sábado, 18 de abril de 2020
CITA SORPRESA: CAPITULO 11
–¿Te encuentras mejor? –preguntó él, sin ninguna simpatía.
–Un poco –contestó Paula.
–Bueno –Pedro tiró una carpeta sobre su mesa–. ¿Por qué demonios bebes tanto si luego te encuentras tan mal por la mañana?
–No suelo beber.
–¿Ah, no?
–¡Anoche estaba intentando pasarlo bien, ya que tú evidentemente no ibas a hacerlo! ¿Por qué fuiste a la cena si no pensabas hacer un esfuerzo?
–Fui porque Gabriel me lo pidió. Me dijo que Paola tenía una amiga a la que me gustaría conocer – contestó él–. Yo esperaba una chica agradable, sencilla, no a alguien con un escote vertiginoso y tacones de aguja que estaba decidida a bebérselo todo.
Ajá, de modo que se había fijado en el escote, notó Paula con perversa satisfacción.
–Pues a mí me dijeron que tú eras muy agradable. Vamos, que no te conocen en absoluto. ¡No pienso dejar que me organicen más citas a ciegas!
Pedro se cruzó de brazos.
–Estoy completamente de acuerdo.
–¡Pues es la primera vez!
–Si estás lo suficientemente recuperada como para discutir, estás bien para trabajar –dijo él entonces–. Supongo que los dos estamos de acuerdo en que lo de anoche fue... incómodo. Francamente, prefiero no saber nada de tu vida privada y no me gusta mezclar la mía con el trabajo. Pero como te dije anoche... aunque no creo que lo recuerdes, no me puedo permitir el lujo de enseñar a una secretaria nueva, así que sugiero que olvidemos lo que pasó. Y ayudaría mucho que tú llegases a tu hora y en condiciones para trabajar de vez en cuando. ¡Eso sí sería un cambio!
Paula se sujetó la dolorida cabeza con una mano.
Ojalá pudiera decirle dónde podía meterse su
trabajo. Recordaba vagamente haberle dicho a todo el mundo que iba a cambiar de profesión...
Cualquier día se le ocurriría algo, pero mientras tanto tenía que comer y aquel trabajo horroroso era su única forma de pagar las facturas. Ella nunca había sido ahorradora. Además, le había prestado dinero a Sebastian y no tenía nada en el banco. De modo que, por el momento, tendría
que quedarse con Pedro Alfonso.
–Alicia volverá dentro de unas semanas –dijo él entonces.
–¿Qué significa eso, que no vas a tener que aguantarme mucho tiempo?
A pesar de todo, le dolió que Pedro quisiera librarse de ella lo antes posible.
–Tenía la impresión de que el sentimiento era mutuo.
–Y lo es.
–¿Quieres marcharte ahora mismo?
–No –contestó Paula, arrinconada–. Quiero quedarme. No tengo elección.
–Pues estamos los dos en el mismo barco. ¡Pero si de verdad quieres seguir trabajando aquí, sugiero que vayas a lavarte la cara y empieces a trabajar!
CITA SORPRESA: CAPITULO 10
Paula abrió un ojo y alargó la mano para tomar el despertador. Y entonces lanzó lo que debería haber sido un grito, pero que le salió más bien como un gemido ahogado.
Al incorporarse notó un dolor agudo, como un cuchillo de carnicero clavándose en su cabeza.
La muerte habría sido preferible a aquel horrible dolor.
Por no hablar de lo que diría Pedro si llegaba tarde otra vez.
Si no se duchaba y tenía suerte con el metro, a lo mejor llegaba sólo cinco minutos tarde...
Como pudo, se levantó de la cama, se vistió y se dejó aplastar por cientos de personas en el vagón del metro. Se sujetó a la barra con una mano mientras el tren iba dando brincos sobre los raíles sin ninguna consideración por su estómago.
Para empeorar la situación, empezaba a recordar fragmentos de la noche anterior.
No se acordaba de mucho, pero sí tenía la horrible sensación de haber hecho el más
completo ridículo.
Recordaba la expresión de Pedro al ver que su cita era su secretaria. El limpiaparabrisas moviéndose rítmicamente mientras ella se fijaba inexplicablemente en su boca y en sus manos.
Cuando estaban juntos bajo el paraguas, a punto de echarse en sus brazos...
Debía de estar completamente borracha.
¿Le había tirado los tejos?, se preguntó, aterrada. No, no podía ser. Se acordaría.
Lo que sí recordaba era que él la había regañado por llevar tacones y que no hizo un solo comentario sobre su precioso vestido.
Todo el mundo se fijaba en su escote con aquel vestido rojo, pero Pedro no. Ni la había mirado.
Paula llegó a la oficina sólo un minuto tarde. Pedro, por supuesto, ya estaba sentado
frente a su escritorio y la miró por encima de las gafas cuando entró, agarrándose al quicio de la puerta.
–Tienes un aspecto horrible.
–Me encuentro fatal –replicó ella–. Tengo una resaca horrorosa.
–Supongo que no esperarás comprensión por mi parte.
–No, no creo que hoy vaya a haber ningún milagro –suspiró Paula, olvidando que su trabajo estaba en juego. Pedro debía de estar pensando precisamente eso porque sus ojos se oscurecieron.
–Espero que vengas dispuesta a trabajar –le advirtió–. Hoy tenemos mucho que hacer.
–Voy a tomar un café a ver si se me pasa.
–Tienes cinco minutos –dijo Pedro, volviendo a concentrarse en un informe.
Paula consiguió llegar hasta la máquina de café, haciendo una mueca de dolor. ¿Por qué había tanto ruido en aquella oficina?
A lo mejor Alicia tenía paracetamol, pensó.
Cualquier chica normal tendría una aspirina en su cajón, pero ella no. Seguramente Alicia nunca había tenido resaca.
Seguramente nunca se ponía nerviosa ni bebía demasiado.
El café la hizo sentirse peor. Gimiendo, se dejó caer en la silla y enterró la cabeza entre las manos.
Era horrible. Estaba a punto de morir allí, en la oficina de Pedro Alfonso. Y él tendría que sacar sus restos. Aunque, conociéndolo, se lo encargaría a la próxima secretaria temporal. «Líbrese de esos restos», le diría. «Y luego venga a mi despacho, que tengo que dictarle una carta».
–No bebiste agua antes de irte a la cama, ¿verdad? –oyó entonces la voz de su exasperante jefe.
–No –murmuró Paula.
–Estás deshidratada. Toma, te he traído un té y un par de aspirinas.
Ella levantó la cabeza, incrédula.
–Gracias.
Cinco minutos después empezó a pensar que iba a sobrevivir después de todo. Pedro estaba apoyado en la esquina del escritorio, con el ceño arrugado. Siempre tenía el ceño arrugado.
¿Sería así con todo el mundo o sólo con ella?, se preguntó. La idea de que sólo fuera así con ella era muy deprimente. En realidad, llegar a trabajar con resaca no era la mejor forma de conseguir una sonrisa, pero podría haber algo en ella que le gustase, ¿no?
CITA SORPRESA: CAPITULO 9
Iba conduciendo muy concentrado y Paula lo miraba de reojo, más impresionada de lo que hubiera querido admitir. Era tan atractivo así, conduciendo...
Ridículo, se regañó a sí misma. Seguía siendo Pedro Alfonso. Además de ser su jefe era un hombre desagradable y antipático. No le gustaba en absoluto. Entonces, ¿por qué se fijaba en su boca, en sus manos...?
–¿Adónde voy?
–¿Qué?
–Gabriel me ha pedido que te lleve a casa. Y supongo que sabes dónde vives, ¿no?
–Ah, sí –murmuró ella, demasiado nerviosa como para replicar con un sarcasmo.
Paula le indicó qué calles debía tomar mientras el limpiaparabrisas se movía rítmicamente. El único sonido dentro del coche.
–¿Por qué no le has dicho a mis amigos que nos conocíamos? –le preguntó cuando el silencio empezó a ser demasiado opresivo.
–Probablemente por la misma razón que tú. Pensé que la situación sería aún más incómoda.
No dijo nada más.
Cualquier otro hombre habría hecho preguntas, habría intentado ser amable, pero evidentemente Pedro no estaba de humor para charlar.
–Vivo en esta calle. Puedes dejarme aquí si quieres.
–¿En qué número vives? –Pasado el semáforo.
Como siempre, no había un solo espacio vacío en la calle, de modo que Pedro tuvo que detener el coche en segunda fila.
–Gracias por traerme. Espero no haberte desviado mucho de tu camino.
Un golpe de aire helado hizo que se detuviera un momento al abrir la puerta –Jo, qué noche más horrible.
–Espera un momento –murmuró Pedro, mientras buscaba un paraguas en el asiento trasero–. Te acompaño al portal.
–No hace falta...
–¡Venga, sal de una vez! –la interrumpió él, con cara de pocos amigos–. Cuanto antes lo hagas, antes llegaré a casa.
–Es ese portal de ahí –dijo Paula, levantando el pie derecho, que había metido en un charco.
–¿Por qué no te has puesto unos zapatos más normales?
–Si hubiera sabido que iba a una expedición polar me habría puesto botas –respondió ella, irritada–. Además, estos zapatos son muy normales.
–Ya, bueno...
Estaban muy cerca uno del otro mientras se dirigían al portal. Y él era tan alto, tan fuerte, que ella sintió la tentación de abrazarlo.
Claro que a Pedro le habría dado un ataque. O quizá no, quizá la habría besado bajo el paraguas... Paula tragó saliva. ¿Qué tonterías estaba pensando?
Se puso tan nerviosa que cuando iba a meter la llave en la cerradura se le cayó al suelo.
–Trae, abriré yo –dijo Pedro, quitándole la llave.
–Gracias. Y gracias otra vez por traerme.
Ése era el pie para que él dijese «ha sido un placer».
–Hasta mañana –dijo, sin embargo.
«Pues muy bien, si vas a ponerte así no te invito a entran».
–¿Quieres que vaya mañana a la oficina?
–Para eso te pago, ¿no?
–Pero, ¿no dices que soy un desastre?
–No eres precisamente un éxito como secretaria. Pero eres lo único que hay en este
momento. Tenemos un contrato importante que resolver esta semana... como sabrías si
hubieras estado prestando atención, y no puedo perder el tiempo explicándoselo todo a otra secretaria. Mejor me quedo contigo.
–Vaya hombre, gracias por el voto de confianza.
–Tampoco tú has disimulado cuánto te desagrada trabajar para mí –replicó él–. La
cuestión es que tú no puedes permitirte el lujo de perder este trabajo y yo no tengo tiempo de buscar otra secretaria.
–¿Estás diciendo que ninguno de los dos tiene otra salida? –preguntó Paula.
–Precisamente. Así que será mejor que intentemos llevarnos lo mejor posible – suspiró Pedro–. Y sugiero que bebas un poco de agua antes de irte a la cama. Mañana tenemos mucho que hacer, así que no llegues tarde.
CITA SORPRESA: CAPITULO 8
Y si era siempre tan aburrido como aquella noche, menos. Con la excusa de que tenía que conducir apenas bebió y, aunque no le podía poner pegas a un comportamiento responsable, al menos podría aparentar que lo estaba pasando bien.
Seguramente estaría aterrorizado ante la idea de que Paula se le tirase encima para obligarlo a casarse con ella. Era comprensible, después de cómo sus amigos estaban «vendiéndola», pero no tenía nada de qué preocuparse. Salir con él era lo último que se le ocurriría hacer en la vida.
No estaba tan desesperada. Pedro, sentado a su lado, no disimulaba su desaprobación mientras Paula reía, bebía demasiado vino o hablaba de sus amigos y sus fiestas, dejando claro que no estaba en el mercado para un viudo.
Por supuesto, cuanto más serio se ponía, más tenía ella que compensar.
Paola y Gabriel se habían molestado en organizar aquella cena y, al menos, alguien debía aparentar que lo estaba pasando bien.
Además, podría haber pedido un taxi para volver a casa y recoger su coche al día siguiente pero eso, por supuesto, jamás se le ocurriría al estirado Pedro Alfonso.
Naturalmente, él también participaba en la conversación, pero dejando claro que, consideraba a Paula demasiado boba. Y eso la ponía nerviosa. Y cuanto más nerviosa estaba, más bebía y más alto hablaba.
A las doce, Pedro miró su reloj.
–Debo irme –dijo, levantándose.
–Yo creo que tú también deberías irte, Paula –sonrió Gabriel–. O mañana, llegarás tarde a
trabajar.
–No me hables de eso –murmuró ella, cerrando los ojos. Un error, porque cuando los abrió la habitación estaba dando vueltas.
–¿Podrías llevarla a casa, Pedro? –preguntó Paola–. En su estado, no debería ir sola.
–¿Qué estado? Me encuentro perfectamente –protestó Paula, levantándose con más o menos estabilidad–. Estoy genial.
–Estás divina –asintió Paola–. Pero es hora de irse. Pedro va a llevarte a casa.
–¿Por qué no me lleva Jonathan?
–Porque no he traído el coche y vivo en dirección contraria.
–No me importa llevarte –dijo Pedro entonces, suspirando al ver que Paola y su marido la ayudaban a ponerse el abrigo como si fuera una niña.
Paula les dio las gracias por la cena, aunque tenía la desagradable impresión de que las palabras le habían salido más bien ininteligibles.
Desgraciadamente estaba lloviendo y, al bajar la escalera del portal, dio un tropezón. Pedro tuvo que sujetarla para que no acabase de bruces en el suelo.
–¡Cuidado!
–Es que el suelo está resbaladizo –se excusó Paula.
–Eres tú la que está resbaladiza –murmuró él, abriendo la puerta del coche con innecesaria galantería.
Harta de ser tratada como una niña, Paula se cruzó de brazos, prácticamente haciendo un mohín con los labios. Pero no dijo nada.
El coche estaba limpísimo. Nada de papeles, nada de colillas en el cenicero, ni siquiera un juguete olvidado en el asiento. Era increíble que aquel hombre tuviera una hija pequeña, pensó.
¿Qué clase de disciplina tendría que soportar la pobre Ariana?
Medio mareada, se inclinó para encender la radio y buscó una emisora de música rock, pero él la apagó bruscamente.
–Ponte el cinturón.
–¡Sí, señor! –exclamó Paula.
Pedro puso el brazo sobre el asiento mientras daba marcha atrás y ella, nerviosa, fingió estar buscando algo en su bolso para que no pensara que estaba acercándose invitadoramente a su mano.
La proximidad de Pedro Alfonso en un sitio tan pequeño, con la lluvia golpeando los cristales, era abrumadora. Las lucecitas del salpicadero iluminaban su cara, destacando los pómulos altos y el gesto severo de su boca.
CITA SORPRESA: CAPITULO 7
Paula se sintió culpable por haber dicho esas cosas de él, pero ¿cómo iba a saber que su brusquedad escondía un corazón roto?
Los otros, ajenos a la verdad, seguían promocionándola.
–Paula es una gran comunicadora –estaba diciendo Gabriel. Era la clase de frase que sólo decía alguien que había pasado mucho tiempo en Estados Unidos–. Se lleva fenomenal
con la gente.
–No sólo con la gente –intervino Jonathan–. También es muy buena con los animales. ¿Te acuerdas de aquel perro en el bar, Paola?
–Ah, sí –sonrió su amiga, fingiendo un escalofrío.
–A veces me despierto con sudores fríos recordándolo –siguió Jonathan–. Paula se
enfrentó con un skin head cubierto de tatuajes que estaba pegando a su perro. Le dijo que la gente como él no debía tener animales y se llevó al perro mientras los demás nos quedábamos boquiabiertos.
Pedro la miró, sorprendido.
–¿Qué fue del perro?
–Era un alsaciano al que yo no me habría acercado ni muerto, pero con Paula era como un cachorro. Por cierto, ¿qué fue de él? –preguntó Jonathan.
–Vive en casa de mis padres. Y ahora está gordo como una vaca.
–¿Tú crees que el perro quería separarse de su dueño? –preguntó Pedro.
–Me imagino que sí. A nadie le gusta que le peguen –contestó Paula–. Además, alguien tenía que hacer algo.
De repente, todos se quedaron en silencio.
–Un consejo –dijo entonces Gabriel–. Paula parece encantadora, pero no se te ocurra maltratar a un animal si ella está cerca o te meterás en un buen lío. Tiene muy mal genio cuando se trata de los animales.
–Intentaré acordarme.
–Lo que Paula necesita –ahora era Paola quien hablaba– es una casa en el campo donde pueda tener pollos, perros y todo tipo de animales abandonados.
–De eso nada –objetó ella.
Una casa en el campo no estaría mal, pero eso de «lo que necesita Paula» sonaba a solterona que buscaba marido. Ella no estaba buscando marido desesperadamente... y menos un marido como Pedro Alfonso.
–En realidad, yo soy una chica de ciudad. Aún no estoy preparada para hacer mermeladas. Yo estaba pensando en un trabajo de Relaciones Públicas... –Paula no pudo terminar la frase porque todos, incluido Pedro, se echaron a reír.
–¿Qué os hace tanta gracia?
–Cariño, no eres suficientemente dura como para meterte en el mundo de las Relaciones Públicas. Tú siempre estás con el más débil –sonrió Paola–. Eso es como decir que quieres ser neurocirujana.
Después de eso, se pusieron a discutir sobre qué trabajo le iría bien. Así, sin contar con ella. Jonathan sugirió que podría ser exterminadora de ratas.
–Se llevaría todas las ratas a casa y las pondría en una camita.
Paula apretó los dientes. Pedro la estaba mirando con una sonrisa irónica en los labios. Seguramente era una de esas personas que asociaba tener buen corazón con ser un idiota.
Y no le habría importado si los otros tres no estuvieran tan decididos a convertirla en una excelente ama de casa. ¿No se daban cuenta de que él no parecía impresionado? Y las cosas empeoraron durante la cena, cuando Paola, sin ninguna sutileza, empezó a hablar sobre la hija de Pedro.
–¿Cómo se llama?
–Ariana –contestó él, con desgana.
Lógico. También su jefe se había dado cuenta de la descarada publicidad y no podía estar pasándolo mejor que ella.
–Tiene nueve años –añadió. Evidentemente iban a sacarle la información de una u otra manera...
–Debe de ser difícil para ti criarla solo –dijo Paola.
Pedro se encogió de hombros.
–Ariana tenía dos años cuando Ana murió y hemos tenido varias niñeras, pero Ariana nunca se encariñó con ninguna. Desde que va al colegio nos arreglamos con una señora que va a casa todos los días. Recoge a la niña en el colegio, limpia la casa y nos hace la cena.
Lo había dicho sin emoción, como si su hija fuera sólo otro problema logístico. Era por Ariana por quien Paula sentía pena; la pobre niña... Nunca había llamado al despacho ni la había visto por allí, de modo que seguramente tendría prohibido molestar a su ocupado papá.
Habiendo crecido con cuatro hermanos, Paula imaginaba que la vida de aquella niña debía de ser muy solitaria. No podía ser muy divertido crecer con la compañía de un ama de llaves y alguien como Pedro Alfonso.
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