jueves, 19 de febrero de 2015

PROHIBIDO: CAPITULO 4



Tengo que llegar al lugar del accidente en cuanto aterricemos —comentó Pedro mientras comía la hamburguesa que había preparado su chef.


—El ministro de Medio Ambiente quiere celebrar una reunión antes. He intentado posponerla, pero ha insistido. Creo que quiere hacerse la foto porque este año hay elecciones. Le he dicho que tendrá que ser una reunión muy corta.


Él masticó con rabia y entrecerró los ojos. Ella sabía el motivo. Pedro Alfonso detestaba con todas sus fuerzas la atención de la prensa desde que Alejandro Alfonso llevó la humillación a su familia hacía dos décadas. La caída de los Alfonso se reflejó con toda su crudeza en todos los medios de comunicación.


—Tengo un helicóptero preparado para que lo lleve en cuanto haya terminado —añadió ella.


—Ocúpese de que sepan lo que yo entiendo como «muy corta». ¿Sabemos qué medios de comunicación están en el lugar del accidente?


Ella lo miró y los ojos verdes de él se clavaron en los de ella como si fuesen los de un halcón.


—Todas las cadenas importantes del mundo están allí. También hay un par de barcos de la Agencia de Protección del Medio Ambiente.


—No podemos hacer nada sobre la presencia de la agencia, pero cerciórese de que nuestro equipo de seguridad sabe que no pueden entrometerse en las tareas de salvamento y limpieza. Reducir la contaminación al mínimo y preservar la Naturaleza es otra de las prioridades.


—Lo sé y… tengo una idea.


Era un plan arriesgado y podía atraer la atención de la prensa más de lo que Pedro aceptaría, pero si podía sacarlo adelante, devolvería parte de la buena imagen a la Naviera Alfonso. También afianzaría su categoría de imprescindible para Pedro y ella, por fin, podría librarse de la sensación de que se hundía. A mucha gente podía parecerle superficial, pero, para ella, la seguridad laboral estaba por encima de todo. Después de todo lo que pasó de niña, cuando ingenuamente creía que su madre pondría su bienestar por encima de la siguiente dosis de droga, conservar el empleo y el pequeño piso en los Docklands lo significaba todo para ella. Todavía le obsesionaba el terror de no saber de dónde sacaría la comida ni cuándo le arrebatarían la vivienda. Después de la necia decisión de arriesgarse y del precio que había pagado, se había jurado que nunca más volvería a ser tan indefensa.


—Chaves, estoy esperando —dijo Pedro con cierta impaciencia.


—Mmm… Estaba pensando que podríamos aprovecharnos de los medios de comunicación y de las redes sociales. Ya se han puesto en marcha algunos blogs medioambientales y están comparando lo que está pasando con el incidente de hace unos años de otra empresa petrolífera. Tenemos que atajarlo antes de que se nos escape de las manos.


—No se parece ni remotamente —replicó él con el ceño fruncido—. Esto es un derramamiento superficial, no una fuga en un oleoducto en el fondo del mar.


—Pero…


—Me gustaría que la prensa se mantuviese al margen todo lo posible —la interrumpió él con frialdad—. Las cosas suelen enredarse cuando interviene.


—Creo que es el momento ideal para ponerla de nuestro lado. Conozco algunos periodistas honrados. Quizá pudiéramos conseguir grandes resultados si trabajamos solo con ellos. Hemos reconocido que el error ha sido nuestro. Sin embargo, no todo el mundo tiene tiempo para comprobar los hechos y las conjeturas del público podrían perjudicarnos. Tenemos que tener abierta la línea de comunicación para que la gente sepa lo que está pasando en cada momento.


—¿Qué propone? —preguntó Pedro apartando el plato.


Ella empezó a teclear en el ordenador y buscó la página en la que había estado trabajando.


—He abierto un blog con cuentas en redes sociales.


Paula giró la pantalla hacia él y contuvo la respiración.


—¿«Salvemos Point Noire»? —preguntó él.


Ella asintió con la cabeza.


—¿Cuál es el objetivo exactamente?


—Es una invitación a cualquiera que quiera participar voluntariamente, ya sea sobre el terreno o con ideas por internet.


—La Naviera Alfonso es responsable de esto y lo arreglaremos —replicó él.


—Sí, pero aislarnos podría perjudicarnos. Mire… —Paula le señaló unas cifras en la pantalla—… nos extendemos por el mundo. La gente quiere participar.


—¿No lo tomarán como si pidiéramos ayuda gratis?


—No si les damos algo a cambio.


La miró con una intensidad que hizo que sintiera una oleada ardiente en el vientre, pero la sofocó inmediatamente.


—¿Qué es ese «algo»? —preguntó él.


—No lo he pensado todavía, pero estoy segura de que lo encontraré antes de que acabe el día.


Él siguió mirándola tanto tiempo que las entrañas se le revolvieron. Entonces, tomó el vaso de agua y dio un sorbo sin dejar de mirarla.


—Justo cuando creo que se ha quedado sin recursos, me sorprende otra vez…


No la desconcertó el murmullo lento y casi indolente, la desconcertó su mirada intensa con los ojos entrecerrados.


 Ella aguantó esa mirada aunque anhelaba mirar hacia otro lado. No quería que él, ni nadie, sintiera curiosidad por ella. 


Su pasado iba a seguir enterrado para siempre.


—Creo que no sé muy bien lo que quiere decir, señor Alfonso.


—Su plan es ingenioso —reconoció él mirando la pantalla—, pero si le encargo que lo lleve a cabo, ¿cómo conseguirá hacer la monumental tarea de estar al tanto de toda la información?


—Si me da el visto bueno, puedo formar un pequeño equipo en la sede central. Me remitirán la información más importante y yo me haré cargo.


—No. La necesito conmigo cuando lleguemos al lugar del accidente. No puedo permitirme que vaya constantemente a comprobar los correos electrónicos.


—Puedo pedir que me pongan al tanto cada tres horas —ella siguió precipitadamente cuando vio su mirada escéptica—. Usted ha dicho que era una gran idea. Al menos, déjeme intentarlo. Necesitamos ese flujo de información más que nunca y ganarnos a la gente no puede perjudicarnos. ¿Qué podemos perder?


—Le pondrán al tanto cada cuatro horas —concedió él al cabo de un minuto—, pero limpiar el derramamiento será nuestra prioridad.


—Naturalmente.


Ella fue a tomar el ordenador, pero él se inclinó, lo tomó antes y lo dejó al lado de su plato.


—Deje eso por el momento. No ha terminado de comer todavía.


Ella, sorprendida, miró su ensalada a medio terminar.


—Mmm… Creo que sí he terminado.


—Necesitará todas sus fuerzas para lo que se avecina. Coma —insistió él acercándole más el plato.


Ella tomó el tenedor mientras miraba la comida de él que seguía en su plato.


—¿Y usted?


—No se ofenda, pero tengo más energía que usted.


—No me ofendo en absoluto —replicó ella en un tono más cortante de lo que había querido.


—Su réplica contrasta con su tono, señorita Chaves. Estoy seguro de que una feminista radical me acusaría de sexista, pero lo necesita más que yo. No come casi nada.


—No sabía que se analizara mi dieta —insistió ella agarrando al tenedor con más fuerza.


—Es difícil pasar por alto que examina lo que come con una precisión casi militar. Si no fuese absurdo, pensaría que se somete a racionamiento.


Él volvió a entrecerrar los ojos y a ella se le alteró el pulso.


—Es posible que lo haga.


—Pues es peligroso dejar de comer por vanidad. Arriesga su salud y, por lo tanto, su capacidad para trabajar adecuadamente. Tiene la obligación de estar en forma para cumplir con su deber.


—No sé por qué, pero tengo la sensación de que estamos hablando de algo más que mi ensalada.


Él no replicó inmediatamente y su expresión hermética le indicó que no era un buen recuerdo. Parecía sereno, pero ella vio que la mano que sujetaba el vaso de agua temblaba ligeramente.


—No es fácil olvidar a alguien que se consume aunque está rodeado de abundancia.


—Lo siento… No quería avivar malos recuerdos. ¿Qué le…?


—Da igual —la interrumpió él señalando su plato—. No deje que su comida se desperdicie.


Paula miró la comida que le quedaba e intentó conciliar el hombre aparentemente seguro de sí mismo que tenía enfrente con el de la mano temblorosa por un recuerdo turbador. Recordó aquel momento, durante la entrevista, cuando la miró con unos ojos verdes e implacables.


—Si quiere sobrevivir a este empleo, señorita Chaves, le aconsejo con todas mis fuerzas que no se enamore de mí.


Su reacción fue inmediata y recordaba con dolor lo ácida e hiriente que fue.


—Con todos mis respetos, señor Alfonso, estoy aquí por el sueldo. El conjunto de prestaciones no está mal tampoco, pero, sobre todo, me interesa la experiencia al nivel más alto. Que yo sepa, el amor nunca ha pagado las facturas ni las pagará.


Entonces quiso añadir que ya había pasado por eso, que lo había pagado y que podía demostrarlo con el tatuaje. En ese momento, quiso decirle que había soportado cosas peores que un estómago vacío, que sabía lo que era que su madre la amara menos que a las drogas que había dormido como no se merecía ninguna niña y que había luchado todos los días para sobrevivir rodeada por toxicómanos despiadados. Se mordió la lengua. La curiosidad la corroía por dentro, pero no preguntó más para no tener que corresponder. Su pasado estaba enterrado y así iba a seguir. Terminó de comer y respiró aliviada cuando fueron a retirarles los platos.


Sonó el teléfono y contestó agradeciendo que el trabajo disipara esos momentos de intimidad.


—El capitán de los guardacostas está al teléfono.


Pedro la miró con un brillo de curiosidad en los ojos que desapareció lentamente mientras tomaba el teléfono. Ella contuvo un suspiro de alivio, agarró el ordenador y lo encendió.



***


Pedro se estremeció cuando vio el petrolero y tocó el hombro del piloto del helicóptero.


—Rodee el buque, por favor. Quiero hacerme una idea de los daños antes de aterrizar.


El piloto obedeció y él apretó los dientes al comprobar la gravedad del accidente. Luego, le indicó al piloto que aterrizara y se bajó del aparato en cuanto tocó tierra. Un grupo de periodistas sedientos de escándalos esperaba detrás de la zona acordonada. La idea de Chaves de ganárselos le desquiciaba, pero no descartaba la posibilidad de que tuviera razón. Sin embargo, no les hizo caso por el momento y se dirigió hacia el equipo de limpieza, que lo esperaba con unos monos amarillos y reflectantes.


—¿Cuál es la situación?


El jefe del equipo, un hombre fornido, de mediana edad y con el pelo algo canoso, se adelantó.


—Hemos conseguido entrar en el buque y hemos evaluado los daños con el equipo de investigación. Hay tres depósitos rotos y los demás no están afectados, pero cuanto más tiempo esté escorado el buque, más posibilidades hay de que se produzca otra fuga. Estamos trabajando para vaciar los depósitos con las bombas y para absorber el derramamiento.


—¿Cuánto tardará?


—Entre treinta y seis y cuarenta y ocho horas. Cuando llegue el otro equipo, trabajaremos las veinticuatro horas.


Pedro asintió con la cabeza, se dio la vuelta y vio que Paula salía de una de las tiendas de campaña que se habían instalado al fondo de la playa. Por un instante, no la identificó con su asistente, quien siempre iba inmaculadamente vestida. Naturalmente, el pelo seguía recogido en un moño impecable, pero se había puesto unos pantalones de faena, una camiseta blanca, que llevaba metida por dentro de los pantalones y resaltaba su esbelta cintura, y unas botas militares bastante desgastadas. Por segunda vez ese día, sintió esa atracción que había sofocado sin contemplaciones. La pasó por alto y se dirigió al hombre que tenía al lado.


—Anochecerá dentro de tres horas, ¿cuántas lanchas tiene buscando a los desaparecidos?


—Cuatro, incluidas las que usted ha mandado. Su helicóptero también está ayudando —el hombre se secó el sudor de la cara—. Sin embargo, lo que me preocupa es que haya piratas.


—¿Cree que han podido secuestrarlos? —preguntó él con angustia.


—No podemos descartarlo.


Paula, que ya había llegado, abrió los ojos como platos, sacó la minitableta del bolsillo y empezó a teclear mordiéndose el labio inferior. Una chispa ardiente se abrió paso entre la ansiedad que le atenazaba las entrañas. Pedro volvió a sofocarla implacablemente.


—¿Qué pasa, Chaves? —le preguntó después de haber despedido al jefe del equipo.


—Lo siento —contestó ella sin mirarlo—, debería haber previsto los piratas…


Él le levantó la barbilla con un dedo, la miró a los ojos y vio la angustia reflejada en ellos.


—Para eso están aquí los investigadores. Además, ya ha tenido bastante trabajo durante las últimas horas. Lo que necesito es la lista de periodistas que me prometió. ¿Puede dármela?


Ella asintió con la cabeza y su piel sedosa le rozó el dedo. 


Retrocedió bruscamente, se dio la vuelta y se dirigió hacia la orilla con ella detrás. Desde el aire había calculado que el crudo se había extendido como seiscientos metros a lo largo de la costa. Observó la actividad frenética a lo largo de esa orilla que había sido cristalina y el remordimiento se adueñó de él. Fuera cual fuese el motivo del accidente, él tenía la culpa de que esas aguas fuesen negras y de que parte de la tripulación hubiese desaparecido. Lo subsanaría como fuera.


Entonces, el jefe del equipo de limpieza se acercó en una pequeña lancha y él se dirigió hacia allí. Paula fue a seguirlo, pero él sacudió la cabeza.


—No, quédese aquí. Podría ser peligroso.


—Si va a subir al buque, necesitará que alguien tome notas y haga fotos.


—Solo quiero ver los daños desde dentro. Todo lo demás lo dejo en las manos de los investigadores. Además, si tengo que hacerlo, estoy seguro de que podré sacar algunas fotos. En cambio, no estoy seguro del estado del buque y no voy a arriesgarme a que le pase algo.


Él tendió una mano para que le entregara la cámara que llevaba al cuello. Ella pareció dispuesta a resistirse y el pecho le subió y bajó. Pedro tuvo que hacer un esfuerzo para no mirarlo mientras otro arrebato erótico le abrasaba las entrañas. Chasqueó los dedos con rabia.


—Si está seguro…


—Estoy seguro —la interrumpió él tajantemente.


Ella le entregó la cámara con la expresión de profesionalidad serena de siempre. Los dedos se rozaron y él, tomando aliento, se dio la vuelta para alejarse.


—¡Espere!


—¿Qué pasa, Chaves? —preguntó él con una aspereza que no pudo evitar.


Ella le mostró un mono amarillo que tenía en una mano.


—No puede subir al buque sin ponérselo. Lo exigen las normas de seguridad y sanitarias.


Pese a lo sombrío de la situación, él quiso reírse por su expresión inflexible.


—Entonces… Si lo exigen las normas…


Tomó la prenda de plástico, se la puso bajo la mirada vigilante de ella y la miró mientras se subía la cremallera. 


Estaba mordiéndose el labio inferior otra vez. Se guardó la cámara en el bolsillo impermeable y se adentró en las aguas manchadas de petróleo.


Una hora más tarde, el alma se le cayó a los pies al oír las palabras del investigador jefe.


—Me retiré hace diez años de pilotar petroleros como este y ya entonces los sistemas de navegación eran muy avanzados. Su buque tiene el mejor que he visto jamás. Es imposible que haya fallado. Tiene demasiados controles como para que se haya desviado tanto de su rumbo.


Pedro asintió sombríamente con la cabeza y sacó el móvil del bolsillo.


—Chaves, póngame con el jefe de seguridad. Quiero saberlo todo sobre Morgan Lowell… Sí, el capitán del buque. Y prepare un comunicado de prensa. Desgraciadamente, los investigadores están casi seguros de que ha sido un error del piloto.





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