jueves, 15 de agosto de 2019

AMARGA VERDAD: CAPITULO 6





Paula sacudió la cabeza sorprendida ante tanta hostilidad. 


— ¡Qué bonita conversación para cenar!


—Lo siento si la verdad la ofende. Si quiere, hablamos del tiempo.


—Prefiero no hablar con usted. Se ha mostrado de lo más grosero desde el mismo segundo en el que nos conocimos y ya estoy harta de intentar averiguar por qué. Empiezo a sospechar que, tal vez, no le haga falta razón alguna. Tiene pinta de ser de esos a los que les gusta ir de mártires.


—Al menos, no nos hacemos falsas expectativas en cuanto a lo que el otro estará pensando de nosotros.


No había ni un ápice de humanidad ni de simpatía en aquel hombre. Por fuera era guapo como él solo, pero por dentro era seco como los manuales de derecho que, seguramente, tendría como libros de almohada.


— ¡Vayase a freír espárragos!


Pedro se quedó un poco perplejo.


—¿Y ahora quién está insultando?


— Yo —admitió—, porque intentar ser simpática con usted resulta imposible, Pedro Alfonso. Se ha empeñado en resultar insufrible.


En ese momento, les llevaron la comida. Paula se sirvió ketchup, agarró el tenedor y atravesó una patata.


—No la pague con la comida, señorita Chaves. Esa patata no era mi corazón. 


«¡Qué pena!», pensó.


— ¡Cállese! —dijo pensando que, tal vez, no había sido una buena idea ir a conocer a Hugo Preston. Se había mostrado muy contento en un primer momento, pero, luego, no había tenido la delicadeza de asegurarse de que todo saliera bien. Ya tenía suficientes problemas, no necesitaba a su hijastro para nada—. Cállese y coma, y vamos a terminar con esta odiosa velada cuanto antes.


Pero no iba a poder ser. Además de la cuenta, la camarera les llevó noticias de lo más desagradables.


—Espero que no estuvieran planeando ir a ningún sitio porque han anunciado inundaciones para esta noche. La policía ha pedido que no se conduzca.


— ¡Muy bien, justo lo que necesitaba para tener el día completito! —exclamó Pedro pagando y mirando a Paula como si tuviera ella la culpa—. Agarre sus cosas y vamonos.


—Pero si la policía... —él la agarró del codo y la llevó a la salida.


—No tenemos otra opción, a no ser que quiera pasar aquí la noche.


— ¡Antes muerta!


Para cuando llegaron al coche, Paula había pisado un charco enorme y se había calado hasta los huesos.


Pedro no salió mucho mejor parado. Tenía la chaqueta del traje a manchas, los pantalones calados y el pelo, como ella, pegado a !a cara.


Maldiciendo, arrancó, puso los limpiaparabrisas y se dirigió hacia la carretera. No habían salido del aparcamiento y el coche estaba ya completamente empañado.


Era imposible conducir así. La carretera parecía un túnel y no se veía si había curvas.


Paula iba tensa, apretando tanto los puños que se estaba clavando las uñas en las palmas de las manos y rezando para que llegaran cuanto antes a Stentonbridge sanos y salvos. No habían recorrido ni sesenta y cinco kilómetros cuando Pedro frenó de repente.


—¿Por qué para aquí, si se puede saber?


Paula se dio cuenta de que donde antes debía de haber existido un puente sobre un barranco, solo había una riada de agua y barro que arrasaba todo lo que encontraba a su paso. Medio metro más y el coche habría caído al vacío.


—Exactamente —dijo Pedro al oírla exclamar.


Estaban a finales de julio, pleno verano en aquella zona de Ontario. Hacía calor incluso por las noches, pero Paula se encontró temblando.


Así que era así cómo ocurría: la gente estaba 
viva, la sangre corría por sus venas igual que los planes para el próximo día o el próximo año... y, de repente, en un abrir y cerrar de ojos, todo había terminado. Eso era lo que les había ocurrido a sus padres y eso era lo que había estado a punto de pasarle a ella.


Intentó respirar y no pudo. El aire que había dentro del coche era demasiado denso y comenzó a ahogarse. Se soltó el cinturón, gimiendo, con la intención de abrir la puerta.


Le quemaban los pulmones. Tenía que salir. Con un movimiento brusco, abrió la puerta y salió medio a gatas fuera. No le importó la lluvia. 


Cualquier cosa era mejor que estar allí dentro, en aquel coche, que parecía un ataúd.


Cegada por el pánico, lo único que quería era volver a la cafetería. No había recorrido más que unos metros cuando se encontró con algo que le impedía el paso.


— ¿Se ha vuelto loca? —gritó Pedro Alfonso—. ¿Dónde diablos se cree que va?


— ¡Casi nos matamos!


— ¿Y qué quiere, terminar la faena?


—Quiero... —se interrumpió al darse cuenta de que su reacción había sido irracional. Se dio cuenta de que estaba llorando.


— ¡Deje de llorar! —le ordenó—. No ha pasado nada. Tenga la decencia de esperar a que ocurra una verdadera catástrofe para venirse abajo. Mire, supongo que no dejará de pensar en el accidente de sus padres, pero dejar correr la imaginación en esa dirección no le va a servir de nada. Paula, vuelva al coche.


— No sé si voy a poder.


— ¡Muy bien! —exclamó molesto. Antes de que le diera tiempo de reaccionar, la había agarrado como un saco de patatas y la había depositado en el asiento del copiloto—. Ha agotado mi paciencia —le espetó poniéndole el cinturón—, así que no haga otra de estas o se va a encontrar tirada en mitad de la carretera. A ver si así se asusta de verdad, si sobrevive, claro, porque supongo que esta zona está llena de pumas y de serpientes. Por no hablar de murciélagos vampiros.


Pedro cerró la puerta y corrió al otro lado del coche.


— No me creo nada y, mucho menos, lo de los murciélagos.


— Demuéstrelo —sonrió diabólico.


Paula se arrellanó en el asiento, incapaz de devolverle la sonrisa, derrotada. El día había empezado con emoción, pero se había ido deshinchando y ya no tenía ganas de luchar por que mejorara. Solo quería que se terminara.


—Hemos pasado por un motel hace unos quince kilómetros. Espero que la carretera no haya desaparecido y que haya habitaciones.


El motel era de los años cincuenta y no habían invertido ni un centavo desde entonces en remodelarlo. Los recibió un hombre mascando tabaco, con pelos en las orejas, que parecía un trol.


— Menuda nochecita —les dijo—. Solo nos queda una habitación. Lo toman o lo dejan. Si no la quieren, otros la querrán.


—Nos la quedamos —contestó Pedro sacando la tarjeta de crédito y rellenando el formulario de admisión.


—No pienso pasar la noche en la misma habitación que usted —objetó Paula mientras lo seguía hacía el lugar en cuestión.


—¿Prefiere dormir en el coche?


—¡No!


Pedro abrió la número diecinueve


—Pues yo, tampoco.


— Pedro, este sitio es un asco.


— Siento mucho que no sea de cinco estrellas, pero hay calefacción y no nos mojamos, ¿verdad? Tenemos ducha y cama.


¡Una cama! Ni cama supletoria ni sofá cama. 


No, solo una cama doble en mitad de la habitación con una colcha feísima. Había también una pequeña cómoda con un televisor encima y una silla.


— ¡No pienso dormir en esa cama! 


Pedro se encogió de hombros.


—Pues duerma en el suelo.


— ¡Es usted la persona más insensible que he conocido jamás!


— Y usted es una niña mimada —contestó él dejando las maletas en el suelo y cerrando la puerta de una patada. Se quitó la chaqueta, los zapatos, los calcetines y la corbata.


Paula se quedó mirando anonadada mientras él se quitaba la camisa, dejando al descubierto un torso fornido y bronceado. Si se creía que la iba a impresionar, iba listo.


— ¿Qué hace? —preguntó horrorizada al ver que se estaba desabrochando el cinturón.


— Me parece que está muy claro. Me estoy quitando la ropa mojada para darme una ducha. Cállese, señorita Chaves, y deje de exclamar.


— ¡No me puedo creer... lo que estoy viendo!


—Pues no mire.


Se quitó el cinturón y se bajó la cremallera. Sin más, se quitó los pantalones, como si estuviera solo. Y, para su propia desazón, Paula no podía apartar la mirada.


Pedro la pilló.


— Se está usted poniendo roja, señorita Chaves. —Bueno, a uno de los dos nos tenía que tocar y no parece probable que fuera a usted. Tenía unas piernas estupendas, delgadas y musculosas, bronceadas y fuertes. Llevaba calzoncillos pequeños de algodón blanco—. ¡Ni se le ocurra quitarse nada más! No me interesa verlo desnudo.


— Aunque quisiera —contestó él doblando los pantalones y dejándolos en el respaldo de la silla—, no me desnudo ante cualquiera.


Colgó la chaqueta y la camisa en una percha y las dejó en la especie de armario que, en realidad, era un vestidor con cortina.


Paula siguió todos sus movimientos con la mirada, atontada, preguntándose cómo Dios lo había dotado tan bien.


—¿Seguro que no quiere pasar al baño?


—No, gracias. Seguro que hay un centímetro de porquería en la bañera.


—No hay bañera, es ducha.


—Le dejo que la disfrute usted.


—Bueno, pero le advierto que no se pueden hacer experimentos orientales —le dijo como riéndose.


—¿Cómo?


—Que no cabemos los dos, vaya, que va a tener que esperar su turno.


— ¡Siga soñando! —le contestó asombrada de su osadía—. A saber lo que puede salir del desagüe.



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