martes, 27 de agosto de 2019

AMARGA VERDAD: CAPITULO FINAL




Se casaron seis semanas después, una tarde de mediados de noviembre, dos días después de que la primera nevada de! invierno hubiera convertido Stentonbridge en una postal navideña y una semana después de que le hubieran dado el alta a Natalia.


La antigua iglesia de piedra estaba iluminada por cientos de velas. Había crisantemos blancos gigantes y heléchos adornando el altar y los bancos lucían todos lazos de raso.


Cynthia llevaba un vestido de seda azul y regó con lágrimas el ramillete de orquídeas que llevaba. Natalia estaba guapísima de dama de honor, vestida de color cereza, y Paula llegó del brazo de su padre con un exquisito vestido de novia de terciopelo blanco.


—Es tu última oportunidad de salir corriendo —le dijo Pedro cuando llegó al altar.


—Es exactamente lo que acabo de hacer —sonrió ella—. ¿Cómo te crees que he llegado aquí? Por fin, estoy en casa.


FIN





AMARGA VERDAD: CAPITULO 44




Al final, los emparedados sirvieron de desayuno, acompañados de champán y zumo de naranja.


—¿Y ahora qué? —preguntó Pedro mientras la veía poner los platos en el lavavajillas que él nunca utilizaba.


Aunque Paula estaba de espaldas a él, Pedro se dio cuenta de que se había tensado ante la pregunta y supuso que su cabeza era en aquellos momentos un mar de dudas.


—Ahora nos vamos al hospital y, cuando Natalia esté completamente recuperada, yo me iré a Vancouver.


—¿Y por qué no vas al altar conmigo, mejor?


Se hizo el silencio durante unos segundos.


—¿Me estás pidiendo que me case contigo?


—Bueno, es un petardo, pero alguien tiene que hacerlo.


Paula se dio la vuelta lentamente.


— Bueno, gracias, pero la respuesta es no.


Pedro la miró confuso.


—¿Por qué diablos no, Paula?


—Porque apareciste en mi vida en un momento en el que me sentía sola y abandonada. Hugo tiene a Cynthia y a Natalia y yo te he tenido a ti por un tiempo. Pero nunca me hice ilusiones con que fuera algo duradero. Ya me dijiste más de una vez que tú no eras de esos hombres.


—Bueno, he podido cambiar, ¿no?


— No por las razones que te han llevado a ti a cambiar de parecer. No quiero que te cases conmigo por que te sientas culpable de haberme hecho daño.


— Me parece que no me he explicado con claridad. No te pido que te cases conmigo para purgar mis pecados —le dijo sujetándole la cara y mirándola a los ojos—. Ayer por la noche te dije que te quería — añadió acercándose hasta que sus labios se rozaron—. Hoy por la mañana sigo queriéndote. Llevo semanas queriéndote y te querré el resto de mi vida.


— Esto no es justo —suspiró Paula —. Se supone que no puedes seducirme así. Otra vez, no... y tan fácilmente. Eres duro, malo e indigno... eso me he repetido cientos de veces. No tienes derecho... a convencerme de que estaba equivocada.


Aquellas protestas no valían de nada porque su cuerpo, su boca y sus ojos dejaban muy claro que no se creía ni ella lo que estaba diciendo.


—Lo sé —dijo sentándose y sentándola a ella en sus rodillas—. Necesito a una mujer buena que me cambie. ¿Crees que tú podrías hacerlo?


—No lo sé —Paula se levantó.


— Vamos, Paula, te he rendido mi corazón. ¿Qué más quieres? Puedo darte una buena vida, como tú te mereces. No hay nada que te ate en Vancouver, ni trabajo ni familia. ¿Por qué no me dices que sí y acabas con mi agonía?


— No lo sé —contestó ella doblando un trapo y colocándolo en la puerta del horno—. Tal vez porque soy una mujer chapada a la antigua y quiero una propuesta de matrimonio a la vieja usanza.


—¿Quieres que me ponga de rodillas?


— ¡Después de lo mal que me has hecho pasarlo los últimos meses, claro que sí! — contestó poniéndose en jarras—. Quiero rosas y violines y luna y promesas de felicidad eterna.


—Eso es difícil de prometer. ¿Te vale con que te prometa quererte siempre?


Paula se mordió el labio como si lo estuviera considerando.


— Solo si me dejas que yo te prometa lo mismo.


— No hay problema —contestó él levantándose y yendo hacia ella.


—En ese caso, de acuerdo, me casaré contigo — contestó abriéndole el albornoz y haciendo estragos en lugares de su cuerpo que una chica educada no osaría ni comentar hasta que la tinta del certificado de matrimonio estuviera bien seca.


— Será mejor que nos demos prisa porque no quisiera decirle a Hugo que va a ser abuelo antes de decirle que va a ser suegro.




lunes, 26 de agosto de 2019

AMARGA VERDAD: CAPITULO 43




Se repuso y se fue al comedor. Apoyó ambas manos en la mesa y esperó a que se le aclarara la vista. Lo habría conseguido si Paula no hubiera ido por detrás y lo hubiera agarrado de la cintura.


—Al final, lo que cuentan son las elecciones que hacemos, Pedro.


Aquellas palabras dispararon algo dentro de él. 


Nada de lo que antes había dicho o hecho Paula había conseguido conmoverlo así. Había intentado que no le gustara, había intentado despreciarla, olvidar que la había conocido. Pero aquellas palabras le hicieron ver la bondad y la honradez de aquella mujer.


Sintió que el pecho se le hinchaba. Una parte de su cerebro, la parte estúpida y arrogante a la que los hombres suelen obedecer porque se creen que los hace invencibles, se rebeló contra él por mostrarse tan débil. Pero la otra parte le dio el valor para decir en voz alta lo que llevaba guardado en el corazón desde hacía meses.


—Te quiero, Paula. Te quiero demasiado para dejar que hagas eso. Por favor... no lo hagas. ¡No lo hagas!


—Es por Natalia. Mi hermana... tu hermana — contestó ella abrazándolo y poniéndolo de frente a ella—. ¿Cómo puedes pedirme que no lo haga?


—Porque si algo te sucediera —dijo él con la voz quebrada—, yo no podría seguir viviendo.


Paula lo miró y él vio el futuro en sus ojos. 


Hablaban de felicidad.


—Tú nunca has tenido miedo, Pedro—le dijo Paula —. No me falles ahora, que te necesito para superar todo esto.


Pedro no pudo hacer nada para reprimir el gemido que salió de su garganta ni las lágrimas que brotaban de sus ojos. La veía borrosa, pero sabía perfectamente cómo era su cara. Aquella sonrisa, aquellos ojos que se nublaban de pasión y aquella piel, que sonrosaba de placer cuando hacían el amor.


Si la perdía, sabía que aquellos recuerdos se irían borrando con los años hasta que solo le quedara su voz.


La abrazó y hundió la cara en su pelo. Había luchado contra ella en lugar de haberla amado y seguía luchando contra ella, precisamente, porque la quería más que a nadie en el mundo. Incluida Naty.


—Me has acusado de no aceptarte en la familia — dijo Pedro cuando consiguió recuperar el control—, y tienes razón. No quería verte como un miembro de mi familia porque se supone que los parientes no se enamoran y no hacen el amor.


—¿Ni siquiera cuando no hay vínculos de sangre entre ellos? —le preguntó levantándole la cara—. Vamos, Pedro, tú eres demasiado bueno como para esconderte detrás de esa excusa.


—¿Bueno? Pero si no he parado de herirte y de rechazarte y tú solo querías que te aceptara. Contraté a un desconocido para que hurgara en tu vida personal en lugar de pedirte sin tapujos que compartieras conmigo todo, no solo la cama.


—No he dicho que seas perfecto —le susurró acariciándole la cara con tanta ternura que Pedro volvió a sentir ganas de llorar—. Solo que...


En ese momento, sonó el teléfono y ambos se quedaron de piedra. Una hora antes, Pedro la hubiera apartado, le hubiera dado la espalda y hubiera descolgado para que quedara bien claro quién mandaba allí. Sin embargo, la abrazó firmemente mientras descolgaba el auricular y lo ponía entre los dos para que ella también oyera.


—¿Pedro? —era la voz de su padrastro.


— Sí, Hugo, estoy aquí —contestó tenso—. Estamos los dos, Paula y yo. ¿Ha habido cambios? ¿Tenemos que ir al hospital?


— ¡No... no! Es que... —se interrumpió. 


Pedro vio que Paula tenía los ojos llenos
de lágrimas.


—Malas noticias, ¿verdad? Vamos para allá — dijo abrazando a Paula.


—No, no —contestó Hugo—. Por fin, Natalia se está recuperando. Ha mejorado, está respondiendo al tratamiento. El médico nos acaba de decir que llevará tiempo, pero se ha mostrado muy optimista.


Pedro apoyó la frente en la de Paula y cerró los ojos.


—Gracias a Dios —suspiró.


—Exacto. Sé que es tarde y que debéis de estar agotados, así que no os entretengo más. Supuse que no os importaría que os despertara para daros buenas noticias. Dale un beso a Paula y descansad. Tu madre y yo ya hemos empezado a hacerlo.


Pedro colgó lentamente y se volvió hacia Paula.


—¿Lo has oído?


— Sí —contestó ella con la voz temblorosa y una lágrima resbalándole por la mejilla.


— ¿Eres capaz de irte a dormir ahora? —le preguntó quitándole la lágrima con el pulgar.


— De repente, se me ha quitado el sueño.


—A mí, también —dijo él acercándola hasta que sus bocas se rozaron—. ¿Quieres que hagamos otra cosa?


La emoción del momento había subido tanto que ambos sabían que solo había una manera de satisfacerla.


—Depende —sonrió ella.


— ¿De qué? —dijo él dándole un beso en cada párpado.


— De lo que tengas en mente —contestó acariciándolo como si sus manos fueran finos instrumentos de tortura.


Pedro sintió un tremendo deseo, la levantó en sus brazos y la llevó a su dormitorio.


—Antes has dicho que siempre que hablamos, terminamos mal, así que prefiero demostrártelo con actos.


Mucho más tarde, cuando Paula lo había dejado tan exhausto que Pedro se preguntó si sería capaz de volver a estar a la altura de las circunstancias de nuevo, ella tuvo el nervio de decir que tenía hambre.


—Pero bueno, las mujeres sois insaciables —se quejó él.


—Estaba pensando en los emparedados. Sería una pena que se echaran a perder.


Pedro abrió un ojo.


—¿Lo quieres con ketchup?


La suave sonrisa de Paula bañó su cuerpo y, por la respuesta de este, Pedro se dio cuenta de que el tigre todavía tenía fuerzas.


—Te quiero a ti, con o sin ketchup —contestó ella acariciándole el pecho.



AMARGA VERDAD: CAPITULO 42




TE has pasado la entrada principal —dijo Paula. 


Llevaban todo el camino sin hablar.


Paula estaba sumergida en sus propios pensamientos y sabía que Pedro también, así que no vio la necesidad de sacar un tema de conversación.


— Ya lo sé —contestó él.


—¿Por qué? ¿Dónde vamos?


—A mi apartamento. Yo uso la entrada de atrás. Se tarda menos.


Paula no quería ir a su apartamento. Se encontraba demasiado débil como para enfrentarse a los recuerdos que la aguardaban allí.


—No me parece una buena idea, Pedro.


— Si nos llaman del hospital en mitad de la noche, tardaremos menos si no tengo que ir a la casa grande a buscarte —contestó. Unos quinientos metros más abajo, entró por una verja más pequeña que daba paso a un estrecho camino con árboles a ambos lados, que terminaba en un claro frente a las cuadras—. Además, tenemos que hablar.


— Siempre que hablamos, terminamos mal —dijo ella apartándose el pelo de la cara—. No sé tú, Pedro, pero yo ya he tenido suficiente por hoy.


—Bien, yo hablaré y tú solo tendrás que escucharme — dijo saliendo del coche y yendo a su lado a abrirle la puerta—. Vamos, Paula. No podemos estar enfrentados en un momento así. Tenemos que hacer frente común.


Paula se encontraba demasiado cansada como ponerse a discutir y, además, no le apetecía quedarse sola. No quería tener pesadillas. Lo observó bajar el equipaje y lo siguió escaleras arriba hasta su casa.


El apartamento tenía otro aire. Ya no era verano. 


Había una estufa en la chimenea y el naranja del fuego se reflejaba en el techo blanco. Había movido los sofás y los había puesto de cara al fuego. Solo había una ventana abierta, solo una rendija. Fuera todo estaba negro, pero se oía el fluir del río y recordó los innumerables paseos que Natalia y ella habían dado por sus orillas con Katie. Allí donde mirara había recuerdos dolorosos.


Pedro dejó las maletas en el suelo y se dirigió al armario. Oyó un ruido de cristal y de líquido.


—Toma —le dijo acercándose al sofá donde ella se había dejado caer—. No te muevas y bébete esto.


—¿Qué es? —dijo mirando la copa de forma sospechosa.


— No es veneno. Yo suelo tomar whisky escocés, pero, cuando me enteré de que venías, compré jerez porque sé que es lo que tú tomas. Venga, Paula, no me hagas que te tape la nariz y te lo haga tragar. Los dos necesitamos algo que nos reconstituya un poco.


—Dudo mucho que el alcohol lo haga —le contestó—. Por si no lo sabes, el alcohol
deprime y yo ya me encuentro lo suficientemente baja de moral —suspiró—. ¿Qué pasa si donas un riñon, Pedro?


El no contestó. Desapareció por una puerta que había al fondo de la estancia y Paula oyó ruido de cacharros de cocina y, al rato, percibió olor a beicon frito.


Conocía al Pedro Alfonso abogado y amante, pero aquel despliegue de amo de casa la pilló por sorpresa. La curiosidad pudo al cansancio y se levantó a investigar.


Estaba cortando tomates, con las mangas de la camisa remangadas y un trapo en la cintura.


—¿No te había dicho que no te movieras? —le dijo sin apartar la mirada de la tabla.


—Quería ver la cocina —contestó apoyándose en la puerta; más bien, dejándose caer sobre ella mientras iba notando que su cuerpo se relajaba por el efecto del jerez—. No sé por qué, nunca me imaginé que tuvieras cocina.


—¿Te creías que tenía unos enanos que venían por la noche a dejarme la comida en la puerta? —sonrió él,


— Supongo que no pensé demasiado en ello. Cuando estábamos juntos... solíamos dedicarnos a explorar otros caminos —contestó ella dando otra trago al jerez—. No me has contestado, Pedro.


—¿A qué?


—A lo del transplante de riñon. Tú ya te has informado, así que cuéntamelo. ¿A qué se enfrenta el donante?


Pedro apartó los tomates, metió dos rebanadas de pan a tostar y abrió la nevera.


— Lo siento, no tengo patatas fritas, pero hago unos emparedados de beicon, tomate y lechuga estupendos. ¿Quieres mayonesa?


— ¡A mí, como si le pones mermelada de fresa! Deja de ignorar la pregunta, Pedro. No pases de mí de esta manera.


—Me niego a hablar de algo que no va a suceder. Naty se va a poner bien sin necesidad de un transplante.


— ¿Y si no es así y acaba necesitando un riñon, que vas a hacer entonces? ¿Me dirás que me vaya y que me calle, como siempre?


—No sabes parar, ¿verdad, Paula? —le espetó furioso cerrando la nevera de una patada—. ¿Por qué te empeñas en agotar los temas y a los que están involucrados? ¿Qué quieres?


—Que me trates como a un miembro de la familia en lugar de como a una paria que se mete en tus asuntos, estaría bien para empezar. Y que me contestaras de manera razonable cuando te hago preguntas razonables.


—Bien —contestó—. Te hacen análisis de sangre y radiografías para saber si estás sana y eres compatible con Naty —dijo poniendo dos rebanadas más de pan y retirando las que ya estaban tostadas—. Si pasas esas pruebas, te hacen más y te evalúan varias personas, incluido un trabajador social, para saber si realmente quieres donar el órgano.


—¿Y luego?


Pedro levantó los ojos y la miró con aquellos inolvidables ojos azules.


— Si todo da positivo, te abren y te quitan un riñon.


Lo dijo así de crudo adrede, esperando que la brutalidad de sus palabras hiciera que Paula lo reconsiderara. Tendría que haber sabido que no iba a ser así. Aquella mujer había pasado por cosas terribles aquel año y, una más, no la asustaba.


—Valdrá la pena si eso le salva la vida a Natalia —contestó.


—¿Y tu vida? —preguntó furioso sacando las otras tostadas y poniéndolas sobre la tabla de cortar—. ¿Qué hay de los riesgos que correrías y de las posibles limitaciones que sufriría tu salud a la larga?


—La vida está llena de riesgos, Pedro. Vivimos con ellos desde el momento en el que nacemos. La mayor parte de las veces, conseguimos esquivarlos, pero, cuando alguien a quien queremos nos necesita, no nos paramos a evaluar el riesgo. Hacemos lo que sea por ayudarlo y, si eso implica arriesgarse... — se encogió de hombros—... nos arriesgamos. Si Natalia necesita un riñon y yo puedo dárselo, se lo daré.


Pedro se tenía por un hombre capaz de aguantar mucho, pero, de repente, llegó a su límite. Llevaba una semana sin dormir, había visto envejecer a su madre y a Hugo ante sus ojos en cuestión de días, había visto empeorar a Naty y estaba dispuesto a mover cíelo y tierra para ayudarla, pero no había previsto aquello. 


No había contado con verse entre la espada y la pared, no había contado con que su corazón pudiera sufrir tanto.