lunes, 7 de octubre de 2019

LOS SECRETOS DE UNA MUJER: CAPITULO 26




Paula estaba convencida de que a la gente que vivía en lugares húmedos y grises le costaría creer que podía existir una mañana como la de aquel día. La brisa era suave y el día cálido. El sol alumbraba el vistoso despliegue de frutas tropicales y pan con mantequilla que habían preparado para desayunar.


Las primeras que subieron a cubierta fueron las hermanas Granger; las dos les dieron los buenos días con sonrisas en la boca.


Lyle se acercó a ella y le dio una palmadita en la mano.


—Pobrecita Paula, espero que te encuentres mejor.


—Sí, esos mareos son realmente horribles —agregó Lily.


—Ya estoy bien —les dijo ella—. Pero no lo recomiendo. Es muy desagradable.


—La verdad es que Pedro tuvo una idea estupenda. No sabía que fuera un remedio contra el mareo —comentó Lyle.


—Sí, pero ¿no te dio miedo estar allí, en medio del océano en plena noche? —preguntó Lily.


—La verdad es que estaba tan mal que todo me daba igual. Habría probado cualquier cosa con tal de liberarme de esa sensación —confesó ella.


Miró a Pedro. Podía recordar claramente cómo había sido estar entre sus brazos y metida en el agua.


El resto de la mañana fue tan agradable como había amanecido. El cielo estaba despejado y las temperaturas eran cálidas, pero soportables.


Se sentó en cubierta para leer su libro, no sin antes aplicarse crema para el sol. Margo llevó otra silla y se sentó a su lado.


—¿Dónde está tu padre? —le preguntó a la joven.


—Está leyendo en su camarote. No le gusta que su trabajo sufra retrasos por culpa de las vacaciones.


—¡Ya!


—¿Te imaginas cómo sería poder vivir con este clima todos los días del año? —le preguntó Margo con anhelo en su voz.


—Sería increíble. Demasiado bueno como para que pueda ser real.


—¿Por que lo dicen, señoritas? —les preguntó Hernan acercándose a su lado.


—La vida real no se parece a esto —contestó Margo.


—Claro que sí —repuso el mientras se apoyaba en la barandilla del barco—. La vida real es lo que tú decidas que sea. No hay ninguna razón en el mundo por la que no puedas tener sol todos los días del año si eso es lo que quieres. Todo está en las decisiones que tomamos.


Margo se quedó mirando el océano. A Paula le pareció ver de nuevo en su rostro una sombra de resignación y arrepentimiento.


—Sí, pero sólo algunas personas pueden permitirse el lujo de tomar esas decisiones —dijo la joven.


—Puede que sea así —repuso Hernan mirándola a los ojos—. O a lo mejor es que el resto de la gente no se da cuenta de que son libres para decidir que es lo que quieren hacer con sus vidas.


Pedro llamó a Hernan desde el otro lado de la cubierta del barco.


—Bueno, tengo que irme —les dijo él.


Después de que se fuera Hernan, Margo se quedó callada algún tiempo.


—¿Crees que tiene razón, Paula? —le preguntó ella—. ¿Crees que cada uno decide su propio destino? ¿O es el destino el que decide por nosotros?


Paula se quedó pensando un tiempo. No pudo evitar reflexionar sobre lo que había sido su vida hasta entonces.


—Creo que las circunstancias hacen que a algunas personas les cueste más tomar decisiones que a otras. Pero sí, creo que la mayor parte del tiempo estamos donde estamos porque hemos elegido estar en ese lugar. Aunque muchas veces nosotros somos los primeros sorprendidos por las situaciones en las que nos encontramos.


—¿Hablas por experiencia?


—Me casé con el hombre equivocado. Y yo elegí ignorar las señales de advertencia que emitía.


—¿Estás divorciada?


Ella asintió.


—Lo siento.


—Me he pasado un año entero pensando en cómo vengarme de él. Yo también tengo parte de culpa en lo que ha ocurrido, pero eso no ha hecho que pueda aceptarlo mejor.


—Yo no tengo que preocuparme por distinguir a los hombres malos de los buenos —repuso la joven mirando el cielo—. A veces desearía tener otra vida.


—¿Y cómo sería esa vida?


—No sé —contestó con una sonrisa tímida—. Me encantaría no llevar gafas y ser rubia. 
Entonces, los hombres como Hernan se fijarían en mí.


—¿Por qué crees que no se ha fijado en ti tal y como eres?


—Los hombres como Hernan miran a mujeres como tú.


—Estás siendo injusta contigo misma, Margo.


—Oye, no quería despertar tu compasión. Pero conozco mis límites. La vida es mucho más fácil cuando aceptas cómo eres y no intentas aparentar lo que no eres.


—Lo sé. Eso es lo que hice y lo que nos separó a mi padre y a mí. Murió pensando que había malgastado ocho años de universidad para viajar por Europa dibujando y pintando.


—¿Eres pintora?


—Bueno, supongo que lo era.


—¿Lo eras?


—Hace mucho que no pinto.


—¿Por qué?


—Mi padre murió hace tres años y me di cuenta entonces de que lo había decepcionado. Decidí dejar de pintar y hacer algo que a él le hubiera gustado.


—Yo me he pasado toda la vida deseando ser tan inteligente como mi padre —le confesó Margo unos segundos después—. Nunca he salido con chicos porque lo que más me importaba era tener buenas notas. Ahora tengo treinta y cinco años y no sé ni cómo comportarme con los hombres.


—¿Quieres saber cómo hacerlo? ¿Quieres aprender a relacionarte con ellos y a atraerlos?


—Eso sería misión imposible.


Paula miró a Pedro y Hernan. Estaban ordenando el equipamiento de buceo.


—¿Por qué no dejas que me ocupe yo? Ya verás —murmuró ella.




LOS SECRETOS DE UNA MUJER: CAPITULO 25




La cocina era tan pequeña que Paula apenas tuvo que moverse del sitio mientras Pedro le indicaba dónde estaban todas las cosas que ella podría necesitar para la preparación del desayuno.


Paula lo miró atónita, pero con interés, mientras él le explicaba que hacía pan cada día y que tenía un arma secreta para conseguirlo.


—¡Ah! De eso se trata —le dijo ella—. La verdad es que no te imaginaba aquí abajo todas las mañanas amasando y mezclando harinas.


—No. El truco está en el horno de pan. Se meten los ingredientes, conectas la máquina y vuelves dos horas después para encontrarte con un fabuloso pan recién hecho. Creo que es el mejor invento del siglo XX.


—Me sorprende tu entusiasmo. No me imaginaba que te gustara tanto la cocina.


—En un barco hay que hacer un poco de todo —repuso él.


Abrió un armario y sacó una lata con harina, un paquete de levadura fresca, leche desnatada y agua. Del frigorífico sacó un cartón de huevos.


—Yo añado un par de claras de huevo a la mezcla. No viene en la receta del pan, pero le da un toque especial.


—¿Cómo es que un tipo como tú sabe cocinar? —le preguntó ella con aparente interés.


—Pues, porque tengo que comer, como todo el mundo.


—¡Ah!


—¿Tú no?


—¿Qué? ¿Que si como?


—No, que si cocinas.


—Bueno, creo que quizá exagerara un poco mis habilidades en ese sentido…


—¿En serio? —preguntó él intentando parecer sorprendido.


—Ya te lo imaginabas, ¿verdad?


—Tu seguridad me pareció que tenía los pies de barro.


—Intentaré hacerlo mejor la próxima vez.


—No quiero que mi pregunta te suene machista pero ¿cómo es que no sabes cocinar?


Ella se encogió de hombros.


—Mi padre casi nunca estaba en casa cuando era pequeña y siempre tuve a alguien que me hacía la comida. Mi madre murió cuando yo tenía ocho años.


—Lo siento.


—Gracias.


Él miró su mano, carente de anillos.


—¿Nunca has estado casada?


—Sí. Estoy divorciada.


—¿Y a él no le gustaba comer?


Ella sonrió.


—Él tampoco comía en casa.


—Veo que tu padre y tu marido se parecían bastante.


—No, la verdad es que no tenían demasiado en común.


Se dio cuenta de que había una historia amarga detrás de sus palabras, pero decidió no preguntarle, ya se lo contaría ella si quería.


—¿Y a ti? ¿Quien te enseñó a cocinar?


—Sobre todo mi madre. Soy de Texas y allí la comida es muy importante.


—¿Vuelves a menudo a casa?


—No, no demasiado —confesó él.


Ella parecía estar a punto de preguntarle por qué no lo hacía, pero decidió callarse. Se quedaron en silencio unos minutos.


—¿Y no has podido convencer nunca a ninguna mujer para que se encargue de estas tareas?


—Si lo que me estás preguntando con rodeos es si he estado casado, te diré que sí. De hecho, yo también estoy divorciado. Pero ella habría preferido morirse antes de entrar en un barco tan prosaico como éste.


Ella se quedó pensativa y suspiró.


—¿Crees que existen los divorcios amistosos? No he oído de ninguno.


—No, creo que es un oxímoron, dos palabras que se contradicen la una a la otra.


Paula sonrió.


Él colocó el molde con todos los ingredientes dentro de la máquina panificadora. Cerró la tapa y presionó algunos botones. Sintió que ella lo estaba mirando y levantó la vista. Recordó en ese instante cómo era sentir atracción por alguien.


Durante un segundo, vio la misma sensación en los ojos de Paula. Después, los dos apartaron la mirada al mismo tiempo.


Se pasaron media hora pelando y cortando fruta, sacando platos y haciendo café. Tuvieron cuidado de no mirarse a los ojos y de no rozarse al pasar.



LOS SECRETOS DE UNA MUJER: CAPITULO 24



Paula se sintió mucho mejor a la mañana siguiente. Se levantó temprano y se sorprendió al darse cuenta de que ya no estaba mareada. 


Se sentía casi normal. Excepto por la boca, que la tenía seca, el estómago vacío y la culpabilidad que le había impedido dormir durante gran parte de la noche.


No quería mentir a Pedro, pero tampoco estaba preparada para contestar todas las preguntas que le habría hecho si hubiera descubierto un millón de dólares escondidos bajo su colchón.


Se incorporó en la cama y miró el reloj que había en la mesita de noche. Aún no eran las seis de la mañana, pero ya estaba despierta y decidió levantarse. Se duchó. Estaba débil y algo mareada, pero el agua le vino muy bien.


Se vistió y subió a cubierta. Allí la recibió una brisa cálida y salada. Le vino bien que le diera un poco el aire después de haberse pasado todo el día anterior en el camarote.


Pedro ya estaba allí, tomándose una taza de café. A sus espaldas despertaba también el sol.


 Estaban los dos solos en la cubierta.


—Buenos días —le dijo ella.


No sabía cómo iba a reaccionar él al verla. A lo mejor seguía enfadado.


—¿Por qué te has levantado tan temprano?


—Bueno, ayer dormí demasiado. Suficiente para toda una semana.


Él abrió la boca para hablar, después cambió de opinión y se quedó pensativo.


—Siento mucho lo de anoche, Paula—le dijo por fin—. No tenía ningún derecho a entrar así en tu camarote.


Quería recordarle que se había pasado, pero la culpabilidad le impidió ir por ese camino. La verdad era que él había tenido sus razones para ponerse así y había estado en lo cierto al sospechar que ella estaba ocultando algo. Pero no era nada ilegal, al menos desde su punto de vista.


—Bueno, acepto tus disculpas. Después de todo, tú me salvaste de morir mareada —repuso ella.


Le sorprendió ver su sonrisa.


—Entonces estamos en paz —le dijo Pedro sin dejar de mirarla.


Ella no pudo evitar pensar en cómo se había sentido metida en el agua con el rodeándole la cintura. Apartó la mirada, sabía que no podía dejarse llevar por ese tipo de pensamientos. Era peligroso.


—He pensado que podría ayudar a Hernan a preparar el desayuno.


—Le dije que podía dormir hasta tarde, que yo me encargaría de esa tarea. Así que puedes ayudarme a mí. Bueno, si es que te sientes lo suficientemente bien como para trabajar con comida.


—La verdad es que estoy muerta de hambre —confesó ella—. ¿Vamos ya?




domingo, 6 de octubre de 2019

LOS SECRETOS DE UNA MUJER: CAPITULO 23




Ya pasaba de medianoche cuando Hernan se dio cuenta de que no iba a poder conciliar el sueño.


Solía vivir de noche y, si tenía que levantarse antes de las once de la mañana, su cuerpo se sentía como si estuviera despertándose al amanecer. Fue hasta la cocina del barco, tomó una botella de tequila y un vaso. Después buscó en la oscuridad para intentar encontrar una lima y un cuchillo.


Subió después a cubierta y se sentó en una de las sillas. Antes de abrir la botella, se tomó unos segundos para disfrutar de aquello. Era una noche cálida y podía sentir la sal del mar en los labios. Echó la cabeza hacia atrás y se quedó absorto mirando el cielo, donde miles de estrellas blancas cubrían un manto de terciopelo negro.


A Hernan no se le daba muy bien estar solo. 


Intentaba evitar en la medida de lo posible esos momentos de soledad. Siempre invitaba a amigos si salía a navegar. Muchas veces, eran gente a la que apenas conocía. No organizaba fiestas con mucha gente porque fuera generoso, sino porque era muy egoísta. Necesitaba ese tipo de vida. Necesitaba estar en ambientes ruidosos, con risas y muchas voces distintas para no tener que escuchar la voz que le hablaba en su interior.


Pero no siempre había sido así. Durante un tiempo, estuvo convencido de que iba a llevar una vida más normal, con mujer, casa, hijos y un perro. Pero esa visión de futuro que tenía se rompió en mil pedazos una tarde de junio, cuando se quedó más solo que nunca en una iglesia en la que había cuatrocientos invitados. 


Después de que ocurriera aquello, se convenció de que esa vida no era para él y de que había tenido suerte de no casarse.


—¿Sabes lo que dicen de la gente que bebe sola?


La voz lo pilló por sorpresa, aunque la reconoció al instante. Era Margo.


—Bueno, aún no había empezado a beber, pero ahora que estás aquí, ya no tengo que beber solo. Siéntate, te pondré un trago de tequila.


Ella dio un paso atrás.


—Yo no bebo.


—¿Ni siquiera un poco? Mira qué pequeños son los vasitos de tequila.


—Sí, pero estamos hablando de tequila, no de vino con gaseosa. Seguro que hasta un sorbo es demasiado para mí.


Él se encogió de hombros.


—Supongo que tienes razón.


Ella se quedó mirándolo y Hernan se sintió como si estuviera estudiándolo con su microscopio y se preguntara de qué especie era.


—Pero sí que puedo sentarme un rato.


Él se levantó y trajo una silla, aunque ya se estaba arrepintiendo de haberla invitado a quedarse un rato a su lado.


—Siéntate —le dijo.


Ella lo hizo con cautela, como si temiera que la silla estuviera conectada a algún tipo de mecanismo de tortura que pudiera encenderse en cualquier momento.


—No muerdo, ¿sabes? —repuso él algo irritado.


Ella se quedó mirándolo con solemnidad.


—Eso ya lo veremos.


Le sorprendieron sus palabras. Parecía estar divirtiéndose con aquello.


Abrió la botella de tequila, se sirvió un poco y se lo bebió de un trago. Después chupó una rodaja de lima. No pudo evitar hacer una mueca.


—¿No se supone que hay que tomar también sal con el tequila?


—Así suele hacerse, pero yo he preferido conformarme con la versión abreviada.


—Ya… Supongo que la lima y la sal no son la parte del ritual que más te interesa.


—Supongo que no.


Su sentido del humor no dejaba de sorprenderle. 


No la conocía demasiado, pero no se había dado cuenta de que pudiera ser tan irónica y divertida. Tenía que admitir que sentía curiosidad por conocer el resto de su personalidad.


—Bueno, Margo Sheldon, ¿por qué no me hablas de ti?


—Eres la segunda persona en este barco que me pregunta lo mismo, pero no creo que te interese lo que pueda contarte —repuso ella con la vista perdida en la negra inmensidad del mar.


—¿Por qué no dejas que sea yo el que decida eso?


—Preferiría que empezaras tú contándome la historia de tu vida.


—Mi historia… —murmuró el mientras se dejaba caer sobre el respaldo de la silla—. La verdad es que no hay mucho que contar.


—Bueno, de todas formas, quiero oírla.


Margo lo miraba con la intensidad de alguien interesado de verdad en lo que él pudiera decir. 


Pensó en la tarde que había pasado el día anterior con Stella y se dio cuenta de que no le había importado si ella tenía interés en él o no. 


Con Margo Sheldon, en cambio, no podía dejar de pensar en lo que ella iba a pensar de él, pero se imaginó que se sentía así porque era obviamente una mujer muy inteligente. Una mujer que llevaba esa coraza de inteligencia como si fuera una armadura que la protegía y separaba de los demás. Sabía que su personalidad podía intimidar a cualquier hombre, que se esforzaría por demostrarle que no era tan idiota como ella podría pensar.


Decidió empezar con lo más básico.


—Bueno, pues nací y me crié en Savannah, en el estado de Georgia —le dijo él mientras exageraba su acento sureño—. Aunque al oírme hablar, mucha gente cree que soy del norte.


Ella se rió y puso los ojos en blanco.


—Yo pensaba que eras de Alabama.


—Bueno, no te pases. Soy del sur, pero no tanto. De hecho, estudié en Nueva York. Recuerdo mis primeras semanas allí, nadie me entendía. Durante los cuatro años siguientes, me esforcé para ir perdiendo algo de mi acento sureño. Estaba harto de tener que repetir las cosas tres veces para que me entendieran.


Margo volvió a reír.


—¿Dónde estudiaste?


—En la Universidad de Columbia.


Ella levantó una ceja. Parecía sorprendida.


—¿No es lo que esperabas? —le preguntó él.


—Bueno, no te…


—¿No me imaginabas en una universidad seria?


—Yo…


Él levantó una mano para decirle que lo entendía, que no se sentía ofendido.


—De todas formas, la vida académica nunca fue mi fuerte.


—Entonces, ¿cómo conseguiste entrar en una universidad tan prestigiosa?


—Bueno, la vida académica no me interesaba mucho, pero eso no quiere decir que sea un idiota.


—¿Pero no te importa que la gente piense que lo eres?


—Estoy seguro de que tus palabras deberían haberme ofendido, pero supongo que no me importa tanto lo que la gente piense de mí como para que eso me preocupe, la verdad.


Ella se quedó callada unos instantes.


—Supongo que es liberador sentirse así.


—Intuyo por tu comentario que a ti sí que te importa lo que la gente piense de ti.


Margo echó la cabeza a un lado.


—Lo que pasa es que pienso que no debo desperdiciar mi talento.


—¿Y tu talento es tu inteligencia?


—Todo el mundo tiene algún talento especial.


—¿Crees que tu talento es una ventaja o una desventaja?


Vio cuánto le había sorprendido su pregunta. 


Ella se quedó pensativa un momento antes de contestar.


—Creo que es una ventaja. La mayor parte del tiempo…


—Pedro me dijo que eres profesora en la Universidad de Harvard. ¿Es así?


Ella asintió levemente, como si no quisiera presumir demasiado de ello.


—¿Qué enseñas?


—Física.


—Ya… Y, ¿qué desventajas tiene tu talento?


—Que la gente se hace ideas equivocadas sobre las cosas…


—¿A qué te refieres?


—Todo el mundo piensa que a las chicas inteligentes y estudiosas no les gusta divertirse.


Fue entonces Hernan el que se quedó sorprendido.


—¿Y eso no es cierto? ¿Les gusta divertirse?


—A veces.


Se quedó mirándola en silencio unos instantes. 


Tenía una bonita cara, a pesar de las gafas.


—Bueno, yo intento no juzgar a la gente por su apariencia —le dijo—. ¿Te apetece ahora un trago de tequila?


Ella miró la botella y después a él.


—¿Por qué no?


—Eso digo yo —repuso él mientras le entregaba la botella.