martes, 24 de febrero de 2015
PROHIBIDO: CAPITULO 21
Paula necesitó todo el dominio de sí misma que pudo reunir para no gritar.
—¿Qué mensaje? —preguntó ella para ganar un poco de tiempo.
—Alguien llamó a tu teléfono de madrugada, preguntó por Ana y colgó. Luego, llegó un mensaje. ¿Puedes explicarlo?
No estaba preparada. Esa mañana se había despertado y se había quedado en la cama sabiendo con toda certeza que se había enamorado de Pedro y que tenía que ser sincera, pero no había pensado hacerlo en ese momento, cuando Pedro tenía tantas cosas entre manos. Había pensado darle la dimisión por escrito, con una confesión sobre su pasado, con la esperanza de que él le perdonara por haberle mentido sobre quién era.
—Paula… —insistió él en un tono frío e inexpresivo.
—Es un amigo… Quiere que le haga un favor.
—¿Y te llama a las tres de la madrugada? ¿Qué favor? —preguntó él con el ceño fruncido.
—Que lo ayude… con su trabajo.
—Entonces, ¿no era una llamada personal?
—No —contestó ella con firmeza porque era completamente verdad.
Él se acercó a donde estaba ella, quien tuvo que contener la respiración al tenerlo tan cerca con la camisa abierta y ese pecho musculoso al alcance de la mano.
—No será un competidor, ¿verdad? ¿Está intentando comprarte?
—No, no está intentando comprarme.
Él le levantó la barbilla para que lo mirara a los ojos. Al parecer, se quedó satisfecho con lo que vio porque asintió con la cabeza, agarró la toalla que ella sujetaba malamente y se la quitó. Entonces, la besó en la boca y la acarició por todo el cuerpo. Justo cuando creía que iba morirse de deseo, él la soltó.
—Me alegro porque si no, lo habría buscado y descuartizado. Vístete y ponte uno de esos trajes tan serios. Me moriré al imaginarme lo que hay debajo, pero, al menos, no me abalanzaré sobre ti cada vez que entre en mi despacho.
Respiró aliviada por la prórroga que le había concedido, aunque la hubiese conseguido de una manera tan cobarde.
En cierto sentido, demostraba la presión que sufría Pedro para que no hubiese insistido más… ¿o estaría empezando a confiar en ella? Recogió la ropa de la noche anterior y volvió a su suite. Le había concedido una prórroga, pero ¿habría dejado sin valor la confesión que tendría que hacer al no reconocer la verdad en ese momento? Cuando le dijera a Pedro quién le había mandado el mensaje, la maldeciría para siempre.
Lo amaba y lamentaba que no se hubiesen conocido antes de que ella tuviera que esconder su identidad y arriesgar su porvenir sin saberlo. El teléfono vibró mientras se ponía los zapatos.
—Necesito más tiempo —dijo ella sin saludar.
—No te habrá descubierto, ¿verdad? —preguntó Gaston.
—No, pero si llamas y escribes a las tres de la madrugada, lo complicas todo.
—¿Cuál es el problema si no te ha descubierto?
—Me observan mucho en estos momentos y tengo que hacer bien las cosas o todo acabará muy mal para los dos.
Le abrasaba la piel con cada mentira y tenía la sensación de que un rayo iba a fulminarla.
—Tengo que irme de la ciudad inesperadamente. Tardaré como una semana en volver. Tienes hasta entonces para darme la información. Si no, se acabó. No me pongas a prueba, Paula.
Se estremeció. Ya no era Ana Simpson. El cambio de nombre había sido un paso para reinventarse, pero no había sentido que había renacido de verdad hasta que se vio a través de los ojos de Pedro. El día anterior había dicho que era increíble y durante toda la noche le había dado un placer que iba más allá de lo físico, y que había sido más maravilloso por lo que sentía hacia él. La idea de vivir sin él era como una lanza que le atravesaba el corazón.
Seguía sintiendo ese dolor cuando entró en el comedor, y casi se le saltaron las lágrimas al ver las fuentes con tortitas, el sirope de chocolate y de fresa y la infinidad de condimentos.
—Anoche hicimos el amor con ganas y gritaste más de una vez —comentó él arqueando una ceja—. Estoy intentando que mi vanidad no se resienta porque estás a punto de llorar por el desayuno y no por cómo hicimos el amor.
—Es que… Nadie había hecho algo parecido por mí.
—Es lo mínimo que te mereces.
Tenía que decírselo en ese momento. Sin embargo, ¿cómo iba a hablarle de Gaston sin que todo se interpretara mal? ¿Cómo podía confesarle su amor sin que pareciera que lo hacía para que la perdonara? Le había concedido más tiempo con él y, egoístamente, quería ese tiempo. Quizá pudiese aprovecharlo para demostrarle lo que significaba para ella con hechos, no con palabras. Lo besó hasta que él gruñó.
—Si me das besos así, tendrás tortitas todos los días. Antes de que empieces a hablarme de calorías, te aseguro que el ejercicio que harás en mi cama las quemará.
Él se rio cuando ella se sonrojó, la ayudó a sentarse y le sirvió una tortitas con fresa. Era una mañana soleada y él sonreía. El corazón se le encogió, pero cuando la miró con los ojos como ascuas, el deseo le atenazó las entrañas.
Entonces, el zumbido de su teléfono rompió ese ambiente sensual. Pedro contestó y el mundo real se adueñó de todo.
Tomaron el ascensor, después de un beso arrebatador y tentador, y el día tomó su curso vertiginoso. Cuando la llamó a la seis de la tarde, ella entró en su despacho con la tableta en ristre y se quedó petrificada al ver su expresión tensa.
—Lo hemos localizado en Tailandia.
—¿Al capitán Lowell?
—Sí.
—¿Está vivo?
—Ayer lo estaba. Aunque las autoridades creen que hay alguien más detrás de él, aparte de nuestro equipo de seguridad —contestó él con un gesto sombrío.
No podía ser Gaston… ¿o sí? Ella se pasó la lengua por los labios con nerviosismo.
—¿Qué quieres que haga?
—Por el momento, nada. Estoy esperando a que los abogados evalúen la situación.
—¿Quieres que cancele la fiesta que querías que organizara para la tripulación?
Llevaba todo el día organizando la fiesta que Pedro quería celebrar en Grecia.
—No. La fiesta se mantiene. La tripulación y los voluntarios se la merecen por todo lo que han hecho. Un hombre no va a estropear el disfrute de mis empleados.
—¿Y la esposa de Lowell? ¿Vas a decirle que lo has encontrado?
Una sombra de angustia cruzó el rostro de Pedro y ella supo que estaba acordándose de su madre cuando las víboras maledicentes le destrozaron la vida.
—No quiero ocultarle nada, pero tampoco quiero que sufra por conjeturas. La llamaré cuando sepamos todos los datos.
—Entonces, seguiré con los preparativos para llevar la tripulación a Grecia.
—Espera —se acercó a donde estaba ella y la besó apasionadamente—. Cuando esto haya terminado, te llevaré a mi chalé en Suiza y nos encerraremos durante una semana.Si una semana no basta, seguiremos hasta que estemos saciados y no podamos movernos. Solo entonces dejaremos que el mundo vuelva a entrar. ¿De acuerdo?
Se le paró el pulso. Cuando eso hubiese terminado, ella se habría marchado, pero asintió con la cabeza, volvió a su mesa y se dejó caer en la silla con dolor y tristeza.
La noticia de que habían detenido a Lowell y se negaba a colaborar desbarató la noche. A la una, Pedro dejó de ir de un lado a otro y la levantó del sofá donde estaba organizando el itinerario del día siguiente.
—Acuéstate.
—¿Sola? —preguntó ella sin poder evitarlo.
—Iré cuando haya recibido la última información de los abogados —contestó él dándole un beso.
Una hora más tarde, cuando llegó, estaba exaltada por el deseo. Mientras la arrastraba hacía otra explosión de felicidad deslumbrante, supo que, independientemente de a dónde fuera, su corazón siempre pertenecería a Pedro Alfonso
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