sábado, 18 de abril de 2020

CITA SORPRESA: CAPITULO 8




Y si era siempre tan aburrido como aquella noche, menos. Con la excusa de que tenía que conducir apenas bebió y, aunque no le podía poner pegas a un comportamiento responsable, al menos podría aparentar que lo estaba pasando bien.


Seguramente estaría aterrorizado ante la idea de que Paula se le tirase encima para obligarlo a casarse con ella. Era comprensible, después de cómo sus amigos estaban «vendiéndola», pero no tenía nada de qué preocuparse. Salir con él era lo último que se le ocurriría hacer en la vida. 


No estaba tan desesperada. Pedro, sentado a su lado, no disimulaba su desaprobación mientras Paula reía, bebía demasiado vino o hablaba de sus amigos y sus fiestas, dejando claro que no estaba en el mercado para un viudo.


Por supuesto, cuanto más serio se ponía, más tenía ella que compensar.


Paola y Gabriel se habían molestado en organizar aquella cena y, al menos, alguien debía aparentar que lo estaba pasando bien.


Además, podría haber pedido un taxi para volver a casa y recoger su coche al día siguiente pero eso, por supuesto, jamás se le ocurriría al estirado Pedro Alfonso.


Naturalmente, él también participaba en la conversación, pero dejando claro que, consideraba a Paula demasiado boba. Y eso la ponía nerviosa. Y cuanto más nerviosa estaba, más bebía y más alto hablaba. 


A las doce, Pedro miró su reloj.


–Debo irme –dijo, levantándose.


–Yo creo que tú también deberías irte, Paula –sonrió Gabriel–. O mañana, llegarás tarde a
trabajar.


–No me hables de eso –murmuró ella, cerrando los ojos. Un error, porque cuando los abrió la habitación estaba dando vueltas.


–¿Podrías llevarla a casa, Pedro? –preguntó Paola–. En su estado, no debería ir sola.


–¿Qué estado? Me encuentro perfectamente –protestó Paula, levantándose con más o menos estabilidad–. Estoy genial.


–Estás divina –asintió Paola–. Pero es hora de irse. Pedro va a llevarte a casa.


–¿Por qué no me lleva Jonathan?


–Porque no he traído el coche y vivo en dirección contraria.


–No me importa llevarte –dijo Pedro entonces, suspirando al ver que Paola y su marido la ayudaban a ponerse el abrigo como si fuera una niña.


Paula les dio las gracias por la cena, aunque tenía la desagradable impresión de que las palabras le habían salido más bien ininteligibles. 


Desgraciadamente estaba lloviendo y, al bajar la escalera del portal, dio un tropezón. Pedro tuvo que sujetarla para que no acabase de bruces en el suelo.


–¡Cuidado!


–Es que el suelo está resbaladizo –se excusó Paula.


–Eres tú la que está resbaladiza –murmuró él, abriendo la puerta del coche con innecesaria galantería.


Harta de ser tratada como una niña, Paula se cruzó de brazos, prácticamente haciendo un mohín con los labios. Pero no dijo nada.


El coche estaba limpísimo. Nada de papeles, nada de colillas en el cenicero, ni siquiera un juguete olvidado en el asiento. Era increíble que aquel hombre tuviera una hija pequeña, pensó. 


¿Qué clase de disciplina tendría que soportar la pobre Ariana?


Medio mareada, se inclinó para encender la radio y buscó una emisora de música rock, pero él la apagó bruscamente.


–Ponte el cinturón.


–¡Sí, señor! –exclamó Paula.



Pedro puso el brazo sobre el asiento mientras daba marcha atrás y ella, nerviosa, fingió estar buscando algo en su bolso para que no pensara que estaba acercándose invitadoramente a su mano.


La proximidad de Pedro Alfonso en un sitio tan pequeño, con la lluvia golpeando los cristales, era abrumadora. Las lucecitas del salpicadero iluminaban su cara, destacando los pómulos altos y el gesto severo de su boca.


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