domingo, 24 de mayo de 2020

MI DESTINO: CAPITULO 31





Esa noche, Pedro y ella se volvieron a ver. La recogió en la puerta de su casa y juntos se dirigieron directamente hacia el ático de la calle Serrano. Esta vez Pedro comenzó a besarla en el ascensor y en el descansillo de la vivienda ya estaban medio desnudos. La noche fue ¡colosal!


Así pasaron una semana. Se veían todas las noches en el piso y hacían el amor de todas las formas y modos posibles. Nada los paraba. Eran
insaciables. Dos guerreros del sexo, y como tales lo disfrutaban.


Pero los días se sucedían rápidamente y Pau, intranquila, no quería preguntarle por su marcha. Él vivía en Londres y ella en Madrid, y tarde o temprano el día de su partida llegaría; sólo con pensarlo se le encogía el corazón.


¿Qué iba a hacer sin él?


El jueves, día en el que ella libró, lo dedicaron a hacer algo de turismo fuera de Madrid. Paula lo recogió en la puerta de su casa con Paco para llevarlo a Toledo. Estaba segura de que aquel lugar lo enamoraría y quería enseñarle ese mágico y maravilloso paraíso.


Visitaron el Alcázar, el Museo Sefardí, la Puerta Bisagra, el Museo del Greco. Todo. A Pedro le encantó absolutamente todo. Aquello era cultura viva.


Mientras caminaban por las empedradas y estrechas calles del mágico Toledo, Pau vio a una pareja de músicos callejeros y, tirando de Pedro, llegaron hasta ellos. Abrazada a él, escuchaba cantar a la chica.


La letra mencionaba un amor eterno, para toda la vida.


Embobados, todos los que estaban oyendo entonar esa bonita pieza a aquella mujer de unos cuarenta años, acompañada sólo por la guitarra de su compañero, se movían lentamente al compás de la música. 


Aquella romántica canción era una maravilla y, cuando Pedro oyó a Paula canturrearla, le preguntó:
—¿Conoces este tema?


Ella asintió.


—A mi padre le encanta esta canción. Le regalé un disco de música brasileña que salió hace unos años y la interpretaba Rosario Flores. Si mal no recuerdo, creo que se llama Sé que te voy a amar. —Y con gesto pícaro, propuso—: ¿Bailas conmigo, Pepe?


Pedro la miró y rápidamente negó con la cabeza.


Pero ella, sin hacerle caso, lo abrazó y, mirándolo a los ojos, comenzó a bailar lentamente y al final él la siguió y sonrió. Paula lograba hacer con él lo que se proponía. Un par de segundos después, otra pareja que había a su lado los imitó y, tras ellos, otras; divertida, Pau murmuró:
—Ves, Pepe. No pasa nada. La gente baila, se besa y se ama libremente manifestando sus sentimientos y nadie se escandaliza por ello.
Y, si lo hacen, ¡es su problema, no el nuestro!


Pedro sonrió. Sin duda ella tenía razón; la contempló mientras la abrazaba y bailaban en plena calle, y exclamó:
—Pau la Loca, ¡eres increíble!


Cuando la canción terminó, todos aplaudieron, y Paula, al ver que aquella pareja vendía un cedé, le preguntó a la mujer si en él se incluía aquel tema.


—Sí, cariño. Está en la pista número tres —respondió.


Feliz por saberlo, Paula abrió el bolso, sacó su monedero y lo compró. La mujer, encantada, al entregarle el cedé le dijo, mirándola:
—Gracias, jovencita. —Luego observó a Pedro y añadió—: Gracias, señor.


Pedro, con una sonrisa, asintió con la cabeza y, cuando se alejaron de ella, Paula le entregó el cedé y le dijo:
—Toma. Para que cuando estés en Londres te acuerdes de mí.


Aquel detalle a Pedro le tocó el corazón. Ella, al igual que él, pensaba en su marcha, en que pronto se tendrían que separar, pero no decía nada. Aquello era algo que debía solucionar. 


Pero no sabía cómo.


No resultaba fácil.


Encantado con aquel gesto, cogió el cedé que ella le tendía y, tras besarla en la boca, murmuró emocionado:
—Gracias, cielo.


Aquella demostración de afecto la hizo sonreír y se mofó.


—Ohhh, Diossss. ¡Qué fuerteeeeeeeeeeeeee! Te estoy echando a perder. ¡Me has besado en la calle! ¡Qué escándalo!


El comentario hizo reír a Pedro.


—Bésame otra vez. Lo necesito —exigió cogiéndola entre sus brazos.


Lo hizo entusiasmada y, cuando separó su boca de la de él, lo despeinó y soltó:
—Me gustas mucho. Quizá demasiado, Pepe.


Ambos se miraron a los ojos y Paula, consciente de lo que había dicho, para romper aquel momento de ñoñería pura y dura, preguntó:
—¿No te aburre ir siempre vestido con traje?


Él se encogió de hombros.


—Siempre visto igual. ¿Por qué me iba a aburrir?


—¿Pero no tienes unos míseros vaqueros y una camiseta básica?


Pedro sonrió.


—La verdad es que no. Dejé de utilizar tejanos el día que comencé a trabajar de ejecutivo y...


—¿Sabes? —lo cortó—. Me encantaría verte con unos vaqueros, unas zapatillas de deporte y una camiseta. Debes de estar guapísimo.


—No es mi estilo. —Luego, la observó y preguntó—: ¿No te gusta cómo visto?


Sin ganas de polemizar, ella sonrió y aclaró:
—Vamos a ver cómo te digo esto sin que te lo tomes a mal. Estás guapo con los trajes, pero pareces siempre un señor serio, respetable y ejecutivo. Con el cuerpo que tienes, estoy segura de que unos tejanos con una camiseta o camisa te tienen que quedar de lujo. Es más, seguro que te quitas años de encima.


Sorprendido por aquello, planteó:
—¿Me estás llamando viejo?


Ella se carcajeó y explicó:
—No. No te llamo viejo. Pero hasta la cantante te ha llamado «señor» y sólo tienes treinta y seis años.


—Es que soy un señor —afirmó.


Paula puso los ojos en blanco y, dispuesta a hacerse entender, insistió:
—Lo eres. Claro que lo eres, pero sólo digo que podrías actualizarte un poco en lo que al vestir se refiere. No tienes por qué ir todos los días con traje y menos un día como hoy, en el que no has tenido que trabajar.


Al ver su cara de pilluela, él sonrió. No era la primera vez que se lo decían y, consciente de que ella llevaba razón, preguntó:
—¿Hay tiendas de ropa en Toledo?


Asintió encantada y, mientras tiraba de él, propuso:
—Vamos. Déjame aconsejarte y te aseguro que vas a estar guapísimo.


—Miedo me das —se mofó divertido.




MI DESTINO: CAPITULO 30





El lunes, cuando llegó a trabajar, él no estaba esperándola donde siempre. Eso le hizo saber que lo que pensaba era verdad. Él ya no quería ni verla. Se lo comentó a Tamara y ésta se apenó por ella. Tamara aún creía en los cuentos de princesas. Lo mejor era continuar con su trabajo y olvidarse de todo. 


Definitivamente aquélla era la mejor opción.


Pero cuando lo vio entrar en el restaurante del hotel, sin poder remediarlo y armándose de valor, llenó una taza de café, le echó azúcar y, cuando vio que se sentaba a una de las mesas junto a las grandes cristaleras, se plantó ante él y cuchicheó al ver que nadie los podía oír:
—Espero que lo pasara tan bien como yo, señor. Y tranquilo, ya capté el mensaje. No seré una molestia para usted.


Él la miró. Pedro, que durante el domingo había hecho esfuerzos sobrehumanos para no llamarla a pesar de haber leídos sus mensajes, dijo:
—¿Qué mensaje has captado?


Mirándolo con cierto recelo, afirmó:
—Seré joven, pero no tonta, y sé cuando alguien, tras conseguir su propósito, no quiere saber nada más. 


Incrédulo porque ella pensara eso, sin importarle si alguien lo oía, aclaró:— Pues siento decirte que yo no te he lanzado ese mensaje. Si no te llamé ni contesté tus mensajes fue para darte espacio, porque no quería agobiarte. Y no quiero hacerlo, porque deseo volver a verte. Anhelo poseerte otra vez, me vuelvo loco por volver a tenerte desnuda entre mis brazos, pero sólo te pediré una cosa: no vuelvas a irte de mi cama sin avisar. ¿Captas ese mensaje?


Sorprendida pero encantada por lo que acababa de decirle, lo miró; él, al comprobar su desconcierto, preguntó al ver la taza que le tendía:
—¿Crees que debo fiarme de este café?


Con una encantadora sonrisa, Paula asintió con la cabeza. Pedro, sin apartar los ojos de ella, lo cogió, se lo llevó a la boca y dio un trago.


Cuando sus labios se separaron de la taza con una sugerente sonrisa, susurró:
—Gracias, Paula. Es tan exquisito como tú.


Congestionada por el mar de sentimientos que bullían en su interior, sonrió y se alejó. Minutos después, se acercó hasta su amiga Tamara y murmuró:
—Quiere volver a quedar conmigo.


—Aiss, qué monooooooooo...


Juntas entraron en las cocinas con varios platos en las manos. Una vez que los hubieron dejado en el fregadero, salieron a una terraza trasera para fumarse un cigarrillo y Tamara preguntó:
—¿Realmente qué es lo que pretendes con él, además de tirártelo otra vez?


—¡¿Yo?!


—Sí, tú.


Mientras se retiraba un mechón de la cara, Pau dio una calada a su pitillo y, tras expulsar el humo, respondió:
—Simplemente quiero pasarlo bien con él. Nada más.


Tamara se carcajeó. Aunque Paula no lo admitiera, ese hombre le gustaba. Se le veía en la cara. Divertida, cuchicheó:
—Es un bomboncito. Tan alto, tan educado, tan perfecto...


—Tan anticuado en el vestir —se burló suspirando.


Jovial, Tamara movió la cabeza y murmuró:
—No es anticuado, Pau. Es sólo que tiene una edad en la que no se va con pantalones cagados, ni gorras ladeadas, cielo. Ese hombre es un caballero inglés y no sólo en el vestir; sinceramente, reina, los trajes le sientan mejor que al mismísimo George Clooney.


—Tamara, ¿te encuentras bien? —se guaseó Paula tras oírla, pues Clooney era lo máximo para su amiga.


—Oh, sí... perfectamente. —Suspiró—. Sólo pienso que ése es el tipo de hombre que me encanta, pero nada.... ¡se prendó de ti!


Alegre por el comentario, Paula soltó una carcajada y dijo para jorobarla:
—Es tremendamente ardiente en la intimidad.


—Eso... Tú ponme los dientes largos, jodía.


No pudieron continuar. El jefe de sala apareció, les recriminó su pérdida de tiempo y ellas rápidamente, entre risas, regresaron a sus trabajos .





MI DESTINO: CAPITULO 29






El domingo, cuando se despertó en su cama, lo primero que hizo Paula fue mirar si tenía alguna llamada de él. Pero no. No la tenía.


Lo llamó, pero no se lo cogió.


Le envío varios mensajes, pero él no respondió.


Sin duda, tras pasar por su cama, ya no la buscaba como antes de hacerlo.


Por la tarde recibió una llamada de su amigo Guille el Chato, y para poder hablar con él abiertamente, se metió en su habitación y entre
susurros fue respondiendo a todas sus preguntas.
—Increíble, Chato, ¡increíble! Nunca nadie me ha hecho disfrutar tanto del sexo como él. Pepe es tan... tan... joder, ¡es la leche!


Guille y Paula solían hablar de sexo con total naturalidad. No con todos los amigos podía hablar de aquello, pero con Guille, por alguna extraña razón, así era. Éste le preguntó:
—Joder, Paula, pero ¿qué te ha hecho ese tío?


Paula, al recordarlo, suspiró encantada y siseó:
—Todo lo que te puedas imaginar adornado con placer, ternura, morbo, deleite, sabiduría y locura. Pero...


—¿Pero?


—Siempre hay un pero —susurró—. Creo que su interés por mí, tras lo ocurrido anoche, se ha acabado. Lo he llamado varias veces y no me lo coge. Le mando mensajes y no me contesta. Sin duda, consiguió su propósito y ya pasa de mí.


—¡No jodas!


—No... justamente en este momento eso no hago —se mofó Paula a pesar del malestar que le rondaba por el cuerpo al intuir que él ya no querría saber más de ella.


Media hora después, cuando la conversación se acabó y Paula se despidió y colgó, sintió un gran vacío. Quería hablar con él. 


Necesitaba escuchar su voz y eso la jorobó. 


¿Por qué se colgaba de él sabiendo lo que
imaginaba? Pensó en llamarlo, pero no. Nunca se había arrastrado ante un tío, y no pensaba hacerlo ante éste precisamente, por lo mucho que le gustaba y por quién era. No lo haría. Si él daba el tema por finiquitado tras la cama, debería aceptarlo y no protestar. Al fin y al cabo, ella ya sabía que aquello no llegaría a ninguna parte.




sábado, 23 de mayo de 2020

MI DESTINO: CAPITULO 28




Hechizada y encendida por aquel acto y por el poder que de pronto él parecía tener sobre ella sin apenas moverse, notó cómo él, aún vestido, le bajaba las bragas. Una vez se las hubo quitado, la miró a los ojos mientras su mano paseaba ahora por su húmeda vagina con total tranquilidad.


—En mi vida diaria puedo ser un anodino y aburrido hombre de negocios que pasa desapercibido —murmuró con voz ronca—. Pero en el sexo, el disfrute y el placer, te aseguro que soy todo lo contrario. Pero no temas, Pau la Loca, nunca haré nada que tú previamente no me hayas autorizado. No me excita el dolor. Me excita la complacencia, el morbo y el deleite. ¿Tú deseas eso también?


Agitada por lo que escuchaba y por lo que le hacía sentir, Pau abrió la boca y se la ofreció junto al resto de su cuerpo. Pedro, sin dudarlo, aceptó aquel ofrecimiento tan lleno de deseo.


En el silencio de la casa, la besó con gusto mientras las impacientes manos de ella le desabotonaban la camisa; ésta cayó al suelo y,
posteriormente, le desabrochó y quitó los pantalones y los calzoncillos.


Cuando quedó desnudo ante ella, Pedro, con una cautivadora sonrisa, la miró y le preguntó tal como había hecho ella anteriormente:
—¿Te gusta lo que ves?


Aquella chulería, tan poco propia de él, la hizo sonreír, y más cuando le oyó decir mientras ella le agarraba el pene con seguridad para tocárselo:
—Te haré gritar mi nombre de placer, Paula.


Con la boca seca por el deseo, cuando tocó aquel enorme miembro, erecto y listo para ella, jadeó y supo que gritaría su nombre a los cuatro
vientos.


Como un lobo hambriento, Pedro se dejó de remilgos y, agarrando a Pau, la acercó a su cuerpo. Su fuerte miembro chocó contra ella y, tras besarla, la cogió entre sus brazos y se la llevó hasta una oscura habitación.


Al entrar, sin encender la luz, la dejó sobre una enorme cama y murmuró sobre su boca:
—Ahora, sin quitarte esas botas militares que tanto adoras y que tanto me excitan en estos momentos, quiero que abras las piernas y te masturbes para mí, mientras me coloco un preservativo... ¿lo harás, Paula?


Exaltada, asintió y, bajo su atenta mirada, se abrió de piernas y ella misma se introdujo un dedo lentamente para que él lo observara.


Acto seguido, él encendió la luz de la lamparita de la mesilla, abrió un cajón y sacó una caja de preservativos.


Sin quitarle los ojos de encima, regresó frente a ella y, tras coger un condón, tiró la caja sobre la cama y, mirándola, se lo puso mientras exigía: —Nuestra música serán tus jadeos y posteriormente los de ambos. Eso es... No cierres las piernas... Así... quiero ver tu sensualidad... Sí... tócate... tócate para mí.


Excitada por sus palabras, su mirada, el momento, el deseo, la locura y el frenesí, prosiguió masturbándose para él... A continuación él se agachó ante el manjar que ella le ofrecía sin reparos, le sacó el dedo del interior de la vagina y de nuevo se lo chupó.


Pau fue a moverse para mirarlo, pero él dijo:
—No te muevas y no cierres las piernas. Abiertas... eso es... Bien abiertas para mí.


Con la respiración a mil, obedeció.


Pedro y su exigente manera de hablarle en aquel momento la estaban volviendo loca. 


Aquello nada tenía que ver con sus anteriores experiencias. Aquello era morbo en estado puro.


—Eres deliciosa, Paula... deliciosa —murmuró él gustoso mientras le retorcía los pezones y posaba la boca sobre su ombligo.


Cuando sintió cómo la tocaba para estimularla y con su caliente boca la besaba hasta bajar a su monte de Venus, Pau jadeó.


—Ábrete con los dedos para mí y levanta las caderas hacia mi boca —le pidió Pedro.


Locura. ¡Aquello era pura locura!


Ella obedeció y se expuso totalmente a él. Como un maestro, Pedro la chupó y la succionó. 


Cuando se centró en el clítoris, extasiada le agarró la cabeza y lo apretó contra ella, perdiendo la poca cordura y vergüenza que le quedaban hasta gritar su nombre y pedirle que no parara, que continuara.


Encantado al oírla, sonrió. La agarró de las caderas y, abriéndola a su antojo, la despojó de todo, quedándose todo para él. Enloquecida por aquello, cerró los ojos y jadeó mientras se apretaba contra él, deseosa de dar y recibir más.


Con destreza y posesión, Pedro movió su lengua sobre aquel hinchado botón del placer, mientras ella temblaba y se humedecía mil veces volviéndolo literalmente loco.


Cuando la tuvo totalmente entregada a él, le introdujo un dedo en la vagina y, sin ninguna inhibición, otro en su apretado ano. Ella gimió de placer y abrió los ojos


—Todo lo que me ofrezcas será mío... todo —susurró mirándola.


Paula asintió. Todo... le ofrecía todo de ella y anhelaba que lo tomase.


Durante varios minutos ella movió sus caderas en busca de su desmesurado placer y Pedro, cuando no pudo más, sacó los dedos del interior de ella y, acomodándose sobre sus caderas, guio su duro e impaciente pene y, sin apartar los ojos de los de ella, la penetró.


La joven se arqueó y jadeó. El placer era extremo y sus piernas mecánicamente se abrieron más para recibirlo mientras se apretaba contra él. Pedro sonrió y, cuando sintió los tobillos de ella cerca de sus nalgas, mirándola, murmuró:
—Me gusta poseerte. ¿Te gusta a ti?


—Sí... sí...


Loco por su reacción, su boca y su entrega, apretándose de nuevo contra ella la volvió a penetrar con fuerza. Ella gritó y él le cogió las manos y se las puso sobre la cabeza; los jadeos y los gemidos de ambos se mezclaron como una canción.


Una... y otra... y otra vez... se hundió en ella consiguiendo que el placer mutuo fuera increíble. Ambos jadeaban. Ambos gritaban. 


Ambos gozaban. Y ambos querían más.


—Disfrutas...


Pau asintió y él, con fuerza, la embistió y sintió cómo su vagina se contraía para recibirlo.


—¿Te gusta así? —insistió mientras la embestía de nuevo.


—Sí... sí... —consiguió balbucear enloquecida.


Repetidas penetraciones que los dejaban a ambos sin aliento se sucedieron una y otra vez. 


El deseo era tal que el agotamiento no podía
con ellos. Aquello era fantástico y Pedro, cambiándola de posición, volvió a darle lo que ella tanto exigía y él deseaba ofrecer.


—Pepe... ¡Oh, Dios!


—Paula... —balbuceó él vibrando al sentirse totalmente dentro de ella.


Ambos temblaron. Aquello era maravilloso y, cuando él tomó aire, ordenó:
—Dame tu boca.


Aquella exigencia tan cargada de morbo y deseo la excitó aún más.


Ella se la entregó y él la besó y tragó sus gritos de placer mientras él la empalaba sin descanso, hasta que el clímax les llegó y ambos se dejaron llevar por la lujuria y el rotundo placer.


Un par de minutos después, y una vez que sus pulsaciones se acompasaron, Pedro, que se había dejado caer a un lado en la cama, la miró y susurró:
—Ha sido increíble, Pau.


Extasiada por cómo aquel hombre le había hecho el amor, asintió y afirmó todavía sin resuello:
—Flipante, Pepe.


Oír cómo lo llamaba por aquel diminutivo le hizo sonreír; luego Pau cuchicheó:
—Eres una máquina de dar placer.


—Tú también, preciosa Paula.


Divertido, tras decir aquello soltó una risotada y todavía con el pulso acelerado fue a hablar cuando ella añadió:
—Nadie... nadie me había hecho el amor así.


Pedro no le gustó pensar en otro haciéndole el amor y, con gesto serio, murmuró:
—Desafortunado comentario, Paula.


Ella lo miró y, frunciendo el ceño, gruñó:
—¿Desafortunado? Pero si acabo de decirte que eres increíble y un maquinote en el sexo.


—Sobra el haber mencionado que otros hombres te han poseído. Eso sobra en este momento, ¿no lo entiendes?


Al hacerlo, ella asintió; él tenía razón y siseó:
—Es verdad, te pido disculpas.


Sin ganas de polemizar por aquello, finalmente él sonrió y, hundiendo la nariz en su pelo, dijo:
—Me gusta dominar en la cama, cielo, y luego querré atarte las muñecas y los tobillos para hacerte mía y sentirte vibrar bajo mi cuerpo. ¿Te agrada la idea?


Escuchar lo que proponía y cómo lo decía la puso a mil por hora y asintió. Pedro sonrió y, al ver en ella una buena compañera de juegos, la besó, la cogió en brazos y murmuró:
—Vayamos a la ducha...


Allí, bajo el agua, ella se sació de su pene hasta que Pedro la arrinconó contra las baldosas y de nuevo le hizo el amor con posesión y deleite. Eran dos animales sexuales y lo sabían. Lo comprobaron y lo disfrutaron.


Así estuvieron durante horas. No hubo una sola parte de sus cuerpos que no se besaran, que no se poseyeran, que no gozaran, hasta que a las seis de la mañana, agotados, se durmieron uno en brazos del otro.


A las siete y media, Pau se despertó sobresaltada. ¿Cómo se había podido quedar dormida?


Al mirar la hora, suspiró. Sus padres seguro que ya se habrían levantado y la estarían esperando preocupados en la cocina. Si hubiera sabido que iba a pasar la noche fuera, los habría avisado y todos hubieran estado tan contentos.


Sin muchas ganas, se levantó con cuidado de no despertarlo y buscó su ropa. Una vez vestida, lo miró. ¿Querría volver a estar con ella o con aquel encuentro ya se daba la relación por terminada?


Le hubiese encantado darle un beso de despedida, pero sabía que, si lo hacía, lo despertaría, así que se dio la vuelta, tras una increíble noche, y se marchó. Debía regresar a su casa o su madre comenzaría a llamar a todos los hospitales, buscándola.