martes, 27 de agosto de 2019

AMARGA VERDAD: CAPITULO 44




Al final, los emparedados sirvieron de desayuno, acompañados de champán y zumo de naranja.


—¿Y ahora qué? —preguntó Pedro mientras la veía poner los platos en el lavavajillas que él nunca utilizaba.


Aunque Paula estaba de espaldas a él, Pedro se dio cuenta de que se había tensado ante la pregunta y supuso que su cabeza era en aquellos momentos un mar de dudas.


—Ahora nos vamos al hospital y, cuando Natalia esté completamente recuperada, yo me iré a Vancouver.


—¿Y por qué no vas al altar conmigo, mejor?


Se hizo el silencio durante unos segundos.


—¿Me estás pidiendo que me case contigo?


—Bueno, es un petardo, pero alguien tiene que hacerlo.


Paula se dio la vuelta lentamente.


— Bueno, gracias, pero la respuesta es no.


Pedro la miró confuso.


—¿Por qué diablos no, Paula?


—Porque apareciste en mi vida en un momento en el que me sentía sola y abandonada. Hugo tiene a Cynthia y a Natalia y yo te he tenido a ti por un tiempo. Pero nunca me hice ilusiones con que fuera algo duradero. Ya me dijiste más de una vez que tú no eras de esos hombres.


—Bueno, he podido cambiar, ¿no?


— No por las razones que te han llevado a ti a cambiar de parecer. No quiero que te cases conmigo por que te sientas culpable de haberme hecho daño.


— Me parece que no me he explicado con claridad. No te pido que te cases conmigo para purgar mis pecados —le dijo sujetándole la cara y mirándola a los ojos—. Ayer por la noche te dije que te quería — añadió acercándose hasta que sus labios se rozaron—. Hoy por la mañana sigo queriéndote. Llevo semanas queriéndote y te querré el resto de mi vida.


— Esto no es justo —suspiró Paula —. Se supone que no puedes seducirme así. Otra vez, no... y tan fácilmente. Eres duro, malo e indigno... eso me he repetido cientos de veces. No tienes derecho... a convencerme de que estaba equivocada.


Aquellas protestas no valían de nada porque su cuerpo, su boca y sus ojos dejaban muy claro que no se creía ni ella lo que estaba diciendo.


—Lo sé —dijo sentándose y sentándola a ella en sus rodillas—. Necesito a una mujer buena que me cambie. ¿Crees que tú podrías hacerlo?


—No lo sé —Paula se levantó.


— Vamos, Paula, te he rendido mi corazón. ¿Qué más quieres? Puedo darte una buena vida, como tú te mereces. No hay nada que te ate en Vancouver, ni trabajo ni familia. ¿Por qué no me dices que sí y acabas con mi agonía?


— No lo sé —contestó ella doblando un trapo y colocándolo en la puerta del horno—. Tal vez porque soy una mujer chapada a la antigua y quiero una propuesta de matrimonio a la vieja usanza.


—¿Quieres que me ponga de rodillas?


— ¡Después de lo mal que me has hecho pasarlo los últimos meses, claro que sí! — contestó poniéndose en jarras—. Quiero rosas y violines y luna y promesas de felicidad eterna.


—Eso es difícil de prometer. ¿Te vale con que te prometa quererte siempre?


Paula se mordió el labio como si lo estuviera considerando.


— Solo si me dejas que yo te prometa lo mismo.


— No hay problema —contestó él levantándose y yendo hacia ella.


—En ese caso, de acuerdo, me casaré contigo — contestó abriéndole el albornoz y haciendo estragos en lugares de su cuerpo que una chica educada no osaría ni comentar hasta que la tinta del certificado de matrimonio estuviera bien seca.


— Será mejor que nos demos prisa porque no quisiera decirle a Hugo que va a ser abuelo antes de decirle que va a ser suegro.




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