Se despertó cuando llamaron a la puerta. Miró el despertador y vio que eran sólo las siete y cuarto de la mañana, demasiado temprano para que fuera la criada para hacer la cama. Siguieron llamando. Se puso rápidamente la bata y fue a abrir. En la puerta se encontró con Pedro, ya vestido.
—¿Por qué no estás vestida?
—¿Vestida?
—Sí, Paula, eso de ponerse ropas sobre el cuerpo.
Pedro entró entonces en la habitación.
—¿Es que vamos a alguna parte? —le preguntó ella.
—A la oficina. Hoy es tu primer día de trabajo. ¿O es que lo has olvidado?
—No, no lo he olvidado. Sólo que pensé que… bueno después de lo de anoche…
—Lo que pasó entre tú y yo no tiene nada que ver con los negocios. Pensé que había quedado claro.
—Eso es lo que dijiste, pero…
—Y era lo que quería decir. Vamos, vístete —le dijo él con una voz extraña, como si fuera lo último que quisiera que ella hiciera.
Pedro cerró los ojos cuando ella pasó a su lado. ¿Por qué estaba luchando contra él? ¿Por qué no podría cederle esas malditas acciones y liberarlos a los dos, dejarlos libres para amarse? Tenía que convencerla, demostrarle que era lo mejor que podía hacer. Tenía que lograr que confiara en él, que lo deseara, que lo amara, tanto como él a ella. Odiaba ese sentimiento de impotencia.
Bajó las escaleras y terminó de vestirse frente al espejo de la entrada, volviendo luego al comedor para tomarse una taza de café. Paula llegó un poco después y él se maravilló de la transformación que había sufrido, de niña dormida a una auténtica mujer de negocios. El vestido le quedaba perfectamente; era gris y la blusa rosa pálido; en modo alguno podría decirse que fuera seductor, pero la imaginación de Pedro era tan fértil que veía perfectamente lo que había bajo la ropa.
Cuando terminaron de desayunar él le preguntó:
—¿Estás lista?
Entonces ella reprimió la tentación de contestarle «¿para qué?» y asintió.
Llegaron pronto a la oficina, donde todo el mundo les dio la enhorabuena. Pedro trató de moverse con rapidez entre toda esa gente, sin caer en la mala educación y la condujo a su despacho.
Se acercó luego a la mesa y se puso a ver las cartas y mensajes que le habían dejado allí, mientras Paula observaba la habitación. Era lo suficientemente grande como para mantener algo impersonal. Se contuvo de pedirle permiso para redecorar el despacho, cuando se dio cuenta de que, probablemente, ella ya haría tiempo que se habría marchado para cuando les llegaran los muebles.
Brian entró en el despacho sin llamar.
—Buenos días —dijo—. He venido para desearle buena suerte a Paula. ¿Lista para el trabajo?
—Sí, señor —le contestó ella sonriendo.
Pedro dejó los sobres que estaba ordenando y la miró. Dudó un momento antes de acercarse a ella. Por un momento, pareció como si fuera a besarla, pero volvió a retroceder, como si lo hubiera pensado mejor.
—Buena suerte —le dijo cuando Brian la condujo fuera del despacho—. Estaré en mi despacho si necesitas algo de mí.
Ella asintió y siguió a Brian. Lo que necesitaba de él no iba a poder encontrarlo en un despacho.