domingo, 19 de julio de 2020

UN AMOR EN EL OLVIDO: EPÍLOGO




—¡Ya están aquí!


Arturo, de cuatro años, comenzó a correr como un loco por los pasillos cuando oyó que el helicóptero aterrizaba al otro lado de la Isla de Mithridos. Paula sonrió a su hijo aunque trató sin conseguirlo de que se callara un poco para que no despertara a su hermana de dos años o al hermanito de seis meses.


Había querido vestirse antes de que los primeros invitados llegaran a la isla, pero había estado tan ocupada con los niños, que no le había dado tiempo.


Horrorizada, se dio cuenta de que aún iba vestida con el albornoz que se había puesto tras darse una ducha. Se detuvo en el pasillo frente a la puerta de su dormitorio.


Su vestido, que era blanco con un estampado de delicadas rosas, estaba sobre la cama, esperándola. Entró en el dormitorio y notó que Pedro iba tras ella. Comenzó a besarle el cuello mientras le agarraba la cintura con sus fuertes brazos.


—¿Estás preparada para esto? —bromeó.


Paula se dio la vuelta y se puso de puntillas para darle un beso en los labios. Él tampoco se había vestido aún para la fiesta. Aún llevaba la ropa que se había puesto para llevar a los niños a la playa, unos pantalones cortos y una camiseta blanca, que marcaba su musculoso torso. Esa imagen siempre hacía que Paula quisiera comérselo entero…


No era mala idea, teniendo en cuenta que era su aniversario de boda.


Lo miró y vio que la expresión de su rostro cambiaba de repente. Con una picara sonrisa, él comenzó a besarla.


Entonces, el pequeño Arturo tiró algo en la planta de abajo. Ana comenzó a llorar y el bebé también, dado que el ruido lo había despertado prematuramente de su siesta.


Paula le dedico a su esposo una triste mirada.


—Y nuestros invitados están a punto de llegar.


—Bueno, tenemos unos seis minutos…


—¡Pedro! ¡Deberíamos darles a nuestros invitados la bienvenida a nuestra casa!


—Los niños están abajo. Pueden hacerlo ellos.


—¡Eres incorregible!


Sin embargo, suspiró de placer cuando él bajó la cabeza para besarla. Tenía una vida algo caótica, llena de amigos, niños y risas, pero plena de felicidad. Agotadora, pero maravillosa. Era la vida con la que había soñado siempre, a pesar de que dormía menos de cinco horas todas las noches. Se sentía afortunada.


Después de un único beso. Pedro dio un paso atrás. Le brillaban los ojos.


—Tengo un regalo para ti. Quería que lo abrieras antes de que llegaran los Navarre, pero…


—¿Por nuestro aniversario? Ya me has dado tanto…


Miró a su alrededor. Contempló el dormitorio en el que hacían el amor todas las noches. Se sentía plena y feliz.


—No quiero nada más —añadió.


—Pues te aguantas. Ábrelo.


Pedro le entregó una caja de terciopelo negro.


Ella lo abrió y contuvo el aliento.


En su interior, había un hermoso collar de diamantes, del que colgaban seis diamantes talla esmeralda. Cada uno de estos era tan grande como la yema de su dedo.


—Es precioso —susurró—, pero yo no te he comprado nada…


—Eso es lo que tú te crees —dijo. Le colocó el collar alrededor del cuello y se lo abrochó—. Este collar representa nuestra familia. Un diamante por cada uno de nuestros seis hijos.


—¿Seis? ¿Has estado bebiendo ouzo? Sólo tenemos tres hijos.


—Hasta ahora… —susurró él. Entonces, bajó la cabeza para besarla.


Diez minutos más tarde, cuando los Navarre entraron por la puerta principal de la casa, sólo encontraron a los niños para que les dieran la bienvenida, algo que hicieron en medio de un enorme revuelo.


—Bajarán dentro de un minuto —dijo la niñera, algo nerviosa.


Lucia y Ramiro se miraron el uno al otro y sonrieron.


No necesitaban ninguna explicación.






UN AMOR EN EL OLVIDO: CAPITULO 42





Mientras el ama de llaves lo organizaba todo, ella se cubrió el rostro con las manos. ¿Por qué había estado tan ciega? Pedro le había ofrecido su amor y ella lo había rechazado. 


Desgraciadamente, iba a tener a su hijo sola. Y lo criaría sola.


Durante el resto de su vida estaría sola y moriría amándolo. Un hombre al que jamás podría tener. Su hijo no tendría padre y todo sería culpa de ella. Se le escapó un sollozo de entre los labios…


De repente, se oyó un ruido muy fuerte y a alguien gritando.


—Déjeme entrar, maldita sea. ¡Sé que está ahí!


La puerta del comedor se abrió de par en par. 


Ella levantó la mirada y vio a Pedro. Él corrió a su lado y se arrodilló frente a ella.


—Sé que dijiste que no me querías, pero si me dices que me marche ahora…


—No —respondió ella. Lo abrazó con fuerza y se echó a llorar—. Jamás volveré a decirte que te vayas. Estás aquí. Quería desesperadamente que estuvieras a mi lado y ahora estás aquí… Tu asistente nos dijo que estabas viajando por Asia.


—Pero venía de camino hacia acá. Por fin conseguí encontrar a la secretaria de tu padre en la India. Ya tengo pruebas de que…


—Ya no necesito nada —musitó, justo antes de que otra contracción la desgarrara por dentro—. La única prueba que necesito es tu rostro. Has venido. Estás aquí. Por favor… no vuelvas a dejarme nunca más…


—Jamás te dejaré… —prometió. Ella lanzó un grito cuando otra contracción la atenazó por completo—. Dios mío, Paula. Estás de parto —añadió. Se puso inmediatamente de pie—. ¡Kefalas! Prepara el coche. ¡Mi esposa está de parto!


Pedro la llevó a Londres saltándose todos los límites de velocidad para que ella llegara a tiempo al hospital. Llegaron demasiado tarde para la epidural. Acababa de acomodarse en su habitación y el doctor Bartlett llegaba para examinarla cuando el niño vino al mundo.


Pedro la sostuvo mientras su hijo venía al mundo. En el momento en el que el pequeño estuvo en brazos de su madre, las vidas de ambos cambiaron para siempre.


Pedro besó la sudorosa frente de su esposa y los tomó a ambos tiernamente entre sus brazos. 


Su amor se renovó en aquel mismo instante, brillante y maravilloso como un cometa que ilumina una oscura noche.




UN AMOR EN EL OLVIDO: CAPITULO 41




Paula contuvo el aliento y se apretó la carta contra el pecho. Había creído que su madre había muerto porque tenía roto el corazón. Se había equivocado. 


«Jamás dijiste quién fue tu fuente. ¿De quién se trataba?»


«Di mi palabra de no revelar nunca su nombre».


Su madre había sido quien traicionó a su padre, pero, a los pocos meses, se sintió abrumada por lo que había hecho. Igual que le había ocurrido a Paula durante los últimos cinco meses. Sin saberlo, había modelado su vida como la de su madre.


Había renunciado al amor por la fría satisfacción de la venganza.


Dios Santo, ¿qué había hecho?


Gritó con fuerza al sentir otro dolor en el vientre.


—¿Señorita Chaves? —dijo el ama de llaves apareciendo de repente.


—Llámeme «señora Alfonso» —gritó Paula mientras se ponía de pie—. ¡Por favor! ¡Qué venga mi marido!


—¿Está de parto? Llamaré el médico. Prepararé el coche y…


—No —susurró Paula jadeando—. No vamos a ninguna parte hasta que él no esté aquí.


Se tambaleó. Las rodillas estuvieron a punto de doblársele al sentir otro fuerte dolor. El bebé estaba a punto de nacer.


Paula miró a su alrededor. No quería ser la mujer que había sido hasta entonces, enterrada en el pasado como lo había estado su madre. 


Quería un futuro. Quería que su hijo creciera feliz y seguro en un hogar lleno de vida. Quería que Pedro ejerciera como padre de su hijo. Como su esposo.


Quería amarlo.


—Por favor, déme el teléfono…


—Usted no se mueva.


El ama de llaves se dirigió al teléfono más cercano y marcó el número que Paula le dio. Tras hablar unos minutos, colgó.


—Su asistente dice que está de viaje por Asia y que no puede localizarlo.


—¿Le ha explicado usted que estoy de parto?


—Sí y le he dicho que a usted le gustaría que su esposo viniera a Londres tan rápidamente como le fuera posible. ¿Puedo hacer algo más?


—No…


No se podía hacer nada. Si Pedro estaba en Asia, jamás conseguiría llegar a Londres a tiempo.


Paula sintió ganas de echarse a llorar.




sábado, 18 de julio de 2020

UN AMOR EN EL OLVIDO: CAPITULO 40




Sintió que su hijo le daba una buena patada en el vientre, como si apostillara ese sentimiento. 


Entonces sintió un fuerte dolor en la parte baja de la espalda. Resultaba evidente que Pedro no la había echado de menos. Si lo hubiera hecho, la habría seguido hasta allí. Aunque se lo hubiera prometido, no se habría mantenido alejado de ella cuando su hijo estaba a punto de venir al mundo.


De repente, sintió un profundo dolor. Contuvo el aliento y, como pudo, llegó hasta la casa. Entonces, subió los escalones y llamó al ama de llaves.


—¿Es usted, señorita Chaves?


Señorita Chaves. Como si su matrimonio no hubiera ocurrido nunca.


Como si se hubiera divorciado tal y como había prometido. Aún le chocaba escuchar su apellido de soltera aunque había sido ella la que así se lo había pedido a los criados.


—Estaba limpiando algunas de las cosas de su padrastro, tal y como usted me pidió —dijo mientras acudía a la puerta—. Estuve a punto de tirar este sobre, pero entonces me di cuenta de que llevaba su nombre.


—Dámelo —susurró Paula.


Con la ayuda del ama de llaves y el sobre en la mano, consiguió llegar hasta una butaca del comedor.


Temía que, si se tumbaba en el sofá, no podría volver a levantarse.


Se dijo que se trataba de las contracciones habituales a lo largo del embarazo.


Sin embargo, un instante más tarde, otro fuerte dolor la desgarró por dentro.


Respiró tal y como le habían enseñado en las clases de preparación al parto y trató de controlar el repentino miedo. Su cuerpo le decía que había llegado la hora.


Estaba de parto.


Y no quería tener a su hijo sola.


Siempre había creído que Pedro volvería a su lado. ¿Por qué iba a hacerlo?


Después de todo lo que ella le había dicho durante la discusión que los dos tuvieron sobre su padre…


Su padre.


Abrió el sobre que el ama de llaves le había dado y que llevaba la letra de su padrastro.


Querida Pau:
Encontré esta carta entre los objetos personales de tu madre después de que muriera. No
sabía si debías verla. A veces, creo que es mejor no saber la verdad. Dejaré que el destino
decida. Tu madre te quiso siempre mucho y yo también. Que Dios te bendiga.


Había otro sobre más pequeño dentro. No hizo caso a otra contracción porque acababa de ver la letra de su padre en el sobre. Era una carta de amor, fechada el día de antes de que la prensa se hiciera eco de la estafa de su padre.



Barbara:

No puedo seguir mintiendo. Te dejo. Mi secretaria quiere una aventura, como yo, como tú solías buscarla en el pasado. Sin embargo, no debes preocuparte, cariño. La niña y tú estaréis bien. He conseguido una buena cantidad de dinero, lo que me deberían haber dado a lo largo de los años. He dejado la mitad del dinero para ti.
Damian.






UN AMOR EN EL OLVIDO: CAPITULO 39




Cinco meses después, Paula estaba de pie junto a la tumba de su madre. Estaban en primeros de marzo, pero la primavera parecía querer dar ya sus primeros pasos en Buckinghamshire. Los sauces llorones que había junto al lago estaban verdes y daban la primera pincelada de color de la nueva estación sobre el cementerio de la vieja Iglesia.


Paula tenía calor con su abrigo de plumas blanco y sus botas de goma. Había cruzado su finca para llegar hasta allí. No es que la casa estuviera muy lejos, pero como estaba embarazada de nueve meses, cada movimiento le suponía un gran esfuerzo. Incluso llevarle unas flores a la tumba de su madre. Su bebé iba a nacer muy pronto.


Su pobre hijo sin padre.


Había sido un invierno muy largo y solitario. 


Durante los cinco meses que habían pasado desde que se marchó de Grecia, había tratado de olvidarse de Pedrofingir que el padre de su hijo era un producto de su imaginación. Un mal sueño de hacía ya mucho tiempo. Sin embargo, muchas noches se despertaba cubierta de sudor, llamando a gritos a Pedro.


Había tratado de consolarse intentando llevar la vida que llevaba antes. Salía mucho con sus amigos y se iba a Nueva York a comprarse ropa. Pero sólo había conseguido deprimirse más. Las personas con las que salía en realidad no eran sus amigos. No lo habían sido nunca. Vio que había escogido deliberadamente personas sin mucha personalidad para poder mantenerlas a distancia. No quería que nadie la conociera de verdad.


A pesar de que había recuperado la memoria, no tenía nada. Ya no era la misma mujer de antes ni la muchacha inocente e ingenua que había sido cuando no recordaba nada.


Cerró los ojos y deseó volver a ser la persona alegre y cariñosa que había sido antes. La que estaba con Pedro. Echaba de menos amarlo.


Incluso echaba de menos odiarlo.


Sin embargo, todo eso había quedado atrás.


Los ojos se le llenaron de lágrimas.


—Lo siento —susurró, tras colocar la mano sobre la lápida de su madre—. No pude destruirlo como había pensado.


Se arrodillo y limpió la tierra del ángel de piedra antes de colocar las flores sobre la lápida.


—Voy a tener un hijo suyo en cualquier momento. Y yo le obligué a prometerme que se mantendría alejado de nosotros. Creo que jamás pensé que cumpliría a rajatabla su palabra. Tal vez no sea el mentiroso que yo creía.


Se limpió las lágrimas que el viento le estaba secando contra el rostro.


—¿Qué debería hacer?


Sólo se escuchaba el silbido del viento entre los árboles. Paula leyó la inscripción de la lápida.


«Amada esposa», decía. Miró la de su padrastro, que estaba al lado. «Querido esposo».


Su padrastro había estado enamorado de Barbara desde que los dos eran niños.


Entonces, ella conoció a un guapo yanqui en Boston que le arrebató el corazón. Sin embargo, Arturo nunca dejó de amarla, tanto que la aceptó encantado cuando ella quedó viuda. Incluso llegó a adoptar a su hija como si fuera suya.


Sin embargo, su madre no había dejado nunca de amar a Damian, pero éste nunca la había querido a ella con la misma devoción. ¿Eran iguales todas las historias de amor? ¿Había siempre una persona que daba y otra que recibía?


No.


Algunas veces el amor y la pasión eran correspondidos completamente. Ella lo había sentido así.


El deseo que había existido entre Pedro y ella había sido mutuo, correspondido.


Había sido muy afortunada y ni siquiera se había dado cuenta. Durante toda su vida, había estado centrada en la venganza, en recuperar un pasado que tan sólo le había dado penas.


Había apartado a un padrastro que la adoraba para pasar el tiempo con personas por las que no sentía nada. ¿Y todo para qué?


No tenía nada más que las tumbas de las personas que la habían amado, un dinero que no se había ganado y un bebé en camino que no tenía padre. Nada más que una cama vacía y nadie a quien abrazarse en una fría noche de invierno.


—Lo siento, Arturo. Debería haber regresado siempre a casa por Navidad. Te ruego que me perdones —dijo. Entonces, se puso de pie con dificultad—. Trataré de volver pronto para contaros a los dos cómo nos van las cosas.


Rezó una última oración y volvió a casa.


A casa. No podía considerar la finca de los Chaves como su hogar. El único lugar al que había considerado así había sido la casa familiar en Massachussets.


Pero ahora cada noche soñaba con una casa en una isla privada del Mediterráneo…


Respiró profundamente.


Lo echaba de menos.




UN AMOR EN EL OLVIDO: CAPITULO 38





—No me lo puedo creer —susurró—. De todos los hombres que hay en el mundo, tenía que quedarme embarazada del que más odio. El único hombre al que juré destruir.


—Paula, por favor…


—¡No! —exclamó, apartándose de él—. ¡No me toques!


Con eso, se dirigió hacia la puerta. Se sentía desesperada por poder salir del dormitorio, lejos de las suaves sábanas que aún seguían calientes por la pasión que ambos habían compartido, lejos del aroma de Pedro. Lejos de la inocente y explosiva alegría que había experimentado unos instantes antes.


—No te culpo —susurró él a sus espaldas. Estas palabras la obligaron a detenerse—. Cuando descubrí que eras la hija de Damian, ya sabía que me había enamorado de ti. Por eso te traje aquí a la isla. Pensaba que si te mantenía a salvo, alejada del mundo, no recordarías. Recé para que no lo hicieras nunca.


Paula se dio la vuelta para mirarlo.


—¿Para castigarme? —le preguntó. Sentía ganas de gritar—. ¿Para reclamar tu victoria?


—Para ser tu esposo —admitió él—. Para amarte durante el resto de mi vida.


Paula decidió que no permitiría que las tiernas palabras de Pedro volvieran a engañarla. Se secó las lágrimas y levantó la barbilla.


—No me hables de amor —le espetó con furia—. Mi padre te lo dio todo y tú lo arruinaste sin piedad. Por tu propio beneficio.


—¡Eso no es cierto!


—Jamás dijiste quién fue tu fuente. ¿De quién se trataba?


—Di mi palabra de no revelar nunca su nombre —dijo.


—¡Por qué falsificaste tú mismo esos documentos! —rugió Paula—. Mi padre debería haberte dejado tirado en las callejuelas de Atenas para que murieras allí. Y eso es lo que yo voy a hacer ahora. Te dejo.


Pedro la agarró por los hombros preso de la desesperación.


—Te aseguro que era culpable, Paula. Me imagino las mentiras que te contaría tu padre, pero era culpable. Les robó diez millones de dólares a sus accionistas. Cuando lo descubrí, no me quedó elección. ¡Esas personas merecían justicia!


—¡Justicia, dices! —exclamó. Entonces, le abofeteó el rostro—. Mi padre se merecía tu lealtad —gritó—. En vez de eso, tú lo traicionaste. ¡Mentiste!


—¡No!


—Después de que tú lo arruinaras, se emborrachó por completo y se estrelló con el coche. La muerte de mi madre fue más lenta. Ella regresó a Inglaterra para casarse y asegurarse así de que yo estaría atendida. Sin embargo, a los pocos meses de casarse con mi padrastro, ella se fue a la cama con un frasco lleno de pastillas…


Pedro la soltó y la miró completamente atónito.


—Había oído que murió por un problema de corazón.


Paula soltó una carcajada.


—Problemas de corazón, dices… Mi padrastro la amaba y no estaba dispuesto a dejar que nadie hablara mal de ella ni sobre la manera en que murió. El doctor Bartlett y él elaboraron esa pequeña mentira para la prensa. Sólo tenía treinta y cinco años… Sin embargo, tienes razón. Efectivamente, murió con el corazón roto. Por tu culpa.


—Paula, lo siento. Hice lo que creía que era lo más acertado. Perdóname…


—Jamás te perdonaré. No quiero volver a verte nunca más.


—Eres mi esposa.


—Pediré el divorcio en cuanto regrese a Londres.


—¡Estás esperando un hijo mío!


—Lo criaré yo sola.


—¡No puedes apartarme así de mi hijo!


—Mi hijo estará mejor sin padre que con un canalla traicionero y mentiroso como progenitor —le espetó con los ojos llenos de lágrimas—. ¿Acaso crees que podría confiar en ti? ¿Crees que podría perdonarme si lo hiciera?


—Tu padre fue el único que traicionó e hizo daño a tu familia.


—No tienes pruebas de eso. El único canalla eres tú. ¡Dijiste que me amabas!


—¡Claro que te amo!


—En ese caso, no sabes lo que significa el amor.


—Ahora sí que lo sé —susurró. Extendió la mano y consiguió acariciarle suavemente la mejilla—. Cuando perdiste la memoria, recuperaste tu inocencia perdida y tu fe. De algún modo, me hiciste encontrar la mía. Simplemente te pido que me des la oportunidad de amarte. Ponme a prueba como te venga en gana. Deja que te demuestre mi amor.


Paula creyó ver que Pedro estaba llorando. 


¿Pedro Alfonso llorando?


Imposible. Aquél no era más que otro de sus crueles y egoístas juegos. Pensó en cómo la había engañado para que se casara con él con amabilidad y buenas palabras para castigarla cuando ya estuvieron casados. Se cruzó de brazos.


—Muy bien. Te dejaré que me demuestres que me amas. Renuncia a tu hijo y no te pongas en contacto con nosotros nunca más.


—No me hagas hacer eso, Paula… Cualquier cosa menos eso…


—Si no lo haces, está claro que no me amas —dijo ella con satisfacción.


Entonces, se dispuso a marcharse.


Sin previo aviso, él la agarró y la tomó entre sus brazos. Entonces, la besó.


Aquel beso llevaba la promesa de un amor que podría durar para siempre.


Paula se echó a temblar. Entonces, a pesar de todo, el corazón se le cubrió de una gruesa cortina de hielo. Con fuerza, lo apartó de su lado.


—No vuelvas a tocarme.


Pedro, que seguía desnudó, la miró fijamente. Cuando por fin habló, lo hizo con un voz profunda, gutural.


—Haré lo que me pides anunció. Me mantendré alejado de ti y de tu hijo, pero sólo hasta que tenga pruebas de que tu padre mintió. Cuando tenga algo que tú no puedas negar, regresaré y tú te verás obligada a admitir la verdad.


—En ese caso, quedó completamente satisfecha porque jamás encontrarás esa prueba —dijo ella—. Te doy las gracias. Acabas de darme tu palabra de honor de que permanecerás alejado de mi hijo y de mí para siempre.