El viaje a San Diego transcurrió sin incidentes. No les llevó más de media hora. Antes de que Paula tuviera tiempo de apreciar lo que les rodeaba, se detuvieron frente a uno de los hoteles más conocidos de la ciudad. Un portero les abrió la puerta del coche.
Ella se quedó boquiabierta cuando entraron en el vestíbulo del hotel. No había visto nada igual en toda su vida. Del techo colgaban arañas de cristal y el suelo estaba cubierto de alfombras de seda sobre las que temía pisar.
–¿Te gusta? –le preguntó Pedro.
–Tanto que ni siquiera sabría cómo describirlo.
–Espera hasta que veas nuestra suite.
Una suite. Eso podría significar dos dormitorios, ¿no? Paula no estaba segura de si aquello la aliviaba o la apenaba. Sin embargo, no tuvo que esperar demasiado para averiguarlo. En poco tiempo les llevaron a una suite que tenía dos plantas.
Mientras que Pedro se ocupaba de darle propina al botones, Paula recorrió la suite. La planta baja constaba de un salón que daba a una enorme terraza completamente amueblada. Sacudió la cabeza. Si no había sido consciente antes de lo diferentes que eran los mundos en los que Pedro y ella vivían, lo habría sido en aquel momento.
Se dirigió a la escalera y colocó la mano sobre la barandilla de madera de nogal. En lo alto de la escalera estaba la habitación principal. Pensó que tal vez la puerta que había en un lateral conducía a otro dormitorio. Abrió la puerta y descubrió un lujoso baño de mármol. Cerró la puerta y miró a su alrededor.
Una cama. Una cama enorme y lujosa cubierta de suaves almohadones y fina ropa de cama. Los nervios se le tensaron. No era que no se hubiera imaginado durante la última semana lo que sería estar entre los brazos de Pedro en su cama, pero enfrentarse por fin a esa posibilidad era algo completamente diferente. ¿Estaba preparada para aquello? En muchos sentidos, no. Sin embargo, una voz se iba haciendo más fuerte en su interior y parecía decir que sí. Pedro había dicho que no tendría que obligarla y había estado en lo cierto.