un sollozo—. Ya sé que es muy tarde para que me creas…


—¿Qué esperabas recibir a cambio? —la interrumpió él en un tono implacable.


—¡Nada! Gaston estaba chantajeándome. Descubrió que me había cambiado el nombre y me amenazó con divulgarlo.


—Claro, y ahora me dirás que la primera vez también cargaste con las culpas.


—¡Sí!


—¿Quieres decir que un jurado no te consideró culpable y un juez no te sentenció?


La rabia estaba adueñándose de él y lo agradeció porque hizo que se sintiera vivo.


—Me juzgaron y sentenciaron, pero Gaston lo había manipulado para que yo cargara con la culpa.


—¿Cómo?


—Firmé unos documentos y…


—¿Te obligó?


—¿Qué…?


—Firmaste unos documentos que, supongo, te incriminaban. ¿Te puso una pistola en la sien?


—No, me engañó.


—¿Pretendes que me crea que la asistente inflexiblemente eficiente que ha trabajado conmigo durante año y medio firmó unos documentos sin leerlos tres veces? Doy por supuesto que estabas enamorada, ¿te creías todo lo que decía?


Ella se arrugó, pero no dijo nada. Pedro se alegró de que la rabia hubiese acabado con cualquier otro sentimiento porque si no, habría sentido la desolación de ese silencio. 


Efectivamente, la mujer a la que amaba… amaba a otro hombre. Rodeó la mesa y llamó al jefe de seguridad.


—Dame tu teléfono —le ordenó él después de colgar.


—¿Qué…? —preguntó ella con el ceño fruncido.


—Tu teléfono. Sé que lo llevas en el bolsillo. Dámelo.


Ella, aturdida, obedeció.


—¿Qué vas a hacer con él?


Pedro lo tiró al cajón de la mesa, lo cerró y se guardó la llave en el bolsillo.


—Por ahora, es una prueba de tu traición. Se lo entregaré a la policía cuando llegue el momento.


—¡No! Pedro, por favor. No puedo… No puedo volver a la cárcel.


Aunque creía que ya no podía sentir nada, el espanto que vio en sus ojos lo atravesó como una daga y miró su cicatriz en la cadera.


—Esa herida te la hicieron allí, ¿verdad? —preguntó él con otra punzada de dolor.


—Sí. Me atacaron.


Se giró hacia la ventana para que ella no viera que cerraba los ojos y contenía la respiración. Con alivio, oyó que llamaban a la puerta y se dio la vuelta con las manos en los bolsillos cuando Sheldon entró.


—Acompaña a la señorita Chaves y móntala en el mismo avión que el resto de los empleados. Quiero que esté vigilada las veinticuatro horas hasta que yo hable contigo. Si intenta huir, puedes impedírselo físicamente y llamar a la policía. ¿Entendido?


—Sí, señor —contestó Sheldon sin salir de su asombro.


Pedro, ya sé que no me crees, pero, por favor, ten cuidado. Gaston es un malnacido escurridizo.


Él no se dio la vuelta.


—¡Pedro!


El tono suplicante fue doloroso, pero la traición era demasiado profunda. Aun así, la miró por última vez. Estaba pálida y los labios le temblaban, pero los ojos, a pesar de la súplica, tenían un brillo de condena que hizo que apretara los puños dentro de los bolsillos. No supo cuánto tiempo estuvo así, pero cuando se abrió la puerta, se dio la vuelta como si estuviese congelado.


—¿Todo va bien? —preguntó Ariel mientras entraba con Teo pegado a los talones.


—No, nada va bien.


—Es una pena, hermano, porque se ha armado una gorda.







PROHIBIDO: CAPITULO 21






Paula necesitó todo el dominio de sí misma que pudo reunir para no gritar.


—¿Qué mensaje? —preguntó ella para ganar un poco de tiempo.


—Alguien llamó a tu teléfono de madrugada, preguntó por Ana y colgó. Luego, llegó un mensaje. ¿Puedes explicarlo?


No estaba preparada. Esa mañana se había despertado y se había quedado en la cama sabiendo con toda certeza que se había enamorado de Pedro y que tenía que ser sincera, pero no había pensado hacerlo en ese momento, cuando Pedro tenía tantas cosas entre manos. Había pensado darle la dimisión por escrito, con una confesión sobre su pasado, con la esperanza de que él le perdonara por haberle mentido sobre quién era.


—Paula… —insistió él en un tono frío e inexpresivo.


—Es un amigo… Quiere que le haga un favor.


—¿Y te llama a las tres de la madrugada? ¿Qué favor? —preguntó él con el ceño fruncido.


—Que lo ayude… con su trabajo.


—Entonces, ¿no era una llamada personal?


—No —contestó ella con firmeza porque era completamente verdad.


Él se acercó a donde estaba ella, quien tuvo que contener la respiración al tenerlo tan cerca con la camisa abierta y ese pecho musculoso al alcance de la mano.


—No será un competidor, ¿verdad? ¿Está intentando comprarte?


—No, no está intentando comprarme.


Él le levantó la barbilla para que lo mirara a los ojos. Al parecer, se quedó satisfecho con lo que vio porque asintió con la cabeza, agarró la toalla que ella sujetaba malamente y se la quitó. Entonces, la besó en la boca y la acarició por todo el cuerpo. Justo cuando creía que iba morirse de deseo, él la soltó.


—Me alegro porque si no, lo habría buscado y descuartizado. Vístete y ponte uno de esos trajes tan serios. Me moriré al imaginarme lo que hay debajo, pero, al menos, no me abalanzaré sobre ti cada vez que entre en mi despacho.


Respiró aliviada por la prórroga que le había concedido, aunque la hubiese conseguido de una manera tan cobarde. 


En cierto sentido, demostraba la presión que sufría Pedro para que no hubiese insistido más… ¿o estaría empezando a confiar en ella? Recogió la ropa de la noche anterior y volvió a su suite. Le había concedido una prórroga, pero ¿habría dejado sin valor la confesión que tendría que hacer al no reconocer la verdad en ese momento? Cuando le dijera a Pedro quién le había mandado el mensaje, la maldeciría para siempre.


Lo amaba y lamentaba que no se hubiesen conocido antes de que ella tuviera que esconder su identidad y arriesgar su porvenir sin saberlo. El teléfono vibró mientras se ponía los zapatos.


—Necesito más tiempo —dijo ella sin saludar.


—No te habrá descubierto, ¿verdad? —preguntó Gaston.


—No, pero si llamas y escribes a las tres de la madrugada, lo complicas todo.


—¿Cuál es el problema si no te ha descubierto?


—Me observan mucho en estos momentos y tengo que hacer bien las cosas o todo acabará muy mal para los dos.


Le abrasaba la piel con cada mentira y tenía la sensación de que un rayo iba a fulminarla.


—Tengo que irme de la ciudad inesperadamente. Tardaré como una semana en volver. Tienes hasta entonces para darme la información. Si no, se acabó. No me pongas a prueba, Paula.


Se estremeció. Ya no era Ana Simpson. El cambio de nombre había sido un paso para reinventarse, pero no había sentido que había renacido de verdad hasta que se vio a través de los ojos de Pedro. El día anterior había dicho que era increíble y durante toda la noche le había dado un placer que iba más allá de lo físico, y que había sido más maravilloso por lo que sentía hacia él. La idea de vivir sin él era como una lanza que le atravesaba el corazón.


Seguía sintiendo ese dolor cuando entró en el comedor, y casi se le saltaron las lágrimas al ver las fuentes con tortitas, el sirope de chocolate y de fresa y la infinidad de condimentos.


—Anoche hicimos el amor con ganas y gritaste más de una vez —comentó él arqueando una ceja—. Estoy intentando que mi vanidad no se resienta porque estás a punto de llorar por el desayuno y no por cómo hicimos el amor.


—Es que… Nadie había hecho algo parecido por mí.


—Es lo mínimo que te mereces.


Tenía que decírselo en ese momento. Sin embargo, ¿cómo iba a hablarle de Gaston sin que todo se interpretara mal? ¿Cómo podía confesarle su amor sin que pareciera que lo hacía para que la perdonara? Le había concedido más tiempo con él y, egoístamente, quería ese tiempo. Quizá pudiese aprovecharlo para demostrarle lo que significaba para ella con hechos, no con palabras. Lo besó hasta que él gruñó.


—Si me das besos así, tendrás tortitas todos los días. Antes de que empieces a hablarme de calorías, te aseguro que el ejercicio que harás en mi cama las quemará.


Él se rio cuando ella se sonrojó, la ayudó a sentarse y le sirvió una tortitas con fresa. Era una mañana soleada y él sonreía. El corazón se le encogió, pero cuando la miró con los ojos como ascuas, el deseo le atenazó las entrañas. 


Entonces, el zumbido de su teléfono rompió ese ambiente sensual. Pedro contestó y el mundo real se adueñó de todo.


Tomaron el ascensor, después de un beso arrebatador y tentador, y el día tomó su curso vertiginoso. Cuando la llamó a la seis de la tarde, ella entró en su despacho con la tableta en ristre y se quedó petrificada al ver su expresión tensa.


—Lo hemos localizado en Tailandia.


—¿Al capitán Lowell?


—Sí.


—¿Está vivo?


—Ayer lo estaba. Aunque las autoridades creen que hay alguien más detrás de él, aparte de nuestro equipo de seguridad —contestó él con un gesto sombrío.


No podía ser Gaston… ¿o sí? Ella se pasó la lengua por los labios con nerviosismo.


—¿Qué quieres que haga?


—Por el momento, nada. Estoy esperando a que los abogados evalúen la situación.


—¿Quieres que cancele la fiesta que querías que organizara para la tripulación?


Llevaba todo el día organizando la fiesta que Pedro quería celebrar en Grecia.


—No. La fiesta se mantiene. La tripulación y los voluntarios se la merecen por todo lo que han hecho. Un hombre no va a estropear el disfrute de mis empleados.


—¿Y la esposa de Lowell? ¿Vas a decirle que lo has encontrado?


Una sombra de angustia cruzó el rostro de Pedro y ella supo que estaba acordándose de su madre cuando las víboras maledicentes le destrozaron la vida.


—No quiero ocultarle nada, pero tampoco quiero que sufra por conjeturas. La llamaré cuando sepamos todos los datos.


—Entonces, seguiré con los preparativos para llevar la tripulación a Grecia.


—Espera —se acercó a donde estaba ella y la besó apasionadamente—. Cuando esto haya terminado, te llevaré a mi chalé en Suiza y nos encerraremos durante una semana.Si una semana no basta, seguiremos hasta que estemos saciados y no podamos movernos. Solo entonces dejaremos que el mundo vuelva a entrar. ¿De acuerdo?


Se le paró el pulso. Cuando eso hubiese terminado, ella se habría marchado, pero asintió con la cabeza, volvió a su mesa y se dejó caer en la silla con dolor y tristeza.


La noticia de que habían detenido a Lowell y se negaba a colaborar desbarató la noche. A la una, Pedro dejó de ir de un lado a otro y la levantó del sofá donde estaba organizando el itinerario del día siguiente.


—Acuéstate.


—¿Sola? —preguntó ella sin poder evitarlo.


—Iré cuando haya recibido la última información de los abogados —contestó él dándole un beso.


Una hora más tarde, cuando llegó, estaba exaltada por el deseo. Mientras la arrastraba hacía otra explosión de felicidad deslumbrante, supo que, independientemente de a dónde fuera, su corazón siempre pertenecería a Pedro Alfonso




lunes, 23 de febrero de 2015

PROHIBIDO: CAPITULO 20





No era nada, estaba sacando las cosas de quicio. Pedro se lo repitió una y otra vez mientras remaba en la máquina de su gimnasio a la seis de la mañana. Sofocó la voz que le indicaba que estaba alejándose de la verdad. ¿Qué verdad?


No sabía lo que significaba el mensaje y lo más sencillo habría sido despertarla para preguntárselo. Sin embargo, se había levantado, había dejado el teléfono otra vez en la chaqueta y se había ido al gimnasio.


Agradecía el dolor entre los hombros y el sudor. Intentaba no hacer caso de la pregunta que le retumbaba en la cabeza, pero la sinceridad de sus actos era tan evidente como el ceño fruncido que veía reflejado en los espejos del gimnasio. Anoche, cuando le preguntó si le interesaba aquello, se quedó atónito por la necesidad que sintió de que contestara afirmativamente porque, en ese momento, se dio cuenta de que le interesaba sinceramente que Paula formase parte de su vida como algo más que su asistente.



Te quedan tres días para que consigas lo que necesito….


¿Era una petición profesional? ¿Quién podía exigirle algo así profesionalmente? Si era personal… Dejó escapar un gruñido por los celos que le mordieron las entrañas. En ese momento, Paula entró en el gimnasio y se quedó petrificada. 


Sus miradas se encontraron en el espejo y él sabía que su expresión era arisca. No le sorprendió que ella dudara.


—Volveré más tarde si te molesto.


Él soltó los remos, se levantó y se dirigió hacia ella. Sintió una descarga de adrenalina al ver su top de lycra y apretó los dientes ante la idea de hacer realidad otra de sus fantasías sexuales. Hizo un esfuerzo para no abalanzarse sobre ella y se desvió hacia las cintas para correr.


—Moléstame. La imaginación estaba a punto de jugarme una mala pasada.


Sonrió con poco convencimiento y empezó a programar la cinta que estaba al lado de la de él.


—Treinta minutos, ¿de acuerdo?


Ella asintió con cautela y se acercó a la máquina. Él iba a programar su máquina cuando la vio inclinada haciendo estiramientos.


—Dios…


Ella levantó la cabeza y se incorporó lentamente. Le miró el pecho y fue bajando la mirada hasta los pantalones cortos, que no podían disimular el efecto que tenía en él. Se quedó boquiabierta.


—Ya puedes ver el poder que tienes sobre mí —comentó él con una sonrisa tensa.


Ella subió a la cinta y la puso en marcha.


—No pareces muy contento.


—Me gusta mantener el dominio de mí mismo y tú lo alteras con tu cuerpo.


—Por si eso te consuela, para mí tampoco es nada fácil —replicó ella sonrojándose.


Pedro intentó identificar a la mujer inocente que se sonrojaba con la que podía ser falsa. No podía juzgar antes de conocer los datos. Tomó una bocanada de aire, puso su máquina en marcha y empezó a correr al lado de ella. Tardó todo un minuto en ceder a la tentación de mirarla. Gruñó al ver sus pechos balanceándose bajo el ceñido top y estuvo a punto de tropezarse, pero no dejó de mirarla. Ella intentó no hacerle caso, pero también se tropezó cuatro veces y tuvo que agarrarse a los asideros para poner los pies en la parte fija de la máquina.


Pedro, por favor, deja de hacer eso. No puedo concentrarme.


Él resopló y paró la máquina con un manotazo.


—Entonces, será mejor que dejemos de hacerlo los dos antes de que nos lesionemos —también apagó la máquina de ella—. Si quieres hacer ejercicio, se me ocurre uno mucho mejor.


—¡Pedro!


—No puedo entender que te dejara que me llamases señor Alfonso durante año y medio cuando oír mi nombre dicho por ti me produce la erección más dura de mi vida.


Ella dejó escapar un sonido entre el asombro y la queja cuando la tomó en brazos, pero le rodeó el cuello con los brazos.


—¿Debo preguntarte a dónde me llevas?


—Me encantaría tomarte sobre la cinta, pero no tengo preservativos aquí y tampoco quiero arriesgarme a que entre algún directivo. Tendremos que conformarnos con mi sauna.


La duchó brevemente antes de entrar con ella entre el vapor de su sauna privada y no hizo ningún caso de la vocecilla que le decía que estaba escondiéndose detrás del sexo para no preguntarle nada sobre el mensaje de texto. Sin embargo, mientras la ponía a horcajadas encima de él y entraba profundamente, sabía que tendría que afrontarlo antes que después. Se negaba a que el recelo lo corroyera, esos días había encontrado la paz de espíritu entre sus brazos y no quería que la desconfianza o los fantasmas del pasado la mermaran.


Ella lo abrazó con fuerza mientras alcanzaba el clímax.


Pedro… Es maravilloso… —susurró contra su cuello.


—Sí… Sería una pena que algo lo estropeara… —le levantó la cabeza para mirarla a los ojos—. ¿Verdad? —añadió mientras entraba más dentro para poseerla completamente.


—Sí —contestó ella con los labios entreabiertos por el clímax.


—Entonces, evitemos que suceda.


La perplejidad que veló sus ojos dejó paso a un éxtasis deslumbrante que transformó su rostro. Él dejó escapar un gruñido arrastrado por los espasmos de ella y también se liberó como no se había liberado jamás en su vida.


La llevó a la ducha aunque ella todavía se estremecía y la lavó en silencio. Luego, se lavó él aunque notaba las miradas de perplejidad de ella, quien atacó en cuanto llegaron al dormitorio.


—¿Este silencio tenso es parte de tu ritual poscoito o está pasando algo que debería saber?


Él maldijo ser tan receloso, pero pasó por alto su cuerpo envuelto en la toalla y se fijó en el teléfono que estaba en la mesilla. Había visto el mensaje.


Pedro


—Esta mañana he empezado las negociaciones para la operación con China y no son los mejores clientes con los que negociar en estos momentos. No quiero que nada frustre esta operación.


—Claro, no veo nada que pueda perjudicar tus negociaciones —replicó ella.


Él sintió alivio, pero también sintió una opresión en el pecho cuando pensó que ese mensaje había sido de un hombre que había creído que podía exigir algo a la mujer que él había reclamado como su amante. Volvió a darse cuenta de lo poco que conocía de verdad a Paula Chaves… ¿o se llamaría Ana? Tomó aliento y sacó unos calzoncillos del cajón


—¿Estás segura? Solo nos faltaba que empezaran a salir esqueletos de los armarios en este momento. Creo que mi empresa ya ha tenido bastantes hasta dentro de mil años.


—Estoy segura —contestó ella al cabo de unos segundos que a él le parecieron años.


—Perfecto.


Se dio la vuelta y vio que ella se mordía el labio inferior. Se le aceleró el pulso y se preguntó cómo era posible que volviese a anhelarla después del orgasmo tan increíble que había tenido hacía quince minutos. Volvió a darse la vuelta y siguió vistiéndose. Si se dejaba llevar por el deseo, nunca saldría de ese cuarto. Oyó que la toalla caía al suelo y se aferró a los calcetines.


—Entonces… ¿se trata de la operación con los chinos y no tiene nada que ver con… con lo que ha pasado entre nosotros?


Él se puso los pantalones con cierta violencia.


—Ya he dejado muy claro lo que siento sobre eso. No lo has olvidado, ¿verdad?


—No, claro que no —contestó ella.


¿Había captado cierta vacilación en su voz? Su instinto le pedía a gritos que le preguntara por el mensaje. Fuese privado o no, ¿si ella estaba ocultándole algo, no debería preguntárselo cuanto antes? Se puso la camisa con el corazón acelerado y la miró.


—Fantástico. Entonces, ¿te importa decirme de qué trata ese mensaje que tienes en el teléfono?




PROHIBIDO: CAPITULO 19





Paula abrazó a Pedro con el miedo clavado en el corazón. 


Le había contado todo sobre su madre y él había sentido una compasión que le había llegado al alma y que había hecho que se diera cuenta de que si bien había perdonado a su madre por su adicción, lo que más le había dolido había sido que la abandonara cuando estaba limpia. Sin embargo, Pedro había reconocido que rara vez perdonaba. 


Intentó convencerse de que le daba igual. El viernes, cuando hubiese terminado el plazo, se habría marchado de allí. 


Gaston le había mandado un recordatorio cada hora.



Ella había quitado el sonido de móvil y se lo había guardado en el bolsillo de la chaqueta. Sin embargo, si le había dejado entrever su pasado, no había sido porque fuese a marcharse, había sido porque quería que él conociera a la verdadera Paula Chaves, a la persona que fue Ana Simpson, a la hija de una adicta al crack que adoptó el nombre de soltera de su abuela para forjarse una identidad nueva. Se había mostrado a Pedro y se sentía más vulnerable que nunca. Él seguía siendo implacable con la traición. Si alguna vez averiguaba su pasado, no la perdonaría nunca por haber manchado su empresa con su reputación.


—Puedo oír que estás pensando —murmuró él contra su cuello.


—Acabo de hacer el amor contigo en tu mesa. Eso se merece que piense un poco, ¿no crees?


—Quizá, pero como va a ser algo habitual en nuestra relación, te aconsejo que te acostumbres.


Oyó que ella contenía el aliento, se apoyó en los codos y la miró.


—¿Te asusta la palabra «relación»?


Ella deseó que se le relajara el pulso y que se sofocara la esperanza que se avivaba en el pecho. No había ningún porvenir para ellos.


—La palabra, no, pero creo que esto va un poco deprisa. Anoche nos acostamos por primera vez.


—Después de haberme contenido durante año y medio, creo que pedirme que me contenga ahora es pedir lo imposible. Necesitaré unas semanas para asimilar el efecto.


—Cuando me hiciste la entrevista, en esta misma mesa, me advertiste de que ni siquiera soñara con tener una aventura contigo.


Él tuvo la elegancia de parecer que se avergonzaba, pero eso tuvo un atractivo letal.


—Seguía furioso con Gisela y todas las que entrevistaba me recordaban a ella. Tú fuiste la primera que no me recordó a ella y cuando me di cuenta de que me atraías, me resistí con todas mis fuerzas porque no quería que se repitiera ese asunto tan feo.


Ella, incapaz de resistirse, introdujo los dedos entre su pelo.


—Ella te hizo daño, ¿verdad?


—Tengo que reconocer que no vi cómo era hasta que fue demasiado tarde.


—Vaya, no sé si sentirme complacida o decepcionada por saber que puedes equivocarte


Él se irguió y la tomó en brazos como si no pesara nada.


—Nunca he dicho que sea perfecto, menos cuando se trata de ganar campeonatos de remo.


—La modestia es una virtud muy escasa, Pedro.


Él se rio abiertamente y ella se sintió dominada por el placer.


—Sí, como también lo es la capacidad de llamar a las cosas por su nombre.


—Nadie podría acusarte de ser apocado. Espera, ¿adónde me llevas?


—Arriba, a darte una ducha terapéutica.


—Creo que estás llevando el asunto de la terapia un poco lejos. Bájame, Pedro. ¡Nuestra ropa!


—Déjala —replicó él mientras llamaba al ascensor privado.


—Ni hablar. No voy a dejar que la limpiadora se encuentre mis bragas y todo en tu despacho —ella volvió y empezó a recoger su ropa—. No te quedes ahí. Recoge tu maldita ropa.


Él se rio y también empezó a recoger la ropa. Entonces, ella recogió los papeles tirados y los dejó en la mesa. Él se rio en un tono burlón.


—La próxima vez, vas a recogerlos tú.


Él le dio un azote en el trasero y la besó cuando ella dio un grito.


—Eso por desobedecerme, pero me gusta que reconozcas que habrá otra vez.


Se miraron a los ojos y, por primera vez, vislumbró una vulnerabilidad que nunca había visto en sus ojos, como si no hubiese estado seguro de que ella fuese a repetir lo que había pasado. Pagaría un precio muy elevado por seguir con eso, pero la necesidad de estar con él hasta que se marchara era demasiado fuerte.


—Habrá otra vez solo si yo estoy encima —susurró ella besándolo en la mejilla.



* * *

Pedro se despertó al oír la vibración del teléfono. Paula estaba dormida, agotada por todo lo que él le había exigido a su cuerpo. Él también estaba aletargado y se planteó la posibilidad de no contestar el teléfono, pero el zumbido insistió. Se frotó los ojos y fue a agarrar el teléfono, pero se dio cuenta de que el que vibraba era el de Paula.


Se levantó y rebuscó entre su ropa tirada hasta que lo encontró en el bolsillo de la chaqueta. Dudó y se sintió aliviado cuando dejó de sonar. Sin embargo, volvió a sonar casi inmediatamente. Suspiró con fastidio y pulsó el botón.


—Ana…


Era la voz impaciente de un hombre que no reconoció, aunque, naturalmente, no conocía a todos los hombres que la llamaban. Sin embargo, sintió una punzada de disgusto muy intensa ante la idea de que alguien tuviera el permiso de llamarla… Ana…


—Se ha equivocado. Es el teléfono de Paula. ¿Quién es usted?


¿Por qué estaba llamándola a las tres de la mañana? Se hizo el silencio y la llamada se cortó un momento después. 


Intentó buscar el número, pero el teléfono estaba bloqueado. Lo dejó en la mesilla de noche y se acostó con los brazos debajo de la cabeza. La inquietud lo corroía por dentro aunque no tenía motivos para sospechar que no se hubiesen confundido de número. Podía ser una casualidad que otro hombre hubiese llamado a su amante y hubiese querido hablar con… Ana. Aun así, dos horas más tarde seguía despierto y oyó que entraba un mensaje. Agarró el teléfono con inquietud. El número seguía bloqueado, pero el mensaje lo dejó helado.


Te recuerdo amablemente que te quedan tres días para que consigas lo que necesito. G.