viernes, 16 de agosto de 2019

AMARGA VERDAD: CAPITULO 7




La verdad era que tenía la ropa empapada pegada a la piel y que estaba de lo más incómoda. Al fin y al cabo, lo de la ducha caliente no era tan mala idea. Tenía ropa interior limpia y un camisón en la maleta. ¿Quién estaba saliendo perjudicada, realmente, por empeñarse en no ver lo positivo de la situación?


Pedro reapareció a los diez minutos con una toalla en la cintura, el pelo revuelto y gotas, de agua cayéndole por la cara. Olía a limpio.


—Este sitio es un asco, pero hay toda el agua caliente que quiera. ¿Seguro que no quiere ducharse?


—Bueno, puede que sí —contestó aclarándose la garganta.


—Hay otra toalla dentro, por si le interesa.


—Bien —dijo agarrando el neceser de baño, el camisón y las braguitas.


El baño iba a conjunto con el resto. Era básico. Un lavabo, un inodoro y una ducha de pie con una mampara de cristal. Efectivamente, había una toalla igual de pequeña que la de Pedro en una balda. Además, había unos minúsculos
frasquitos de gel y de champú de los que él había dado buena cuenta.


Menos mal que Paula iba bien equipada con jabón francés, crema hidratante, champú especial, acondicionador, cepillo y pasta de dientes.


Pedro pensó que aquellas almohadas debían de estar rellenas de cascaras de cacahuetes. Y el colchón no era mucho mejor. Al menos, no estaban sobre una fría pieza de mármol en el tanatorio más próximo, que era donde hubieran acabado si no le hubiera dado tiempo de frenar.


Se admitió a sí mismo que se había quedado desconcertado. ¡Pero la reacción de Paula había sido exagerada! Lo que demostraba que tenía razón: aquella mujer iba a acarrear problemas. Sin embargo, le había dado pena verla así, temblando de miedo cuando la había cargado en brazos. Aquel cuerpo...


Mejor no pensar demasiado en ello. Tenía que llevar la mercancía, no probarla. Eso le hizo pensar que Hugo estaría esperándolos.


Ajustó una almohada, se tapó hasta la cintura y lo llamó.


—¿Pedro?


—¿Cómo lo sabes?


—He visto el parte del tiempo en la tele. No vais a poder llegar hasta aquí esta noche.


— Ya. Estamos en un motel.


—¿Estáis bien?


— Sí —mintió. No había necesidad de preocuparlo con el susto que se habían llevado ni entrar a discutir si era moral o inmoral que pasaran la noche juntos.


— Ahora que la conoces más, ¿qué te parece?


—Eh... —«Cotilla, molesta, bocazas... ¡y sensual como ninguna!»—. Bueno, ya sabes que no me gusta sacar conclusiones hasta tener todos los elementos.


—¿No podrías intentar, por una vez en tu vida, no actuar como un abogado? —se rio Hugo—. Quiero que os llevéis bien, somos familia, Pedro.


— Por eso, precisamente, tengo mis reservas. Tú siempre has sido como un padre para mí y ahora me toca a mí comportarme como un hijo y velar por tus intereses.


—Te preocupas por nada. Paula no tiene malas intenciones. Solo quiere conocerme.


—Ya —contestó. No era el momento de recordarle que era hija de su madre y que el tiempo diría qué la había movido a querer conocerlo.


—¿Es tan guapa como en la foto que nos mandó?—. En ese momento, se abrió la puerta del baño y salió Paula envuelta en un aroma floral. Estaba sonrojada y Pedro sabía por qué. Casi todo su cuerpo estaba al descubierto—. ¿Pedro¿Estás ahí?


—Sí —contestó apartando la mirada del dobladillo del camisón azul cielo que apenas la cubría. ¿Por qué no olía a jabón barato como él? ¿Por qué parecía salida de un salón de belleza? ¿Por qué tenía el pelo tan voluminoso y brillante que daban ganas de tocarlo?


—¿Y bien?


—¿Qué? —preguntó con la boca seca.


—¿Es tan guapa como en la foto? 


En ese momento, ella se acercó a los pies de la cama, inocente como una niña de quince años.


—¿Quieres que espere en el baño hasta que hayas acabado de hablar? —le susurró.


—No —dijo Pedro contestando a ambos a la vez. La foto de la que hablaba Hugo era de fotomatón y no le hacía justicia—. Yo diría, diferente —dijo a su padrastro.


—¿Más guapa?


— Diferente —insistió—. Bueno, Hugo, te llamo por la mañana cuando haya visto el tiempo. Duerme bien y no te preocupes por nosotros. Ya nos las arreglaremos para llegar mañana.


—¿Por qué no me ha dicho que estaba hablando con Hugo? —le preguntó cuando colgó—. Me habría gustado hablar con él.


—Porque ya le había dicho que estaba llamando desde la habitación de un motel.


—¿Y?


—Pensé que no le gustaría que supiera que la compartimos.


—¿Por qué? Si me ha dicho que era algo completamente inocente...


—Porque no estoy tan seguro de eso. Si fuera inocente, no iría por ahí medio desnuda.


Paula abrió los ojos y tomó aire haciendo que sus pechos subieran y bajaran bajo el camisón.


—¿Cómo tiene el valor? ¿Y usted, que se pasea con una toalla minúscula?


Pedro apartó la sábana y le encantó ver que ella retrocedía alarmada.


—Como verá, me he puesto un bañador. 


«Sí, que te quedan de maravilla y ¡te marcan todo!».


—Me preguntaba qué llevaba en la bolsa de deporte —dijo recuperándose rápidamente.


— Ahora ya lo sabe.


—¿Y va a dormir solo con eso?


—Me temo que sí porque no me he traído el sombrero que va a juego.


— ¡Muy gracioso! Échese para allá. Está en mi mitad.


—Creía que había dicho que su delicado cuerpo no iba a rozar este colchón.


— Tras pensarlo dos veces, he decidido que la cama era mejor que el suelo.



jueves, 15 de agosto de 2019

AMARGA VERDAD: CAPITULO 6





Paula sacudió la cabeza sorprendida ante tanta hostilidad. 


— ¡Qué bonita conversación para cenar!


—Lo siento si la verdad la ofende. Si quiere, hablamos del tiempo.


—Prefiero no hablar con usted. Se ha mostrado de lo más grosero desde el mismo segundo en el que nos conocimos y ya estoy harta de intentar averiguar por qué. Empiezo a sospechar que, tal vez, no le haga falta razón alguna. Tiene pinta de ser de esos a los que les gusta ir de mártires.


—Al menos, no nos hacemos falsas expectativas en cuanto a lo que el otro estará pensando de nosotros.


No había ni un ápice de humanidad ni de simpatía en aquel hombre. Por fuera era guapo como él solo, pero por dentro era seco como los manuales de derecho que, seguramente, tendría como libros de almohada.


— ¡Vayase a freír espárragos!


Pedro se quedó un poco perplejo.


—¿Y ahora quién está insultando?


— Yo —admitió—, porque intentar ser simpática con usted resulta imposible, Pedro Alfonso. Se ha empeñado en resultar insufrible.


En ese momento, les llevaron la comida. Paula se sirvió ketchup, agarró el tenedor y atravesó una patata.


—No la pague con la comida, señorita Chaves. Esa patata no era mi corazón. 


«¡Qué pena!», pensó.


— ¡Cállese! —dijo pensando que, tal vez, no había sido una buena idea ir a conocer a Hugo Preston. Se había mostrado muy contento en un primer momento, pero, luego, no había tenido la delicadeza de asegurarse de que todo saliera bien. Ya tenía suficientes problemas, no necesitaba a su hijastro para nada—. Cállese y coma, y vamos a terminar con esta odiosa velada cuanto antes.


Pero no iba a poder ser. Además de la cuenta, la camarera les llevó noticias de lo más desagradables.


—Espero que no estuvieran planeando ir a ningún sitio porque han anunciado inundaciones para esta noche. La policía ha pedido que no se conduzca.


— ¡Muy bien, justo lo que necesitaba para tener el día completito! —exclamó Pedro pagando y mirando a Paula como si tuviera ella la culpa—. Agarre sus cosas y vamonos.


—Pero si la policía... —él la agarró del codo y la llevó a la salida.


—No tenemos otra opción, a no ser que quiera pasar aquí la noche.


— ¡Antes muerta!


Para cuando llegaron al coche, Paula había pisado un charco enorme y se había calado hasta los huesos.


Pedro no salió mucho mejor parado. Tenía la chaqueta del traje a manchas, los pantalones calados y el pelo, como ella, pegado a !a cara.


Maldiciendo, arrancó, puso los limpiaparabrisas y se dirigió hacia la carretera. No habían salido del aparcamiento y el coche estaba ya completamente empañado.


Era imposible conducir así. La carretera parecía un túnel y no se veía si había curvas.


Paula iba tensa, apretando tanto los puños que se estaba clavando las uñas en las palmas de las manos y rezando para que llegaran cuanto antes a Stentonbridge sanos y salvos. No habían recorrido ni sesenta y cinco kilómetros cuando Pedro frenó de repente.


—¿Por qué para aquí, si se puede saber?


Paula se dio cuenta de que donde antes debía de haber existido un puente sobre un barranco, solo había una riada de agua y barro que arrasaba todo lo que encontraba a su paso. Medio metro más y el coche habría caído al vacío.


—Exactamente —dijo Pedro al oírla exclamar.


Estaban a finales de julio, pleno verano en aquella zona de Ontario. Hacía calor incluso por las noches, pero Paula se encontró temblando.


Así que era así cómo ocurría: la gente estaba 
viva, la sangre corría por sus venas igual que los planes para el próximo día o el próximo año... y, de repente, en un abrir y cerrar de ojos, todo había terminado. Eso era lo que les había ocurrido a sus padres y eso era lo que había estado a punto de pasarle a ella.


Intentó respirar y no pudo. El aire que había dentro del coche era demasiado denso y comenzó a ahogarse. Se soltó el cinturón, gimiendo, con la intención de abrir la puerta.


Le quemaban los pulmones. Tenía que salir. Con un movimiento brusco, abrió la puerta y salió medio a gatas fuera. No le importó la lluvia. 


Cualquier cosa era mejor que estar allí dentro, en aquel coche, que parecía un ataúd.


Cegada por el pánico, lo único que quería era volver a la cafetería. No había recorrido más que unos metros cuando se encontró con algo que le impedía el paso.


— ¿Se ha vuelto loca? —gritó Pedro Alfonso—. ¿Dónde diablos se cree que va?


— ¡Casi nos matamos!


— ¿Y qué quiere, terminar la faena?


—Quiero... —se interrumpió al darse cuenta de que su reacción había sido irracional. Se dio cuenta de que estaba llorando.


— ¡Deje de llorar! —le ordenó—. No ha pasado nada. Tenga la decencia de esperar a que ocurra una verdadera catástrofe para venirse abajo. Mire, supongo que no dejará de pensar en el accidente de sus padres, pero dejar correr la imaginación en esa dirección no le va a servir de nada. Paula, vuelva al coche.


— No sé si voy a poder.


— ¡Muy bien! —exclamó molesto. Antes de que le diera tiempo de reaccionar, la había agarrado como un saco de patatas y la había depositado en el asiento del copiloto—. Ha agotado mi paciencia —le espetó poniéndole el cinturón—, así que no haga otra de estas o se va a encontrar tirada en mitad de la carretera. A ver si así se asusta de verdad, si sobrevive, claro, porque supongo que esta zona está llena de pumas y de serpientes. Por no hablar de murciélagos vampiros.


Pedro cerró la puerta y corrió al otro lado del coche.


— No me creo nada y, mucho menos, lo de los murciélagos.


— Demuéstrelo —sonrió diabólico.


Paula se arrellanó en el asiento, incapaz de devolverle la sonrisa, derrotada. El día había empezado con emoción, pero se había ido deshinchando y ya no tenía ganas de luchar por que mejorara. Solo quería que se terminara.


—Hemos pasado por un motel hace unos quince kilómetros. Espero que la carretera no haya desaparecido y que haya habitaciones.


El motel era de los años cincuenta y no habían invertido ni un centavo desde entonces en remodelarlo. Los recibió un hombre mascando tabaco, con pelos en las orejas, que parecía un trol.


— Menuda nochecita —les dijo—. Solo nos queda una habitación. Lo toman o lo dejan. Si no la quieren, otros la querrán.


—Nos la quedamos —contestó Pedro sacando la tarjeta de crédito y rellenando el formulario de admisión.


—No pienso pasar la noche en la misma habitación que usted —objetó Paula mientras lo seguía hacía el lugar en cuestión.


—¿Prefiere dormir en el coche?


—¡No!


Pedro abrió la número diecinueve


—Pues yo, tampoco.


— Pedro, este sitio es un asco.


— Siento mucho que no sea de cinco estrellas, pero hay calefacción y no nos mojamos, ¿verdad? Tenemos ducha y cama.


¡Una cama! Ni cama supletoria ni sofá cama. 


No, solo una cama doble en mitad de la habitación con una colcha feísima. Había también una pequeña cómoda con un televisor encima y una silla.


— ¡No pienso dormir en esa cama! 


Pedro se encogió de hombros.


—Pues duerma en el suelo.


— ¡Es usted la persona más insensible que he conocido jamás!


— Y usted es una niña mimada —contestó él dejando las maletas en el suelo y cerrando la puerta de una patada. Se quitó la chaqueta, los zapatos, los calcetines y la corbata.


Paula se quedó mirando anonadada mientras él se quitaba la camisa, dejando al descubierto un torso fornido y bronceado. Si se creía que la iba a impresionar, iba listo.


— ¿Qué hace? —preguntó horrorizada al ver que se estaba desabrochando el cinturón.


— Me parece que está muy claro. Me estoy quitando la ropa mojada para darme una ducha. Cállese, señorita Chaves, y deje de exclamar.


— ¡No me puedo creer... lo que estoy viendo!


—Pues no mire.


Se quitó el cinturón y se bajó la cremallera. Sin más, se quitó los pantalones, como si estuviera solo. Y, para su propia desazón, Paula no podía apartar la mirada.


Pedro la pilló.


— Se está usted poniendo roja, señorita Chaves. —Bueno, a uno de los dos nos tenía que tocar y no parece probable que fuera a usted. Tenía unas piernas estupendas, delgadas y musculosas, bronceadas y fuertes. Llevaba calzoncillos pequeños de algodón blanco—. ¡Ni se le ocurra quitarse nada más! No me interesa verlo desnudo.


— Aunque quisiera —contestó él doblando los pantalones y dejándolos en el respaldo de la silla—, no me desnudo ante cualquiera.


Colgó la chaqueta y la camisa en una percha y las dejó en la especie de armario que, en realidad, era un vestidor con cortina.


Paula siguió todos sus movimientos con la mirada, atontada, preguntándose cómo Dios lo había dotado tan bien.


—¿Seguro que no quiere pasar al baño?


—No, gracias. Seguro que hay un centímetro de porquería en la bañera.


—No hay bañera, es ducha.


—Le dejo que la disfrute usted.


—Bueno, pero le advierto que no se pueden hacer experimentos orientales —le dijo como riéndose.


—¿Cómo?


—Que no cabemos los dos, vaya, que va a tener que esperar su turno.


— ¡Siga soñando! —le contestó asombrada de su osadía—. A saber lo que puede salir del desagüe.



AMARGA VERDAD: CAPITULO 5




Mientras la observaba leer la carta, Pedro pensó que Paula no era lo que se había esperado. 


Desde luego, no era la mujer vulgar, interesada solo en el dinero, que se había imaginado. 


Había creído que se iba a encontrar con una mujer resultona, de escote provocativo, pelo cardado, uñas de porcelana y demasiada bisutería. Paula Chaves no era así.


La verdad era que era guapa. Tenía pies delgados y elegantes, manos delicadas, uñas bien arregladas y pintadas en un tono claro. Tenía rasgos pequeños y regulares, casi patricios. Pelo castaño oscuro, ojos grandes y alegres y una sonrisa de la que hacía gala a menudo con unos labios carnosos y suaves.


Aparte del reloj, lo único que llevaba eran unos pequeños pendientes de oro.


Vestía una falda vaquera azul por debajo de la rodilla, una camisa blanca sin mangas con escote en pico y sandalias. Pedro no había podido evitar darse cuenta de que tenía unas piernas largas y bien modeladas. Estaba ligeramente bronceada y llevaba las uñas de los pies pintadas de rosa.


Supo que a Hugo lo iba a encantar, que la iba a aceptar inmediatamente y que no se iba a preguntar por qué Paula había querido conocerlo de repente. Sin embargo, el hecho era que la traición de su madre hacía un cuarto de siglo había estado a punto de costarle la vida y él, Pedro, se había propuesto que la hija no terminara la labor de la madre.


Sin darse cuenta de que la estaba observando, Paula tamborileó con una uña en uno de los dientes y siguió leyendo la carta. Tenía unos dientes muy bonitos y una sonrisa muy bonita.


—Ya está bien. Hemos venido aquí a cenar, no a pasar la noche —le ladró—. Decídase de una vez.


—Me gusta mirar las cartas —contestó con reproche en aquellos grandes ojos marrones.


— Pues debe de leer muy despacio porque a mí ya me habría dado tiempo de memorizarla.


—Bueno, pues yo no soy como usted.


Claro que no. Ella era toda femineidad y el hecho de no poder apartar la vista de su cuerpo lo estaba molestando en exceso.


—Por si no se ha dado cuenta, Hugo lleva mucho tiempo esperando para conocerla, así que prefiero llegar cuanto antes.


Paula cerró la carta y la dejó sobre la mesa.


—Unas patatas grandes y un batido de vainilla.


—¿Todo este tiempo para pedir unas patatas y un batido?


— Con ketchup.


— Si solo quería eso, podríamos haber parado en un establecimiento de comida rápida.


Paula agarró el bolso y se dispuso a levantarse.


—Pues vamos.


— ¡No se mueva! —le ordenó más alto de lo que era su intención.


—¿Te está molestando tu novio, preciosa? —preguntó la camarera que se acercó inmediatamente. Paula Chaves se puso a reír.


— ¡No es mi novio!


— ¡Y no le estoy haciendo nada! 


La camarera lo miró con severidad.


—Más le vale —dijo sacando la libreta—. ¿Qué va a ser?


Pedro pidió lo que quería Paula y, para él, un emparedado de carne y un café.


—Creía que las mujeres como usted se alimentaban de ensaladas —le dijo mientras
esperaban.


—¿Las mujeres como yo?


— Sí, menores de treinta años y locas por las modas, por muy estrafalarias que sean.


—No sabe mucho de mujeres, ¿verdad?


«Lo suficiente como para saber que no me dejas concentrarme», pensó.


Paula se echó hacia delante y Pedro no pudo evitar fijarse en la curva que formaban sus pechos bajo la blusa. Se preguntó si llevaría sujetador. ¡Maldición!


— Las mujeres de verdad no son esclavas de la moda, Pedro —le explicó como si estuviera hablando a un tonto—. Tenemos reglas propias.


—¿Qué ocurre si esas reglas no coinciden con las de los hombres?


—Transigimos, como hemos hecho desde el comienzo de los tiempos.


— Me suena a excusa para hacer lo que quiera,cuando quiera y sin que nadie le pida que rinda cuentas por sus actos.


— ¿No sabe que si siempre va buscando lo peor de las personas, al final, acaba encontrándolo? —le preguntó mirándolo con compasión.


Aquella mujer era un ser completamente inocente o una intrigante despreciable.


Pedro decidió no bajar la guardia hasta que lo hubiera averiguado.


— No me hace falta ir buscando nada, señorita Chaves. Hay un refrán que dice: «Si le das suficiente cuerda a una persona, acabará ahorcándose con ella». Téngalo presente.