jueves, 19 de febrero de 2015

PROHIBIDO: CAPITULO 4



Tengo que llegar al lugar del accidente en cuanto aterricemos —comentó Pedro mientras comía la hamburguesa que había preparado su chef.


—El ministro de Medio Ambiente quiere celebrar una reunión antes. He intentado posponerla, pero ha insistido. Creo que quiere hacerse la foto porque este año hay elecciones. Le he dicho que tendrá que ser una reunión muy corta.


Él masticó con rabia y entrecerró los ojos. Ella sabía el motivo. Pedro Alfonso detestaba con todas sus fuerzas la atención de la prensa desde que Alejandro Alfonso llevó la humillación a su familia hacía dos décadas. La caída de los Alfonso se reflejó con toda su crudeza en todos los medios de comunicación.


—Tengo un helicóptero preparado para que lo lleve en cuanto haya terminado —añadió ella.


—Ocúpese de que sepan lo que yo entiendo como «muy corta». ¿Sabemos qué medios de comunicación están en el lugar del accidente?


Ella lo miró y los ojos verdes de él se clavaron en los de ella como si fuesen los de un halcón.


—Todas las cadenas importantes del mundo están allí. También hay un par de barcos de la Agencia de Protección del Medio Ambiente.


—No podemos hacer nada sobre la presencia de la agencia, pero cerciórese de que nuestro equipo de seguridad sabe que no pueden entrometerse en las tareas de salvamento y limpieza. Reducir la contaminación al mínimo y preservar la Naturaleza es otra de las prioridades.


—Lo sé y… tengo una idea.


Era un plan arriesgado y podía atraer la atención de la prensa más de lo que Pedro aceptaría, pero si podía sacarlo adelante, devolvería parte de la buena imagen a la Naviera Alfonso. También afianzaría su categoría de imprescindible para Pedro y ella, por fin, podría librarse de la sensación de que se hundía. A mucha gente podía parecerle superficial, pero, para ella, la seguridad laboral estaba por encima de todo. Después de todo lo que pasó de niña, cuando ingenuamente creía que su madre pondría su bienestar por encima de la siguiente dosis de droga, conservar el empleo y el pequeño piso en los Docklands lo significaba todo para ella. Todavía le obsesionaba el terror de no saber de dónde sacaría la comida ni cuándo le arrebatarían la vivienda. Después de la necia decisión de arriesgarse y del precio que había pagado, se había jurado que nunca más volvería a ser tan indefensa.


—Chaves, estoy esperando —dijo Pedro con cierta impaciencia.


—Mmm… Estaba pensando que podríamos aprovecharnos de los medios de comunicación y de las redes sociales. Ya se han puesto en marcha algunos blogs medioambientales y están comparando lo que está pasando con el incidente de hace unos años de otra empresa petrolífera. Tenemos que atajarlo antes de que se nos escape de las manos.


—No se parece ni remotamente —replicó él con el ceño fruncido—. Esto es un derramamiento superficial, no una fuga en un oleoducto en el fondo del mar.


—Pero…


—Me gustaría que la prensa se mantuviese al margen todo lo posible —la interrumpió él con frialdad—. Las cosas suelen enredarse cuando interviene.


—Creo que es el momento ideal para ponerla de nuestro lado. Conozco algunos periodistas honrados. Quizá pudiéramos conseguir grandes resultados si trabajamos solo con ellos. Hemos reconocido que el error ha sido nuestro. Sin embargo, no todo el mundo tiene tiempo para comprobar los hechos y las conjeturas del público podrían perjudicarnos. Tenemos que tener abierta la línea de comunicación para que la gente sepa lo que está pasando en cada momento.


—¿Qué propone? —preguntó Pedro apartando el plato.


Ella empezó a teclear en el ordenador y buscó la página en la que había estado trabajando.


—He abierto un blog con cuentas en redes sociales.


Paula giró la pantalla hacia él y contuvo la respiración.


—¿«Salvemos Point Noire»? —preguntó él.


Ella asintió con la cabeza.


—¿Cuál es el objetivo exactamente?


—Es una invitación a cualquiera que quiera participar voluntariamente, ya sea sobre el terreno o con ideas por internet.


—La Naviera Alfonso es responsable de esto y lo arreglaremos —replicó él.


—Sí, pero aislarnos podría perjudicarnos. Mire… —Paula le señaló unas cifras en la pantalla—… nos extendemos por el mundo. La gente quiere participar.


—¿No lo tomarán como si pidiéramos ayuda gratis?


—No si les damos algo a cambio.


La miró con una intensidad que hizo que sintiera una oleada ardiente en el vientre, pero la sofocó inmediatamente.


—¿Qué es ese «algo»? —preguntó él.


—No lo he pensado todavía, pero estoy segura de que lo encontraré antes de que acabe el día.


Él siguió mirándola tanto tiempo que las entrañas se le revolvieron. Entonces, tomó el vaso de agua y dio un sorbo sin dejar de mirarla.


—Justo cuando creo que se ha quedado sin recursos, me sorprende otra vez…


No la desconcertó el murmullo lento y casi indolente, la desconcertó su mirada intensa con los ojos entrecerrados.


 Ella aguantó esa mirada aunque anhelaba mirar hacia otro lado. No quería que él, ni nadie, sintiera curiosidad por ella. 


Su pasado iba a seguir enterrado para siempre.


—Creo que no sé muy bien lo que quiere decir, señor Alfonso.


—Su plan es ingenioso —reconoció él mirando la pantalla—, pero si le encargo que lo lleve a cabo, ¿cómo conseguirá hacer la monumental tarea de estar al tanto de toda la información?


—Si me da el visto bueno, puedo formar un pequeño equipo en la sede central. Me remitirán la información más importante y yo me haré cargo.


—No. La necesito conmigo cuando lleguemos al lugar del accidente. No puedo permitirme que vaya constantemente a comprobar los correos electrónicos.


—Puedo pedir que me pongan al tanto cada tres horas —ella siguió precipitadamente cuando vio su mirada escéptica—. Usted ha dicho que era una gran idea. Al menos, déjeme intentarlo. Necesitamos ese flujo de información más que nunca y ganarnos a la gente no puede perjudicarnos. ¿Qué podemos perder?


—Le pondrán al tanto cada cuatro horas —concedió él al cabo de un minuto—, pero limpiar el derramamiento será nuestra prioridad.


—Naturalmente.


Ella fue a tomar el ordenador, pero él se inclinó, lo tomó antes y lo dejó al lado de su plato.


—Deje eso por el momento. No ha terminado de comer todavía.


Ella, sorprendida, miró su ensalada a medio terminar.


—Mmm… Creo que sí he terminado.


—Necesitará todas sus fuerzas para lo que se avecina. Coma —insistió él acercándole más el plato.


Ella tomó el tenedor mientras miraba la comida de él que seguía en su plato.


—¿Y usted?


—No se ofenda, pero tengo más energía que usted.


—No me ofendo en absoluto —replicó ella en un tono más cortante de lo que había querido.


—Su réplica contrasta con su tono, señorita Chaves. Estoy seguro de que una feminista radical me acusaría de sexista, pero lo necesita más que yo. No come casi nada.


—No sabía que se analizara mi dieta —insistió ella agarrando al tenedor con más fuerza.


—Es difícil pasar por alto que examina lo que come con una precisión casi militar. Si no fuese absurdo, pensaría que se somete a racionamiento.


Él volvió a entrecerrar los ojos y a ella se le alteró el pulso.


—Es posible que lo haga.


—Pues es peligroso dejar de comer por vanidad. Arriesga su salud y, por lo tanto, su capacidad para trabajar adecuadamente. Tiene la obligación de estar en forma para cumplir con su deber.


—No sé por qué, pero tengo la sensación de que estamos hablando de algo más que mi ensalada.


Él no replicó inmediatamente y su expresión hermética le indicó que no era un buen recuerdo. Parecía sereno, pero ella vio que la mano que sujetaba el vaso de agua temblaba ligeramente.


—No es fácil olvidar a alguien que se consume aunque está rodeado de abundancia.


—Lo siento… No quería avivar malos recuerdos. ¿Qué le…?


—Da igual —la interrumpió él señalando su plato—. No deje que su comida se desperdicie.


Paula miró la comida que le quedaba e intentó conciliar el hombre aparentemente seguro de sí mismo que tenía enfrente con el de la mano temblorosa por un recuerdo turbador. Recordó aquel momento, durante la entrevista, cuando la miró con unos ojos verdes e implacables.


—Si quiere sobrevivir a este empleo, señorita Chaves, le aconsejo con todas mis fuerzas que no se enamore de mí.


Su reacción fue inmediata y recordaba con dolor lo ácida e hiriente que fue.


—Con todos mis respetos, señor Alfonso, estoy aquí por el sueldo. El conjunto de prestaciones no está mal tampoco, pero, sobre todo, me interesa la experiencia al nivel más alto. Que yo sepa, el amor nunca ha pagado las facturas ni las pagará.


Entonces quiso añadir que ya había pasado por eso, que lo había pagado y que podía demostrarlo con el tatuaje. En ese momento, quiso decirle que había soportado cosas peores que un estómago vacío, que sabía lo que era que su madre la amara menos que a las drogas que había dormido como no se merecía ninguna niña y que había luchado todos los días para sobrevivir rodeada por toxicómanos despiadados. Se mordió la lengua. La curiosidad la corroía por dentro, pero no preguntó más para no tener que corresponder. Su pasado estaba enterrado y así iba a seguir. Terminó de comer y respiró aliviada cuando fueron a retirarles los platos.


Sonó el teléfono y contestó agradeciendo que el trabajo disipara esos momentos de intimidad.


—El capitán de los guardacostas está al teléfono.


Pedro la miró con un brillo de curiosidad en los ojos que desapareció lentamente mientras tomaba el teléfono. Ella contuvo un suspiro de alivio, agarró el ordenador y lo encendió.



***


Pedro se estremeció cuando vio el petrolero y tocó el hombro del piloto del helicóptero.


—Rodee el buque, por favor. Quiero hacerme una idea de los daños antes de aterrizar.


El piloto obedeció y él apretó los dientes al comprobar la gravedad del accidente. Luego, le indicó al piloto que aterrizara y se bajó del aparato en cuanto tocó tierra. Un grupo de periodistas sedientos de escándalos esperaba detrás de la zona acordonada. La idea de Chaves de ganárselos le desquiciaba, pero no descartaba la posibilidad de que tuviera razón. Sin embargo, no les hizo caso por el momento y se dirigió hacia el equipo de limpieza, que lo esperaba con unos monos amarillos y reflectantes.


—¿Cuál es la situación?


El jefe del equipo, un hombre fornido, de mediana edad y con el pelo algo canoso, se adelantó.


—Hemos conseguido entrar en el buque y hemos evaluado los daños con el equipo de investigación. Hay tres depósitos rotos y los demás no están afectados, pero cuanto más tiempo esté escorado el buque, más posibilidades hay de que se produzca otra fuga. Estamos trabajando para vaciar los depósitos con las bombas y para absorber el derramamiento.


—¿Cuánto tardará?


—Entre treinta y seis y cuarenta y ocho horas. Cuando llegue el otro equipo, trabajaremos las veinticuatro horas.


Pedro asintió con la cabeza, se dio la vuelta y vio que Paula salía de una de las tiendas de campaña que se habían instalado al fondo de la playa. Por un instante, no la identificó con su asistente, quien siempre iba inmaculadamente vestida. Naturalmente, el pelo seguía recogido en un moño impecable, pero se había puesto unos pantalones de faena, una camiseta blanca, que llevaba metida por dentro de los pantalones y resaltaba su esbelta cintura, y unas botas militares bastante desgastadas. Por segunda vez ese día, sintió esa atracción que había sofocado sin contemplaciones. La pasó por alto y se dirigió al hombre que tenía al lado.


—Anochecerá dentro de tres horas, ¿cuántas lanchas tiene buscando a los desaparecidos?


—Cuatro, incluidas las que usted ha mandado. Su helicóptero también está ayudando —el hombre se secó el sudor de la cara—. Sin embargo, lo que me preocupa es que haya piratas.


—¿Cree que han podido secuestrarlos? —preguntó él con angustia.


—No podemos descartarlo.


Paula, que ya había llegado, abrió los ojos como platos, sacó la minitableta del bolsillo y empezó a teclear mordiéndose el labio inferior. Una chispa ardiente se abrió paso entre la ansiedad que le atenazaba las entrañas. Pedro volvió a sofocarla implacablemente.


—¿Qué pasa, Chaves? —le preguntó después de haber despedido al jefe del equipo.


—Lo siento —contestó ella sin mirarlo—, debería haber previsto los piratas…


Él le levantó la barbilla con un dedo, la miró a los ojos y vio la angustia reflejada en ellos.


—Para eso están aquí los investigadores. Además, ya ha tenido bastante trabajo durante las últimas horas. Lo que necesito es la lista de periodistas que me prometió. ¿Puede dármela?


Ella asintió con la cabeza y su piel sedosa le rozó el dedo. 


Retrocedió bruscamente, se dio la vuelta y se dirigió hacia la orilla con ella detrás. Desde el aire había calculado que el crudo se había extendido como seiscientos metros a lo largo de la costa. Observó la actividad frenética a lo largo de esa orilla que había sido cristalina y el remordimiento se adueñó de él. Fuera cual fuese el motivo del accidente, él tenía la culpa de que esas aguas fuesen negras y de que parte de la tripulación hubiese desaparecido. Lo subsanaría como fuera.


Entonces, el jefe del equipo de limpieza se acercó en una pequeña lancha y él se dirigió hacia allí. Paula fue a seguirlo, pero él sacudió la cabeza.


—No, quédese aquí. Podría ser peligroso.


—Si va a subir al buque, necesitará que alguien tome notas y haga fotos.


—Solo quiero ver los daños desde dentro. Todo lo demás lo dejo en las manos de los investigadores. Además, si tengo que hacerlo, estoy seguro de que podré sacar algunas fotos. En cambio, no estoy seguro del estado del buque y no voy a arriesgarme a que le pase algo.


Él tendió una mano para que le entregara la cámara que llevaba al cuello. Ella pareció dispuesta a resistirse y el pecho le subió y bajó. Pedro tuvo que hacer un esfuerzo para no mirarlo mientras otro arrebato erótico le abrasaba las entrañas. Chasqueó los dedos con rabia.


—Si está seguro…


—Estoy seguro —la interrumpió él tajantemente.


Ella le entregó la cámara con la expresión de profesionalidad serena de siempre. Los dedos se rozaron y él, tomando aliento, se dio la vuelta para alejarse.


—¡Espere!


—¿Qué pasa, Chaves? —preguntó él con una aspereza que no pudo evitar.


Ella le mostró un mono amarillo que tenía en una mano.


—No puede subir al buque sin ponérselo. Lo exigen las normas de seguridad y sanitarias.


Pese a lo sombrío de la situación, él quiso reírse por su expresión inflexible.


—Entonces… Si lo exigen las normas…


Tomó la prenda de plástico, se la puso bajo la mirada vigilante de ella y la miró mientras se subía la cremallera. 


Estaba mordiéndose el labio inferior otra vez. Se guardó la cámara en el bolsillo impermeable y se adentró en las aguas manchadas de petróleo.


Una hora más tarde, el alma se le cayó a los pies al oír las palabras del investigador jefe.


—Me retiré hace diez años de pilotar petroleros como este y ya entonces los sistemas de navegación eran muy avanzados. Su buque tiene el mejor que he visto jamás. Es imposible que haya fallado. Tiene demasiados controles como para que se haya desviado tanto de su rumbo.


Pedro asintió sombríamente con la cabeza y sacó el móvil del bolsillo.


—Chaves, póngame con el jefe de seguridad. Quiero saberlo todo sobre Morgan Lowell… Sí, el capitán del buque. Y prepare un comunicado de prensa. Desgraciadamente, los investigadores están casi seguros de que ha sido un error del piloto.





miércoles, 18 de febrero de 2015

PROHIBIDO: CAPITULO 3




Pedro apoyó la cabeza en el reposacabezas del asiento del avión. Enfrente, su asistente seguía aumentando la lista de asuntos que le había ido dictando desde que despegaron hacía cuatro horas. La miró. Su rostro era inexpresivo, como de costumbre, y sus dedos volaban por el teclado. El pelo rubio seguía recogido en el mismo moño impecable que llevaba esa mañana cuando llegó a trabajar a las seis en punto. Inconscientemente, la miró de arriba abajo y volvió a sentir que sus sentidos se avivaban. El traje negro y blanco era sobrio y los pendientes de perlas eran pequeños y sin pretensiones. Bajó la mirada por su cuello, sus hombros y el resto del cuerpo, como pocas veces se permitía hacer. La delicada curva de sus pechos, el abdomen plano y las piernas largas y bien torneadas hicieron que agarrara con fuerza el brazo del asiento.


Estaba en forma, aunque un poco delgada. A pesar de que trabajaba casi como una esclava, nunca se había retrasado o se había puesto enferma. Sabía que últimamente se quedaba cada vez más en el piso que tenían en las torres Alfonso en vez de volver a… A lo que ella considerara su casa. Volvió a dar gracias a ese dios que la había mandado.


Después de la experiencia infernal con Gisela, su anterior asistente, se había planteado seriamente que un robot se ocupase de sus actividades cotidianas. Cuando leyó el currículo de Paula, se convenció a sí mismo de que era demasiado bueno para ser verdad. Solo pensó en ella cuando las demás candidatas mostraron en la entrevista que tenían otras intenciones, como acostarse con él en cuanto tuvieran la primera oportunidad. Según su currículo, Paula Chaves tenía tantos talentos que le hizo preguntarse por qué no se la había quedado algún competidor. Nadie así de bueno podía estar sin empleo ni siquiera en ese momento económico. Se lo preguntó y la respuesta de ella fue muy sencilla.


—Usted es el mejor en lo que hace y yo quiero trabajar para el mejor.


Se sintió halagado, pero ella no bajó las pestañas con coquetería ni cruzó las piernas insinuantemente. Si acaso, le pareció desafiante. En ese momento, al acordarse, se dio cuenta de que esa fue la primera vez que sintió esa punzada en los sentidos que lo sacudía cuando la miraba a los ojos. Naturalmente, sofocaba esa sensación en cuanto aparecía. Los sentimientos no cabían ni en su vida ni en su trabajo. Lo que había buscado era una asistente que pudiera sortear cualquier situación que él le planteara. 
Chaves las había sorteado y seguía sorprendiéndolo cada dos por tres, algo excepcional para un hombre de su posición.


Se fijó por fin en sus pies y, para su pasmo, vio que tenía un tatuaje muy pequeño en el tobillo izquierdo. Era una estrella negra y azul del tamaño de su pulgar que desentonaba tanto con el resto de su aspecto formal que se preguntó si no estaría alucinando. No, efectivamente, era un tatuaje grabado en su piel inmaculada. Intrigado, volvió a mirar los dedos sobre el teclado y ella, como si lo hubiese notado, levantó la cabeza para mirarlo.


—Aterrizaremos dentro de tres horas —comentó él mirando el reloj—. Vamos a descansar un poco y lo retomaremos dentro de media hora.


Ella cerró el ordenador portátil, pero él se dio cuenta de que no desviaba la atención del aparato. Nunca desconectaba del trabajo y eso era algo que debería haberle agradado.


—He pedido que nos sirvan la comida dentro de cinco minutos. Puedo retrasarlo un poco si quiere repasar las biografías de las personas con las que tenemos que hablar cuando aterricemos.


Ella lo miró con los ojos azules fríos e inmutables y él volvió a mirarle el tobillo. Ella cruzó las piernas para taparse el tatuaje.


—¿Señor Alfonso…? —insistió ella.


Pedro tomó aliento lentamente para recuperar el dominio de sí mismo. Cuando volvió a mirarla a los ojos, el interés por el tatuaje había pasado a un segundo plano, pero no había desaparecido.


—Que la sirvan dentro de diez —contestó él—. Voy a darme una ducha rápida.


Se levantó y fue a uno de los dormitorios que había al fondo del avión. Una vez en la puerta, miró por encima del hombro y la vio con el intercomunicador en una mano mientras abría el ordenador portátil con la otra. Su asistente era supereficiente y superprofesional, como le había explicado a Ariel y como ella había puesto en su etiqueta. Sin embargo, después de año y medio trabajando con ella, nunca se había molestado en mirar lo que había debajo de esa etiqueta.





PROHIBIDO: CAPITULO 2



Paula nunca olvidaría lo que pasó después. 


Aparentemente, Pedro Alfonso siguió siendo el magnate del petróleo tranquilo y controlado con el que había trabajado durante año y medio, pero no habría llegado a ser indispensable para él si no hubiese aprendido a leer entre líneas. Los dientes apretados y su forma de agarrar la toalla le indicaron cuánto le había afectado la noticia. También vio que Ariel Alfonso, detrás de Pedro, dejaba de hacer lo que estaba haciendo. Algo de su expresión debía de haberla delatado porque el hermano mayor estaba acercándose e ellos. Era tan imponente e impresionante como su hermano menor, pero si bien la mirada de Pedro era penetrante como un rayo láser e irradiaba una inteligencia casi letal, la de Ariel era atormentada y transmitía un hastío muy profundo.


—¿Sabemos el motivo del accidente? —preguntó Pedro sin alterarse.


—No. El capitán no contesta el móvil. No hemos podido ponernos en contacto con el buque desde la primera llamada. Los guardacostas congoleños están dirigiéndose hacia allí. Les he pedido que me llamen en cuanto lleguen —lo siguió mientras él se dirigía hacia el coche—. El equipo de emergencia está preparado para volar hacia allí en cuanto usted lo ordene.


Pedro los alcanzó antes de que llegaran a la limusina y detuvo a su hermano con una mano en el hombro.


—¿Qué ha pasado, Pedro?


Pedro se lo contó en cuatro palabras y Ariel la miró.


—¿Sabemos los nombres de los tripulantes desaparecidos?


—He enviado un correo electrónico con la lista de la tripulación a sus teléfonos y al de Teo. También he adjuntado una relación de los ministros con los que tendremos que tratar para no herir susceptibilidades y he concertado llamadas a todos ellos.


Algo vibró en sus ojos antes de que mirara a su hermano. 


Ariel sonrió ligeramente cuando Pedro arqueó las cejas.


—Me ocuparé de todo lo que pueda desde aquí. Hablaremos dentro de una hora.


Ariel dio una palmada tranquilizadora a su hermano y se marchó. Pedro se volvió hacia ella.


—Tengo que hablar con el presidente.


—Tengo avisado a su jefe de gabinete. Le pondrá en contacto cuando esté preparado.


Ella lo miró al pecho, pero desvió la mirada inmediatamente y retrocedió un paso para alejarse del olor a sudor que emanaba su piel olivácea.


—Tiene que cambiarse. Le traeré ropa limpia.


Se dirigió hacia el maletero del coche y oyó la cremallera del traje para remar. No se dio la vuelta porque ya lo había visto todo, o, al menos, eso era lo que se decía a sí misma.


 Naturalmente, no lo había visto completamente desnudo, pero su trabajo era de veinticuatro horas al día y cuando un magnate poderoso solo la veía como una autómata eficiente y sin sexo, quedaba expuesta a distintos aspectos de su vida y distintos grados de desnudez. La primera vez que se desvistió delante de ella se lo tomó como lo más natural del mundo y había tenido que aprender a tomarse así casi todo.


 Sentir algo, conceder lo más mínimo a los sentimientos, era abocarse al desastre. Había aprendido a endurecer el corazón para no hundirse bajo el peso de la desesperanza, y no estaba dispuesta a hundirse…


Se apartó del maletero con una camisa azul y un traje gris de Armani en una mano y una corbata en la otra. Se lo entregó mirando hacia el lago y volvió para recoger los calcetines y los zapatos de cuero. No necesitaba ver sus hombros moldeados tras años de remero profesional y ganador de campeonatos ni el pecho musculoso con una hilera de vello que descendía hasta la estrecha cintura y desaparecía debajo de los calzoncillos. No necesitaba ver esos poderosos muslos que parecía que podían machacar a un contrincante imprudente o acorralar a una mujer contra una pared, si ella quería, pero, sobre todo, no necesitaba ver esos calzoncillos de algodón negro que a duras penas contenían su…


Oyó el zumbido de una llamada en el teléfono de la limusina y se metió en el coche. Vio por el rabillo del ojo que Pedro se ponía los pantalones. Le entregó en silencio las prendas que quedaban y contestó el teléfono.


—Naviera Alfonso—dijo mientras tomaba su tableta electrónica.


Escuchó tranquilamente mientras tecleaba para aumentar la lista infinita de asuntos pendientes. Cuando Pedro se sentó a su lado impecablemente vestido, iba por el quinto asunto. 


Se detuvo el tiempo justo para ponerse el cinturón de seguridad y siguió tecleando.


—En este momento, no tenemos nada que decir. Ninguna agencia de noticias tendrá una exclusiva —dijo ella mientras Pedro se ponía rígido—. La Naviera Alfonso publicará un comunicado de prensa dentro de una hora en la página web de la empresa. Si tienen más preguntas después, pónganse en contacto con nuestra oficina de prensa.


—¿Prensa sensacionalista o general? —preguntó él cuando ella colgó.


—General. Quieren confirmar lo que han oído.


Volvió a sonar el teléfono y no le hizo caso cuando vio que era otro periódico. Pedro tenía que hacer llamadas más apremiantes. Le entregó los auriculares conectados a la llamada que llevaba diez minutos en espera. Los dedos se rozaron y el pulso de le paró un instante, pero era otra de esas cosas que se tomaba como lo más natural del mundo.


Su voz profunda rezumaba autoridad y seguridad en sí mismo. También delataba levísimamente su origen griego, pero ella sabía que hablaba el idioma de su madre con la misma eficiencia y naturalidad con la que dirigía la sección de compraventa de petróleo de la Naviera Alfonso, la milmillonaria multinacional de su familia.


—Señor presidente, por favor, permítame que le exprese mi consternación por la situación en la que nos encontramos. 
Naturalmente, mi empresa asume toda la responsabilidad por el incidente y hará todo lo que pueda para que los daños económicos y ecológicos sean mínimos. 
Efectivamente, tengo un equipo de cincuenta hombres especialistas en investigación y limpieza que se dirige hacia allí. Valorarán lo que hay que hacer y… Efectivamente, estoy de acuerdo. Llegaré al lugar del accidente en un plazo de doce horas.


Los dedos de Paula volaban por el teclado mientras tomaba notas y cuando Pedro cortó la llamada, ya tenía el avión privado preparado. Entonces, el teléfono volvió a sonar.


—¿Quiere que conteste? —preguntó ella.


—No. Yo soy el director de la empresa —la miró con unos ojos irresistibles que la cautivaron—. Esto va a empeorar mucho antes de que mejore. ¿Podrá resistirlo, señorita Chaves?


Tomó aliento y recordó la promesa que se había hecho hacía dos años en una habitación fría y oscura. No estaba dispuesta a hundirse. Tragó saliva y se puso muy recta.


—Sí, podré resistirlo, señor Alfonso.


Los ojos verdes como el musgo se clavaron en ella un instante, hasta que descolgó el teléfono.


—Alfonso…


Llegaron a las torres Alfonso, le entregaron las maletas al piloto del helicóptero y tomaron el ascensor que los llevaría al helipuerto de las torres. Los dos sabían claramente lo que les esperaba. No se podía hacer nada para evitar que el crudo se derramara hasta que llegara el equipo de limpieza y entrara en acción. Sin embargo, cuando lo miraba, ella sabía que la tensión en el rostro de Pedro no se debía solo al desastre. También se sentía golpeado por lo inesperado. 


Pedro no soportaba las sorpresas y por eso siempre se anticipaba a sus oponentes en una docena de movimientos, para que no lo sorprendieran. Cosa que no le extrañaba después de haber sabido algo sobre su pasado. La bomba que su padre dejó caer en la familia cuando Pedro era un adolescente todavía era carnaza para los periodistas. Ella no sabía toda la historia, pero sí sabía lo suficiente como para entender que Pedro no quisiera que la empresa fuese el centro de atención. El teléfono sonó otra vez.


—No, señora Lowell, lo siento, pero no hay noticias —su voz era firme, pero lo suficientemente serena como para tranquilizar a la esposa del capitán—. Sigue desaparecido, pero esté tranquila, por favor. Le doy mi palabra de que la llamaré personalmente en cuanto sepa algo.


Él colgó y apretó los dientes.


—¿Cuánto tiempo falta para que llegue el equipo de rescate?


—Noventa minutos —contestó ella mirando el reloj.


—Contrate otro equipo. No quiero que pasen nada por alto porque están agotados y tienen que trabajar veinticuatro horas hasta que encuentren a los desaparecidos. Hágalo, Chaves.


—Sí, claro.


Se abrieron las puertas del ascensor y estuvo a punto de tambalearse cuando él le puso una mano en la espalda para que saliera por delante. No la había tocado desde que trabajaba para él. Hizo un esfuerzo para no reaccionar y lo miró. Estaba serio y con el ceño fruncido por la concentración mientras la guiaba hacia el helicóptero. Bajó la mano unos metros antes de llegar, esperó a que el piloto la ayudara a acomodarse y se sentó a su lado. Volvió a hablar por teléfono antes de que despegaran. Esa vez, con Teo. La conversación en griego era incomprensible para ella, pero, aun así, se quedó fascinada con el sonoro idioma y el hombre que lo hablaba. Él la miró y ella se dio cuenta de que había estado mirándolo fija y descaradamente. 


Desvió la atención hacia la tableta y la encendió. No
había habido nada personal ni en el contacto de Pedro ni en su mirada, y ella tampoco había esperado que lo hubiese habido. Era siempre meticulosamente profesional y ella no esperaba o deseaba otra cosa de él. Había aprendido esa lección dolorosamente y todo porque se había permitido sentir, porque se había atrevido a relacionarse con otro ser humano después del infierno que había pasado con su madre. No corría el riesgo de olvidarse. Además, tenía ese tatuaje en el hombro para recordárselo.






PROHIBIDO: CAPITULO 1




Dale con fuerza! Ya estás escaqueándote como siempre mientras yo hago todo el esfuerzo.


Pedro Alfonso metió los remos en el agua mientras disfrutaba de la tensión del cuerpo.


—Deja de quejarte. No tengo la culpa de que te sientas tan viejo.


Pedro sonrió. Solo era dos años y medio menor que Ariel, pero sabía que le fastidiaba que se lo recordara y no perdía la ocasión de provocarlo.


—No te preocupes, Teo te sustituirá la próxima vez y no tendrás que esforzarte —siguió Pedro.


—Teo estará tan preocupado en presumir de músculos con las regatistas que no podrá remar —replicó Ariel con ironía—. No consigo entender cómo pudo dejar de presumir el tiempo suficiente para ganar cinco campeonatos del mundo.


—Sí, siempre le importaron más las mujeres y su físico que cualquier otra cosa —añadió Pedro.


Remó sincronizado con su hermano mientras cruzaban el lago que usaba el club de remo a unos kilómetros de Londres y sonrió por la sensación de tranquilidad que se apoderó de él. Hacía mucho tiempo que no iba por allí y que no estaba así con sus hermanos. Tenían que dirigir las tres secciones de Alfonso Inc. y no habían encontrado tiempo para reunirse. Naturalmente, no había durado mucho. Teo ya había salido hacia Río de Janeiro en el avión de Alfonso para lidiar con una crisis de la multinacional. 


Aunque quizá fuese por otro motivo… Su hermano era capaz de volar a miles de kilómetros para cenar con una mujer hermosa.


—Si descubro que nos ha dejado por unas faldas, le confiscaré el avión durante un mes.


—Me temo que te juegas el cuello si te metes entre Teo y una mujer —Ariel resopló—. Hablando de mujeres, observo que la tuya ha conseguido apartarse un segundo de su ordenador portátil…


Él consiguió seguir remando a pesar de la descarga eléctrica que sintió en el cuerpo y miró hacia donde Ariel tenía clavados los ojos.


—Dejemos una cosa muy clara, ella no es mi mujer.


Paula Chaves, su asistente, estaba al lado del coche. Eso ya era una sorpresa porque ella prefería quedarse pegada al ordenador de la limusina cuando él no estaba. Sin embargo, lo que lo dejó atónito no era la expresión de eficiencia fría y profesional que no la había abandonado desde hacía año y medio. Ese día parecía…


—¿No me dirás que ya ha sucumbido? —preguntó Ariel en un tono entre burlón y resignado.


Pedro frunció el ceño con una incomodidad que se mezclaba con unos sentimientos que se negaba a reconocer. Había aprendido que manifestar los sentimientos podía dejar cicatrices incurables. Además, ya había probado el cóctel casi letal que formaban el trabajo y el placer.


—Cierra el pico, Ariel.


—Estoy preocupado, hermano. Está a punto de lanzarse al agua. Mejor dicho, de lanzarse sobre ti. Por favor, dime que no te has vuelto loco y te has acostado con ella.


Pedro miró a Chaves e intentó adivinar lo que pasaba a pesar de la distancia.


—No sé qué me parece más molesto, si tu malsano interés por mi vida sexual o que puedas seguir remando mientras te portas como un inquisidor —murmuró él distraídamente.


En cuanto a la relación física con Chaves, si su libido se empeñaba en elegir los momentos menos adecuados, como ese, para recordarle que era un hombre de sangre ardiente, no pensaba hacerle caso, como llevaba haciendo año y medio. Ya había perdido demasiado tiempo quitándose de encima a las mujeres. Remó con fuerza y con ganas de terminar, aunque no dejó de mirar a Chaves y su actitud rígida hizo que sonaran todas las alarmas.


—Entonces, ¿no hay nada entre vosotros? —insistió Ariel.


Dio una última palada y notó que el fondo de la embarcación chocaba con el embarcadero.


—Si estás pensando en robármela, Ariel, olvídate. Es la mejor asistente que he tenido y cualquiera que sea una amenaza perderá una parte de su cuerpo, dos si es de la familia.


—Cálmate, hermano. No estaba pensando en robártela. Además, oírte hablar así de ella ya me indica que has perdido la cabeza.


—Que reconozca el talento no quiere decir que haya perdido la cabeza. Tiene más cerebro en su dedo meñique que todos mis asistentes anteriores juntos y es como un perro de presa cuando tiene que organizarme el trabajo. Es todo lo que necesito.


—¿Seguro que es todo? Capto cierta veneración en tu tono…


Ariel recogió los remos y Pedro se quedó paralizado, hasta que se dio cuenta de que Ariel estaba tomándole el pelo.


—Ten cuidado. Todavía te debo una cicatriz por la que me hiciste con tu imprudencia.


Pedro se acarició la cicatriz que tenía en la ceja derecha, la que le hizo Ariel con un remo cuando eran unos adolescentes.


—Alguien tenía que bajarte los humos para que dejaras de creer que eras el hermano más guapo.


Ariel sonrió y Pedro se acordó de lo despreocupado que había sido su hermano antes de que la tragedia se cebara despiadadamente con él.


—Tu perro de presa se acerca —comentó Ariel mirando detrás de Pedro—. Creo que va a ladrar.


Pedro dejó los remos al lado de la piragua y vio que Paula estaba en lo alto del embarcadero con los brazos cruzados y la mirada clavada en él. Su rostro tenía una expresión que no le había visto nunca y tenía una toalla en una mano.


—Pasa algo —comentó Pedro con el ceño fruncido—. Tengo que irme.


—¿Te lo ha comunicado por telepatía o estáis tan sintonizados que lo sabes solo con mirarla?


—Ariel, de verdad, corta el rollo.


Pedro frunció más el ceño cuando ella se dirigió hacia él, algo que no hacía nunca. Sabía que no podía molestarlo cuando estaba con sus hermanos. Sabía cuál era su sitio y nunca lo olvidaba. Él también empezó a dirigirse hacia ella.


—¿Qué pasa? —preguntó Pedro parándose cuando llegó a la altura de su asistente.


La vio dudar por primera vez desde que hizo la entrevista para solicitar el empleo.


—Suéltalo, Chaves.


Ella tenía los labios levísimamente apretados, pero él lo vio. 


También era la primera vez. Nunca le había visto un indicio de angustia. Chaves le tendió la toalla en silencio. Él la agarró más para que dijera algo que para secarse el cuerpo sudoroso.


—Señor Alfonso, tenemos un percance.


—¿Qué percance? —preguntó él apretando los dientes.


—Uno de sus petroleros, el Alfonso Six, ha encallado en Point Noire.


Pedro tragó saliva y se quedó helado a pesar del calor de verano.


—¿Cuándo pasó?


—Recibí una llamada de la tripulación hace… cinco minutos —contestó ella con nerviosismo.


—¿Pasa algo más? —preguntó él con un miedo creciente.


—Sí. El capitán y dos miembros de la tripulación han desaparecido y…


—¿Y?


—El petrolero ha chocado contra unas rocas y está derramando crudo por el Atlántico Sur a un ritmo de sesenta barriles por minuto.