lunes, 26 de agosto de 2019

AMARGA VERDAD: CAPITULO 42




TE has pasado la entrada principal —dijo Paula. 


Llevaban todo el camino sin hablar.


Paula estaba sumergida en sus propios pensamientos y sabía que Pedro también, así que no vio la necesidad de sacar un tema de conversación.


— Ya lo sé —contestó él.


—¿Por qué? ¿Dónde vamos?


—A mi apartamento. Yo uso la entrada de atrás. Se tarda menos.


Paula no quería ir a su apartamento. Se encontraba demasiado débil como para enfrentarse a los recuerdos que la aguardaban allí.


—No me parece una buena idea, Pedro.


— Si nos llaman del hospital en mitad de la noche, tardaremos menos si no tengo que ir a la casa grande a buscarte —contestó. Unos quinientos metros más abajo, entró por una verja más pequeña que daba paso a un estrecho camino con árboles a ambos lados, que terminaba en un claro frente a las cuadras—. Además, tenemos que hablar.


— Siempre que hablamos, terminamos mal —dijo ella apartándose el pelo de la cara—. No sé tú, Pedro, pero yo ya he tenido suficiente por hoy.


—Bien, yo hablaré y tú solo tendrás que escucharme — dijo saliendo del coche y yendo a su lado a abrirle la puerta—. Vamos, Paula. No podemos estar enfrentados en un momento así. Tenemos que hacer frente común.


Paula se encontraba demasiado cansada como ponerse a discutir y, además, no le apetecía quedarse sola. No quería tener pesadillas. Lo observó bajar el equipaje y lo siguió escaleras arriba hasta su casa.


El apartamento tenía otro aire. Ya no era verano. 


Había una estufa en la chimenea y el naranja del fuego se reflejaba en el techo blanco. Había movido los sofás y los había puesto de cara al fuego. Solo había una ventana abierta, solo una rendija. Fuera todo estaba negro, pero se oía el fluir del río y recordó los innumerables paseos que Natalia y ella habían dado por sus orillas con Katie. Allí donde mirara había recuerdos dolorosos.


Pedro dejó las maletas en el suelo y se dirigió al armario. Oyó un ruido de cristal y de líquido.


—Toma —le dijo acercándose al sofá donde ella se había dejado caer—. No te muevas y bébete esto.


—¿Qué es? —dijo mirando la copa de forma sospechosa.


— No es veneno. Yo suelo tomar whisky escocés, pero, cuando me enteré de que venías, compré jerez porque sé que es lo que tú tomas. Venga, Paula, no me hagas que te tape la nariz y te lo haga tragar. Los dos necesitamos algo que nos reconstituya un poco.


—Dudo mucho que el alcohol lo haga —le contestó—. Por si no lo sabes, el alcohol
deprime y yo ya me encuentro lo suficientemente baja de moral —suspiró—. ¿Qué pasa si donas un riñon, Pedro?


El no contestó. Desapareció por una puerta que había al fondo de la estancia y Paula oyó ruido de cacharros de cocina y, al rato, percibió olor a beicon frito.


Conocía al Pedro Alfonso abogado y amante, pero aquel despliegue de amo de casa la pilló por sorpresa. La curiosidad pudo al cansancio y se levantó a investigar.


Estaba cortando tomates, con las mangas de la camisa remangadas y un trapo en la cintura.


—¿No te había dicho que no te movieras? —le dijo sin apartar la mirada de la tabla.


—Quería ver la cocina —contestó apoyándose en la puerta; más bien, dejándose caer sobre ella mientras iba notando que su cuerpo se relajaba por el efecto del jerez—. No sé por qué, nunca me imaginé que tuvieras cocina.


—¿Te creías que tenía unos enanos que venían por la noche a dejarme la comida en la puerta? —sonrió él,


— Supongo que no pensé demasiado en ello. Cuando estábamos juntos... solíamos dedicarnos a explorar otros caminos —contestó ella dando otra trago al jerez—. No me has contestado, Pedro.


—¿A qué?


—A lo del transplante de riñon. Tú ya te has informado, así que cuéntamelo. ¿A qué se enfrenta el donante?


Pedro apartó los tomates, metió dos rebanadas de pan a tostar y abrió la nevera.


— Lo siento, no tengo patatas fritas, pero hago unos emparedados de beicon, tomate y lechuga estupendos. ¿Quieres mayonesa?


— ¡A mí, como si le pones mermelada de fresa! Deja de ignorar la pregunta, Pedro. No pases de mí de esta manera.


—Me niego a hablar de algo que no va a suceder. Naty se va a poner bien sin necesidad de un transplante.


— ¿Y si no es así y acaba necesitando un riñon, que vas a hacer entonces? ¿Me dirás que me vaya y que me calle, como siempre?


—No sabes parar, ¿verdad, Paula? —le espetó furioso cerrando la nevera de una patada—. ¿Por qué te empeñas en agotar los temas y a los que están involucrados? ¿Qué quieres?


—Que me trates como a un miembro de la familia en lugar de como a una paria que se mete en tus asuntos, estaría bien para empezar. Y que me contestaras de manera razonable cuando te hago preguntas razonables.


—Bien —contestó—. Te hacen análisis de sangre y radiografías para saber si estás sana y eres compatible con Naty —dijo poniendo dos rebanadas más de pan y retirando las que ya estaban tostadas—. Si pasas esas pruebas, te hacen más y te evalúan varias personas, incluido un trabajador social, para saber si realmente quieres donar el órgano.


—¿Y luego?


Pedro levantó los ojos y la miró con aquellos inolvidables ojos azules.


— Si todo da positivo, te abren y te quitan un riñon.


Lo dijo así de crudo adrede, esperando que la brutalidad de sus palabras hiciera que Paula lo reconsiderara. Tendría que haber sabido que no iba a ser así. Aquella mujer había pasado por cosas terribles aquel año y, una más, no la asustaba.


—Valdrá la pena si eso le salva la vida a Natalia —contestó.


—¿Y tu vida? —preguntó furioso sacando las otras tostadas y poniéndolas sobre la tabla de cortar—. ¿Qué hay de los riesgos que correrías y de las posibles limitaciones que sufriría tu salud a la larga?


—La vida está llena de riesgos, Pedro. Vivimos con ellos desde el momento en el que nacemos. La mayor parte de las veces, conseguimos esquivarlos, pero, cuando alguien a quien queremos nos necesita, no nos paramos a evaluar el riesgo. Hacemos lo que sea por ayudarlo y, si eso implica arriesgarse... — se encogió de hombros—... nos arriesgamos. Si Natalia necesita un riñon y yo puedo dárselo, se lo daré.


Pedro se tenía por un hombre capaz de aguantar mucho, pero, de repente, llegó a su límite. Llevaba una semana sin dormir, había visto envejecer a su madre y a Hugo ante sus ojos en cuestión de días, había visto empeorar a Naty y estaba dispuesto a mover cíelo y tierra para ayudarla, pero no había previsto aquello. 


No había contado con verse entre la espada y la pared, no había contado con que su corazón pudiera sufrir tanto.



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