domingo, 29 de septiembre de 2019

UN ÁNGEL: CAPITULO 35



—¿Paula? —murmuró mucho después, cuando estaban en la cama todavía abrazados.


—¿Mmm?


—¿Estos cien años? Cada minuto ha merecido la pena sólo por esto.


—Me temo que yo sólo puedo decir que he esperado veintiséis, pero me alegro mucho de haberlo hecho.


—Yo también. ¿Te hice mucho daño?


—No me acuerdo.


—Me alegro.


—¿Pedro?


—¿Mmm?


—¿Por qué te eligieron?


—Me gustaría pensar que era un tipo estupendo, pero no es verdad. Sólo cumplía sus condiciones.


—¿Qué quieres decir?


—Básicamente, estaba solo. No es que le hubiera importado a nadie, porque de todas formas hubiera muerto, pero habría sido más duro para mí si hubiera tenido que dejar a alguien sin poder volver con ella nunca más.


Se detuvo, sabiendo que esa era la posición en la que estaba ahora.


—No pienses en eso ahora.


Lo besó en la mejilla y siguió hablando como si aquello no le importara.


—Lo que quiero decir es, ¿por qué te mandaron aquí? Hay más como tú, ¿no?


—Unos cuántos. Me mandaron —dijo poniéndose serio de repente—, porque sabían que cuando te conociera se me olvidaría lo enfadado que estaba porque no habían cumplido con su promesa de dejarme descansar.


—¿Por qué te olvidarías?


—Porque me habían infectado, me imagino. No puedo aguantar la injusticia, especialmente cuando se comete contra gente inocente, honesta e íntegra. Y tú eres todo eso, Paula.


Pedro, no yo sólo…


—Lo eres, Paula, te lo dice un experto.


Pedro no quería interrumpir el dulce silencio que siguió, pero sabía que no tenía más remedio. Sin embargo, no pudo reprimir un suspiro.


—¿Qué pasa, cariño?


—Tenemos que avisar a la policía.


—¿Sí? Bueno, no podemos explicar exactamente qué pasó anoche…


—No necesitan saber todos los detalles. Pero alguien disparó sobre Marcos y quienquiera que sea, está allí fuera.


—Ya lo sé. Pero no van a poder encontrar nada. Mateo y Sebastian volvieron a la colina y no encontraron ni rastro de él.


—Lo sé.


—Quienquiera que sea, hace mucho que se habrá ido.


—Sí, pero no está lejos.


—¿Pedro? ¿Por qué dices eso? ¿Sabes quién es?


—Sí, lo sé.




sábado, 28 de septiembre de 2019

UN ÁNGEL: CAPITULO 34




La atrajo contra sí, besándola. Sus labios eran cálidos y suaves. El calor la invadió cuando introdujo la lengua en su boca, acariciando sus dientes. Ella también le acarició con la lengua y él respondió con fuerza, aplastándole los labios contra los suyos.


Echó las almohadas a un lado, dejándola encima de él, sintiendo la presión de su cuerpo bajo el albornoz. Deslizó las manos dentro y empezó a quitárselo poco a poco, desnudando las tentadoras curvas de sus pechos. Paula gimió al sentir que sus pezones se contraían bajo su mirada. Los tomó con las manos y un intenso calor le invadió al sentir su reacción ante una sola caricia. Aquellos dos puntos eran una tentación demasiado grande para poder resistirla y levantó la cabeza para saborearlos con la lengua, haciendo que Paula se arqueara y se echara hacia atrás con los ojos cerrados.


Levantó la vista y vio la delicada curva del cuello, el temblor de sus senos que se inclinaban hacia él, húmedos por sus besos y no pudo evitar un ronco gemido mientras se lanzaba hacia delante, atrapando con los labios uno de los pezones y tirando de él. Sintió la respuesta de Paula en la exclamación jadeante, en la presión de su cuerpo, en la forma en que se entregaba a él.


Pedro. ¡Oh, Pedro!


—Lo sé, Pau, lo sé…


Le quitó del todo el albornoz que cayó al suelo.


Él se quitó el calzoncillo y la apartó un momento para echar a un lado las sábanas, necesitaba sentir su cuerpo desnudo. La colocó bajo él, dejando que su peso cayera sobre su cuerpo. 


Ella podía sentir su masculinidad tensa contra ella, haciéndola sentir un deseo y una necesidad que no conocía hasta entonces. Lo abrazó acariciándole los fuertes músculos de la espalda. El cuerpo de Pedro era hermoso y ahora estaba entre sus brazos, desnudo y excitado, haciéndola sentir cosas que eran desconocidas para ella. Intentó decírselo con frases entrecortadas.


—No, Paula. Eres tú la que es hermosa. Lo sabes, ¿verdad?


—Sé que tú haces que me sienta así —dijo, arqueándose contra él, que le besaba los pezones.


—Lo eres, por dentro y por fuera —insistió, mordiéndole el pezón de forma que la hizo gritar de placer.


Con una rodilla entre sus piernas, empezó a separárselas, pero no tuvo que forzarla, pues ella las abrió para él. Paula lo abrazó, deslizando sus manos por la espalda hasta el trasero, apretándolo contra ella todavía más. Lo hizo sin pensar, sabiendo que no podía soportar el vacío en su interior ni un momento más y él era el único que podía llenarlo. Pedro era el único que podía satisfacer su deseo.


—Paula, ¿estás segura?


—Sí. Te necesito, Pedro.


—Te deseo… no sé si podré ir muy despacio…


—No importa —susurró—, sé que me dolerá un poco al principio…


—¿Doler? ¿Quieres decir que nunca…? Claro que no, después de lo que ese maldito te hizo…


Pedro, no importa. Eso no tiene nada que ver con esto, con nosotros.


—No, nada que ver.


Volvió a besarla. Era virgen. No quería hacerle daño; ya había sufrido demasiado. Pensó que quizá podía evitárselo.


—Paula, si quiero, puedo no hacerte ningún daño.


—No, Pedro. No quiero esas cosas entre nosotros. Estamos juntos aquí y ahora. Esto es real y no quiero otra cosa que la realidad. Sólo tú y yo.


Aquello le llegó hasta lo más hondo de su corazón e hizo desaparece todas las dudas que pudiera tener. Empezó a besarla en los labios, en el cuello, en las suaves curvas de sus senos, en el estómago, desde la cadera hasta la parte interna de los muslos.


Cuando la levantó contra su boca, separando los rizos cobrizos con la lengua, Paula no pudo reprimir un grito. Aquel beso íntimo provocó una intensa oleada de calor, de oro líquido que la recorrió. Él la torturó con caricias rápidas, hasta que ella se deshizo en completo abandono.


Cuando le gritó que no aguantaba más, se movió sobre ella y con su propia carne penetró en el calor que había creado en su interior. 


Jadeó al sentir el contacto de su cuerpo húmedo cuando se entregó a él. Ella se estremecía entre sus brazos, gimiendo, acariciándole la espalda. Intentó ir despacio, pero Paula se levantó contra él, haciéndolo llegar más hondo, hasta que sintió la frágil barrera.


—Por favor, Pedro —jadeó.


Aquella simple súplica lo hizo perder el control y con un movimiento compulsivo de las caderas se lanzó hacia delante. Paula dio un pequeño grito de dolor, pero quedó olvidado inmediatamente, ante la maravilla de sentirlo dentro de ella. La sintió estremecerse, pronunciar su nombre con voz enronquecida por el deseo, que la hacía casi irreconocible; sentía el latir de su masculinidad que invadía su cuerpo con dulzura. La satisfacía más allá de lo que esperaba, llenando aquel vacío como si nunca hubiera existido.


Luego empezó a moverse. Con largos y pausados movimientos, hasta que ella empezó a mecerse con él, levantando las caderas contra su empuje, hasta que él entró en un ritmo frenético. Paula volaba con él, elevándose cada vez más alto y la única conexión con la tierra era su nombre, que él pronunciaba una y otra vez.


—Paula… no puedo… más.


Ella le clavó las uñas en la espalda y le mordió el hombro, pero no pudo asombrarse de sí misma porque en aquel momento su cuerpo alcanzó una explosión que ni siquiera había podido imaginar. Todo su ser se desintegró en un estallido de calor, luz y fuego. Gritó su nombre en voz alta y él la abrazó con más fuerza, pronunciando entrecortadamente su nombre mientras estallaba dentro de ella, derramando el deseo de muchos años en lo más profundo de su cuerpo.




UN ÁNGEL: CAPITULO 33




Pedro sintió la luz y el calor a través de los párpados cerrados; lo necesitaba, se sentía débil y agotado. Movió la cabeza en la almohada, deseando volver a dormir, pero recordó que debía hacer algo. No, tendría que esperar. Estaba demasiado cansado.


Abrió un ojo, luego el otro y parpadeó a causa de la luz. Se dio cuenta de que estaba en la cama de Paula y se incorporó, sorprendido. 


Entonces se encontró mirando a un par de ojos color esmeralda.


De repente lo recordó todo, con una claridad dolorosa. Y se dio cuenta de que Paula sabía que algo no era normal. Él esperaba que ella no se enterara, pero fue inevitable. Paula se movió en la silla y se inclinó hacia él.


—Eso era lo que ibas a decirme, ¿verdad?


Él suspiró y dijo que sí con la cabeza.


—¿Me lo cuentas ahora?


Desesperadamente intentó evitar hablar de ello, ahora que ella sabía que no era normal. Desde su punto de vista, él era inhumano.


—¿Cómo está Marcos?


—Está bien. No se acuerda de nada, o al menos no lo dice. Los demás os bajaron de la colina. 
Les dije que te habías caído al rescatar a Marcos. El doctor estuvo aquí y cree que Marcos se pondrá bien, aunque no entiende cómo. Tampoco sabía qué te pasaba a ti y quería llevarte a la clínica para hacerte algunas pruebas. Le dije que esperara y que lo llamaríamos si no te habías despertado a medio día, que es cuando irá a llamar a la policía. Tiene que hacerlo, por la herida de bala, pero esperará porque yo se lo pedí.


Paula hizo todo a la perfección, lo mismo que él habría hecho si hubiera podido.


—¿Y bien? Cuéntame.


—¿Para qué? Tú ya habrás tomado tu decisión, ¿verdad?


—Sí —dijo ella con tranquilidad—. Pero quiero saberlo. Me dijiste que tenía derecho a saberlo.


—Eso fue…


Se interrumpió. Era evidente que ella ya no lo amaba, así que la razón por la que debía saberlo todo ya no existía. Ahora él era un monstruo, un bicho raro al que habría que evitar.


—Ayúdame a entenderte —dijo ella con emoción.


—¿Por qué no? Ya he roto todas las demás normas.


Se incorporó un poco en los almohadones y la miró. Parecía tan vulnerable acurrucada en un viejo albornoz. Pensó que al menos debía intentar que comprendiera. Puede que ya no lo quisiera, pero no podía soportar la idea de que lo encontrara repulsivo.


—¿Qué normas?


—Esto empezó hace muchísimo tiempo, Paula. Un grupo de… gente, no se me ocurre otra palabra, descubrió un planeta habitado por una raza de criaturas a las que encontró fascinantes. Durante mucho tiempo se limitaron a estudiarlas, observando cómo cambiaban, cómo crecían, aunque no siempre para bien. Ten paciencia, Paula, es una historia muy larga. Esta gente tenía sus propias leyes que no les permitían intervenir. Pero encontraron una forma de burlarlas. Empezaron a reclutar gente, a gente de este planeta.


Pedro, si esto es una explicación, no me estoy enterando de nada. Quiero saber de ti.


—Está bien. Ya voy. Todo empezó en una mina de carbón en Kentucky. Hubo una explosión y un derrumbe. Murieron veinte hombres y el resto estaban moribundos. No había ninguna esperanza de rescate y el sitio estaba lleno de gas venenoso. Uno de aquellos hombres que todavía estaba vivo, empezó a tener alucinaciones. O al menos eso fue lo que pensó. De repente apareció un hombre ante él, un hombre que respiraba con normalidad como si no hubiera gases. Y le ofreció una manera de salir, algo así como un trabajo, si estaba de acuerdo con todas las condiciones.


—¿Un trabajo?


—Para hacer aquello que ellos no podían, ir a los sitios donde algo estaba a punto de estropearse y ayudar a las personas que lo merecían. Ellos le darían los conocimientos que necesitara y un poco de… ayuda para empujar las cosas en la dirección adecuada. Bueno, pues este hombre se imaginó que de todas maneras estaba muerto, así que dijo que sí. Total, no importaba porque aquello era sólo una alucinación. Pero no lo era.


Pedro


—Sé que parece una locura, pero de repente se encontró fuera de la mina. Al sol. Respirando. Y pasó una semana, según el tiempo de ellos, aprendiendo las normas.


—¿Su tiempo?


—Sí. El tiempo para ellos es muy distinto. Un mes aquí es como un día para ellos.


—¿Y las normas?


—Nada de violencia, ni mentiras, excepto por omisión. No intervenir en nada que no tenga influencia directa en el trabajo que te hayan asignado. Y sobre todo, que nadie averigüe quién o qué eres.


Él veía la duda en sus ojos.


—Lo sé, Paula. Al principio tampoco lo creía.


Pedro, ¿tú eras el hombre que estaba en la mina? —preguntó Paula. Pedro asintió—. ¿Cuándo fue eso?


—El veintinueve de septiembre.


—¿De qué año, Pedro?


—Creo que ya sabes la respuesta.


—Pero eso fue hace más de cien años —dijo ella mirando a la placa dorada.


—Ya te he dicho que su tiempo es diferente. Eso es parte de lo que me dieron. También me dieron una visión, como un sexto sentido. El poder de la voluntad y la habilidad para influir en los demás, imbuir ideas en otros, hacer que las cosas ocurran. El poder de leer en la mente de la gente y cuando es necesario, algunos poderes que no puedo explicar bien.


—Aquel día cuando llegaste…


—Tenía que haberme ido de vacaciones. Me lo debían, pero ellos me dejaron aquí.


—¿Por qué?


—Porque tú habías pedido ayuda.


—¿Qué dices?


—Ayuda para no abandonar la lucha por el refugio.


—Yo… —dijo Paula, recordando el día que aquella súplica se le había escapado del corazón. El sentido común le decía que aquello era una locura, pero había muchas cosas que no podía explicar—. Y todas esas cosas que arreglaste… la camioneta, la madera que encontraste y que no resultaras herido en el incendio… Dios mío y Marcos…


—Sí. Ellos me dieron ese poder.


—Y esto es… —dijo ella mirando las placas una vez más.


—Mi conexión con ellos.


—¡Oh, Pedro!


—Lo siento, Paula. Nada de esto tenía que haber ocurrido. En todos estos años, nunca había tenido relaciones… íntimas. Era parte del trato. Ellos no son humanos, pero entienden la naturaleza humana. Y si un hombre se preocupaba por la gente a la que estaba ayudando y a la que siempre tenía que abandonar, lo acabaría matando. Yo no sé cómo ellos anularon la capacidad de sentir, para evitar los problemas. Nunca había sentido ningún tipo de lazo afectivo con las personas. Hasta que llegaste tú. No sé cómo ocurrió. Tampoco creo que ellos lo sepan. Se quedaron muy sorprendidos cuando se lo dije.


—¿Qué les dijiste?


—Que te quiero.


Saltó de la silla y en un momento se recostó en la cama a su lado.


Pedro yo también te quiero.


—¿De verdad? Sé que antes me querías, pero…


—¡Claro que te quiero!


—Pero yo creí… dijiste que después de anoche ya te habías decidido…


Pedro, quería decir que estaba segura de que todavía te quería, no me importaba cuál era la explicación de aquello que había visto.


—Paula… sé que soy diferente y tú me mirabas de una forma… tan fría.


—Porque no lo entendía. Pensé que no confiabas en mí, porque no me habías dicho nada. No quiero decir que ahora lo entienda, me parece una locura, pero lo único que importa es que te amo.


—Paula, no lo entiendes. Por eso quería… parar anoche. Cuando tú estés a salvo y yo haya terminado mi trabajo aquí, entonces…


—Te irás.


—Tengo que hacerlo. Es una de las normas.


—Pero tú dijiste que te debían unas vacaciones. ¿No puedes elegir dónde quieres pasarlas?


—Paula, ¿no lo entiendes? Aunque pudiera quedarme durante un tiempo, al final tendría que irme. No puedo darte todo lo que te mereces. No puedo limitarme a acostarme contigo, sabiendo esto.


—Tú eres el que no entiende, Pedro. Prefiero estar un solo día contigo, si eso es todo lo que se me permite, que el resto de mis días sola. Además, ¿cómo puede una chica resistirse a un hombre que ha esperado por ella durante más de cien años?


La miró sorprendido y se echó a reír.


—En cien años, puede que me haya oxidado un poco.


—Anoche no me pareció notar ningún problema —dijo ella, ruborizada.


—Ahora que lo dices yo tampoco. Me imagino que el instinto sigue funcionando.


—Demasiado bien.


Él se echó a reír de nuevo, con un alegre brillo en los ojos. Ella le quitó la cadena dorada del cuello.


—No queremos espectadores —dijo dejándola en la mesilla—. ¿Te ocurrirá algo por esto?


—Ellos pensaban que no podría ocurrir, así que no hay ninguna norma sobre esto. No contaban contigo,Paula.



UN ÁNGEL: CAPITULO 32




¡Debería ser tan fácil! Él la quería. Ella lo quería a él. ¿Por qué estaba sufriendo entonces?


—Paula, ¿qué estoy haciendo'? —dijo dejando caer la cabeza entre sus senos.


Ella se sintió aterrorizada al pensar que iba a volver a rechazarla.


—Tengo que decirte algo.


—¿Ahora?


—Tengo que hacerlo. Antes de que… lleguemos más lejos. Tienes derecho a saberlo.


—Me estás asustando, Pedro. ¿Saber qué?


—Quién soy —dijo, levantando la cadena de la mesilla.


—Pero yo sé todo lo que necesito saber…


Ella se estremeció al oír un sonido seco y dejó escapar un grito.


—Eso ha sido…


—Un disparo. Lo sé.


—¿Fue tan cerca como parece? —preguntó ella, temblando.


—Me temo que sí.


Pedro se puso la cadena de oro, los calcetines y las botas mientras Paula se ponía también los vaqueros y las botas. Buscó un suéter y lo colocó encima del sostén que todavía estaba húmedo por los besos de Pedro.


Los otros salían de la barraca y se encontraron en el patio.


—¿Dónde crees que fue? —preguntó Aaron.


—A unos cien metros, depende del arma —dijo Mateo.


—Creo que ha sido por allí —apuntó Pedro.


—¿En dónde está Cougar? —inquirió Paula, preocupada.


—Tranquila, está en el granero. Recuerda que lo teníamos atado —le aclaró Pedro.


—Falta Marcos—dijo Sebastian—. Su cama está vacía. Pensé que estaría aquí afuera.


—Vamos a buscarlo, pero que nadie vaya solo. Allá fuera hay alguien con un arma. Ricardo, Aaron, Sebastian id a la carretera. Mateo, tú ve con Willy y Kevin a los árboles alrededor del pasto. Luego iremos todos juntos a las colinas.


—Entonces tú te quedas solo, Pedro.


—Ahora os alcanzo. Hay algo que tengo que hacer primero —dudaron un momento pero enseguida se fueron. Paula se quedó mirando a Pedro.


—Vas a ir solo, ¿verdad?


—Paula, escucha. Tienes que pensar, tú conoces a Marcos mejor que nadie. ¿Dónde suele ir cuando sale por la noche?


—Cuando se siente bien, suele ir a la roca.


—¿La roca? ¿Aquél saliente de allí?


Pedro echó a correr en esa dirección, pero se detuvo cuando oyó que ella venía detrás.


—Quédate aquí.


—No pienso quedarme sentada esperando. Tú has dicho que nadie debía ir solo.


—Paula…


—Pienso ir contigo —insistió.


—Eres la persona más terca que conozco.


Pedro la abrazó rápido y salieron los dos corriendo en dirección a la colina. Estaban a mitad de camino, cuando Pedro sintió algo pero no vio nada. Siguieron adelante. Diez metros más allá se detuvo. Luego retrocedió un paso y cerró los ojos.


—¿Pedro?


—Todavía está aquí, con la pistola. Lo siento.


Paula se puso pálida. Siguieron subiendo hacia la roca.


—Por favor —rogó Paula, sin saber a quién—. A Marcos no. Ya ha sufrido bastante.


—Ya lo sé, Pau. Lo encontraremos, no te preocupes.


Paula no pudo impedir un grito cuando Pedro se dio la vuelta de repente y se puso tenso.


—Es él —murmuró él, lleno de ira.


Salió corriendo hacia los arbustos a su izquierda. Ella lo siguió asustada. Parecía que él podía ver en la oscuridad. Y se detuvo de repente, soltando una palabrota. Vio que lanzaba una última mirada de rabia en la dirección en que iban y luego dio dos pasos hacia la derecha y se agachó. Entonces vio a Marcos tirado en el suelo, con una mano en el pecho y la cabeza hacia atrás.


—¡No! ¡Dios mío, Marcos!


Paula se agachó a su lado y le tomó la mano que estaba llena de sangre. Pedro buscó desesperadamente algún signo de vida. El pulso era débil, cada vez más débil.


—¡Maldita sea!


Vio que ella se venía abajo y tomó las placas con una mano.


Pedro, hemos estado intentando hablar contigo…


—Luego. Esto es más importante. Marcos está herido. Me prometieron que no le ocurriría nada.


—Sí, pero…


—Nada de peros. Van a ayudarme a salvarlo.


Pedro, no querrás decir…


—Claro que sí. Y ahora mismo.


—Pero es arriesgado. Si fallas, podría matarlos a los dos.


—No importa. Si no lo hago, morirá. No hay tiempo para discutir;


—Tienes razón, Pedro. Buena suerte.


Él vio que Paula lo miraba extrañada, pero no tenía tiempo para explicaciones. Cada segundo era vital. Se inclinó y asió los hombros de Marcos.


Paula lo miraba. Debió cambiar, se puso pálido, sudando, con los ojos cerrados y la cara contraída en un gesto de dolor.


Cuando lo oyó gritar, Paula lo llamó. Nunca había visto nada como aquello, nunca oyó ningún sonido tan lleno de agonía como aquel. Estaba inclinado respirando con dificultad, con los nudillos blancos mientras se aferraba a Marcos con desesperación.


Aquel sonido se repitió, una y otra vez, Paula empezó a llorar sin entender lo que estaba pasando, pero sabía que Pedro sufría. Su hermoso rostro estaba irreconocible, contraído por el dolor. De repente creyó que iba a perderlos a los dos.


—Por favor, no, por favor —gemía una y otra vez.


De repente Pedro se encogió con mi sonido jadeante. Y se desplomó, como una marioneta a la que le han cortado las cuerdas. Respiraba tan levemente, que Paula pensó que estaba muerto. Se quedó allí sentada, temblando, sin comprender nada. Pedro estaba pálido, casi transparente. Parecía tan cerca de la muerte como Marcos.


Ella volvió los ojos al enorme hombre barbudo. 


Le tocó la mejilla, sabiendo que la encontraría fría y sin vida y entonces, increíblemente, Marcos abrió los ojos y le sonrió.