sábado, 14 de diciembre de 2019

OSCURA SEDUCCIÓN: CAPITULO 9




Paula cerró de un portazo la puerta de su Aston–Martin Vanquish descapotable.


Le dolía todo el cuerpo. Habían sido doce largas horas. Había pasado por su casa de Nueva York lo suficiente para recoger su pasaporte y cambiarse de ropa. Luego había tomado el primer avión posible desde el aeropuerto JFK hasta París y luego hasta Roma antes de alcanzar Pisa. Incluso viajando en primera clase, el viaje había sido agotador. Tal vez porque había pasado todo el tiempo llorando. Y mirando hacia atrás, medio esperando que el desconocido la perseguiría.


Pero él no lo había hecho. Ella seguía sola.


¿Y por qué eso no le hacía sentirse más feliz?


Elevó la vista hacia el edificio en el borde de la boscosa montaña e inspiró profundamente. 


Estaba en casa. Aquel castillo medieval italiano, cuidadosamente reformado durante cincuenta años y transformado en una lujosa villa, había sido el refugio favorito de Giovanni. 


Durante los últimos diez años también había sido el hogar de Paula.


–Salve, contessa –la saludó el ama de llaves a gritos desde la puerta y, con lágrimas en los ojos, añadió–. Bienvenida a casa.


Paula atravesó la puerta principal y esperó a que los sentimientos de consuelo y comodidad la asaltaran como siempre.


Pero no sintió nada. Sólo vacío. Soledad. Una nueva ola de dolor se apoderó de ella al dejar su maleta en el suelo.


–Grazie, Felicita.


Paula caminó lentamente por las habitaciones vacías. El valioso mobiliario de anticuario se alternaba con otras piezas más modernas. Cada habitación había sido primorosamente limpiada. 


Cada ventana estaba abierta de par en par,
permitiendo que entrara la luz del sol y el fresco aire matutino de las montañas italianas. Pero ella tenía frío. Como si estuviera envuelta en una bola de nieve... o en un sudario.


El recuerdo del beso del desconocido le hizo estremecerse y se llevó la mano a los labios, reviviendo cómo la había incendiado el contacto con aquel hombre la noche anterior.


Sintió un pinchazo de arrepentimiento. Había sido una cobarde por haber huido de él, de sus propios sentimientos, de la vida... Pero no volvería a verle nunca. Ni siquiera sabía su nombre. Ella había tomado su decisión. 


La decisión segura y respetable. Y la cumpliría.


Apenas sintió el agua caliente sobre su piel al darse una ducha. Se secó y se puso un sencillo vestido ancho blanco. Se cepilló el pelo. Se lavó los dientes.


Y se sintió muerta por dentro.


La soledad del enorme castillo, donde tantas generaciones habían vivido y perecido antes de que ella naciera, resonaba en su interior. 


Cuando entró en su dormitorio, miró la alianza de diamantes que Giovanni le había regalado y todavía lucía en su dedo.


Había besado a otro hombre mientras llevaba el anillo de su difunto esposo.


La vergüenza la traspasó como una bala. Cerró los ojos llenos de lágrimas.


–Lo siento –susurró, como si Giovanni todavía pudiera oírla–. No debería haber permitido que sucediera.


No se merecía llevar la alianza, se dijo con desesperación. Lentamente se la quitó.


Llegó al dormitorio de Giovanni, anexo al suyo, y guardó el anillo en la caja fuerte oculta tras el retrato de la amada primera esposa de él. 


Contempló a la hermosa mujer del cuadro. La primera contessa reía subida a un columpio.


Giovanni la había amado profundamente y siempre lo haría. Por eso no le había importado casarse con Paula.


Ese tipo de amor eterno era algo que Lia nunca había experimentado, ni nunca lo haría. Inspiró hondo. Tenía frío, mucho frío.


¿Alguna vez volvería a sentir calor?


–Lo siento –repitió y suspiró una vez más–. No pretendía olvidarte.


Salió a la soleada rosaleda. Aquél era el lugar preferido de Giovanni. El mismo había cultivado las rosas, cuidando con mimo aquel jardín durante horas. Pero ese mismo jardín llevaba descuidado meses. Las flores estaban demasiado crecidas y medio salvajes. Los brotes se alzaban hacia el cielo azul, algunos tan altos como los muros antiguos de piedra.


Paula se inclinó para oler una de las enormes rosas amarillas, las de aroma más fuerte. 


Echaba de menos la calidez de Giovanni, su amabilidad. Se sentía tremendamente culpable por haberle olvidado, aunque sólo hubiera sido un momento, el tiempo que había durado aquel beso...





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