En su ansia por escapar mientras él aún durmiera, Paula se levantó antes del amanecer y abandonó la choza para pasear junto a la orilla. Al final sucumbió a la tentación y se metió en las cálidas aguas, donde flotó durante una eternidad, contemplando el horizonte que empezaba a clarear, y esperó la salida del sol.
Tuvo una extraña sensación y miró hacia atrás. Él se acercaba y, antes de que tuviera ninguna posibilidad de escapar, la agarró por detrás y la atrajo hacia sí.
Las grandes manos se deslizaron por la mojada camiseta hasta abarcar los pechos. Paula no pudo reprimirse y se echó hacia atrás. Una de las manos de Pedro se deslizó más abajo, más allá de la cinturilla del pantalón, hasta el punto realmente húmedo.
–Una noche no basta –susurró entre beso y beso.
Algo más de una hora después, Paula disfrutaba de un desayuno de fruta fresca y tostadas, aliviada al comprobar que Pedro se había marchado con uno de los chicos de la isla. En lugar de haberse relajado, cada vez se sentía más tensa y más alerta. Había sido increíble.
En esos momentos la playa estaba llena de turistas que leían a la sombra junto al restaurante o que tomaban el sol y ella se sentó en un sillón y observó la escena, casi mareada ante la falta de sueño de la noche anterior y aun así inquieta, deseando más. No supo cuánto tiempo había transcurrido hasta que él regresó. Le tomó una mano y la condujo en silencio hasta el agua.
El kayak parecía demasiado pequeño e inestable.
–Remaré yo –Pedro contempló su expresión y soltó una carcajada.
–¿Cómo puedes remar con este calor? –Paula se caló el sombrero y lo sintió empujar la embarcación–. Estás en una forma increíble, Pedro.
–Pues, gracias.
–Lo digo en serio.
–Me he estado ejercitando –él rió.
–¿De verdad has dejado de salir por las noches? –ella volvió la cabeza y lo miró.
–He sido el paradigma del marido fiel.
–¿En serio intentas convencerme de que te has mantenido célibe todo este tiempo?
–Yo no bromearía sobre algo así, Paula. Nunca.
–¿Y qué has estado haciendo? –balbuceó ella–. Quiero decir… vamos, Pedro.
–En realidad no me resultó tan difícil –remó con más fuerza–. He hecho multideporte.
–¿Cómo un triatlón o algo así?
–Sí, algo que me agotara –asintió él–. Algo en lo que concentrarme fuera del trabajo.
Paula se quedó en silencio escuchando el sonido del agua mientras contemplaba la arena dorada y el brillante cielo azul.
–Es increíblemente hermoso, ¿verdad? –exclamó, incapaz de contener la emoción.
–Sí, lo es.
–Ni siquiera estás mirando.
–Sí, lo estoy.
La miraba a ella.
–Dirías cualquier cosa por acostarte conmigo, ¿verdad? –Paula puso los ojos en blanco.
–¿Por qué te niegas a admitir que eres preciosa?
Porque no lo era, tal y como le había repetido su tía hasta la saciedad durante años. No encajaba en las formas pequeñas y femeninas de la familia. Era el patito feo. Estaba a punto de poner los ojos en blanco de nuevo cuando se dio cuenta de lo mucho que se habían alejado de Zanzíbar.
–Será mejor que des la vuelta, Pedro. No quiero flotar a la deriva en el mar durante días.
–No vamos a regresar –le aseguró él–. Vamos hacia allí.
–¿Qué? –ella se volvió y vio una diminuta isla a la que se iban acercando.
–¿Acaso pensaste que iba a pasar otra noche tumbado sobre el suelo o aplastado en uno de esos camastros? –Pedro le dirigió una mirada traviesa.
–Pero nuestras cosas… –ella se puso en pie tan deprisa que el kayak se bamboleó.
–Van en otra embarcación. Seguramente estarán allí ya. Hemos tomado la ruta turística.
–Eres increíble.
–Admítelo, en el fondo te encanta.
–¿Qué es eso? –Paula contempló la playa a la que estaban a punto de llegar.
–Es Mnemba, una diminuta y exclusiva isla. Tendremos nuestra propia choza de lujo, nuestra propia playa, y nuestro mayordomo.
¿Mayordomo? Era una locura. Además, el viaje por África estaba a punto de concluir.
–Pedro, se supone que mañana deberíamos regresar a Dar.
–He cambiado las reservas.
–¿Cómo?
–Aún nos quedan unos pocos días.
¿Unos pocos días? ¡Oh, no! sólo se sentía capaz de soportar una noche más.
–Pero ni siquiera me he despedido de los demás.
–Conocen mis planes, al menos Bundy. Ya se lo habrá contado al resto.
–Pero tengo que tomar un avión de regreso a Gran Bretaña.
–Dame todos los detalles y haré que te cambien el billete. Volveremos juntos.
Paula dudó un instante. Aquello no era una buena idea, pero entonces contempló al hombre que les aguardaba en la orilla y las edificaciones a su espalda. ¿Quién podría negarse?
Hamim, el mayordomo, los recibió con una gran sonrisa y le tendió la mano a Paula conduciéndola directamente a sus apartamentos.
–¿Es usted modelo?
–No –ella sacudió la cabeza y rio.
–Aquí vienen muchas modelos. Usted tiene la estatura adecuada y es igual de hermosa, o aún más. Por eso pensé… –la sonrisa de Hamim se ensanchó.
¡Por favor!
El mayordomo saludó con una inclinación de la cabeza y les dejó a solas.
–¿Cuánto le has pagado? –Paula se volvió hacia Pedro, que reía.
–Nada –él alzó las manos en ademán de inocencia.
Sí, claro.
–Venga –propuso Pedro–. Vamos a echar una ojeada.
En otras palabras, iban directos al dormitorio.