sábado, 14 de diciembre de 2019
OSCURA SEDUCCIÓN: CAPITULO 11
PAULA ERA virgen?
Pedro estaba conmocionado. Ella era la mujer más hermosa que había visto nunca. Todos los hombres la deseaban. Había estado casada diez años. ¿Cómo podía ser virgen? Pero las señales físicas no dejaban lugar a dudas. La actitud titubeante de ella ante el primer beso de él y su vergonzosa respuesta, que él había considerado muestra de su orgullo, tomaban otro cariz.
Paula era inocente. O al menos lo había sido hasta que él la había poseído.
Le invadió una poderosa sensación, tan intensa que le recordó a un salto en caída libre. La adrenalina que le invadía en aquel momento era la misma.
Paula era peligrosa. Más de lo que él habría imaginado nunca. Pero saber que él era el único hombre que la había disfrutado le generó un feroz orgullo y actitud posesiva. Peligrosa o no, no podía dejarla marchar.
Seguía erecto dentro de ella. Sabía que debería retirarse. Nunca había desvirgado a una mujer, pero sabía instintivamente que aquello les había cambiado a ambos para siempre. Siempre estarían conectados por aquello y eso le asustaba.
Ella se humedeció sus carnosos labios rojos.
–¿Por qué no me lo avisaste? –preguntó él con los dientes apretados.
–No quiero que pares –susurró ella acariciándole la mejilla con una mano temblorosa–. Contigo no siento frío. Te quiero dentro de mí.
El gimió. Se retiró lentamente y volvió a penetrarla, esa vez más profundamente. Sintió un inmenso placer y tuvo que hacer un gran esfuerzo por controlarse. Ahogó el segundo grito de ella con un feroz beso, seduciéndola hasta hacerla olvidar su miedo y derretirse en sus brazos de nuevo. Hasta que ella gimió de placer y echó la cabeza hacia atrás. Él le besó el cuello y el lóbulo de la oreja. Los senos llenos de ella botaban suavemente según él la penetraba con un agonizante cuidado. Ella le clavó las uñas en la espalda mientras él sentía crecer la tensión del cuerpo de ella. La penetró de nuevo moviendo las caderas de lado a lado. Le acarició la piel mientras la montaba sobre el verde césped, bajo el cálido sol y rodeados del aroma a rosas.
Entonces la oyó tomar aire y la vio arquearse con un grito que parecía no terminar nunca.
Ante aquello, él perdió el control. La embistió tres veces antes de que su mundo estallara en una miríada de colores. No se parecía a nada de lo que él había sentido nunca. Mantuvo los ojos cerrados mientras seguía dentro de ella, luchando por recuperar el aliento. Le pareció que transcurría una eternidad antes de regresar lentamente a tierra.
Cuando por fin contempló el hermoso rostro de Paula, ella permanecía con los ojos cerrados.
Tenía los labios entreabiertos y curvados en una dulce sonrisa, como si siguiera en el cielo. Él contempló su cuerpo desnudo. Eran tan exuberante... Volvía a excitarse sólo con mirarla.
Entonces se dio cuenta de algo: no había utilizado preservativo.
Acababa de arriesgarse a haberla dejado embarazada. Maldijo en voz baja.
Furioso consigo mismo, salió de ella. Vio que ella abría los ojos y se ruborizaba.
Pedro inspiró hondo.
–¿Tomas la píldora?
Ella lo miró como sin entender.
–¿Cómo?
Él repitió la pregunta. Ella negó con la cabeza.
–No, ¿por qué iba a hacerlo?
¿Por qué, ciertamente? Un sudor frío recorrió a Pedro. Se puso en pie y se arregló la ropa. Ni siquiera se había quitado los pantalones.
No podía creer lo estúpido que había sido.
Paula poseía un poder sobre él que él no comprendía. ¿Cómo podía él haber actuado de forma tan estúpida, igual que un toro enloquecido de lujuria? La abrumadora fuerza de su deseo por ella era demasiado peligrosa.
Demasiado íntima. Él no quería volver a preocuparse por nadie.
Le acometió el recuerdo de las llamas rojas, la nieve blanca y un desolado cielo negro. Los lloros. El crepitar de la madera ardiendo. Y luego, lo peor de todo: el silencio.
Apartó esos pensamientos. Negocios, tenía que pensar en negocios.
OSCURA SEDUCCIÓN: CAPITULO 10
Cerró los ojos al tiempo que aspiraba la fragancia, escuchaba el viento entre los árboles y sentía el cálido sol de la Toscana sobre su piel.
–Hola, Paula –saludó una voz.
Ella se giró sobresaltada.
Era él. Sus ojos oscuros brillaban al otro lado del portón de hierro forjado. Él lo abrió y entró lentamente en el jardín. Su camisa y vaqueros negros destacaban sobre la profusión de coloridas rosas. Él se acercó con aire de depredador, como un león al acecho. Paula sintió la intensidad de su mirada desde la cabeza hasta los pies.
Él resultaba más apuesto allí que incluso en Nueva York, ¿cómo era posible?
Aquel hombre, de belleza tan masculina, era tan salvaje como el bosque que los rodeaba.
Y los dos estaban solos.
Él se colocó entre ella y la puerta del jardín.
Aquella vez no habría taxi. No habría escape.
Ella se cruzó de brazos instintivamente, intentando detener su temblor, al tiempo que daba un paso atrás.
–¿Cómo me ha encontrado?
–No ha sido difícil.
–¡Yo no le he invitado!
–¿No? –dijo él con frialdad.
Tomó uno de los rizos de ella entre sus dedos mientras le acariciaba el rostro con la mirada.
–¿Estás segura?
Ella no podía respirar. Oyó cantar a los pájaros á otro lado de las murallas medievales construidas parí protegerse de los intrusos. Las mismas murallas que en aquel momento la aprisionaban en su interior.
–Por favor, déjeme –susurró ella.
Temblaba de deseo por él. Por su calidez. Por sus caricias. Por la manera en que le hacía sentirse viva de nuevo, otra vez joven, otra vez mujer. Se humedeció los labios.
–Quiero que se vaya.
–No, no lo quieres –afirmó él y, elevándole la barbilla, la besó.
Los labios de él eran implacables, suaves y dulces. La fragancia de las rosas inundó los sentidos de ella y se sintió mareada. Estaba perdida, perdida en él.
Y no quería que aquello terminara nunca.
El la apoyó contra una pared recorrida por glicinias. La besó de nuevo, más violentamente.
Jugueteando con ella. Tomando. Exigiendo.
Seduciéndola...
El casto beso de Giovanni en la frente el día de su boda no había preparado a Paula para aquello. Durante toda la noche en el solitario viaje en avión atravesando el Atlántico, ella había intentado convencerse a sí misma de que su apasionada reacción al beso del extraño había sido un momento de locura, algo que nunca podría repetir. Pero el placer era mayor que antes, la dulce agonía aumentaba con la tensión de su deseo. Desaparecieron su pena, su soledad y su dolor. Sólo existía la ardiente exigencia de la boca de él, las placenteras caricias de sus manos. Él obtenía lo que deseaba.
Ella intentó resistirse. De veras. Pero era como querer apartar la vida lejos de ella. Aunque sabía que no debía, lo deseaba.
Le devolvió los besos insegura al principio y luego un hambre similar. Se estremeció ante la desmedida fuerza de su propio deseo conforme él acogía cada una de sus temblorosas caricias.
Advirtió que él le quitaba el vestido y luego el sujetador. Ahogó un grito cuando sintió sus pechos desnudos bajo el sol.
Él gimió y acercó la boca al pezón de ella, arrancándole un grito. Entonces posó su otra mano sobre él otro seno y lamió uno mientras acariciaba el otro.
Luego deslizó sus manos hasta las caderas de ella, le bajó las bragas y las tiró sobre el césped.
Ella no podía dejar de temblar.
–Paula, cuánto me enciendes... –dijo él con voz ronca tomándola entre sus brazos.
Ella contempló aquel bello rostro y sus intensos ojos oscuros. Y de pronto supo que aquel fuego podría consumirlos a los dos. El la tumbó con cuidado sobre el mullido césped y cubrió el cuerpo de ella con el suyo, lentamente; Ella gimió, deseando algo aunque no sabía el qué. El se bajó la cremallera y entreabrió los muslos de ella con los suyos. Ella sintió el miembro erecto de él exigiendo penetrarla y se estremeció, tensa y llena de deseo.
Él la besó y ella le correspondió con igual pasión.
Entonces él la penetró de una sola embestida.
El dolor se apoderó de ella, haciéndole ahogar un grito.
Él se detuvo en seco y la miró desencajado.
–¿Cómo es posible? ¿Eres virgen?
OSCURA SEDUCCIÓN: CAPITULO 9
Paula cerró de un portazo la puerta de su Aston–Martin Vanquish descapotable.
Le dolía todo el cuerpo. Habían sido doce largas horas. Había pasado por su casa de Nueva York lo suficiente para recoger su pasaporte y cambiarse de ropa. Luego había tomado el primer avión posible desde el aeropuerto JFK hasta París y luego hasta Roma antes de alcanzar Pisa. Incluso viajando en primera clase, el viaje había sido agotador. Tal vez porque había pasado todo el tiempo llorando. Y mirando hacia atrás, medio esperando que el desconocido la perseguiría.
Pero él no lo había hecho. Ella seguía sola.
¿Y por qué eso no le hacía sentirse más feliz?
Elevó la vista hacia el edificio en el borde de la boscosa montaña e inspiró profundamente.
Estaba en casa. Aquel castillo medieval italiano, cuidadosamente reformado durante cincuenta años y transformado en una lujosa villa, había sido el refugio favorito de Giovanni.
Durante los últimos diez años también había sido el hogar de Paula.
–Salve, contessa –la saludó el ama de llaves a gritos desde la puerta y, con lágrimas en los ojos, añadió–. Bienvenida a casa.
Paula atravesó la puerta principal y esperó a que los sentimientos de consuelo y comodidad la asaltaran como siempre.
Pero no sintió nada. Sólo vacío. Soledad. Una nueva ola de dolor se apoderó de ella al dejar su maleta en el suelo.
–Grazie, Felicita.
Paula caminó lentamente por las habitaciones vacías. El valioso mobiliario de anticuario se alternaba con otras piezas más modernas. Cada habitación había sido primorosamente limpiada.
Cada ventana estaba abierta de par en par,
permitiendo que entrara la luz del sol y el fresco aire matutino de las montañas italianas. Pero ella tenía frío. Como si estuviera envuelta en una bola de nieve... o en un sudario.
El recuerdo del beso del desconocido le hizo estremecerse y se llevó la mano a los labios, reviviendo cómo la había incendiado el contacto con aquel hombre la noche anterior.
Sintió un pinchazo de arrepentimiento. Había sido una cobarde por haber huido de él, de sus propios sentimientos, de la vida... Pero no volvería a verle nunca. Ni siquiera sabía su nombre. Ella había tomado su decisión.
La decisión segura y respetable. Y la cumpliría.
Apenas sintió el agua caliente sobre su piel al darse una ducha. Se secó y se puso un sencillo vestido ancho blanco. Se cepilló el pelo. Se lavó los dientes.
Y se sintió muerta por dentro.
La soledad del enorme castillo, donde tantas generaciones habían vivido y perecido antes de que ella naciera, resonaba en su interior.
Cuando entró en su dormitorio, miró la alianza de diamantes que Giovanni le había regalado y todavía lucía en su dedo.
Había besado a otro hombre mientras llevaba el anillo de su difunto esposo.
La vergüenza la traspasó como una bala. Cerró los ojos llenos de lágrimas.
–Lo siento –susurró, como si Giovanni todavía pudiera oírla–. No debería haber permitido que sucediera.
No se merecía llevar la alianza, se dijo con desesperación. Lentamente se la quitó.
Llegó al dormitorio de Giovanni, anexo al suyo, y guardó el anillo en la caja fuerte oculta tras el retrato de la amada primera esposa de él.
Contempló a la hermosa mujer del cuadro. La primera contessa reía subida a un columpio.
Giovanni la había amado profundamente y siempre lo haría. Por eso no le había importado casarse con Paula.
Ese tipo de amor eterno era algo que Lia nunca había experimentado, ni nunca lo haría. Inspiró hondo. Tenía frío, mucho frío.
¿Alguna vez volvería a sentir calor?
–Lo siento –repitió y suspiró una vez más–. No pretendía olvidarte.
Salió a la soleada rosaleda. Aquél era el lugar preferido de Giovanni. El mismo había cultivado las rosas, cuidando con mimo aquel jardín durante horas. Pero ese mismo jardín llevaba descuidado meses. Las flores estaban demasiado crecidas y medio salvajes. Los brotes se alzaban hacia el cielo azul, algunos tan altos como los muros antiguos de piedra.
Paula se inclinó para oler una de las enormes rosas amarillas, las de aroma más fuerte.
Echaba de menos la calidez de Giovanni, su amabilidad. Se sentía tremendamente culpable por haberle olvidado, aunque sólo hubiera sido un momento, el tiempo que había durado aquel beso...
OSCURA SEDUCCIÓN: CAPITULO 8
Pedro regresó al salón de baile con las manos vacías, furioso y empapado.
Agarró una toalla de un carrito de bebidas y se secó sombrío el agua sucia del cuello, la camisa y las solapas de su esmoquin.
Ella había escapado. ¿Cómo era posible?
Frunció el ceño. Ninguna mujer le había rechazado antes. Ninguna mujer siquiera había intentado resistirse. Furioso, arrugó la toalla mojada y la lanzó sobre la bandeja vacía de un camarero. Apretó la mandíbula y contempló la sala. Vio a Nicolas en la abarrotada pista de baile con una joven de mejillas sonrosadas y cabello rubio. Rechinó los dientes. ¿Él había perseguido a la rapidísima condesa por todo Midtown, rompiéndose casi el cuello y empapándose en el proceso, mientras Nicolas flirteaba en la pista de baile?
Su viejo amigo debió de sentir su mirada fulminante porque se giró hacia él y, al ver su expresión, se excusó con su rubia pareja de baile y se despidió besándola en la mano.
–¿Qué te ha sucedido? –preguntó Nicolas boquiabierto mirando el traje mojado y sucio.
Pedro apretó la mandíbula.
–No importa.
–Has dado todo un espectáculo con la condesa –comentó Nicolas alegremente–. No sé qué me ha escandalizado más: tu puja de un millón de dólares, vuestro beso en la pista de baile o la manera en que los dos habéis salido corriendo como si fuera una carrera. No esperaba que regresaras tan pronto. Ella debe de haber accedido a venderte el terreno en un tiempo récord.
–No se lo he planteado –le espetó Pedro.
Nicolas lo miró atónito.
–¿Has pagado un millón de dólares para bailar a solas con ella y no se lo has planteado?
–Lo haré –aseguró Pedro quitándose la chaqueta jada–. Te lo prometo.
–Pedro, se nos acaba el tiempo. Una vez que el acuerdo se haya firmado con la ciudad...
–Lo sé –le cortó Pedro.
Sacó su teléfono móvil y marcó un número.
–Lander, la condesa Chaves se ha marchado del hotel Cavanaugh en un taxi hace cinco minutos. El número de la licencia es 5G31. Encuéntrala.
Colgó bruscamente. Podía sentir a la élite de Nueva York mirándolo con perplejidad y admiración. Parecían preguntarse quién era aquel desconocido capaz de pagar un millón de dólares por un baile... y besar salvajemente a la mujer que todos los demás hombres deseaban.
Pedro apretó la mandíbula. Él era quien pronto construiría rascacielos de setenta pisos en el Far West Side. Quien comenzaría un nuevo barrio empresarial en Manhattan, sólo superado por Wall Street y Midtown.
–Yo lo conozco.
Pedro se giró y vio al aristócrata de cabello blanco que le había llevado champán a Paula.
Debía de tener anos sesenta años, pero seguía irradiando poderío.
–Usted es el nieto de Mario Kane –comentó el nombre arrugando la frente.
–Me apellido Alfonso –precisó Pedro mirándolo con frialdad.
–Cierto –comentó el hombre pensativo–. Recuerdo a su madre. Se fugó con un novio, un camionero, ¿cierto? Lamentable. Su abuelo nunca le perdonó que...
–Mi padre era un buen hombre –lo interrumpió Pedro–. Trabajó muy duro cada día de su vida y no juzgó a nadie por el dinero que tenía ni por el colegio en el que había estudiado. Mi abuelo lo odiaba por eso.
–Pero usted debería haber asistido a su funeral. Era su abuelo...
–Nunca quiso serlo –puntualizó Pedro y, cruzándose de brazos, dio la espalda a aquel hombre.
Entonces vio que el maestro de ceremonias de la subasta le hacía señas de que se acercara.
–Muchas gracias por su puja, señor Alfonso–dijo–. La fundación del parque Olivia Hawthorne le agradece su generosa donación.
Justo lo que Pedro necesitaba: ¡que le recordaran que acababa de entregar un millón de dólares al mismo proyecto que intentaba destruir!
–Es un placer –gruñó.
–¿Se quedará en Nueva York mucho tiempo, señor Alfonso?
–No –respondió él secamente.
Antes de verse sometido a más preguntas, sacó una chequera del bolsillo interior de su esmoquin y extendió un cheque por un millón de dólares.
Se lo entregó al hombre sin permitir que su rostro mostrara un ápice de emoción.
–Gracias, señor Alfonso. Muchas gracias –dijo el hombre retirándose entre reverencias.
Pedro asintió fríamente. Odiaba a los tipos obsequiosos como aquél. Gente que lo temía, que quería su dinero, su atención o su tiempo.
Contempló a las mujeres que lo miraban con deseo y admiración. Las mujeres eran las
peores.
Excepto Paula Chaves. Ella no había intentado atraerlo. Había salido corriendo.
Más rápida y con mayor de terminación que él, había logrado escapar de él a pesar de que él se había esforzado al máximo.
¿Por qué había huido? ¿Tan sólo porque él la había besado?
Aquel beso... Él había visto cómo le había afectado a ella, demasiado parecido a como le había afectado a él: le había sacudido hasta las entrañas. Todavía le hacía temblar.
Él no había tenido intención de besarla. Su idea era vencerla de que le vendiera el terreno y después seducirla. Pero algo en la actitud desafiante de ella, en la forma en que se le había resistido mientras bailaban, le había provocado. Algo en la forma en que ella se había apartado del rostro el cabello negro, largo y lustroso, y en que se había humedecido sus carnosos labios rojos, mientras movía su voluptuoso cuerpo al son de la música, le había hecho enloquecer.
Ella le había desafiado. Y él había respondido.
Sólo había sido un beso, nada más. El había besado a muchas mujeres en su vida. Pero nunca había sentido nada como aquello.
¿Y qué?, se encaró consigo mismo. Aunque sintiera el mayor deseo de su vida, el final seguiría siendo el mismo: se acostaría con ella, saciaría su lujuria y la olvidaría rápidamente. Igual que siempre.
Aun así...
Frunció el ceño. De alguna manera, la belleza y el poder de seducción de Paula Chaves le habían hecho olvidar lo más importante del mundo: los negocios.
Nunca le había sucedido. Y desde luego, no a causa de una mujer. Debido a ese error, tal vez perdiera el contrato más importante de su vida. Nicolas tenía razón, reconoció: había infravalorado a la condesa. Ella era mucho más fuerte de lo que él había imaginado.
Pero en lugar de enfurecerse, de pronto a Pedro le asaltó el deseo de cazarla.
Vencerla.
Primero se haría con el terreno. Y luego con ella.
Le dolía el cuerpo de deseo por esa mujer. No podía olvidar cómo había temblado ella en sus brazos al besarla. Ni la suavidad de sus senos contra su pecho o la curva de su cadera contra su pelvis. Ni su sabor.
Tenía que poseerla. La deseaba con tanta fuerza que se estremeció.
Le sonó el teléfono móvil. Contestó al instante.
–Lander, dame buenas noticias –ordenó.
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