martes, 28 de julio de 2020

CRUCERO DE AMOR: CAPÍTULO 29




Ariana Bennett miraba de hito a hito a la pareja, sorprendida por su reacción. Paula se había quedado pálida y boquiabierta. Pedro juraba entre dientes mientras se esforzaba por recoger sus muletas.


—Lo siento, yo…


—No te disculpes —le dijo él, incorporándose—. Te estamos muy agradecidos por la información. ¿Qué más nos puedes decir de ese hombre de la cicatriz?


—Sólo lo vi por un momento.


Paula se levantó también y la agarró de un brazo.


—Piensa, por favor. ¿Cómo era? ¿Qué ropa llevaba?


—Con la cabeza llegaba casi hasta el techo del coche, con lo que debía de ser un hombre alto. Y vestía de negro.


—¡Maldita sea! —exclamó Pedro, dirigiéndose hacia la piscina infantil—. Debí haberlo creído.


—Lo creíste —replicó Paula, sabiendo que se refería a Sebastian.


—Pero no en esto. Él nos contó que el monstruo estaba en el coche. No le hice el menor caso.


Paula se despidió de Ariana y siguió a Pedro hacia el grupo de niños.


—Pero eso no tiene sentido… ¿cómo pudo Sebastián haberlo visto antes…?


Ariana ya no alcanzó a escuchar el resto de la conversación de la pareja. Pese a sus forzadas sonrisas en beneficio del niño, su tensión era evidente mientras lo sacaban de la piscina. 


¿Qué habría pasado? ¿Realmente Pedro Alfonso había pronunciado la palabra «monstruo»?


—Hola, Ariana. Si vas a bajar a tierra, me encantaría acompañarte.


Reprimió un suspiro al reconocer la voz del primer oficial. Giorgio Tzekas le había dejado muy claro que estaba interesado en ella y, probablemente, esperaba que se sintiera halagada por sus atenciones.


Pero Ariana no se había embarcado en el Sueño de Alexandra para salir con hombres. Una relación sentimental era lo último que se le había pasado por la cabeza. No era por eso por lo que había dejado su empleo en la universidad para viajar por medio mundo. Estaba allí porque el nombre de aquel barco había figurado en la agenda de su padre, así como una serie de direcciones de puertos del Mediterráneo. O el barco o alguna de aquellas direcciones por fuerza tendría que proporcionarle alguna pista sobre la que había estado tramando Augusto Bennett antes de morir.


Ariana pretendía demostrar que el FBI estaba equivocado. Augusto no había sido un delincuente, sino un hombre completamente entregado a su trabajo de restaurador de museo. 


Era imposible que el padre al que había adorado y que le había transmitido su amor por la historia clásica hubiera hecho aquello de lo que lo acusaba la policía.


No, todo había sido un error. Su padre había estudiado y catalogado antigüedades de un valor incalculable, sí. Pero no se había complicado con ninguna red de traficantes de objetos robados.




CRUCERO DE AMOR: CAPÍTULO 28






Era un diseño de su nueva serie y, como todos los suyos, estaba pensado para destacar los atractivos de una mujer real, no de una modelo de pasarela. Debido a ello llevaba más tela que la mayoría de los biquinis que se veían en aquel momento en la piscina. La falda-pareo había resbalado por sus muslos cuando se giró para mirar a Pedro, y dada la inclinación de su postura, sus senos estaban peligrosamente cerca de salirse. Se ajustó los tirantes para asegurarse de evitarlo.


—Otra vez estás usando tu tono de profesor. Es irritante. Este traje de baño es un diseño original mío… con el cual probablemente volveré a ganar otra fortuna.


—Indudablemente. Muchos hombres pagarían una cantidad considerable por disfrutar de esa vista.


—Si lo siguiente que vas a insinuar es que soy una inmoral sólo porque me gusta sentirme cómoda con mi propio cuerpo…


—Sonríe.


—¿Qué?


—Que sonrías. Sebastián nos está mirando y parece preocupado.


Paula miró hacia la piscina. Pedro tenía razón: Sebastián se había metido el pulgar en la boca y tenía una expresión ceñuda. Le sonrió y lo saludó con la mano mientras murmuraba entre dientes:
—Mi vida amorosa y mi vestuario no tienen nada que ver con mi aptitud para hacerme cargo de mi sobrino. Y si vas a echarme en cara que te he besado, tendré que recordarte que tú me devolviste el beso.


—Sí, es verdad.


—¿Por qué? ¿Para fingir que nos llevábamos bien delante de Sebastian?


—¿A ti qué te parece?


Volvió a subir los pies en la tumbona y se cubrió los muslos con el pareo.


—Lo cierto es que no lo sé, Pedro. No todo en la vida tiene que ser analizado o programado, o simplemente significar algo. Sólo fue un beso. Dios mío, eres irritante…


—Sí, eso ya me lo has dicho.


—¿Fue por eso por lo que te abandonó tu mujer?


Se arrepintió de la pregunta en el mismo instante en que escapó de sus labios. 


Rápidamente estiró una mano y le rozó los nudillos.


—Lo siento. Eso ha sido un golpe bajo.


Pedro giró la cabeza y la miró, con la expresión de sus ojos todavía velada por las gafas de sol.


—Tenía que suceder. Te estaba provocando.


—Le pediré un vaso de agua al camarero. Te toca tomar el analgésico.


—Creo… —le sujetó la mano antes de que pudiera retirarla— creo que podré soportar un nuevo asalto contigo sin necesidad de tomar medicación.


Pedro


—Para serte sincero, admiro la manera que tienes de no dejarte pisar por los demás, Paula. Sabes dar tan bien como recibir.


—Si es un elogio, no lo parece.


—Pues lo es. No eres una oponente fácil.


—Lo creas o no, hoy he estado intentando mantener una tregua contigo. No tienes por qué hablar de tu matrimonio, si no quieres.


—Hablar es lo único que soy capaz de hacer en este momento —le apretó la mano antes de soltársela—. ¿Qué te hace pensar que fue mi esposa la que me dejó y no al revés?


—Te he visto con Sebastián. Sé que no eres un hombre que rompa sus compromisos fácilmente.


—Pues tienes razón. Fue Elena la que me abandonó.


—¿No quería a Sebastian?


—Sí, pero no lo suficiente.


De repente a Paula se le ocurrió algo:
—Espero que no esté pensando en formar parte también de la vida de Sebastian…


—No. Ahora vive en Boston, con su amante. Se casarán este otoño.


—Qué rápido.


—Llevaba viéndolo en secreto desde hacía más de un año cuando me sugirió la idea de adoptar a un niño. Yo creía que todavía tenía ganas de salvar nuestro matrimonio, pero en realidad lo estaba utilizando para cubrirse las espaldas.


—¿Qué quieres decir?


—Varios especialistas en fertilidad le habían dicho que tenía muy pocas posibilidades de concebir, pero ella sabía que todavía era posible —tensó la mandíbula—. Elena me sugirió lo de la adopción sólo para distraerme. Durante todo el tiempo planeaba dejarme para irse con su amante, pero lo retrasó porque lo que estaba intentando era quedarse embarazada de ambos.


Paula estaba impresionada. Evidentemente, los únicos sentimientos que le habían importado a la ex esposa de Pedro habían sido los suyos propios. La infidelidad ya era algo reprobable, pero utilizar a Pedro como un potencial donante de esperma…


—Eso es sencillamente despreciable. ¿Cómo puede una mujer hacerle eso al hombre al que ha jurado amor? Me alegro de que te dejara. Y espero que nunca llegue a concebir un hijo. Una mujer tan egoísta sería una madre horrible.


—Es curioso. Yo solía pensar que Elena sería una madre perfecta.


—¿Por qué? ¿Cómo era?


Pedro se quedó un rato en silencio.


—No se parecía en nada a ti, Paula.


No supo muy bien cómo interpretar eso. Ya sabía que Pedro no la tenía por la candidata ideal para convertirse en madre. Aunque, por otro lado, se alegraba de que la considerara tan diferente a la tal Elena. Qué idiota debía de haber sido esa mujer… ¿Cómo habría podido amar a otro teniendo al lado a un hombre tan fuerte, inteligente y sensible como Pedro? Hacía menos de una semana que lo conocía, pero podía ver a las claras que reunía las cualidades tanto de un buen padre como de un marido maravilloso…


Ella misma se asustó de aquel pensamiento. 


¿Un marido? Eso era lo último que ella quería.


—No has respondido a mi pregunta —le recordó.


—Elena me dejó porque estaba cansada de mí. Aburrida. Desinteresada. Cansada.


—Bueno, en realidad no era ésa la pregunta que quería que me respondieras…


—¿Ah, no? ¿Cuál es, entonces?


—¿Por qué me devolviste el beso?


Pedro la miró por encima de las gafas de sol.


—¿Estás segura de que quieres que responda a eso?


Paula contuvo el aliento. Sus ojeras hablaban de la mala noche que había pasado, pero su expresión atormentada se debía a algo más que el dolor físico. ¿Sería porque había sacado a colación el tema de su matrimonio? ¿Seguiría aún enamorado de Elena?


Esperaba que no. Pedro se merecía algo mejor. Necesitaba una mujer que pudiera hacer aflorar esa pasión que llevaba dentro, en vez de mantenerla encerrada.


—¿Señor Alfonso?


Se sobresaltó al escuchar aquella dulce voz. Había estado tan concentrada en Pedro que no la había oído acercarse. Era Ariana Bennett, la bibliotecaria del barco.


—Hola, Ariana —la saludó Pedro, volviéndose a colocar las gafas—. ¿Qué tal?


—Eso era precisamente lo que venía a preguntarle —juntó las manos sobre el regazo—. Lamento no haber venido antes, pero tenía trabajo. Sólo quería decirle lo horrorizada que estoy por todo lo que ha pasado. Espero que se esté recuperando bien.


—El médico me aseguró que en unos días estaría como nuevo.


—Habría podido ser mucho peor. El taxi no aminoró la velocidad.


—Hablas como si lo hubieras visto… —terció Paula.


—Es que lo vi. Estaba al otro lado de la fuente cuando vi al señor Alfonso cruzar corriendo la calle.


—No recuerdo haberte visto en nuestro grupo —dijo Pedro.


—No, no estaba en la excursión. Yo, er… —vaciló, juntando y separando las manos—. Quería explorar Nápoles por mi cuenta. Era mi primera visita, así que me perdí. Estaba intentando parar ese mismo taxi cuando de repente pasó de largo a mi lado, sin detenerse —miró por encima de su hombro, hacia la piscina donde Sebastián estaba jugando—. Todo sucedió tan rápido… Si no hubiera empujado a su hijo a tiempo…


—Espere. Si intentaste parar el taxi, entonces debiste de estar lo suficientemente cerca como para verle la cara al conductor.


—Sí, pero sólo por unos segundos. Ya se lo describí a la policía de Nápoles.


—Bien —aprobó Paula—. Espero que puedan identificarlo. Ese tipo debería estar entre rejas.


—No creo que sea tan difícil de encontrar, con esa horrible cicatriz que tenía en la cara.


Paula se sintió como si acabara de recibir un puñetazo.


—¿Una cicatriz?


Pedro se sentó rápidamente en la tumbona.


—¿Has dicho que tenía una cicatriz en la cara?


Ariana asintió mientras se señalaba una mejilla.


—Sí, aquí mismo. Con forma de hoz.




CRUCERO DE AMOR: CAPÍTULO 27





Incluso en mayo, la luz del Mediterráneo poseía una pureza que no existía en ninguna otra parte del mundo. A esa hora del día el sol había calentado agradablemente la cubierta, arrancando reflejos al agua de la piscina. 


Algunos pasajeros tomaban refrescos bajo las sombrillas o se bronceaban en las tumbonas. En la piscina, Paula procuraba relajarse más que hacer ejercicio. Aquella misma mañana el barco había atracado en Civitavecchia, el puerto de Roma. La mayor parte de los pasajeros habían aprovechado la oportunidad para visitar la Ciudad Eterna. Paula la conocía bien, pero Pedro no estaba en condiciones de ir a ninguna parte. Y tampoco le permitiría que se llevara a Sebastian a pasear por Roma sin él.


En cualquier caso, tampoco ella se lo había pedido. No habría sido justo aprovecharse de su estado para reforzar su posición de cara a Sebastian. Además, Pedro parecía encontrarse de mal humor, lo cual era perfectamente lógico. 


Se veía a las claras que estaba intentando aguantar el dolor en silencio, estoicamente. Si ella hubiera sido la atropellada, seguro que no habría podido resignarse a sufrir en silencio…


Salió de la piscina y se ató la falda-pareo a la cintura. Luego colocó su tumbona al lado de la de Pedro, para poder tener una mejor vista de la zona infantil donde se estaba bañando Sebastian.


—Parece que Sebastian está más tranquilo esta tarde.


—Todavía sigue afectado —repuso Pedro, ajustándose sus gafas de sol—. Necesita tomar conciencia de que se encuentra a salvo.


Observó a su sobrino, que chapoteaba en el borde de la piscina junto a otros niños. Dirigía el grupo Emma Slater, la monitora del programa infantil. Cuando Sebastián tenía que recibir un gran balón de playa, se despistó porque estaba distraído mirando a Pedro y a Paula. Los había estado vigilando frecuentemente mientras jugaba, como si quisiera asegurarse de que seguían allí.


—Sospecho que el accidente de ayer le ha recordado el que tuvieron Olga y Borya —comentó Paula.


—Es posible.


—¿Ha hablado de eso contigo?


—No.


—¿Y si un día decide hacerlo?


—Lo mejor sería dejarlo hablar, sin más. Es lo más sano. Así podría empezar a controlar sus propios recuerdos y superarlos.


Paula se mordió el labio. Pedro pensaba que el monstruo de las pesadillas de Sebastián era un recuerdo real. De hecho, se había tomado tan en serio la descripción de su sobrino que había hablado de ello con el jefe de seguridad del barco. Eso le había sorprendido. Pedro era demasiado sensato y racional para pedir a las autoridades del crucero que investigaran una pesadilla infantil…


Sospechaba que si Pedro pensaba que el monstruo de Sebastián podía ser real era porque se negaba a aceptar la explicación más obvia de los miedos del niño. Un accidente de coche había matado a sus padres, así que ver otro accidente debía de haberle recordado todo lo que había perdido. Se habían producido demasiados cambios en su vida, y por muy bienintencionada que hubiera sido la adopción de Pedro, por fuerza su sobrino tenía que echar de menos su hogar, su lengua, su cultura y su familia. El ogro de la pesadilla era en realidad una encarnación de su ansiedad.


Miró las muletas que había dejado sobre cubierta, al lado de su tumbona. Ese día llevaba una de sus típicas camisetas blancas y unos pantalones cortos que dejaban al descubierto la venda elástica de su rodilla.


Pedro, acerca de lo de ayer…


Giró la cabeza. Las gafas de sol le ocultaban los ojos, pero su tensión resultaba evidente por la manera que tenía de apretar la mandíbula.


—¿Sí?


—Quería darte las gracias.


—¿Por qué?


—Por haberme salvado la vida.


—De nada —volvió a mirar hacia la piscina—. También salvé la de Sebastián.


—Lo sé.


—¿Fue por eso por lo que me besaste?


Debería haber previsto que no podría evitar aquella pregunta para siempre. Le habría gustado mentirle. Nada más fácil que decirle que lo había besado por gratitud, y sin embargo…


—¿Por qué me besaste, Paula?


Se puso sus gafas de sol y se estiró en la tumbona.


—Porque me apeteció.


—Estabas alterada.


—Por supuesto que estaba alterada. Pudieron haberte matado.


—Eso habría resuelto tu problema con la custodia de Sebastian.


Paula se incorporó rápidamente y bajó los pies. Había intentado ser paciente con su mal humor, pero parecía como si la estuviera provocando a propósito.


—¿Cómo te atreves a bromear con eso? ¿Y cómo puedes insinuar siquiera que me gustaría que te pasara algo así? Te confieso que en algún momento me han entrado ganas de darte una bofetada, pero jamás se me ocurriría…


—¿Así que me besaste porque estabas alterada y agradecida?


—Bueno, no puede decirse que estuviera loca de deseo… tenías un aspecto terrible. Lo sigues teniendo. Como si…


—¿Cómo si me hubiera atropellado un coche?


—Te he dicho que no bromees con ello. He visto cómo te tambaleabas cuando llegaste. Para cuando te sentaste, estabas a punto de caerte al suelo. Deberías haber pedido una silla de ruedas en lugar de esas muletas.


—Estoy acostumbrado a andar con muletas. Hace un par de años me lesioné las dos rodillas jugando al fútbol.


—Te estás haciendo el héroe porque no quieres que Sebastian se dé cuenta de la gravedad de tus lesiones.


—¿El héroe? Yo soy un simple profesor de instituto, Paula.


Cinco días atrás, ella había pensado lo mismo. Había creído que era gris, flojo y aburrido, y se había equivocado de medio a medio. Cada día le revelaba una nueva faceta de su fortaleza, que no solamente era física.


—¿Tienes algún novio esperándote en Moscú? —le preguntó él de pronto.


—¿Por qué?


—Dijiste que el matrimonio no era para ti, pero eso no significa que no haya un hombre en tu vida. ¿Cómo encajará eso en tus planes para hacerte cargo de Sebastián?


Paula suspiró. Otra vez habían vuelto a la competición, a ver quién se anotaba más puntos.


—No tengo novio.


—Me cuesta creerlo. Yo había imaginado que una persona de tu carácter tendría un ejército de admiradores.


Esa vez fue ella la que se revolvió:
—En mi experiencia, es precisamente ese carácter lo último que suelen buscar los hombres en una mujer. Todavía no he conocido a ninguno que le haya interesado cómo soy realmente.


—¿Y qué es lo que les interesa?


—Mi chequera.


—Sigo diciendo que me cuesta creerlo, Paula.


—Sucede que mi chequera está excepcionalmente bien dotada, Pedro.


—Una chequera no te calienta por las noches.


—Pero sí paga las facturas. Disfruto de mi independencia y no tengo tiempo para los hombres.


—Pues con ese traje de baño no te faltarán pretendientes.



lunes, 27 de julio de 2020

CRUCERO DE AMOR: CAPÍTULO 26



Pedro recibió el vaso de agua de manos de Gabriel y se tomó uno de los analgésicos que le había recetado el médico. Había retrasado ese momento todo lo posible para poder mantener despejada la cabeza, pero el dolor estaba empezando a imponerse.


—Le agradezco que me haya atendido tan tarde, señor Dayan.


—Podríamos posponer esta conversación hasta mañana —dijo Gabriel, volviendo a colocar el vaso sobre el escritorio—. Me parece que usted necesita descansar.


Pedro se recolocó en la silla, buscando una postura más cómoda. Su lado derecho era el que había sufrido más: cada centímetro de ese flanco le recordaba el golpe contra el parachoques del taxi y el asfalto de la calle. 


Habría dado cualquier cosa por acostarse, pero Sebastian se había dormido y tenía que aprovechar la oportunidad para hablar con Gabriel en privado. Aunque Paula había desaprobado la idea, se había quedado a vigilar al niño hasta que regresara.


—No, prefiero hablar con usted ahora. Seré breve.


Sentado ante su escritorio, Gabriel abrió su carpeta y desenroscó su pluma. Su despacho era pequeño y sin ventanas: una habitación puramente funcional.


—Adelante —lo animó Gabriel—. Transmitiré su información a la policía de Nápoles.


—No se trata del atropello de hoy, sino de otro asunto.


—Usted dirá.


—Tiene que ver con mi hijo adoptado, Sebastian.


—Sí, me acuerdo. El niño ruso.


Pedro observó al jefe de seguridad. Gabriel parecía un tipo competente y responsable. Otra cosa era que se dignara tomarse en serio sus preocupaciones. De todas formas, tenía que intentarlo.


—Temo que Sebastian haya sufrido algún tipo de maltrato en alguno de los orfanatos donde estuvo.


Gabriel se inclinó sobre la mesa.


—¿Quiere que lo examine nuestro equipo médico?


Ésa era una de las preguntas más difíciles que Pedro había tenido que hacerse. Intentó responder con la mayor tranquilidad de que fue capaz, aunque la sola idea le ponía enfermo.


—No creo que a estas alturas eso le reporte ningún bien. No tiene heridas recientes o que no tengan fácil explicación. Por otro lado, tampoco se comporta como un niño que haya sufrido maltrato sexual.


—Si no tiene ninguna herida física… ¿por qué sospecha que ha sido maltratado? ¿Se lo ha contado él?


—No.


—¿Entonces?


—Ha tenido pesadillas con un monstruo. Y creyó ver a ese mismo monstruo conduciendo el coche que me atropello. Por eso se alteró tanto.


—Sueña con monstruos. Ya.


Pero Pedro insistió, pese al escepticismo que destilaba la voz de Gabriel.


—Su descripción de ese monstruo es muy detallada y específica… por eso creo que podría tratarse de una persona real.


—Cree que el monstruo de la pesadilla podría ser alguien de ese orfanato.


—Sí. Sebastián fue muy feliz antes de que murieran sus padres y luego estuvo en varios orfanatos. Ése debe de ser el origen de su ansiedad.


Gabriel tamborileó con su pluma en el escritorio.


—O tal vez se trate simplemente de una pesadilla. Sin más.


Pedro sacudió la cabeza. Tuvo que apretar los dientes para combatir la sensación de mareo que lo estaba asaltando.


—Eso es lo que yo pensé la primera vez que le sucedió. Pensaba que sólo era un incidente aislado, pero se ha convertido en una especie de pauta. No puedo ignorar la posibilidad de que mi hijo esté intentando decirme algo.


—¿Hablándole de un monstruo?


—Sí, no hay muchas vías de comunicación abiertas para un niño que tiene miedo de un adulto, especialmente de un cuidador. Nadie se muestra muy dispuesto a creer algo así.


—Lo entiendo, pero…


—No, me parece que no lo entiende, señor Dayan. Lo único que necesita un maltratador para quedar impune es que una sola persona desprecie o ignore los terrores de un niño.


—Los niños tienen una imaginación muy activa.


—Desde luego. Se inventan cosas continuamente. Pero eso no quiere decir que se lo inventen todo. Sea cual sea el motivo, mi hijo está aterrorizado por un hombre con una cicatriz en la cara.


Gabriel volvió a enroscar su pluma y se levantó.


—No sé muy bien qué es lo que espera que haga por su hijo, señor Alfonso. Me encargo de la seguridad de este barco. Mi autoridad no se extiende más allá.


Pedro recogió sus muletas y se levantó también.


—Pero sí que puede contactar con gente que tenga esa autoridad, ¿verdad?


—¿Qué quiere decir?


—Sebastian estuvo en dos orfanatos: uno en Murmansk y otro en San Petersburgo. Contacte con la policía de esos lugares. Pregúnteles si en la plantilla de esos centros hay alguien alto, que le guste vestir de oscuro y con una cicatriz en la cara con forma de hoz. Quizá siga trabajando allí. Quizá solamente se trate de una visita. Quizá no sea más que un producto de la imaginación de mi hijo. Pero si existe, hay que investigarlo.


—¿A partir de la única base de las pesadillas de su hijo?


—Me doy cuenta de que suena ridículo, pero… ¿qué daño pueden hacer unas cuentas llamadas?


—Señor Alfonso, puedo ver que es usted sincero, pero, francamente, creo que sería una pérdida de tiempo molestar a la policía partiendo de algo tan insustancial.


—Maldita sea, ¿qué es lo que tiene que perder? Puede que haya un monstruo suelto por ahí maltratando niños… Sebastian está ahora a salvo. Yo siempre lo protegeré. Pero… ¿quién protegerá a esos otros niños? ¿A los niños que se han quedado dentro, en esos centros?


Gabriel pareció reflexionar y finalmente asintió con la cabeza.


—Déme los números de teléfono de esos orfanatos. Haré algunas averiguaciones por mi cuenta.


No era todo lo que Pedro había esperado, pero por la expresión de Dayan sabía que no iba a conseguir mucho más. Agarró con fuerza las muletas, sobreponiéndose a otra punzada de dolor. Le dolían las rodillas y los moratones. 


Pero no todo el dolor procedía de sus heridas. 


También le dolían los recuerdos.


Desde el principio, había percibido que Sebastián y él compartían algo. Y, desde luego, esperaba que no fuera eso.


—Gracias, señor Dayan. Ruego a Dios que esté equivocado.


—Yo también, señor Alfonso.