jueves, 27 de mayo de 2021

EL TRATO: CAPÍTULO 43

 


Mientras cenaban estuvieron hablando acerca de la gente que ella había conocido en la oficina. Cuando Paula le escuchó contarle anécdotas del trabajo, se dio cuenta de que Pedro podía ser un buen amigo. A cada momento se le revelaba una nueva faceta de su personalidad; tenía que admitirlo, le gustaba lo que estaba viendo. Y más que eso.


Cuando el camarero les sirvió los cafés, se apoderó de ellos como una especie de relax. Disfrutaban de su mutua compañía como cualquier otra pareja.


—Mateo llamó anoche —dijo Paula, más para interrumpir sus propios pensamientos que para entablar una conversación.


—¿Cómo lo lleva?


—Quiere venir a visitarnos y está un poco nervioso. Supongo que yo también lo estoy.


—No lo estés. Podemos pensar en hacerle un recorrido turístico; yo tengo una casa de campo al otro lado de la ciudad. Podemos hacer lo que él quiera.


—Te agradezco de verdad la oferta, Pedro; pero realmente no tienes por qué entretenerlo.


—Ya sé que no tengo que hacerlo, pero lo quiero hacer. No seas aguafiestas. ¡Ese chico lleva encerrado en ese mausoleo tres meses! Dale un descanso. Le enseñaremos la ciudad —le dijo él, dándole una palmada en el brazo—. Anda, di que sí.


Era imposible resistírsele cuando se ponía así de encantador y el rostro de Paula reflejó la profundidad de sus sentimientos hacia él.


—Sí —susurró.


Pedro se le cortó la respiración cuando vio los cambios que había experimentado su mirada. Estaba llegando a ella, lo podía notar. Le resultaba difícil controlar sus emociones, pero era más importante que lo hiciera, ahora más que nunca. La quería; no sólo físicamente, aunque Dios sabía que lo que le pasaba en su interior no iba a poder aguantarlo mucho tiempo. También quería su corazón, su alma, sus pensamientos. ¿Cómo le había pasado eso a él? Se preguntó.


Se llevó la mano de Paula a la boca y la besó.


—¿Bailamos?


Cuando estaban absolutamente absortos bailando, de repente, sonó una voz cerca de ellos.


—Perdón ¿el señor Alfonso?


Pedro se detuvo y vio al camarero.


—Sí.


—Una llamada telefónica, señor. Puede atenderla en la entrada.


—¿Quién sabe que estoy aquí? —le preguntó a Paula.


—Brian. Fue él el que me recomendó el restaurante.


—Me pregunto qué pasará.


—Sólo hay una forma de averiguarlo —le dijo Paula señalándole la entrada.


—Volveré pronto.


Paula volvió a la mesa y le dio un trago a su vino.


—Hola.


Ella levantó la mirada y reconoció inmediatamente a Dario Carmichael.


—¡Señor Carmichael! ¡Qué agradable sorpresa! Por favor, siéntese con nosotros.


—No creo que deba hacerlo, Paula. ¿Le importa si la llamo así? —le dijo él continuando cuando ella asintió—. No creo que su esposo apruebe esta intrusión. Me gustaría hablar con usted. ¿Cree que podríamos quedar para comer alguna vez?


—Señor Carmichael…


—Dario.


—Dario… Me doy cuenta de que se refiere a que comamos sin que lo sepa mi marido. Y tengo que decirle que eso está fuera de lugar.


—Si le cuenta esto a cualquiera de los Alfonso, no la dejarán que me vea. Créame, durante años he tratado de reunirme con ellos… y ha sido una batalla perdida.


—En primer lugar —le dijo Paula—, si yo sintiera la necesidad de verlo, lo haría, con o sin el permiso de los Alfonso, pero, francamente, Darío, no veo qué me puede decir que me interese.


—Tengo una proposición para la familia Alfonso que les puede ayudar, no sólo a ellos, sino también a usted. Hay muchas cosas que usted no sabe acerca de ellos. Necesitan dinero ahora mismo. Yo lo tengo y estoy deseando invertir en su compañía. Eso resolvería un montón de problemas y varios malentendidos que vienen de hace tiempo.


—¿Qué es lo que pasa?


—Coma conmigo —le dijo él sonriendo—, y yo le contaré toda la historia.


Era un hombre persuasivo y su oferta de hacerle saber más cosas acerca de los Alfonso era atrayente, Paula se sintió tentada.


—No lo sé; realmente no veo lo que puedo hacer.


—Usted tiene un asiento en el consejo de administración. Deme una hora yo se lo contaré.


—¿Por qué no se sienta y hablamos de ello con Pedro? Aquí viene.


Pedro volvió a la mesa.


—¿Cuál es tu idea de una broma, Carmichael? —le dijo Pedro con los puños cerrados; evidentemente, estaba muy enfadado.


—Necesitaba estar un minuto a solas con tu encantadora esposa, sin que estuvieras protegiéndola como mamá osa a su cachorro.


—¿Qué quieres? —le preguntó imperiosamente Pedro.


—Lo mismo que he querido durante los últimos cinco años.


—No le interesa a nadie, Dario; y mucho menos a mi esposa.


Los dos hombres se quedaron mirándose seriamente.


—Ya he saludado antes, y ahora me toca despedirme —dijo Darío volviéndose a Paula—. Señora Alfonso, siempre es un placer verla. Ya la llamaré.


Dario se marchó luego, sonriendo sardónicamente.


—¿Qué quería?


—¿Por qué te enfadas tanto con él? Es un hombre realmente encantador.


—Tan encantador como una víbora en el nido de un pájaro. ¿Qué quería de ti?


A Paula empezó a fastidiarle su evidente hostilidad. ¿Qué era lo que pasaba entre los dos? Estaba confundida e insegura, así que trató de jugar a lo seguro.


—Nada. Pasaba por aquí y me saludó.


—Bueno, pues no habrá ninguna llamada. A tu «encantador» Dario le gusta jugar. Recuérdalo.


A Paula no le gustaba esa actitud arrogante, en especial cuando la usaba con ella. ¡No había hecho nada malo!


—¡Sí, señor, me aseguraré de ello! —le dijo levantándose y tomando el bolso—. Creo que la velada ha terminado ya.


Salió entonces del restaurante dejando a Pedro pagando la cuenta.




EL TRATO: CAPÍTULO 42

 


El restaurante era pequeño, oscuro e íntimo. Una música suave surgía de los altavoces. Paula se sentía contenta, tanto por el vino como por la compañía.


—¿Cómo te ha ido el día? —le preguntó Pedro—. Tengo que disculparme por no haber podido ir a verte, pero los primeros días en la oficina después de un viaje suelen ser agotadores.


—Me ha ido bien, Brian me cuidó muy bien. Debo de admitir que nunca llegué a sospechar lo absorbentes que eran vuestros negocios. Nos hemos pasado horas solamente con el manual. Creo que nunca lograré aprendérmelo.


—Y no tienes que hacerlo. Lo que necesitas es saber lo que es necesario y llevarlo a los libros. El personal conoce muy bien su trabajo y ya se ocupan ellos de toda la parte técnica. A ti te necesitamos para supervisarlo todo, mantenerlo en orden y asegurarte de que todo el mundo está contento.


—Brian se ha pasado el día oyendo problemas personales. Me sorprende que la gente pueda confiar así en su empresario.


—Es un negocio familiar, Paula. Algunas de esas personas han estado con nosotros casi treinta años. Tratamos de hacerles sentirse una parte de la familia, tanto como es posible.


—Has tenido mucha suerte por haber crecido con todo eso.


—Ya lo sé. Es algo así como un sistema de apoyo.


Ella apoyó entonces los codos sobre la mesa.


—Háblame de ello.


Pedro la miró a la cara. Le encantaría abrirse, hablarle de su vida, sus esperanzas, sus sueños. Se preguntó si realmente querría oírlo.


—Nos criamos bajo unas reglas específicas. Mis padres nos enseñaron a depender unos de otros y nos quedó muy claro que los lazos familiares son los únicos que no se deben de romper nunca.


Paula vio cómo se le nublaba la mirada.


—Parece que lo crees en serio.


—Y lo hago. Es algo que me ha resultado evidente una y otra vez. La demás gente viene y va. Tu familia es la única constante en tu vida. Por lo menos en la mía.


—¿Y tu primera mujer?


Pedro se rió en voz alta.


—¿Marcia? No, «constante» no es la palabra más acertada para ella. A no ser que te refieras a quejarse constantemente. Nunca tuvo suficiente.


—Pareces amargado.


—¿Sí? No era mi intención. Ella me enseñó algo muy importante, lo suficientemente temprano como para que me hiciera un buen efecto. Casarme con ella fue un acto impulsivo. Y me salió el tiro por la culata. Tuve que pagar por ello, tanto económica como emocionalmente. Pero eso pasó hace ya más de doce años, Paula. Y casi nunca pienso en esa etapa de mi vida.


—¿Y desde entonces no ha habido nadie más? —le preguntó ella, sorprendiéndose por lo interesada que estaba en su respuesta.


—¿Quieres decir de una forma romántica?


—Sí, ya sabes. Novias.


Pedro agitó la cabeza.


—He tenido muchas amigas. Algunas más íntimas que las otras, pero, para contestar a tu pregunta, no, no he tenido más relaciones serias.


«Hasta que llegaste tú», le hubiera gustado añadir.


—Oh.


Él sonrió.


—¿Oh? ¿Sólo oh? ¿Sin comentarios?


—Supongo que encuentro curioso que un hombre como tú no haya tenido una mujer en su vida durante todos esos años.


—Yo no he dicho que no las haya habido. Lo que he dicho es que ninguna de esas relaciones fueron serias. Hay una diferencia, Paula.


—Ya veo. Tu relación con tu familia es lo suficientemente satisfactoria emocionalmente. No necesitas ninguna otra ¿no es así?


Ese comentario le sorprendió. Nunca lo había pensado de esa manera, pero quizás ella tenía razón. ¿Es que su familia le satisfacía todas las necesidades, salvo las sexuales? No estaba seguro de que le gustara esa imagen de sí mismo.


—Yo no he dicho eso. Nadie es tan autosuficiente. Ni siquiera yo.


—El tener una familia es una cosa y el compartir tu vida con una persona es otra completamente distinta —le dijo él acariciándole el rostro.


«Comparte la tuya conmigo», se dijo para sí mismo.


Ella leyó más en su mirada que en sus palabras. Quería creer lo que le estaban diciendo esos ojos, pero temía equivocarse, sufrir. Que la apartaran de nuevo después de todos esos años podría ser devastador para sus emociones.


La confianza era algo muy difícil de alcanzar, en cierto sentido, mucho más difícil que el amor.


—¿Crees que te gustará estar con nosotros? —le preguntó Pedro apartándose.


Paula suspiró.


—Me encanta el trabajo. Me resulta algo muy distinto y, definitivamente, es un reto, pero en realidad no lo sé, Pedro. Sólo llevo un día y, para decirte la verdad, me parece que me supera un poco. He hecho un pacto con la universidad de que volveré por lo menos el próximo semestre, y no puedo quedar mal con ellos…


—¿Y?


—Y ninguno de los dos sabemos cuánto tiempo me quedaré aquí.


Él la miró. Su instinto le decía que ella no estaba lista todavía para que ese matrimonio se transformara en algo real. Le resultaba más fácil pretender que no estaba pasando nada. No podía empujarla; no era su sentido. Había otras formas de hacerlo más sutilmente, hasta que se vieran, quizás, tan juntos que a ella ya ni se le ocurriría marcharse.


—No te apresures con tu decisión —le dijo él—. Date un poco de tiempo y mira a ver cómo te va.



EL TRATO: CAPÍTULO 41

 


Paula no había estado más ocupada en su vida. El día pasó a toda velocidad. Brian y ella se vieron tan ocupados repasando el manual de trabajo de la oficina que no tuvieron tiempo ni de comer. Ya estaba oscuro cuando terminaron; eran más de las seis de la tarde y Brian se había marchado a alguna parte, dejándola sola en el despacho. Cerró el libro y apagó la lámpara de la mesa. Estaba agotada, pero exultante al mismo tiempo. Trabajar en un despacho era muy diferente que trabajar con los estudiantes. Había como un aire de urgencia en todo lo que sucedía allí.


La gente entraba y salía corriendo de la oficina de Brian con semejante diversidad de problemas que hacían que la cabeza le diera vueltas. No estaba muy segura de que pudiera adaptarse a hacer eso todos los días, pero una parte de ella quería intentarlo.


Después de refrescarse en el cuarto de baño privado de Brian, Paula se puso a buscar a Pedro. Lo encontró en su despacho, completamente abstraído estudiando el contenido de una gruesa carpeta. No la oyó acercarse y ella tardó un rato en hacer ruido para observarlo sin que se diera cuenta. El simple hecho de verlo hacía que la sangre le circulara más rápido. Se preguntó si alguna vez podría inmunizarse contra él.


A pesar de todo el trabajo que había tenido, había encontrado tiempo para pensar en lo que Pedro le había dicho la noche anterior. Tal vez tenía razón, tal vez ella estaba saboteando su relación. Quería explorar todas las posibilidades con él, sin que se entrometieran ni la oficina ni la familia.


Pedro sintió a alguien en la puerta y levantó la mirada. Saber que Paula había estado todo el día tan cerca le había hecho pensar en ella con una inusitada frecuencia. Por tonto que pareciera, le resultaba agradable el saber que estaba a sólo unos pasos de distancia.


Paula sonrió y el rostro de Pedro se relajó. Le agradaba saber que su presencia le afectaba a él por lo menos tanto como a ella la suya. Sabía que la decisión de darle una oportunidad a ese amor que estaba creciendo entre ellos era algo arriesgado. Sus emociones eran muy frágiles. Pero la alternativa: estar sin él, era demasiado desagradable como para tenerla en cuenta.


—¿Puedo invitarte a cenar, muchacho? —le dijo ella bromeando.


Pedro se arrellanó en su sillón y Paula se apoyó en la pared, coqueteando deliberadamente con él. Pedro estaba enamorado y demasiado aliviado como para negarse a seguir bromeando.


—Ven aquí y lo discutiremos.


Paula se movió lentamente. Su propia necesidad de él la empujaba. Cuando estuvo delante, él le tomó una mano y la sentó en su regazo.


—Ha sido a la vez un cielo y un infierno el saber durante todo el día que estabas tan cerca —le dijo él.


—Ya lo sé.


—¿Ah, sí? Me sorprendes.


—No —susurró ella.


—¿No qué?


—No te sorprendas.


Ella bajó la cabeza y apretó los labios contra los de él, mientras un espasmo de placer le recorría todo el cuerpo. Su sabor y olor combinados le hacían dar vueltas la cabeza.


Pedro la abrazó y sus lenguas se encontraron, haciendo que los dos perdieran el control.


—Oh, querida, te deseo tanto.


Él sentía cómo su cuerpo se iba abandonando al deseo. Algo primitivo le estaba diciendo que lo que tenía que hacer era ponerla sobre la mesa y tomarla allí mismo, mientras siguiera tan suave, cálida y deseosa.


El ruido de fondo de una aspiradora llegó a la zona racional de su cerebro y le hizo darse cuenta de dónde estaban. Paula estaba de nuevo de pie antes de que se diera cuenta de que Pedro había dejado de besarla. Una espesa nube de deseo le oscurecía la visión.


—La gente de la limpieza —le dijo él.


—Oh… —murmuró Paula.


La sangre todavía le latía con fuerza en las venas. ¿Qué le pasaba? Cada vez que ese hombre la tocaba, la miraba, la besaba, era como si se derrumbase.


—Vámonos a casa —sugirió Pedro.


Si se iban a casa, no tardarían ni cinco minutos en meterse en la cama y ella quería estar un rato con él. Hablando.


—No. Todavía no. Deja que te invite a cenar.


—Con una condición.


—¿Cuál?


—Luego quiero el postre.







miércoles, 26 de mayo de 2021

EL TRATO: CAPÍTULO 40

 


Se despertó cuando llamaron a la puerta. Miró el despertador y vio que eran sólo las siete y cuarto de la mañana, demasiado temprano para que fuera la criada para hacer la cama. Siguieron llamando. Se puso rápidamente la bata y fue a abrir. En la puerta se encontró con Pedro, ya vestido.


—¿Por qué no estás vestida?


—¿Vestida?


—Sí, Paula, eso de ponerse ropas sobre el cuerpo.


Pedro entró entonces en la habitación.


—¿Es que vamos a alguna parte? —le preguntó ella.


—A la oficina. Hoy es tu primer día de trabajo. ¿O es que lo has olvidado?


—No, no lo he olvidado. Sólo que pensé que… bueno después de lo de anoche…


—Lo que pasó entre tú y yo no tiene nada que ver con los negocios. Pensé que había quedado claro.


—Eso es lo que dijiste, pero…


—Y era lo que quería decir. Vamos, vístete —le dijo él con una voz extraña, como si fuera lo último que quisiera que ella hiciera.


Pedro cerró los ojos cuando ella pasó a su lado. ¿Por qué estaba luchando contra él? ¿Por qué no podría cederle esas malditas acciones y liberarlos a los dos, dejarlos libres para amarse? Tenía que convencerla, demostrarle que era lo mejor que podía hacer. Tenía que lograr que confiara en él, que lo deseara, que lo amara, tanto como él a ella. Odiaba ese sentimiento de impotencia.


Bajó las escaleras y terminó de vestirse frente al espejo de la entrada, volviendo luego al comedor para tomarse una taza de café. Paula llegó un poco después y él se maravilló de la transformación que había sufrido, de niña dormida a una auténtica mujer de negocios. El vestido le quedaba perfectamente; era gris y la blusa rosa pálido; en modo alguno podría decirse que fuera seductor, pero la imaginación de Pedro era tan fértil que veía perfectamente lo que había bajo la ropa.


Cuando terminaron de desayunar él le preguntó:

—¿Estás lista?


Entonces ella reprimió la tentación de contestarle «¿para qué?» y asintió.


Llegaron pronto a la oficina, donde todo el mundo les dio la enhorabuena. Pedro trató de moverse con rapidez entre toda esa gente, sin caer en la mala educación y la condujo a su despacho.


Se acercó luego a la mesa y se puso a ver las cartas y mensajes que le habían dejado allí, mientras Paula observaba la habitación. Era lo suficientemente grande como para mantener algo impersonal. Se contuvo de pedirle permiso para redecorar el despacho, cuando se dio cuenta de que, probablemente, ella ya haría tiempo que se habría marchado para cuando les llegaran los muebles.


Brian entró en el despacho sin llamar.


—Buenos días —dijo—. He venido para desearle buena suerte a Paula. ¿Lista para el trabajo?


—Sí, señor —le contestó ella sonriendo.


Pedro dejó los sobres que estaba ordenando y la miró. Dudó un momento antes de acercarse a ella. Por un momento, pareció como si fuera a besarla, pero volvió a retroceder, como si lo hubiera pensado mejor.


—Buena suerte —le dijo cuando Brian la condujo fuera del despacho—. Estaré en mi despacho si necesitas algo de mí.


Ella asintió y siguió a Brian. Lo que necesitaba de él no iba a poder encontrarlo en un despacho.




EL TRATO: CAPÍTULO 39

 

Paula lo empujó y él la dejó ir, pero no se apartó. Pedro se dio cuenta de que ella tenía que hablarle. Se acercó al mueble bar y se sirvió un coñac.


—De acuerdo, vamos a hablar.


Paula se sentó en una silla y lo observó mientras le daba un trago a su copa.


—Tenemos un contrato —empezó a decirle—. Un trato comercial que sucede que, en nuestro caso, incluye el matrimonio. Pero no es un matrimonio real. Ni siquiera nos conocíamos antes de la boda…


—Eso ya lo sabemos. Los dos dimos por comprendidas las reglas antes de conocernos. Pero nos hemos conocido. Hemos hecho el amor. Y nos hemos enamorado. No lo niegues. Eso está ahí y tú lo sabes tan bien como yo. Me gustaría saber por qué te niegas a ese amor. ¿Por qué estás saboteando constantemente lo que sentimos?


—No me has dejado terminar. Estaba tratando de explicarte la razón por la que lo veo así. No estoy saboteando conscientemente una relación entre tú y yo. Tienes que comprender que no puedo estar segura de que lo que dices que sientes es real y no producido por tu deseo de poseer todas las acciones.


—De vuelta con las acciones ¿no?


—Nunca nos hemos alejado mucho de ellas, Pedro. Esa es la cuestión a la que quería llegar. Siempre han estado entre nosotros. Y lo siento, pero no puedo hacer como si no existieran.


—Entonces, si no fuera por esas acciones ¿cómo estaríamos?


—Libres. Libres para hacer lo que fuera.


Pedro se le acercó y dejó la copa sobre la mesita de café.


—Entonces, dámelas a mí.


—¿Qué?


—Ya me has oído. Dámelas y yo te firmaré un documento para pagarte personalmente cuando la compañía tenga el dinero suficiente.


Paula lo miró incrédula. ¿De verdad se creía que era tan estúpida como para darle la única carta ganadora que tenía en ese estúpido juego?


—No podría hacer eso, Pedro, ya lo sabes.


—¿Y por qué no? Eso resolvería todos tus problemas.


—¡Querrás decir que resolvería todos los tuyos!


—¿Tienes miedo de que te pueda timar?


—Si sólo fuera responsable de mí misma, Pedro, ni siquiera estaría teniendo ahora esta ridícula conversación, para empezar. No te das cuenta o eres demasiado terco para comprender que no necesito vuestro dinero, me puedo cuidar de mí misma. Pero le hice una promesa a J.C. y tengo la responsabilidad de Mateo. También es su dinero. Y no voy a firmar nada ni a ti ni a nadie hasta que lo tenga.


Paula se dio la vuelta y se dirigió hacia la habitación, pero se detuvo a medio camino cuando oyó su voz.


—Entonces, lo que me estás diciendo es que no confías en mí.


—No confío en ninguno de vosotros.


—Pero en mí en particular ¿o no?


Paula se encogió de hombros, ignorando la fría y calculadora mirada.


—Sí.


Pedro se dirigió a la salida, resignado a pasar la noche en las habitaciones de Brian.


—Entonces, tendremos que hacer algo acerca de eso ¿no Paula?


Sin darle oportunidad de contestar, Pedro abrió la puerta y se marchó.


Ella había ganado. Se había salido con la suya y había sido fuerte y clara con él. Era ella misma y no lo necesitaba ni a él ni a ningún otro.


Entró en la habitación y se sentó en la cama, dejándose caer de espaldas luego.


Entonces ¿por qué se sentía mal, sola y abandonada? ¿Y por qué dormir en esa enorme cama sola «con ella misma» no le resultaba ni la mitad de atrayente que compartirla con él?



EL TRATO: CAPÍTULO 38

 



Todo el mundo se mostró contento. Todo el mundo menos Eduardo. La miró con el ceño fruncido y una especie de temor la recorrió. ¿En qué estaría pensando ella? Tenía que recordar quién era y lo que estaba haciendo allí. Lo que todos querían de ella todavía eran sus acciones. Y en esos «todos» estaba incluido Pedro. Sería algo inteligente el tener eso muy claro. Porque, a pesar de lo mucho que se habían esforzado tanto Pedro como Brian y los demás en hacer que se sintiera bienvenida, era todavía esencialmente una extraña. Eduardo lo sabía y lo aceptaba. ¿Por qué no podía hacerlo ella?


Cuando surgiera el conflicto, y ella sabía que algún día se produciría, ¿de qué lado se pondría Pedro? ¿Del suyo? ¿O del de Eduardo?


Eso le hizo darse cuenta de lo sola que estaba en esa… esa situación. ¿Debería ir a la oficina al día siguiente y aprender todo lo que pudiera? El conocimiento era poder y tenía la sensación de que podría llegar a necesitar todo el poder que pudiera conseguir.


Paula se paseó por la habitación. Había dejado abajo a Pedro, hablando con Brian y sabía que en cualquier momento subiría. Era necesario que hablaran. Cuanto más se acordaba de la reacción que había tenido Eduardo, más convencida estaba de que, quizás, se estaban precipitando.


Eduardo había dejado muy claro que él no quería que se metiera en la oficina. No importaba la cantidad de veces que ella y Pedro hubieran hecho el amor, eso no cambiaba el hecho de que él también quería las acciones. La cuestión era: ¿Las quería más que a ella?


Pedro entró en la habitación sin llamar y se la encontró sentada en el sofá en actitud pensativa.


—Hola —le dijo.


Paula lo miró. Parecía casi como si él, no, no podía ser. Sólo se estaba imaginando lo que necesitaba tan desesperadamente ver, estaba leyendo emociones en su mirada que no existían realmente. Tenía que detener esa obsesión que tenía con él y volver a los negocios. Se puso de pie, si no para colocarse a su mismo nivel, sí por lo menos para disminuir la diferencia.


—Hola —le contestó sin mirarlo.


Pedro estaba confundido. Ella estaba realmente enfadada por algo. Prácticamente había subido corriendo las escaleras, ansioso por abrazarla, besarla, hacer el amor con ella. Era en lo único que había pensado y lo que había esperado todo el día. Le había parecido tan receptiva anteriormente… ¿Qué podría haberla hecho cambiar desde la cena?


—¿Va algo mal? —le preguntó.


—Dímelo tú.


—¿Ya estamos otra vez con los juegos de palabras, Paula? Creía que ya nos habíamos olvidado de ellos.


—No más juegos, Pedro, ni de palabras ni de ninguna otra clase. Dime. ¿Qué hay detrás de esa oferta para que trabaje en vuestra compañía?


—No hay nada. Brian te lo contó todo; necesitamos un nuevo administrador. ¿Y eso qué tiene que ver con tu actitud hacia mí? ¿Qué demonios ha pasado desde la cena? Por Dios, mírame cuando te hablo.


Paula lo miró enfadada y decidida.


—Mi actitud es la misma contigo que con el resto de tu familia. ¿No lo entiendes? Yo soy la extraña. ¡Soy una persona a la que todo el mundo ve como el signo del dólar! Mi actitud es resultado directo de la tuya, ni más ni menos. Eduardo me odia —le dijo ella levantando la mano cuando él trató de interrumpirla—. No me digas que no. Lo noto. Y, vamos a afrontarlo, lo único que todos vosotros queréis de mí son mis acciones.


Le dio la espalda, negándose a mirarlo a los ojos. Él la tocó levemente en un hombro y la hizo volverse de nuevo. Estaba tan cerca que podía sentir el calor de su cuerpo. Mantuvo la cabeza baja, pero fue incapaz de apartarse.


—Esas acciones no son lo único que yo quiero de ti, Paula, y lo sabes —le dijo él levantándole la barbilla con una mano—. Mírame, mírame a los ojos. Dime si crees que todo lo que quiero de ti son unas acciones. Dime lo que ves, Paula.


Ella lo miró a los ojos profundamente y lo que vio la dejó helada. No, él no podía sentir eso por ella, no tan pronto. La razón empezó a gritarle advertencias, pero su corazón se puso a latir al doble de su velocidad ante los pensamientos y sentimientos que esos ojos le hacían evocar.


—Dime… —le dijo él atrayéndola hasta que sus cuerpos se tocaron.


Todo en su interior se estremeció ante ese contacto. ¿Sería posible desear tanto físicamente a alguien? ¿El ser una adicta de él como si fuera una droga? Se estaba derritiendo de ansia y deseo. Y eso que él sólo la estaba mirando. ¿Qué sucedería si la besaba…?


—Sabes lo que siento —susurró él con la boca a solo unos centímetros de la de ella—. Tú también lo sientes. No luches con ello, Paula. No lo arrojes de ti… por favor.


Los labios de Pedro la rozaron. Ella abrió la boca y él aprovechó la oportunidad. Paula se colgó de sus hombros, hundiéndole las uñas en la chaqueta, agarrándole los músculos que había debajo, notando su poder, tan intoxicante como su sabor.


Él apartó la boca y continuó besándola por el cuello, las orejas.


Los escalofríos le llegaron en oleadas, hasta que apenas pudo seguir de pie. Lo deseaba tanto que casi le dolían las entrañas. Tenía que parar en ese momento, antes de que fuera demasiado tarde, antes de que dejaran de pensar del todo.






martes, 25 de mayo de 2021

EL TRATO: CAPÍTULO 37

 


—Hola a todo el mundo —saludó Pedro cuando entró en el comedor.


Los niños empezaron en seguida a hablar, cada uno exigiendo toda su atención para sí. Él les hizo caso mientras buscaba con la mirada a Paula.


—Te he echado de menos —le dijo al oído cuando se sentó a su lado.


Se puso colorada y miró al otro lado de la mesa, devolviendo la mueca y el guiño de complicidad a Brian. Se habían encontrado por primera vez en el jardín esa tarde y se habían caído muy bien. Todo lo que había oído acerca del menor de los hermanos era cierto… era un tipo muy simpático y divertido. No estaba mal que estuviera allí para apoyarla.


Miró a Pedro mientras éste jugueteaba con los niños. Era el centro de la atención y mientras lo miraba, una sonrisa tonta le afloró al rostro. De repente sintió la tremenda necesidad de tocarle de alguna manera, tal vez sólo la mano. Pero se contuvo. Pronto, cuando terminara la cena, podría hacer realidad sus deseos.


El día había sido eterno sin él y se había dedicado a repasar mentalmente todo lo que había sucedido en la posada. Incluso ahora le resultaba imposible olvidar su contacto, su sabor. La comida le resultaba algo mediocre en comparación. Esa noche tenía un hambre de otro tipo.


En un momento, durante la cena, sus miradas se cruzaron y el tenedor de Pedro se detuvo en medio camino cuando se percató del mensaje que ella le estaba enviando. Ella no se había dado cuenta nunca antes del poder de su sexualidad y el percatarse de ella fue a la vez estimulante y un poco estremecedor.


El sonido de su nombre la trajo de nuevo a la realidad.


—¿Paula? ¿Qué piensas de esto? ¿Te interesa? —le estaba preguntando Brian.


Ella lo miró.


—Lo… lo siento, Brian. No te he oído.


Brian sonrió.


—Estaba sugiriendo que, desde que soy el encargado de los asuntos nacionales necesitamos un nuevo administrador para la oficina. Tú has seguido algunos cursos de administración empresarial ¿no?


—Sí, pero…


—¿Y alguno de ellos no eran de administración de oficinas?


—Sí, pero…


—Entonces, propongo a la señora Paula Alfonso para el puesto de administrador de oficinas en la «Alfonso Corporation».


—¡Espera un momento, Brian! No hemos hablado nunca…


—¿De qué hay que hablar, Eduardo? Paula sería perfecta para el trabajo. Tiene los conocimientos necesarios y es miembro de la familia. Es una forma ideal de mantenerla ocupada y eso me ahorrará el tener que ponerme a entrevistar gente.


Paula miró a Brian incrédula. Eso era una sorpresa completa para ella. Se volvió para verle la cara a Pedro y saber su reacción, pero su expresión pensativa no le dijo nada.


El pensamiento de estar trabajando todos los días cerca de él la excitaba. La compañía significaba mucho para él. Tal vez si aprendía algo acerca de sus negocios podría aprender además algo acerca del hombre a la vez. Su trabajo en la universidad no supondría ningún problema, ya que ya había pedido una excedencia. ¿Qué podría haber de malo en intentar lo que le estaba sugiriendo Brian? Aunque fuera por poco tiempo.


Volvió a mirar a Pedro, tratando de averiguar lo que pensaba.


—Creo que es una buena idea —dijo Pedro, preguntándose cómo iba a poder trabajar teniéndola todo el día en la oficina—. ¿Qué piensas tú, Paula?


—No lo sé, me gustaría pensarlo.


—¿Por qué no te vienes mañana? —dijo Brian—. Así podrás ver cómo es la cosa.


—Un momento, vamos a hablar ahora mismo un poco más acerca de esto —los interrumpió Eduardo—. Hay muchas, muchas cosas de las que tenemos que discutir antes de tomar una decisión acerca…


—Déjalo, Eduardo —dijo Pedro—. Está decidido. Si es que Paula está de acuerdo puede empezar mañana mismo. Yo la llevaré a la oficina ¿de acuerdo?


—De acuerdo —le contestó ella.