Paula sintió de nuevo el impulso que había experimentado en África. En realidad ninguno de los dos había «llegado». Desabrochándose el cinturón se inclinó hacia Pedro e hizo lo que había deseado hacer toda la noche. Le agarró la nuca con una mano y lo atrajo hacia ella.
¿Qué podía causar tanta locura? ¿Había sido el champán? ¿El vestido? ¿O la impresión de haber sido expuestos ante todos como recién casados?
Nada de eso. El causante era Pedro. Tenerlo tan cerca y no poder tocarlo como deseaba hacer desde hacía unas siete horas. La presión había aumentado en su interior hasta el punto de no poder controlarla y el torrente de adrenalina le recordó los beneficios que obtendría tomando lo que deseaba. La excitación era salvaje y embriagadora.
Pedro tenía las piernas muy largas, de manera que el asiento estaba muy separado del volante, dejando espacio más que suficiente para que se sentara a horcajadas sobre él, levantándose el vestido antes de desabrocharle el pantalón.
–Paula –dijo Pedro, aunque no ofreció ninguna resistencia, como evidenciaron sus manos, rápidamente instaladas en sus puntos más sensibles. Sabía muy bien lo que le gustaba.
La calle londinense era tranquila y oscura, pero dentro del coche las respiraciones eran entrecortadas y rápidas y los movimientos acelerados hasta alcanzar el feliz momento en que se dejó caer sobre él para que la penetrara profundamente. Apretó con fuerza los muslos y se deleitó en el gruñido salvaje que salió de la boca de Pedro.
–Creía que ya no estábamos en África –Pedro le mordisqueó el cuello.
–Aquí hace más calor que en África.
–Cierto.
Las manos de Pedro se deslizaron por el vestido de seda, buscando la piel, intentando bajar el ritmo. Pero ella cabalgó a toda velocidad, atrapando su boca con los labios para amortiguar los sonidos que ambos emitían a medida que, demasiado pronto, llegaron.
Fue unos segundos después cuando comprendió la futilidad de aquello mientras el deseo redoblado sustituía a la dicha del éxtasis. No había bastado. Jamás bastaría. Perseguir la gratificación física era un error.
Abrió la puerta del conductor y saltó a la calle antes de que él pudiera siquiera pestañear.
–¿No vas a invitarme a entrar? –él le agarró una mano.
–No quisiera molestar a Felipe y a Mauricio.
Difícil, dado que la pareja estaba a cientos de kilómetros de allí. Pedro comprendió que era una mentira urdida para impedirle pasar la noche con ella y no dejaba de ser gracioso, dado que había sido ella la que lo había asaltado. Sin embargo volvía a huir. De nuevo.
–De acuerdo –contestó él, dejándola marchar.
La vio correr hacia la puerta como si la persiguiera el demonio. Al mirar hacia abajo descubrió que aún llevaba puesto el cinturón de seguridad y no pudo evitar sonreír. Paula acababa de darle un nuevo significado al término «sexo seguro». Un sexo muy seguro en el que ella jamás lo miraba a los ojos ni se quedaba con él después, ni física ni emocionalmente. La clase de sexo que había disfrutado la mayor parte de su vida y que, aun siendo fresco y divertido, y muy excitante, de repente ya no era suficiente para él.
Algo feroz ardía en su interior. No, ya no quería esa clase de sexo. Bueno, sí, pero con algo más. Quería abrazarla en una enorme cama durante horas. Quería que ella lo mirara.
Respiró profundamente el aire de la noche. ¿Qué le estaba haciendo esa mujer?
–¡Paula! –la llamó mientras ella entraba en el portal–. ¿Quién es el pirata ahora?