sábado, 18 de abril de 2020

CITA SORPRESA: CAPITULO 10




Paula abrió un ojo y alargó la mano para tomar el despertador. Y entonces lanzó lo que debería haber sido un grito, pero que le salió más bien como un gemido ahogado.


Al incorporarse notó un dolor agudo, como un cuchillo de carnicero clavándose en su cabeza.


La muerte habría sido preferible a aquel horrible dolor.


Por no hablar de lo que diría Pedro si llegaba tarde otra vez.


Si no se duchaba y tenía suerte con el metro, a lo mejor llegaba sólo cinco minutos tarde...


Como pudo, se levantó de la cama, se vistió y se dejó aplastar por cientos de personas en el vagón del metro. Se sujetó a la barra con una mano mientras el tren iba dando brincos sobre los raíles sin ninguna consideración por su estómago.


Para empeorar la situación, empezaba a recordar fragmentos de la noche anterior.


No se acordaba de mucho, pero sí tenía la horrible sensación de haber hecho el más
completo ridículo.


Recordaba la expresión de Pedro al ver que su cita era su secretaria. El limpiaparabrisas moviéndose rítmicamente mientras ella se fijaba inexplicablemente en su boca y en sus manos. 


Cuando estaban juntos bajo el paraguas, a punto de echarse en sus brazos...


Debía de estar completamente borracha.


¿Le había tirado los tejos?, se preguntó, aterrada. No, no podía ser. Se acordaría.


Lo que sí recordaba era que él la había regañado por llevar tacones y que no hizo un solo comentario sobre su precioso vestido. 


Todo el mundo se fijaba en su escote con aquel vestido rojo, pero Pedro no. Ni la había mirado.


Paula llegó a la oficina sólo un minuto tarde. Pedro, por supuesto, ya estaba sentado
frente a su escritorio y la miró por encima de las gafas cuando entró, agarrándose al quicio de la puerta.


–Tienes un aspecto horrible.


–Me encuentro fatal –replicó ella–. Tengo una resaca horrorosa.


–Supongo que no esperarás comprensión por mi parte.


–No, no creo que hoy vaya a haber ningún milagro –suspiró Paula, olvidando que su trabajo estaba en juego. Pedro debía de estar pensando precisamente eso porque sus ojos se oscurecieron.


–Espero que vengas dispuesta a trabajar –le advirtió–. Hoy tenemos mucho que hacer.


–Voy a tomar un café a ver si se me pasa.


–Tienes cinco minutos –dijo Pedro, volviendo a concentrarse en un informe.


Paula consiguió llegar hasta la máquina de café, haciendo una mueca de dolor. ¿Por qué había tanto ruido en aquella oficina?


A lo mejor Alicia tenía paracetamol, pensó. 


Cualquier chica normal tendría una aspirina en su cajón, pero ella no. Seguramente Alicia nunca había tenido resaca.


Seguramente nunca se ponía nerviosa ni bebía demasiado.


El café la hizo sentirse peor. Gimiendo, se dejó caer en la silla y enterró la cabeza entre las manos.


Era horrible. Estaba a punto de morir allí, en la oficina de Pedro Alfonso. Y él tendría que sacar sus restos. Aunque, conociéndolo, se lo encargaría a la próxima secretaria temporal. «Líbrese de esos restos», le diría. «Y luego venga a mi despacho, que tengo que dictarle una carta».


–No bebiste agua antes de irte a la cama, ¿verdad? –oyó entonces la voz de su exasperante jefe.


–No –murmuró Paula.


–Estás deshidratada. Toma, te he traído un té y un par de aspirinas.


Ella levantó la cabeza, incrédula.


–Gracias.


Cinco minutos después empezó a pensar que iba a sobrevivir después de todo. Pedro estaba apoyado en la esquina del escritorio, con el ceño arrugado. Siempre tenía el ceño arrugado. 


¿Sería así con todo el mundo o sólo con ella?, se preguntó. La idea de que sólo fuera así con ella era muy deprimente. En realidad, llegar a trabajar con resaca no era la mejor forma de conseguir una sonrisa, pero podría haber algo en ella que le gustase, ¿no?






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