jueves, 17 de diciembre de 2020

EL PRECIO DEL DESEO: CAPITULO FINAL

 


Quince meses después…


Paula entró de puntillas en la habitación y se detuvo junto a la enorme cuna. Su corazón se llenó de alegría. Aquella noche no habían hecho una, sino dos preciosas niñas.


La vida le había sonreído, por una vez.


Jessica y Jennifer se habían adelantado un mes, pero habían nacido fuertes y sanas. En cuestión de días les habían dejado llevárselas a casa; la casa que Pedro había comprado para ellas. Situada entre las playas de Wamberal y Terrigal, estaba a unos minutos en coche de las casas de los abuelos, pero estaba lo bastante lejos para permitirles tener algo de intimidad.


Pedro no había puesto en marcha el proyecto de la empresa de pesca. Decía que estaba demasiado ocupado con sus funciones hogareñas. Paula tampoco había vuelto a la peluquería. Cuidar de las gemelas era un trabajo a jornada completa, incluso con dos abuelas y un abuelo entregados a sus nietas. El padre de Pedro, aunque no se le dieran muy bien los bebés, sí que se había dedicado a ayudar mucho a su hijo con las cosas de la casa. Paula estaba encantada de ver que por fin estaban fraguando una buena relación entre padre e hijo. Un poco tarde quizá, pero era mejor tarde que nunca.


De repente sintió una mano en el hombro.


–Tu madre ha venido –le dijo Pedro, dándole un beso en la mejilla–. Le dije que las niñas estaban dormidas y le sugerí que viera un poco la tele mientras tanto. Creo que es hora de irse, señora. Pero, antes de que nos vayamos, ¿puedo decirle lo hermosa que está hoy?


–Hago todo lo que puedo –dijo ella en un tono seco.


Aunque profundamente enamorados, no habían abandonado la vieja costumbre de la lucha verbal.


–¿Cuánto tiempo llevamos casados? Oh, sí. Hoy hacemos un año. Doce meses completos. Trescientos sesenta y cinco días y todavía no te has divorciado de mí. Creo que eso se merece una recompensa, ¿no?


Sacó otra cajita de terciopelo.


Paula sintió que se le encogía el corazón. La abrió. Esa vez no era un diamante, sino tres gemas distintas: una esmeralda en el centro, un zafiro y un rubí. El diseño estaba hecho de manera que encajaba perfectamente alrededor del solitario de su anillo de compromiso.


–Estas sí que son de mi colección –le dijo, poniéndole el anillo.


–Es precioso. Me encanta. Pero, Pedro, no esperaba que me trajeras nada más. Ya me has llenado el salón de flores.


–Y es por eso que te mereces más. Porque no lo esperabas. Cualquier otra esposa sí lo hubiera esperado.


–Corres peligro de mimarme.


–Cierto. ¿Pero qué otra cosa puedo hacer con mi dinero?


–Sí, bueno, eso ya lo veo. Pero el dinero no da la felicidad. La felicidad es lo que tenemos aquí, en esta cuna. Es algo que viene de la familia, del amor. Y es por eso que mi regalo de aniversario no cabe en una caja.


–¿Pero qué te traes entre manos?


–Esta noche no vamos al Crowne Plaza solo a cenar. También he reservado una habitación.


–Pero…


–Sin «peros». Mi madre se va a quedar con las niñas. Y nosotros nos vamos a quedar en la suite nupcial.


–¿La suite nupcial?


Ella se encogió de hombros.


–El dinero no te da la felicidad, pero sí te proporciona placeres ilimitados. Por si no lo recuerdas, llevamos más de una semana sin tener sexo.


–Mmm. Sí. Me he dado cuenta. Me dijiste que estabas muy cansada todas las noches.


–Mentí. Solo quería asegurarme de que no podrías resistirte a mí esta noche.


Él sacudió la cabeza.


–Eres una mujer malvada.


–Y tú eres un amante magnífico.


–Los halagos no te llevarán a ninguna parte –le dijo él.


–Eso pensaba yo… Bueno, solo para asegurarme, no me he puesto ropa interior.


Él se le quedó mirando y entonces esbozó una sonrisa maliciosa.


–Sabes que te haré cenar primero, ¿verdad?


–¿Apostamos algo? –ella sonrió.


–Por supuesto –él le devolvió la sonrisa.


Y ganó.


Nueve meses después tuvieron un varón. Se llamaría Horacio, como el abuelo de Pedro.



EL PRECIO DEL DESEO: CAPITULO 33

 


Poco después de las seis, Paula entró en el camino que llevaba a su calle. Al doblar la esquina, suspiró, contenta de estar en casa por fin. Al ver un coche plateado aparcado frente a la casa, frunció el ceño. El vehículo parecía  totalmente nuevo, y muy caro.  


–¿De quién es ese coche? ¿Lo sabes? –le preguntó a su madre,  parando junto al vehículo.  Era un coche de alta gama. 


Debía de costar un dineral. No había nadie  al volante, pero tenía matrícula de New South Wales y también el nombre de un concesionario de Sídney.  


–No tengo ni idea –le dijo su madre–. No creo que sea nadie que venga  a vernos a nosotros.  


–Cierto –dijo Paula, apretando el botón del mando del garaje.  


Estaba esperando a que la puerta se abriera del todo cuando captó algo por el espejo retrovisor. Se dio la vuelta. Era Pedro, caminando hacia ellas,  vestido con un elegante traje gris, camisa y corbata. Se detuvo junto al asiento  del acompañante y le dio un golpecito en la ventanilla. Paula se quedó boquiabierta.  


–¡Dios! –exclamó su madre–. Es Pedro Alfonso. Paula, baja la ventanilla, a ver qué quiere. Una extraña mezcla de emociones se apoderó de Paula. Apretó el botón de la ventanilla.  


–Sí, Pedro. ¿Qué pasa?  


–Hola, señora Chaves –le dijo él con una sonrisa–. Mi madre me dijo que había tenido un pequeño accidente. Espero que ya se encuentre mejor.  


–Sí, gracias, Pedro. ¿Pero qué te trae por aquí? Creía que habías vuelto  a Brasil.  


–Ese era el plan inicial, pero pasó algo inesperado y he decidido quedarme a vivir en Terrigal. La cosa es, señora Chaves, que sé que Paula trabajaba como agente inmobiliario y estoy pensando en comprarme una casa por aquí… Me gustaría que me diera algún consejo que otro. No me gusta esperar mucho y me preguntaba si podría robársela un rato durante la cena. Mi  madre estaría encantada de invitarla a cenar hoy, así que no tendrá que  preocuparse de nada. ¿Qué me dices, Paula? Hoy traigo mi propio coche –le dijo, mirando hacia el coche plateado–. No estás muy cansada, ¿no?  


¿Qué podía decirle, si todavía estaba intentando averiguar qué se traía entre manos? A pesar de ese inesperado estallido de euforia que había sentido al verle, apenas podía creerse lo que acababa de decirle. Él jamás volvería a  vivir de forma permanente allí. Solo era una excusa para estar a solas con ella. 


Una estratagema, un ardid… A Pedro le gustaban los planes. ¿Pero de qué clase de plan se trataba esa vez? Una alarma estruendosa sonó en su cabeza. Era una advertencia. Tenía que andarse con cuidado.  


–No. No estoy muy cansada –le dijo, contenta de ser capaz de mantener la calma–. Pero primero me gustaría darme una ducha y cambiarme. Llevo todo  el día en el trabajo. Dame media hora, ¿quieres?  


–Muy bien –dijo él–. Llamaré a tu puerta en media hora.  


–Bueno, vaya sorpresa –dijo Julia Chaves, viéndole marchar por el espejo  retrovisor–. Siempre le gustaste, ¿sabes?  


–Oh, mamá, no digas tonterías –dijo Paula, metiendo el coche en el garaje.  


–No es una tontería. Tengo ojos. Y a ti tampoco te resulta indiferente. Os vi a los dos en la fiesta de Carolina. Si juegas bien tus cartas, a lo mejor no tienes que volver a esa clínica. 


–¡Mamá! Me dejas de piedra.  


Su madre puso los ojos en blanco.  


–Paula Chaves, tienes treinta y cuatro años. Muy pronto cumplirás treinta y cinco. No es tiempo de escandalizarse. Bueno, ¿qué te vas a poner? Algo sexy, espero.  


Paula no podía creerse lo que estaba oyendo. Quería reírse a carcajadas… 


Todo era tan irónico… No se puso nada sensual, no obstante. Su armario de invierno no contenía ninguna prenda sexy, pero sí elegante. Combinó unos pantalones de lana marrones con un jersey color crema de cuello barco. Se puso unos pendientes de oro y perlas y se echó unas gotas de su perfume favorito, de vainilla, pero no muy fuerte.  


Estaba a punto de agarrar la chaqueta cuando sonó el timbre. Miró el reloj. 


Pedro llegaba un par de minutos antes. 


Con la chaqueta colgada del brazo, agarró el bolso y salió lentamente de  la habitación. Su madre había abierto ya y la estaba llamando. Le decía que se iba directamente a casa de Carolina y que no olvidara las llaves, pues probablemente ya estaría dormida cuando llegaran. 


Cuando Paula llegó al vestíbulo, su madre ya se había ido. Pedro estaba bajo la luz del porche. Paula fue consciente del palpitar enloquecido de su corazón. Caminó hacia él.  


–Quiero saber a qué has venido. No más mentiras. 


 –No he dicho ninguna mentira.  


–¿Qué? ¿Se supone que tengo que creerme que vas a comprar una casa aquí en Terrigal?  


–A lo mejor no en Terrigal, pero en algún sitio de Central Coast sí.  


–Pero si siempre has dicho que…  


Él le puso una mano sobre el hombro.  


–Paula, ¿podríamos tener esta conversación en un sitio más privado?  


–Oh –dijo ella suavemente–. Muy bien.  


–Cierra entonces. Y pongámonos en camino.   


Ella logró cerrar sin tirar al suelo el juego de llaves. Por los pelos… Pedro la agarró del codo derecho y la condujo a la puerta del acompañante del coche.  Le abrió la puerta. Paula subió, en silencio. No sabía qué decir. Normalmente era una persona con bastante don de palabra, pero no en esa ocasión. Tenía un torbellino en la mente.


–He reservado mesa en el Seasalt Restaurante, en el Crowne Plaza –  dijo Pedro, poniéndose al volante–. Mi madre me aseguró que la comida es  excelente. De hecho, nunca he cenado en ningún restaurante de la zona, así  que también es mi primera vez –encendió el motor y arrancó.  


–¿Qué quiere decir eso exactamente?  


–Todo a su debido tiempo. Todo a su tiempo.  


–Bueno, creo que ahora es tan buen momento como cualquier otro. Estamos solos. Lejos de nuestra calle. Por favor, para y dime qué pasa.  


–Ni hablar. No vamos a hacerlo así.  


–¿Y cómo lo vamos a hacer?  


–No voy a dejar que les cuentes a nuestros hijos que su padre te propuso matrimonio en el arcén de una carretera. 


 –¿Pro… propuso qué…?  


–¿Es qué no te suena de nada esa palabra? Y yo que pensaba que eras  una chica muy inteligente. Quiere decir pedir matrimonio.  


Paula no sabía si reírse o llorar. No podía estar hablando en serio.  


Sí lo estaba.  


De repente sintió que estaba a punto de llorar.  Él paró el coche en el arcén. Apagó el motor.  


–Bueno, has vuelto a estropearlo todo de nuevo. Iba a hacer todo esto durante la cena, con velas y todo. Música, champán, toda la parafernalia…  Pero parece que hay chicas que no pueden esperar –se volvió hacia ella y se sacó una cajita plateada del bolsillo de la chaqueta.  


Paula contuvo la respiración cuando vio lo que había dentro. Se tocó las mejillas con las manos.  


–Oh, Pedro –exclamó.  


–Paula Chaves… Te quiero. No, eso es poco decir. Estoy loco por ti, y no puedo vivir sin ti. ¿Me concedes el honor de ser mi esposa?  


Paula sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas. Su corazón estaba  demasiado lleno de palabras.  


–Una vez me dijiste que un diamante solo servía si venía sobre un anillo de oro y acompañado de una proposición de matrimonio.  


Ella sonrió.  


–Es precioso –dijo tocando el enorme solitario–. ¿Es uno de los tuyos?  


–No. En realidad no tengo ningún diamante decente en mi colección de  gemas. Este lo compré ayer en Sídney, junto con el coche y la ropa. Quería  impresionarte.  


–Y estoy impresionada, pero…  


–Sin «peros». Sé que una vez te dije que lo del matrimonio no era para mí, que era un soltero empedernido. Pero al final los hombres también quieren casarse, cuando encuentran el amor verdadero. Créeme cuando te digo que quiero pasar el resto de mi vida contigo.  


–Oh, cariño –le dijo ella, rendida ante su declaración de amor. Los ojos le escocían.    


–Déjame terminar… Supongo que también te preocupa mi relación con mi familia, con mi padre en especial. No tienes nada de qué preocuparte, Paula, de verdad. Tuve una larga charla con mi padre hoy y averigüé algo de lo que no era consciente. Por lo visto, después de la muerte de Damian, mi padre sufrió una profunda depresión que nunca le trataron bien. Se entregó a la bebida y eso le permitió lidiar con el día a día. Cuando se retiró, mi madre lo convenció para que fuera a ver a otro médico. Fue entonces cuando le hicieron un buen diagnóstico y le dieron la medicación que necesitaba. Eso explica ese cambio de actitud que ha tenido recientemente. Hoy me dijo lo mucho que sentía habernos tratado a mi madre y a mí como lo hizo. Lo siente mucho. Así que, ya ves… No tienes motivo para desconfiar. Estoy deseando venir a vivir  aquí. A lo mejor incluso monto una empresa de pesca en lugar de volver a dedicarme a la minería. Después de todo, un hombre no debería viajar todo el tiempo, siempre en peligro...¿No?  


–Claro que no –dijo ella. Los ojos se le llenaron de lágrimas de nuevo.  


–Oye… ¿Por qué todas esas lágrimas? Pensaba que te alegrarías.  


–Y me alegro. Y, Pedro…  


–¿Sí?  


–Yo también te quiero. Mucho. Los ojos de Pedro emitieron un destello.  


–De alguna manera lo supe en cuanto me aclaré un poco. Poco después de que saliera tu vuelo. Solo me llevó un tiempo averiguar qué hacer. Tenía  que tener un buen plan, ¿sabes?  


–¡Oh, tú y tus planes! Nunca supe cuáles eran tus planes en Darwin. 


 –Mmm. Sí, bueno, ese plan todavía está en marcha.  


–¿En serio? ¿De qué manera?  


–Te lo diré todo muy pronto. ¿Entonces eso es un «sí»? ¿Puedo sacar el anillo de la caja y ponértelo en el dedo?  


Ella asintió y él le puso la sortija. Le encajaba a la perfección. Le agarró la mano con fuerza y la miró a los ojos.  


–No puedo decirte lo mucho que siento todas esas cosas horribles que te dije la otra noche, Paula. Fue imperdon…  


–Sh –le dijo ella–. Amar significa no tener que decir nunca «lo siento».  


–Menos mal –dijo él, riendo–. De no ser así, tendría que pasarme toda la noche disculpándome.  


–Pues yo prefiero esa cena con velas de la que hablabas.  


–Y yo.  


–Solo hay un problema –dijo Paula.  


–¿Y cuál es?  


–¿Qué les vamos a decir a nuestros familiares y amigos? No se van a creer lo del compromiso. Parecerá demasiado repentino a sus ojos. 


Pedro frunció el ceño.  


–Probablemente tienes razón. A lo mejor tienes que esconder ese anillo durante un tiempo, por lo menos hasta que estés embarazada. 


Paula se quedó boquiabierta. Pedro sonrió sin más.  


–Te dije que mi plan de Darwin todavía está en marcha. Era un plan muy bueno, e incluía sexo del bueno todos los días, seguido de dos o tres días de  abstinencia hasta que llegues a la fase de máxima fertilidad…  


–Vaya.  


–Sí. Sé que suena un poco tremendo cuando lo dices en alto, pero no por eso deja de ser un buen plan. Ya que hemos pasado por una fase de abstinencia, no solo reservé una mesa para cenar en el Crowne Plaza esta noche. También reservé una habitación. Y, antes de que lo digas, mi querida futura esposa, sé que no hay ninguna garantía de que vayamos a engendrar un bebé esta noche, pero sí hay algo que será completamente nuevo para ti. Esta  noche te va a hacer el amor un hombre que te ama de verdad. Esta noche, te  sentirás segura en sus brazos. Esta noche, no habrá estrés porque, haya bebé o no, por lo menos nos tendremos el uno al otro hasta que la muerte nos  separe.  


Paula trató de contener las lágrimas. Nunca en la vida se había sentido tan emocionada. Había leído acerca del poder curativo del amor, pero nunca  antes lo había experimentado por sí misma. Lo sentía en ese momento y jamás lo olvidaría.  


Pedro Alfonso… Esas son las palabras más hermosas que jamás me han dicho. Y tú eres el hombre más maravilloso que he conocido. Creo que debo de ser la chica más afortunada de todo el planeta porque te he encontrado.  


–Yo soy el más afortunado aquí… Vamos. No he comido nada en horas  y tengo tanta hambre que podría comerme una perca gigante entera yo solo. 


Paula sonrió y siguió haciéndolo durante el resto de la noche.




miércoles, 16 de diciembre de 2020

EL PRECIO DEL DESEO: CAPITULO 32

 


EL AVIÓN salió poco después de las siete y media de la mañana.


Paula se inclinó sobre su asiento y cerró los ojos. Había sido una noche muy larga. No había dormido mucho.


Había llamado a su madre la noche anterior, a las siete, tal y como le había prometido. Le había dicho que sabía lo de la muñeca rota y que regresaba a casa al día siguiente. Su madre le había puesto unas cuantas objeciones, pero Paula se había empeñado en regresar.


Había sido duro… no echarse a llorar durante la llamada. Pero después ya no había podido aguantar más y se había dormido llorando. Alrededor de medianoche se había despertado y había ido a la cocina para prepararse una taza de té y una tostada. Pedro no se había movido, por suerte. Y a la mañana siguiente tampoco. Había salido del apartamento sin tener que hacerle frente de nuevo.


Mejor así. No hubiera podido soportarlo.


Los ojos se le llenaron de lágrimas mientras pensaba en la discusión que habían tenido. Él había sido tan cruel. Sin embargo, sí que había algo de verdad en sus palabras. Había sido ella quien se había puesto en contacto con él, y había disfrutado del sexo en todo momento, incluso antes de enamorarse de él.


Enamorarse de Pedro le había dejado algo muy claro. Nunca había estado del todo enamorada de Jeremías. De haber sido así, el engaño le hubiera dolido muchísimo más.


¿Qué podía hacer a partir de ese momento? No iba a volver a la clínica, al menos durante un tiempo. No estaba en condiciones de volver a pasar por lo mismo, y tampoco quería plantearse lo de ser madre soltera. Una madre soltera tenía que ser fuerte, estable… Tenía que estar segura de sí misma.


Ella, en cambio, ya no estaba segura de nada.


Las lágrimas inundaron sus ojos en ese momento, abundantes y calientes. La señora que estaba sentada a su lado se alarmó profundamente al verla llorar así. Llamó a la azafata. Le trajeron una cajita de pañuelos y una copita de brandy. Pero Paula siguió sollozando de vez en cuando durante el resto del vuelo a Sídney.


Para cuando aterrizaron, ya se le habían acabado las lágrimas. El viaje en tren a Gosford transcurrió como en una nebulosa. Paula se preparó para poner buena cara durante el trayecto en taxi, pero, aun así, le costó mucho esconder la angustia con una sonrisa mientras su madre veía las fotos y hacía comentarios sobre Darwin.


En cuanto pudo, le dijo que estaba agotada y fue a darse un baño.


Después le preparó la cena y se fue a la cama. Por suerte, esa noche durmió como un lirón. A la mañana siguiente se fue pronto al salón de belleza y cuando llegaron el resto de las chicas todo estaba preparado. Las cuentas, los pedidos, el material… Todo el mundo estaba encantado de verla, sobre todo Jhoana.


–Tu madre se enfadó conmigo por haberte llamado –le dijo Jhoana en privado–. Pero yo sentí que tenía que hacerlo.


–Hiciste lo correcto, Jhoana –le dijo Paula con firmeza y lo decía de verdad.


Le fue difícil, no obstante, mantener la cabeza ocupada en el trabajo esa noche. Por alguna extraña razón, no podía dejar de pensar que Pedro podía ponerse en contacto con ella en cualquier momento, por teléfono o con un mensaje de texto. Una esperanza absurda… ¿Por qué se iba a molestar? Todo había acabado. Habían acabado.


Para el miércoles ya estaba totalmente entregada al trabajo. Su madre la acompañó a la peluquería. Decía que por lo menos podría contestar al teléfono y hacer café. Llevaba la muñeca escayolada, pero podía mover los dedos y estaba aprendiendo a usar la mano izquierda.


Paula agradeció la compañía, sobre todo durante el tedioso camino a casa después de una larga jornada de trabajo. Había tomado la autopista de Central Coast, en vez de ir por Terrigal Drive, y el tráfico estaba cada vez peor a causa de las obras. Qué gran alivio sería tener dos carriles en vez de uno solo… Cuando se quejó su madre le dijo que por lo menos no estaba lloviendo.


–Te has traído el sol a casa –le dijo, sonriente.


–Si tú lo dices, mamá –le dijo Paula con los dientes apretados.


Pero el sol ya no brillaba en ese momento. Se había puesto unos quince minutos antes.




EL PRECIO DEL DESEO: CAPITULO 31

 

Domingo por la tarde


–Todavía no me puedo creer lo mucho que me gusta la pesca –le dijo Paula, volviendo al apartamento.


Pedro llevaba una bolsa de comestibles que había comprado en un supermercado cercano.


–Me lo pasé muy bien el viernes, pero esta mañana ha sido genial.


Acababan de volver de la expedición de pesca en helicóptero. El helicóptero los había dejado junto al río, en una zona llena de percas gigantes.


Habían pescado muchas, demasiadas, en realidad. Le habían dado unas cuantas a Julian, y aún les habían quedado muchos para llevar a casa. Habían metido cuatro en el congelador de Pedro y se habían reservado una grande para la cena.


–Me gustó mucho la acampada también –añadió ella, aunque el lugar le había gustado mucho más que tener que vérselas con los elementos de la Naturaleza.


El sitio que Pedro había escogido para acampar era precioso; un meandro de agua fresca rodeado de acantilados por tres de sus lados y alimentado por una cascada que brillaba como un puñado de diamantes a la luz del atardecer.


Él esbozó una sonrisa.


–Lo que te gustó, señorita, fue compartir mi saco de dormir.


Paula no podía negarlo. Había sido maravilloso dormir así, acurrucada a su lado, sus cuerpos unidos. Pedro le había hecho el amor varias veces a lo largo de la noche.


–Tengo que decir que me ha sorprendido lo bien que te has adaptado a la vida salvaje.


–¿Qué quieres decir? –le preguntó ella, sorprendida.


Él sonrió.


–En cuanto te convencí de que nadie podía verte, te zambulliste desnuda en el lago sin ningún problema. Y luego te sentaste junto al fuego.


–No te pases.


–Y tú no empieces a ser hipócrita ahora. No nos pasamos en nada de lo que hicimos. Todo fue muy divertido.


¿Divertido? ¿Divertido? ¿Estar con ella no era más que eso para él?


Era una realidad descorazonadora, pero tenía lógica. Pedro no se enamoraba de nadie. Aunque fuera capaz de hacerlo, simplemente no quería.


Desafortunadamente, ella era todo lo contrario. Sí que quería enamorarse, y de repente sentía que ya lo estaba… La noche en que habían ido al club de vela había presentido esas consecuencias tan desastrosas.


¿Cómo había sido tan tonta como para creer que podría evitarlo? ¿Cómo iba a convertir a Pedro en el padre de su hijo? Le buscó con la mirada. A lo mejor sus sentimientos por ella sí se habían vuelto más intensos, pero lo único que veía en su rostro era irritación e impaciencia.


–No vas a empezar a discutir, ¿verdad, Paula?


Paula sintió que el corazón se le caía a los pies.


–Creo que deberíamos volver al apartamento –le dijo ella. Dio media vuelta y echó a andar por la acera.


Pedro sacudió la cabeza y fue tras ella. Todo estaba saliendo según el plan. Todo. Claramente ella se había vuelto adicta al sexo con él, muy adicta…


Y él estaba encantado de satisfacerla. Nunca antes había sentido ese ansia tan profunda que sentía cuando estaba con ella. Ella le subía la temperatura con solo mirarlo una vez. Nunca se cansaba de ella. Era tan sexy, tan dócil…


Hasta ese momento.


–¿Qué pasa? –le preguntó mientras subían en el ascensor.


Paula todavía intentaba asimilar el golpe de la cruda realidad.


–Nada –le dijo. Todavía no estaba lista para dar respuestas.


–No soy tonto, Paula. Cuando he dicho que fue divertido, te cambió la cara. Pero no sé por qué.


–Sí, bueno, es evidente que yo no me tomo el sexo tan a la ligera como tú. No soy chica de una noche. Lo que hemos estado haciendo juntos… ha sido demasiado. Si te soy sincera, empieza a preocuparme.


–Ya. Entiendo.


Las puertas del ascensor se abrieron y ambos se dirigieron hacia el apartamento. Pedro se sacó las llaves del bolsillo. Abrió sin decir ni una palabra y se dirigió hacia la cocina con la compra. De repente empezó a sonar un teléfono que no era el suyo. Paula echó a correr hacia la habitación de invitados.


Pedro la oyó contestar, pero entonces ella cerró la puerta.


Diez minutos más tarde, salió. Nada más verla Pedro supo que algo iba mal, muy mal.


–Era Jhoana –le dijo ella, sin darle tiempo a preguntar–. Es una de las chicas de la peluquería. Mi madre se cayó el jueves cuando regresaba a casa con la compra. Resbaló sobre unas losas mojadas y se torció la muñeca. Tengo que irme a casa, Pedro.


–Espera un momento –dijo él. El estómago se le había revuelto de inmediato–. ¿Qué quieres decir? Seguro que tu madre puede arreglárselas sola. Solo es la muñeca. No se ha roto un brazo ni una pierna. Tienes buenas amigas y vecinos. Todos la ayudarán. ¿La has llamado? ¿Te ha dicho que quiere que vuelvas?


–Claro que no la he llamado, porque me va a decir que me quede aquí. Pero no puedo hacer eso, no ahora que sé lo que ha pasado. Me necesita, pienses lo que pienses. Y la peluquería también. No pueden estar sin dos peluqueras con jornada completa. Vamos a perder clientes. Jhoana me dijo que el viernes y el sábado fueron un caos. Afortunadamente, mañana va a ser un día flojo. Pero para el martes, tendré que estar allí.


–¿Y no pueden buscar a alguien de forma temporal?


Ella soltó una risotada seca.


–Cuando unas de las chicas se tomó la baja de maternidad el año pasado, nos costó muchísimo encontrar a alguien. No podríamos encontrar a alguien tan rápido. Mira, no tiene sentido discutir de esto, Pedro. He tomado una decisión. Ya he llamado a la compañía aérea y tengo un billete en el primer vuelo que sale mañana por la mañana. Tengo que estar en el aeropuerto antes de las seis y media.


–¿Qué? ¡Por favor, Paula! Esto es absurdo. Tres días más aquí. Eso es todo lo que necesitas. Tres días y lo vas a echar todo por la borda. Piensa en ti por una vez. Tu madre sobrevivirá. El negocio sobrevivirá. De acuerdo. Perderás un poco de dinero, y a lo mejor un par de clientes, pero tendrás lo que siempre has querido. Un bebé.


–Aunque me quedara tres días más, Pedro, no tengo garantía alguna de quedarme embarazada.


Él arrugó los párpados. Su expresión de volvió dura.


–¿Por qué no te afecta?


–Claro que me afecta mucho.


–En absoluto. Te aprovechas de esta excusa porque quieres irte. No quieres que sea el padre. Eso es lo que hay al final, ¿verdad?


Ella estuvo a punto de mentir de nuevo. ¿Pero qué sentido tenía?


–Sí –le confesó–. Eso es lo que hay al final.


Pedro apenas podía creerse que estuviera tan furioso.


–¿Y qué he hecho para hacerte cambiar de opinión?


–Nada. El problema es mío.


–¿Y eso qué significa?


–Por muy raro que parezca, corro peligro de enamorarme de ti. Es una debilidad que tienen algunas mujeres cuando disfrutan mucho acostándose con un tipo. Pero no me quiero enamorar de ti, Pedro. De verdad que no.


–¿Y por qué no?


Ella se limitó a mirarlo. No podía creerse que acabara de hacerle una pregunta tan tonta.


–¿Y por qué crees que no? A ti no te va eso del matrimonio y el amor. Eres un solitario empedernido que solo va a casa por Navidad y no se preocupa por nadie excepto por sí mismo. No creo que quieras ser padre en realidad. Todavía no entiendo por qué me hiciste esa oferta en primera instancia. Nunca tuvo mucho sentido para mí.


–Ni para mí –le espetó él. Su temperamento estaba fuera de control–. Fue un gesto muy impulsivo y me arrepentí de ello en cuanto te lo dije. Pero entonces tú me buscaste y yo pensé… ¿Qué demonios? Como te dije, siempre me habías gustado mucho, y allí estabas, en bandeja de plata.


Paula hizo una mueca de dolor. Probablemente se merecía lo que acababa de oír.


–Muy bonito –le dijo, levantando la barbilla–. Entonces no será un problema para ti si terminamos con esto aquí y ahora. Después de todo, ya me has tenido en tu cama.


–Ya lo creo, cielo. ¡Ya he conseguido todo lo que quería de ti!


Paula sintió el picor de las lágrimas en los ojos, pero no quiso derramar ni una delante de él.


–Siempre supe que eras un cerdo. No pienso cocinar ese pescado. No tengo apetito. Y me voy a dormir a la habitación de huéspedes esta noche.


–¿En serio? ¿No quieres una sesión de despedida?


Ella le taladró con la mirada. El amor podía convertirse en odio muy fácilmente.


–No te molestes en llevarme al aeropuerto. Pediré un taxi –dio media vuelta y echó a andar.


Pedro abrió la boca… Estuvo a punto de gritarle algo…


«Déjala ir. Tiene razón. Eres un cerdo egoísta. Serías un padre terrible. Incluso peor que el tuyo. Vete lejos. África, quizás… Aléjate todo lo que puedas de casa, y de ella…».




EL PRECIO DEL DESEO: CAPITULO 30

 


Hablar de su madre la había hecho pensar en todas esas mentiras que le había contado antes de irse, y en todas las mentiras que tendría que decirle a partir de ese momento…


De repente la idea de estar allí sentada, sin bragas ni sujetador, se volvió más embarazosa que nunca. Era vergonzoso, pero excitante al mismo tiempo. Podía sentir ese calor en la entrepierna que le subía por los muslos…


–¿Paula? ¿Cuándo no has sido sincera?


–Yo… eh… Estaba pensando en las mentiras que le dije a mi madre. Va a ser difícil explicárselo todo después.


–Te refieres al hecho de quedarte embarazada, ¿no?


–Si es que me quedo embarazada.


–Cuando te quedes embarazada. Lo que sea. Es un poco pronto para empezar a inventar historias. Ya nos ocuparemos de eso cuando estés embarazada.


–Siento darle tantas vueltas a las cosas, Pedro, pero tengo que tener una historia sólida en la cabeza antes de esta noche. El tema me tiene un poco preocupada.


–Muy bien –dijo él, tratando de ser paciente–. Tal y como yo lo veo, tienes dos opciones. Puedes contarle la verdad a tu madre, o puedes decirle que te encontraste conmigo por casualidad y que tuvimos una pequeña aventura.


Paula sacudió la cabeza.


–La última idea no va a funcionar. Mi madre no se va a creer nada. Ni tus padres. Y aunque lo hicieran, empezarían a preguntarse qué estabas haciendo en Darwin cuando se suponía que estabas en Brasil.


–Entonces cuéntales la verdad.


–¿Y la verdad es…?


–Que me dijiste que querías tener un bebé desesperadamente y que, por amistad, yo me ofrecí a ser el padre, todo sin compromisos de ninguna clase. Puedes decirle que acordamos vernos en Darwin, pero que lo mantuvimos en secreto por si no te quedabas embarazada.


Paula frunció el ceño.


–Supongo que eso suena bastante razonable. Mi madre se lo creería, porque ella sabe lo de la clínica de inseminación, pero no sé qué pensarán tus padres. Después de todo, siempre hemos sido enemigos.


–Tonterías. Mi madre nunca ha pensado eso, y mi padre directamente no piensa. Iremos con la verdad por delante, y se lo diremos todo cuando llegue el momento. ¿De acuerdo?


–Supongo.


–Mira, Paula… Te he traído hasta aquí para que te relajes y te lo pases bien. Olvida el futuro durante unos días, y piensa en disfrutar.


–Eso es lo que he estado haciendo.


–¿Y qué tiene de malo?


–No sé si lo que hemos estado haciendo es divertido.


–Bueno, si no lo es, ¿qué es sino?


–Peligroso.


–¿De qué manera?


–A lo mejor llega a gustarme demasiado.


–¿El sexo?


–Sí.


–No veo por qué va a ser peligroso eso.


–Los hombres suelen tener otra idea de esto.


En ese momento empezó a sonar el timbre. La comida estaba lista. Pedro se levantó, agarró el aparato.


La comida estaba exquisita. El pescado rebozado y cocinado a la cerveza estaba delicioso, y las patatas estaban crujientes y jugosas al mismo tiempo. El olor de la comida le reabrió el apetito a Paula, que empezó a comer con gusto. El tiempo que pasó degustando los manjares fue un gran alivio, una tregua que le permitió calmarse un poco. No se estaba enamorando de Pedro.


Solo estaba siendo un poco tonta e ingenua.


Cuando se marcharon del club de vela y pusieron rumbo a casa, no obstante, la tensión ya había vuelto a apoderarse de ella. Pedro parecía sentir algo parecido. No hacía más que mirarle el escote… lo cual significaba que estaba listo para atacar en cuanto estuvieran solos.


De repente Paula volvió a recordar que no llevaba braguitas… No podía dejarle ver que estaba desnuda debajo de aquel vestido. Su orgullo no se lo permitía.


–Voy a llamar a mi madre primero –le dijo en cuanto entraron en la casa.


–Muy bien. Yo tengo que hacer un par de llamadas también –añadió y se dirigió a la cocina.


Paula se fue a la habitación de huéspedes. Se puso unas braguitas blancas rápidamente y llamó a su madre. El teléfono dio timbre durante un buen rato, pero su madre no contestó. Al final saltó el contestador.


La llamó al móvil, pensando que probablemente estaría apagado, pero no fue así. Su madre contestó casi de inmediato.


–¡Mamá! Tenías el móvil encendido.


–Pensé que sería buena idea. Sabía que ibas a llamarme esta noche y no quería dejar de hablar contigo.


–¿Pero dónde estás? Hay mucho ruido.


–Estoy en Erina Fair, haciendo unas compras. Lo que oyes es la lluvia sobre el tejado. No ha dejado de llover a cántaros desde que te fuiste.


–Pues aquí no llueve nada. Hoy ha hecho muy buen día, unos veinticinco grados, con una brisa suave que venía del mar.


–Te lo estás pasando muy bien, ¿no?


–No he hecho gran cosa. Fui a dar un paseo por la ciudad, por el paseo marítimo, que está recién reformado. Acabo de volver de cenar en el club de vela.


–¡El club de vela, nada más y nada menos! Eso suena genial.


–Bueno, en realidad, no es lo que te imaginas. No tiene nada de glamour. Es un sitio bastante informal. Puedes comer al lado del mar y disfrutar de una puesta de sol impresionante. Hice muchas fotos. ¿Has visto las fotos del apartamento que te mandé?


–Sí, claro. Parece un sitio precioso, y las vistas son fantásticas.


–He hecho muchas fotos más hoy. Te las mando por correo en cuanto cuelgue.


–Oh, no te preocupes, cariño. Puedes enseñármelas cuando regreses. Además, así puedes contármelo todo. ¿Adónde vas mañana?


–No sé. No tengo nada planeado todavía. A lo mejor doy otro paseo por Darwin, y me quedo leyendo en el balcón.


«O puedo pasar todo el día en la cama, haciendo realidad todas mis fantasías…».


–Puedes hacer lo que quieras, cariño. Y no tienes que llamarme todos los días. Estás allí para tomarte un buen descanso. Además. Yo no estoy sola. Estoy con las chicas en la peluquería todo el día, y mañana por la noche tengo mi taller de costura. Carolina, por cierto, me ha invitado a cenar en su casa el sábado. Supongo que piensa que te echo mucho de menos, y es verdad. Pero no estoy triste. Me encanta que estés disfrutando de estas vacaciones. Te diré una cosa… No me llames hasta el domingo por la noche. Para entonces tendrás muchas cosas que contarme.


–Muy bien. Te llamo el domingo a eso de las siete. Adiós, mamá. Cuídate.


–Y tú también, cariño. Te quiero. Adiós.


Paula suspiró y colgó. Su madre la echaba de menos, pero hacía todo lo posible por disimularlo. A lo mejor era una suerte para ella haber aprendido a estar sola durante un tiempo.


Y era mejor que no supiera lo que su hija se traía entre manos durante las vacaciones. Se hubiera llevado una sorpresa enorme.


Pero Paula ya no podía fingir estar sorprendida. La lujuria que la consumía borraba la sorpresa y la vergüenza. Estaba deseando estar con Pedro de nuevo. El corazón se le aceleró. Se apresuró hacia la cocina. Él estaba despidiéndose por el teléfono. Lo dejó sobre la encimera de la cocina y la miró.


–Pensaba que ibas a hablar durante mucho más tiempo.


–La conexión no era muy buena –le dijo Paula, sorprendida de poder hablarle en un tono tan calmado–. Llovía tanto que apenas la oía. ¿Con quién estabas hablando? –le preguntó, manteniendo todavía esa fachada de frialdad, aunque por dentro se estuviera derritiendo.


–Era un compañero. Tiene un helicóptero. Se llama Julian. Antes llamé a otro amigo, Brian. Tiene una empresa de alquiler de barcos. He estado preparando actividades para los próximos tres días. Mañana nos vamos a hacer ese crucero por la bahía, en el que te enseñan a pescar. El sábado nos vamos a Kakadu y a otros enclaves turísticos, en helicóptero. Y luego por la tarde Julián nos dejará en un sitio muy especial en donde te voy a enseñar que ir de acampada también es divertido. El domingo por la mañana Julián volverá a por nosotros, y después vamos a ir de pesca en helicóptero. Después cocinaremos lo que capturemos. ¿Qué te parece?


–Genial –dijo ella.


En realidad le daba igual lo que hicieran al día siguiente, el sábado o el domingo. Lo único que le importaba era el presente.


–¿Pedro?


–¿Sí?


–¿Podrías dejar de hablar ahora? Realmente necesito que me hagas el amor.


Pedro se la quedó mirando fijamente. Su mirada era hambrienta.


–En ese caso, realmente necesito que te quites ese vestido –le dijo en un tono bajo y grave–. Si no recuerdo mal, sí que te dije que no se permitía la ropa cuando estuviéramos juntos.


Paula tragó con dificultad.


Afortunadamente había vuelto a ponerse las braguitas. No quería que él supiera que se había pasado toda la cena sin bragas. Eso hubiera sido una vergüenza.


Se bajó la cremallera del vestido. Unos segundos después la prenda estaba en el suelo, a sus pies.


–Y lo demás también.


Con manos temblorosas se quitó las braguitas. Las echó a un lado y se puso erguida frente a él. Solo le quedaban los zapatos.


–Paula Chaves… Eres una mujer preciosa –le dijo, yendo hacia ella.


Antes de que la estrechara entre sus brazos, Paula supo que esa noche haría cualquier cosa que él le pidiera. Cualquier cosa…





martes, 15 de diciembre de 2020

EL PRECIO DEL DESEO: CAPITULO 29

 


Paula se llevó una sorpresa cuando despertó y vio que el sol estaba tan bajo en el cielo. Debía de haberse dormido durante un par de horas por lo menos. No era propio de ella dormir durante el día, aunque tampoco era propio de ella tener tanto sexo a plena luz. En algún sitio había leído que tener un orgasmo era el mejor somnífero que podía tomarse, y parecía que era cierto.


Era como si acabara de despertarse tras haber sufrido un desmayo.


Pedro seguía dormido. Y todo por culpa de ella.


–Pobrecito –murmuró, acariciándole el brazo.


Él rodó sobre sí mismo y se puso boca arriba. Abrió los ojos. Ella se incorporó y le sonrió.


–Es hora de levantarse, bello durmiente. No sé tú, pero yo me muero de hambre. ¿Hay algún restaurante que abra pronto? –le preguntó, apartándose el pelo de la cara–. No sé si puedo aguantar mucho.


Pedro, mirando sus pechos desnudos, empezó a sentir que su propio cuerpo volvía a la vida, pero logró controlar el impulso. Cuanto antes tomaran la cena, más larga sería la tarde noche.


–El club de vela sirve cenas a partir de las cinco y media –le dijo–. Solo está a unos pocos minutos en coche de aquí. Podemos sentarnos en la terraza, y la puesta de sol es espectacular. Deberías llevarte la cámara.


–Suena genial. Te veo en el salón en quince minutos –le dijo. Saltó de la cama y se dirigió a la puerta. Sin duda iba hacia el cuarto de baño principal, y a la habitación de invitados, donde había dejado todas sus cosas.


–¡Paula! –gritó él antes de perderla de vista.


Ella se volvió desde la puerta. Ya no sentía vergüenza al enseñarle su cuerpo. Eso era un buen síntoma.


–¿Qué?


–Un vestido, por favor. Y nada de ropa interior.


Ella parpadeó y entonces se sonrojó.


–Sin «peros». Sin discusiones. Sin ropa interior.


Ella levantó la barbilla, desafiante.


–No. No voy a hacer eso.


–¿Por qué no? Te gustará.


–No. No me gustará.


–¿Y cómo sabes que no?


–Lo sé.


–¿Igual que sabes que no te gusta ir de acampada? ¿O de pesca? No has probado ninguna de las dos cosas. Inténtalo, Paula. Nadie lo sabrá excepto yo.


–Bueno, pues ya son demasiadas personas. Estuve de acuerdo en tener sexo contigo, Pedro, pero no he accedido a esa clase de… fetichismos.


Él arqueó las cejas.


–Bueno, yo no lo llamaría fetichismo.


–Yo sí.


–Muy bien. No querría que hicieras nada con lo que no te encontraras cómoda.


–Y no tengo intención de hacerlo. Ahora voy a vestirme.


Molesto, Pedro se puso en pie y empezó a vestirse. Era obvio que a Paula aún le quedaba mucho para dejarse consumir totalmente por el placer del sexo. Él era el que tenía el problema en realidad.


Ella regresó con un vestido de flores, con falda de vuelo, cintura estrecha y corpiño con cuello halter. Llevaba el pelo recogido de cualquier manera, y varios mechones le caían sobre la frente de forma caprichosa. No llevaba más maquillaje que un brillo de labios, pero, aun así, sus mejillas resplandecían y sus ojos azules brillaban. Estaba tan fresca, tan sexy, hermosa…


–No llevas sujetador –le dijo él en un tono gruñón, viendo la silueta de sus pezones dibujada en la tela.


Ella se encogió de hombros.


–Hay vestidos con los que no se puede llevar sujetador.


–Ya –le dijo él en un tono un tanto hosco–. Creo que deberías llevar una rebeca o una chaqueta –le dijo, yendo hacia la puerta–. A lo mejor refresca después de la puesta de sol.


–Voy por una.


Él no hizo ningún comentario. No quería retrasar más la salida. Cuanto antes se la llevara al club de vela, antes podrían comer y regresar.


Paula no dijo ni una palabra durante el camino. En realidad se sentía un poco culpable, y muy incómoda, porque había hecho lo que él le había pedido, salir sin ropa interior.


Para cuando llegaron al club de vela, ya estaba bastante tensa. Era un local pequeño, construido en una parcela bien escogida justo al lado de la bahía. Tenía una sola planta, con una terraza bastante amplia, sillas y mesas de madera y plástico, muchas de ellas al borde del agua, situadas a la sombra de frondosas palmeras… Como llegaron tan pronto consiguieron una de las mejores mesas, desde donde podrían ver la puesta de sol en todo su esplendor.


Para entonces el sol ya había bajado mucho y empezaba a ponerse de color dorado. La belleza del atardecer distrajo a Paula durante un rato; la alejó de los temores que la atenazaban.


–¿Cuánto falta para la puesta de sol? –le preguntó a Pedro.


–No mucho. Es hora de empezar a hacer fotos. Yo voy a pedir. ¿Qué quieres? Puedes tomar filete con ensalada, pescado con patatas, algún asado, comida china…


–Pescado y patatas.


–Muy bien.


Paula sacó el teléfono y aprovechó para hacer fotos. Cuando él regresó, el sol ya estaba perdiéndose en el horizonte. Se había convertido en una bola de fuego, roja y resplandeciente.


–Gracias –le dijo ella cuando él le puso una copa de vino blanco delante–. Pero no puedo bebérmela todavía. No me quiero perder ni un segundo de esto –añadió y se volvió hacia el horizonte de nuevo.


Resultaba increíble que el sol pudiera ponerse tan rápido.


Un minuto antes apenas tocaba la línea del horizonte, y poco después casi se había ocultado del todo.


–Oh… –exclamó ella con un suspiro.


–Darwin es famoso por sus puestas de sol.


–Son espectaculares. Mi madre querrá venir cuando le enseñe las fotos. Y eso me recuerda… –agarró la copa–. Tengo que llamarla después. No dejes que se me olvide.


–¿Vas a llamar a tu madre todas las noches?


Paula bebió un sorbo y contó hasta diez antes de contestar. Entendía que la relación de Pedro con su familia era muy distinta, pero eso no le daba derecho a ser tan crítico con algo que para ella era de lo más normal.


–Sí, Pedro. Voy a llamar a mi madre todas las noches. La quiero mucho, y sé que me echa mucho de menos. Siento mucho que te moleste tanto, pero tendrás que aguantarte.


Esperó a que él le soltara algún latigazo sarcástico, pero no lo hizo.


Simplemente asintió con la cabeza.


–Siempre he admirado ese carácter tuyo, Paula. Y su sinceridad.


Paula agarró con fuerza la copa.


–No siempre soy sincera.


Pedro le lanzó una mirada de sorpresa.


–¿En serio? ¿Cuándo no lo has sido?