martes, 29 de diciembre de 2020

SIN TU AMOR: CAPITULO 37

 


Paula sintió de nuevo el impulso que había experimentado en África. En realidad ninguno de los dos había «llegado». Desabrochándose el cinturón se inclinó hacia Pedro e hizo lo que había deseado hacer toda la noche. Le agarró la nuca con una mano y lo atrajo hacia ella.


¿Qué podía causar tanta locura? ¿Había sido el champán? ¿El vestido? ¿O la impresión de haber sido expuestos ante todos como recién casados?


Nada de eso. El causante era Pedro. Tenerlo tan cerca y no poder tocarlo como deseaba hacer desde hacía unas siete horas. La presión había aumentado en su interior hasta el punto de no poder controlarla y el torrente de adrenalina le recordó los beneficios que obtendría tomando lo que deseaba. La excitación era salvaje y embriagadora.


Pedro tenía las piernas muy largas, de manera que el asiento estaba muy separado del volante, dejando espacio más que suficiente para que se sentara a horcajadas sobre él, levantándose el vestido antes de desabrocharle el pantalón.


–Paula –dijo Pedro, aunque no ofreció ninguna resistencia, como evidenciaron sus manos, rápidamente instaladas en sus puntos más sensibles. Sabía muy bien lo que le gustaba.


La calle londinense era tranquila y oscura, pero dentro del coche las respiraciones eran entrecortadas y rápidas y los movimientos acelerados hasta alcanzar el feliz momento en que se dejó caer sobre él para que la penetrara profundamente. Apretó con fuerza los muslos y se deleitó en el gruñido salvaje que salió de la boca de Pedro.


–Creía que ya no estábamos en África –Pedro le mordisqueó el cuello.


–Aquí hace más calor que en África.


–Cierto.


Las manos de Pedro se deslizaron por el vestido de seda, buscando la piel, intentando bajar el ritmo. Pero ella cabalgó a toda velocidad, atrapando su boca con los labios para amortiguar los sonidos que ambos emitían a medida que, demasiado pronto, llegaron.


Fue unos segundos después cuando comprendió la futilidad de aquello mientras el deseo redoblado sustituía a la dicha del éxtasis. No había bastado. Jamás bastaría. Perseguir la gratificación física era un error.


Abrió la puerta del conductor y saltó a la calle antes de que él pudiera siquiera pestañear.


–¿No vas a invitarme a entrar? –él le agarró una mano.


–No quisiera molestar a Felipe y a Mauricio.


Difícil, dado que la pareja estaba a cientos de kilómetros de allí. Pedro comprendió que era una mentira urdida para impedirle pasar la noche con ella y no dejaba de ser gracioso, dado que había sido ella la que lo había asaltado. Sin embargo volvía a huir. De nuevo.


–De acuerdo –contestó él, dejándola marchar.


La vio correr hacia la puerta como si la persiguiera el demonio. Al mirar hacia abajo descubrió que aún llevaba puesto el cinturón de seguridad y no pudo evitar sonreír. Paula acababa de darle un nuevo significado al término «sexo seguro». Un sexo muy seguro en el que ella jamás lo miraba a los ojos ni se quedaba con él después, ni física ni emocionalmente. La clase de sexo que había disfrutado la mayor parte de su vida y que, aun siendo fresco y divertido, y muy excitante, de repente ya no era suficiente para él.


Algo feroz ardía en su interior. No, ya no quería esa clase de sexo. Bueno, sí, pero con algo más. Quería abrazarla en una enorme cama durante horas. Quería que ella lo mirara.


Respiró profundamente el aire de la noche. ¿Qué le estaba haciendo esa mujer?


–¡Paula! –la llamó mientras ella entraba en el portal–. ¿Quién es el pirata ahora?



SIN TU AMOR: CAPITULO 36

 


El corazón galopaba en su pecho sólo con recordar lo mucho que había deseado tenerla de nuevo en sus brazos. Y ya que por fin lo había conseguido, no estaba dispuesto a soltarla.


Los zapatos que llevaba hacían que resultara casi tan alta como él. Sus ojos estaban a la misma altura que los suyos, o lo estarían si se dignara a mirarlo. De repente se le ocurrió. A pesar del sexo, mucho y fantástico, que habían compartido, ella nunca lo había mirado a los ojos. Aceptaba el placer que le proporcionaba, ardía bajo sus caricias, pero se negaba al más sencillo gesto de intimidad.


–Paula –sentía una repentina necesidad de llegar a ella–. No te alejes.


–¿Cómo?


–Mírame.


Sabía que su madre los estaba observando. Y su padre también. Pero no le importaba lo que pensaran, sólo quería estar con ella.


Sabía que había disfrutado con la boda. La había mirado durante la ceremonia y la había visto sonreír. En aquellos momentos su rostro resplandecía. Sí, aquello le gustaba. Seguramente querría algo parecido para ella misma algún día. ¿Cómo estaría con el tradicional vestido de novia? ¿Con un vaporoso velo cubriéndole la cabeza y ocultando el resplandor que florecía en el rostro de toda novia?


La atrajo hacia sí sin ninguna dificultad y sintió el suave cuerpo contra el suyo. Una de las piernas de Paula se enganchó… demasiado cerca, y el corazón latió con renovados y erráticos bríos. Aquella mujer iba a ser su muerte. La abrazó con más fuerza y desistió de marcar el paso. Lo único que podían hacer era quedarse quietos y balancearse al ritmo de la música. Paula había vuelto a cerrar los ojos, pero a él no le importó pues sabía bien el porqué. Lleno de masculino orgullo, supo que el deseo le impedía mantenerlos abiertos.


Decidió darle un respiro y se concentró en el brazo tatuado. Parecía chocolate fundido derramado sobre la piel de color caramelo. Se moría de ganas de saborearla, de recorrer el intrincado diseño con la punta de la lengua. Cierto que se alegraba de que no fuera permanente, pero por el momento resultaba divertido. Como el resto de ella, ¿no?


Diversión para un momento. Sin embargo, la suya ya había terminado. Se suponía que habían dejado atrás la lujuria, en África.


–Paula.


–¿Sí?


–No me estás mirando.


–Estoy mirando tu barbilla.


–Mírame a los ojos.


–¿Quieres hipnotizarme o algo así?


En parte le gustaría hacerlo. No tenía ni idea de qué quería esa mujer de él. ¿Quería besarlo del mismo modo que él deseaba besarla a ella? ¿Con la misma desesperación? Se moría de ganas por saber qué pensaba. Qué pensaba y qué sentía por él.


Aunque a lo mejor no quería saberlo, por si acaso no era lo que se esperaba.


Sus pensamientos estaban divagando, de modo que se rindió y se contentó con pegarse a ella y perderse en los ojos azules y la dulce invitación de sus labios.


¿Terminado? ¿A quién quería engañar?


Paula estaba mareada y la cabeza le daba vueltas. El beso había sido increíble, dulce y tierno, pero no había bastado. Quería más, lo quería todo. Sin embargo, el vals había terminado. Quería que volviera la música. Quería que volvieran sus brazos.


No obstante, Pedro dio un paso atrás, interrumpiendo el contacto. Pisando el freno.


Además estaba su madre, acechándoles como un águila. Igual que su padre. Paula consiguió mostrarse educada, pero por dentro estaba a punto de estallar. No se había acabado, maldita fuera. ¿Se acabaría alguna vez el deseo que sentía por él?


Era evidente que Pedro se había dado cuenta. Jugaba con ello y lo aprovechaba en su propio beneficio. Invadía cada centímetro de su espacio y las manos jamás abandonaban su cuerpo, ya fuera tomándole de la mano, apoyando una mano en la parte baja de su espalda o rodeándola por los hombros. Mientras hablaban con el novio o sus amigos, la pierna de Pedro presionaba en todo momento la suya. Y la miraba de un modo… como si fuera la mujer más bella del planeta.


Le hacía sentir como una hechicera, tanto que le gustaría lanzar un conjuro que la transportara a un cuento de hadas.


Menuda estupidez. Ya sabía que el poder para convertir su vida en algo especial estaba en sus manos. La decisión era suya.


De modo que renunció a las burbujas y se dedicó al agua mineral en un intento de recobrar la cordura. Sin embargo no le ayudó a rebajar la temperatura corporal. Tenía más calor de lo que había tenido en África y se alegraba de haberse puesto ese vestido.


–¿Quieres que nos marchemos? –Pedro buscó sus miradas.


–Cuando quieras –ella apartó la vista del fuego.


Pedro se despidió de todos y en poco menos de diez minutos estuvieron fuera de allí.


–¿Te lo has pasado bien? –preguntó él mientras conducían de regreso a su casa.


–Sí –admitió ella con sinceridad–. ¿Y tú?


–Sí. Hubo algún momento realmente bueno.


Aparcó casi en la puerta del edificio de Felipe y Mauricio.


Paula se sentía algo desilusionada, pues no había recibido ninguna invitación para regresar con él al apartamento. Quizás fuera cierto que todo había terminado. A pesar de haber flirteado con ella, o robado un beso, llegado el momento de la verdad no parecía dispuesto a correr riesgos.


–Gracias por acompañarme –él apagó el motor del coche–. Sin ti no habría ido.



SIN TU AMOR: CAPITULO 35

 


Al salir del baño él la esperaba, pero no tuvo el valor de mirarlo a la cara.


–Creía que no íbamos a dar ningún detalle –observó él con demasiada calma.


–Bueno, Carla no hacía más que meterse conmigo –se defendió ella, consciente de que el color de sus mejillas debía haber alcanzado un tono carmesí.


Los labios de Pedro eran una fina línea. Tras un prolongado silencio que atacó los nervios de Paula, volvió a hablar. Con la misma calma.


–¿No estarás celosa, Paula?


Esa mujer era rubia, pequeña y preciosa. Por supuesto que estaba celosa. No sólo se sentía celosa sino también amenazada, insegura y, aparentemente, capaz de una exhibición territorial de hembra alfa. ¿Desde cuándo se comportaba así? Ante el mero pensamiento sobre esa mujer sentía deseos de sacar las uñas y clavárselas.


–Yo, eh… –sin embargo, no estaba dispuesta a admitirlo.


–Carla nunca me ha interesado –le aclaró Pedro con voz neutra–. Es la hija del amigo de mi padre. La conozco de toda la vida y jamás la he besado.


–Aunque no me cabe duda de que no te ha faltado la oportunidad de hacerlo –insistió Paula.


–Por supuesto. Pero no he aprovechado ninguna de ellas.


¿Ellas? ¿Había habido más de una oportunidad? De modo que esa arpía llevaba tiempo intentando cazarlo. Las garras de Paula se afilaron para cortar un diamante.


Pedro dio un paso hacia ella y le sujetó la barbilla con firmeza para obligarla a mirarlo. Para sorpresa de Paula, lo que vio en sus ojos fue diversión, no ira. Y aunque seguía hablando en apenas un susurro, su voz tenía un matiz de burla que hizo que se derritiera.


–De haber querido, lo habría hecho hace mucho tiempo. Pero nunca quise, y sigo sin querer. Jamás querré. ¿Satisfecha?


La sensación de culpa se acumulaba en el interior de Paula, acompañada de una buena dosis de vergüenza. Sin embargo, había algo más: satisfacción. Pero ganó la vergüenza.


–Lo siento –balbuceó–. Me marcharé. Puedo escabullirme discretamente.


–No, no puedes –contestó él tranquilamente–. Tienes que pasar por esto con una sonrisa en los labios, igual que yo. La culpa es tuya por revelar nuestro matrimonio. Tuya por insistir en que viniésemos. Yo me lo habría ahorrado.


–Yo no quería venir. Quería que vinieras tú.


Pedro sacudió la cabeza mientras le quitaba el echarpe de los hombros dejando los brazos al desnudo y expuesto el vestido de seda.


–¿Qué haces? –ella intentó arrebatarle el echarpe, pero él lo arrojó a la silla más cercana.


–Creo que lo mínimo que puedes hacer es ofrecerme algo bonito que mirar.


Pedro.


–Paula –la sonrisa era muy traviesa–, debemos sacarle el mayor partido a una mala situación.


Paula sobrevivió a la cena, a las bromas y a los discursos. Y con una tensa sonrisa vio cómo partían la tarta. Al fin llegó el baile. Seguramente podrían irse después de unas pocas canciones. Observó a los novios acercarse al centro de la pista de baile y oyó a Pedro gruñir mientras la orquesta daba los primeros acordes.


–Es una bola de nieve –murmuró.


–¿Bola de nieve?


–No estás muy puesta en bodas, ¿verdad? –él la miró con expresión de sufrimiento.


Paula contempló hechizada cómo la pareja empezaba a bailar un vals. No veía el problema por ningún lado, hacían una pareja adorable. Pero de repente los músicos hicieron una pausa, manteniendo la nota, y la novia abandonó los brazos de su marido para ir en busca de Pedro, mientras el novio hacía lo propio con la madrina de la boda y todos reanudaron el vals. Tras otra pausa, Pedro invitó a bailar a su madre y los demás eligieron nuevas parejas. De nuevo se hizo una pausa y Pedro se dirigió hacia ella.


Al fin comprendió lo que había querido decir con «bola de nieve». El baile se repetía una y otra vez con constantes cambios de pareja hasta que todos estuvieron bailando.


–No me apetece bailar, Pedro –Paula miró la mano extendida.


Pero él la tomó en sus brazos como si no hubiese oído nada. La música se reanudó y bailaron por la pista. Al fin llegó la pausa, pero Pedro no la soltó.


–¿No se supone que debemos buscar otra pareja?


–Me gusta la que tengo –él se encogió de hombros.


–¿A pesar de que no hago más que pisarte?


–Limítate a dejarte llevar.


Y eso hizo. Apoyó el rostro contra el cuello de Pedro y aspiró su aroma, incapaz de mirarlo mucho rato a los ojos. La expresión que le devolvían era demasiado abrumadora.


Parecía una diosa del mar. El ajustado vestido hacía parecer los ojos más azules y los largos y brillantes cabellos, peinados sueltos, junto con la piel ligeramente dorada y completado con el tatuaje de henna, hacía que el resultado fuera espectacular. Estaba tan bonita que Pedro apenas podía tragar.




lunes, 28 de diciembre de 2020

SIN TU AMOR: CAPITULO 34

 


Rubia natural, ojos azules y una dentadura deslumbrantemente blanca completaba una amplia y bonita sonrisa.


Paula pestañeó e intentó disimular la envidia que sentía hacia aquella mujer. Los finos hombros sujetaban un delicado cuello. Era bajita, lo suficiente para que cualquier hombre pudiera tomarla en brazos con facilidad. Y era tan femenina, tan encantadora… Tan todo lo que ella no era.


–¡Pedro! –la criatura élfica se arrojó al cuello de Pedro–. ¡Qué alegría verte!


Paula vio las manos de Pedro rodearle la cintura, abarcándola casi por completo. Llevaba un top escotadísimo y una falda ajustadísima. Era una completa y genuina belleza.


De repente la torpe, desgarbada y excesivamente alta adolescente que llevaba dentro desgarró la superficie de la adulta madura y segura de sí. Y supo que si intentaba siquiera dar un paso al frente, tropezaría y se golpearía contra la esquina de una mesa. Y si se le ocurría hablar, diría alguna estupidez.


La rubia ni siquiera la miró. Al menos no mientras estuvo ocupada inclinándose hacia Pedro con su deslumbrante sonrisa. Señorita Efervescencia en acción. Y entonces giró la cabeza, sin apartarse de Pedro, y le dedicó a Paula una sonrisa totalmente diferente. Una sonrisa alegre, pero desprovista de todo flirteo y provocación. La pequeña piraña había hincado los dientes en su presa y no iba a soltarla.


–Paula, te presento a Carla. Carla, Paula.


–¿Paula? ¡Encantada de conocerte!


¿Acaso se podía ser más chispeante? Paula sintió retorcerse cada una de sus células, aunque consiguió sonreír mientras esperaba pacientemente a que aquella mujer soltara a Pedro.


Enseguida comprendió que iba a tener que esperar mucho, mucho tiempo.


–Ha pasado demasiado tiempo, cariño –Carla le daba unos golpecitos en el pecho a Pedro. En realidad lo acariciaba–. Deberías divertirte más –hubo un destello en su mirada. El destello de una navaja–. ¿Cuándo nos vamos otra vez de copas? ¿Esta noche?


Pedro sonreía con su encantadora sonrisa.


–Esta noche no, Carla. Esta boda ya es bastante emoción por un día.


Paula observó el gesto de desilusión y luego la brillante sonrisa mientras Carla intentaba asegurarse una pareja aquella noche. ¿Sería un pulpo? Sus manos estaban por todas partes.


–Lo siento –él sacudió la cabeza–. ¿Me disculpas? Tengo que posar para unas fotos.


¿Fotos? En esos momentos Paula estaba celosa, por las fotos y por muchas otras cosas. Más le valía no dejarla sola con esa depredadora.


–Vosotras dos tenéis mucho en común –anunció Pedro tras lograr arrancar la mirada, y las manos, de la encantadora rubia–. Carla adora los accesorios.


Pedro se marchó, regodeándose sin duda en su maldad. Paula lo miró fijamente antes de volverse hacia su competidora.


–¿Hace mucho que conoces a Pedro? –la pequeña piraña no tardó en empezar a interrogarla con su bonita sonrisa.


–Sí –contestó Paula con cautela–. Hace bastante.


–Nosotros desde hace muchísimo tiempo. Somos íntimos.


–Qué bonito –a Paula no le cabía la menor duda de lo íntimos que eran.


–Tienes un bronceado precioso para esta época del año. Yo jamás me expondría al sol de esa manera. No me gustaría estropearme la piel.


–¿En serio? Qué pena –Paula sonrió con dulzura–. Acabamos de regresar de África –«y te aseguro que ha merecido la pena estropearme la piel, querida», añadió para sus adentros.


–¿África? –la criatura entornó los ojos–. ¿Con Pedro?


–Sí –desesperada por ponerla en su sitio, Paula no pudo reprimirse–. De luna de miel.


–¿¡Vuestra luna de miel!?


Durante un segundo, Paula saboreó el triunfo absoluto. Desgraciadamente, enseguida dio paso a un remordimiento tan enorme que tuvo náuseas. Deseaba retractarse y se apresuró a apurar la copa antes de escapar a los lavabos. Sin embargo, cuando regresó a la fiesta cinco minutos después, vio a la rubita hablando muy seriamente con la madre de Pedro.


La mirada glacial de la madre se fundió con la suya y Paula se sintió enrojecer mientras observaba desesperadamente cómo esa mujer interrumpía la sesión de fotos de Pedro.


Fue por puro milagro que los cristales de las ventanas no estallaran ante el alarido que hizo que todos los rostros se volvieran al mismo lugar.


–¡Te has casado! –la voz de Lily resonó alta y clara.


Pedro, de pie a la derecha de su padre, se volvió hacia Paula, que levantó la cabeza, mirándolo desafiante, decidida a mantener su postura.


Y de repente, se vio atrapada entre Pedro y su madre, que disparaba una pregunta tras otra.


–¿Cuándo?


Pedro miró a Paula, forzándola a contestar.


–Hace un tiempo ya.


–¿Dónde?


–En un juzgado.


–¿En un juzgado? ¡Pedro! –la otra mujer parecía espantada–. Déjame adivinar: sin testigos, sin invitados, sin fiesta. Nunca te gustaron las celebraciones – lo recriminó.


–No nos apetecía a ninguno de los dos –murmuró Paula.


Pedro, ¿cómo has podido?


–Sin ningún problema –contestó Pedro al fin–. Pensé que entre papá y tú ya había suficientes bodas. No hacía falta añadir otra más a la agenda.


Paula observó la expresión en los ojos de la madre y, por primera vez, se le ocurrió que su desastroso matrimonio podría haber hecho daño a alguien más aparte de a ella misma.


–¿Me disculpáis un momento? –Paula necesitaba otra visita a los aseos, para dejarles a solas unos minutos. Para escapar de la energía que emanaba de Pedro… una energía furiosa.


Un error. Un enorme error.





SIN TU AMOR: CAPITULO 33

 


Paula aparcó delante de un antiguo palacio, uno de esos lugares en que se celebraban bodas y banquetes. Tenía un precioso jardín y muros de piedra.


–Fuera de aquí. Volveré en dos o tres horas.


Pedro la miró perplejo.


–¿En serio pensabas que iba a boicotear la boda de tu padre? –ella sonrió.


–Si no entras, yo tampoco –él no le devolvió la sonrisa.


Pedro, esto es por tu padre. Es una de esas cosas que, sencillamente, debes hacer.


–O entras o no voy.


–No puedo. No estoy invitada.


–Te estoy invitando yo –Pedro la miró con expresión imperturbable.


Pedro, no puedo ir vestida así… –respiró hondo–. Por el amor de Dios, ¡no llevo sujetador!


–Cariño, eso ya lo sé –él soltó una carcajada–. ¿Qué problema hay? En África no llevaste sujetador ni un solo día.


–Aquello era diferente. Llevaba biquini.


–De todos modos ya te has paseado por la tienda abarrotada vestida así y todo el mundo te miraba por lo excitante que resultabas. Ahora sal del coche y acabemos con todo esto.


Aquello era horrible. Se había vestido así únicamente para conseguir que acudiera a la boda, pero sin la menor intención de acompañarlo.


–Si no sales del coche ahora mismo, no respondo de mí.


A pesar del frío y miserable invierno londinense, Paula sudaba a mares.


–Ya no estamos en África, Pedro –al fin quitó la llave del contacto y se la entregó–. Vamos.


Salió del coche y se envolvió en la toquilla en un intento de cubrirse tanto los pechos como el tatuaje. Pedro caminó junto a ella, apoyando una mano en su espalda. La boda era mucho más elegante de lo que había esperado y se alegró de llevar el rostro «retocado», de los tacones y del vestido de diseño. Pero sobre todo agradeció el echarpe. La gente sonreía a Pedro y la miraba con interés cuando la presentaba como su «amiga».


–¡Cariño! –una mujer se acercó a ellos.


–Mi madre –murmuró él al oído de Paula.


¿Su madre en la boda? ¿No resultaba un poco raro?


–Hace meses que no te veía. ¿Qué has estado haciendo? Estás más delgado –la mujer miró a Paula como si ella fuera la culpable.


–Madre, te presento a Paula. Paula, ésta es mi madre, Lily.


¿De modo que aquélla era su suegra? Paula sonrió y se ajustó el echarpe. Aquello era una locura, pero los ojos de Pedro brillaban y era evidente que se divertía de lo lindo.


Pedro, serás el padrino –Lily se dirigió a su hijo.


–Otra vez –refunfuñó Pedro.


–No la fastidies –le advirtió Paula.


–No lo haré –él enarcó las cejas y sus miradas se fundieron.


–Paula –anunció la madre de Pedro con autoridad–, tú te sentarás a mi lado.


Incapaz de ignorar la orden, Paula miró a Pedro con gesto espantado que él contrarrestó con una sonrisa que le decía claramente que se lo tenía merecido.


Pero en cuanto la ceremonia comenzó, olvidó todas sus inquietudes. La novia, que tenía unos pocos años más que Pedro, llevaba un traje de pantalón blanco. Los votos fueron sencillos y las sonrisas enormes. A Paula le pareció muy dulce.


De repente vio al altísimo hombre de pie junto a su padre y que la miraba fijamente. Pedro no sonreía y en cuanto terminó la ceremonia, se acercó a ella.


–Parecen realmente felices –observó Paula en un intento de animarle.


–Sólo por un tiempo limitado.


–Qué negativo eres.


–¿Y por qué iba a durar este matrimonio más que los anteriores?


–Algunos sí que duran, Pedro –Paula se mostró irritada–. Estás tan empeñado en ponerte en lo peor que me sorprende que alguien tan competitivo sea tan derrotista.


Durante un segundo, Pedro pareció sobresaltarse, pero enseguida lo disimuló.


Bueno, aunque él no fuera a divertirse, ella estaba dispuesta a hacerlo. Miró al camarero que paseaba con una bandeja y retiró de ella una copa de champán.


–¿Aprovechándote de la bebida gratis? –Pedro al fin sonrió.


–¿No es lo que se hace en las bodas? –además no le vendría mal una ayudita artificial.


–Cierto –él optó por un vaso de zumo–, pero yo no podría con ello.


–Mejor así. Tú podrás conducir y yo podré quitarme los tacones.


–Fantástico. Puedes desinhibirte a gusto.


–¿No temes que monte un espectáculo y te avergüence? –preguntó ella con gesto travieso.


–Casi espero que lo hagas –él le recorrió el cuerpo con la mirada.


Paula aguantó durante unos segundos la embestida de calor. Volvían a flirtear peligrosamente, pero merecía la pena por ver esa sonrisa en el rostro de Pedro.


Desvió la mirada y vio a la madre de Pedro abrazar al novio y luego a su última sustituta.


–Creía que la relación entre ellos era muy mala.


–Y lo es, pero lo ocultan bajo una capa superficial de amabilidad –él la miró con sarcasmo–. Todo por mi bien, por supuesto. Jamás abrirían fuego delante del niño.


–¿Tan malo es o acaso eres tú el que se siente incómodo con la situación?


–¿A qué te refieres?


–Mira, Pedro, no te culpo por estar resentido. No te culpo por sentirte herido. Pero, ¿por qué no les das una oportunidad? Te niegas a creer en ellos, ¿verdad?


–No existe la felicidad eterna, Paula –contestó él secamente–. Ya lo han demostrado varias veces y no sé por qué se empeñan en seguir intentándolo.


Paula no pudo soportar la dureza del habitualmente atractivo rostro y desvió la mirada, encontrándose con una criatura que parecía sacada de un cuento de hadas.




SIN TU AMOR: CAPITULO 32

 


La deseaba. Desesperadamente.


Y los demás, que miraran. Ya no le importaba.


Bueno, quizás la mayoría de las miradas femeninas fueran destinadas a él, y desde luego todas las sonrisas. Paula se dejó guiar, casi sin aliento y excitada ante la idea de explorar las posibilidades de los zapatos que llevaba. Sexo de pie. No lo habían practicado en Mnemba, algo increíble dado que habían probado prácticamente todas las demás posturas. Una oleada de puro erotismo la inundó y celebró la libertad que la acompañaba. Era dueña de su cuerpo, su carrera, sus atributos y, sobre todo, de su corazón. Y era capaz de manejar a Pedro.


Tras sentarse en el coche y abrocharse el cinturón, comprobó los espejos y arrancó.


Sentía la mirada de Pedro fija en ella, veía la sensual sonrisa y lo excitado que estaba.


–¿Qué? –preguntó mientras lo miraba a los ojos.


–Encajas muy bien sentada al volante –contestó él con voz adormilada y sensual.




domingo, 27 de diciembre de 2020

SIN TU AMOR: CAPITULO 31



Paula no necesitó mirarse al espejo para saber que estaba roja como un tomate. La dependienta, obviamente, estaba convencida de que Pedro era una especie de Pigmalión y ya había avisado a una de las chicas de la sección de maquillaje.


–Enseguida habré terminado con los retoques.


¿Retoques?


–¿Forma parte del servicio?


–Nos gusta cuidar de nuestros mejores clientes –la dependienta sonrió.


Debía estar gastándose una fortuna.


Paula se sentó en la silla del espacioso probador y se dejó «retocar». Tras unos segundos se miró al espejo, sorprendida de que pudiera conseguirse ese efecto con unos cuantos brochazos. El tono elegido para el carmín era perfecto.


–Necesitará uno para más tarde.


–Claro que sí –contestó Paula–. Añádalo a la cuenta.


–Estaría bien que terminaras hoy –exclamó Pedro al otro lado de las cortinas.


–No le haga caso –susurró Paula a la dependienta–. Haga como yo.


Tardó otros diez minutos más en terminar de arreglarse y armarse del valor necesario para salir del probador. Se moría de ganas de ver la reacción de Pedro.


–¿Qué estás comprando? –preguntó mientras contemplaba un paquete envuelto en papel de seda que la dependienta metió en una bolsa junto a otra completamente llena.


–Nada –él le dedicó una sonrisa traviesa–. Un regalo de boda.


–¿Vas a regalarle a la nueva esposa de tu padre unas braguitas con volantes?


Paula no lo miró a la cara, pero no le pasó desapercibido el detalle del puño cerrado.


–¿Qué le ha pasado a tu brazo? –preguntó él sin rastro de humor en la voz.


–Nada –maldito fuera, lo había visto a través del echarpe.


–Entonces, ¿para qué la tirita?


Era la más fina que había encontrado, pero también era grande y cuadrada.


–De acuerdo –Paula rezó para que reaccionara con fría indiferencia–. Tengo un tatuaje.


–¿Qué? –Pedro le retiró el echarpe y levantó el borde de la tirita–. ¿Desde cuándo?


–Me lo hice en Mnemba.


–¿Mnemba? –preguntó él perplejo–. No vi ninguna tienda de tatuajes en la isla.


–Pues la había. Allí había de todo. Me lo hice el último día cuando me fui a dar un masaje mientras tú estabas nadando.


–Un tatuaje. Agujas. ¿Paula? ¿En África? –Pedro la agarraba con fuerza.


–Es de henna, Pedro –Paula puso los ojos en blanco–. Se borra con el tiempo.


–Entonces, ¿por qué te lo tapas? –él dejó escapar el aire mientras sus mejillas enrojecían.


–No es precisamente muy elegante mostrarlo en la boda de tu padre.


–La boda de papá no es elegante.


Le arrancó la tirita y ella se frotó instintivamente el brazo mientras esperaba que, por algún milagro, se hubiera borrado. Sin embargo, por la impenetrable máscara en que se había convertido el rostro de Pedro, supo que no había habido suerte.


Eran todo un espectáculo para las dependientas, discretas e impecablemente arregladas, pero incapaces de disimular sus sonrisas o su interés. Hubo un prolongado silencio durante el que las plantas que decoraban la tienda crecieron visiblemente, gracias al calor que irradiaba de su cara.


–¿Qué significa? –al fin Pedro habló.


–Sudáfrica.


Sus iniciales se enroscaban en el centro de un complejo torbellino y un diseño floral con forma ovalada cubría casi todo el brazo.


–Me parece que estás mal informada, no estuvimos en Sudáfrica sino en Tanzania.


–Fue idea de la chica –balbuceó ella–. El diseño… –aquello resultaba muy embarazoso–. Pensaban que estábamos de luna de miel.


–Porque yo se lo dije –contestó él en un susurro casi inaudible.


–Pensé que no sería más que un bonito dibujo –los balbuceos cesaron al sentir los dedos de Pedro deslizarse por las letras. La sonrisa había desaparecido por completo de su rostro.


–Me colocaré la tirita otra vez.


–Déjalo así.


–Llevo el echarpe… lo cubrirá. De todos modos hace frío y el vestido es demasiado corto.


–El vestido es espectacular.


–Será mejor que te quites la alianza –ella no le escuchaba –. ¿Por qué la llevas puesta?


–Porque en el trabajo soy el señor Hombre Casado. ¿Por qué no te has quitado la tuya?


–Lo hice. Hace varios meses.


–Mentirosa –él le tomó la mano–. Aún se ve la marca.


–Me la puse porque el guía sugirió que sería conveniente para una mujer que viajaba sola.


Pedro soltó un bufido que evidenciaba su incredulidad.


Paula lo fulminó con la mirada, olvidándose de las dependientas. Ajena a todo salvo a la cercanía del cuerpo de ese hombre que la miraba fijamente, acariciándola con los ojos.


–Esos zapatos son ridículos –observó él al fin.


–¿Demasiado altos? –apenas les separaban dos centímetros y medio, tanto en altura como en distancia.


–No –Pedro le rodeó la cintura con un brazo y la atrajo hacia sí.


Paula se ruborizó nuevamente ante la sensación de su cuerpo.


–La altura es perfecta –susurró él con los labios casi pegados a los suyos.


Se apartó bruscamente y la arrastró con él fuera de la tienda.


Normalmente, Paula habría asociado esa prisa con azoramiento, pero Pedro nunca se azoraba. La gente los miraba mientras atravesaban la tienda. Pero eso también era normal. A ella siempre la miraban. Cosas que sucedían cuando se era más alta que la mayoría de los hombres. No obstante, con ese vestido, los zapatos y el carmín, se sentía espectacular. Y todo por la pasión que había visto en los ojos de Pedro.