sábado, 1 de junio de 2019

MELTING DE ICE: CAPITULO 7



A Paula le gustaba caminar.


Siempre que se encontraba a solas y estaba preocupada, caminaba por la habitación hablando en alto, moviendo los brazos y las manos para dar énfasis a sus palabras.


Sin embargo, ya habían pasado varios minutos desde que había oído cómo se alejaba el coche de Pedro y seguía de pie exactamente en el mismo lugar en el que la había dejado.


El deseo que la había envuelto de pies a cabeza estaba dando paso a una sensación de preocupación. No quería arrepentirse de haberlo besado. ¿Por qué arrepentirse de algo que le había gustado y que le había hecho recordar la alegría de ser mujer?


A Paula le encantaba aquella sensación de tener mariposas en el estómago, aquel vértigo que daba un poco de susto, sentir la sangre agolpándose en las sienes y la entrepierna húmeda.


Todo aquello era fantástico.


Sin embargo, ya había recorrido aquel camino.


Paula no se fiaba del deseo. El deseo la había conducido a casarse. Y también había sido, precisamente, el deseo, pero en aquella ocasión el de su marido por otras mujeres, lo que la había conducido al divorcio.


No, no estaba dispuesta a adentrarse de nuevo en una relación basada única y exclusivamente en lo físico.


—No hay que fiarse del deseo.


Aquél se iba a convertir en su mantra.


Aquella noche, lo recitó hasta que se quedó dormida y volvió a hacerlo cuando se despertó.


Había tomado la firme resolución de no volver a acercarse a Pedro Alfonso a menos que… a menos que se le incendiara la casa.


Seguro que eso le encantaría.


Al día siguiente, el novio de Laura le mandó toda la información que tenía sobre Pedro, pero Paula la guardó en un cajón de la cocina, diciéndose que no era el momento de ponerse a rebuscar en el pasado de aquel hombre cuyo beso todavía estaba fresco en su boca.


Pasó los siguientes días siguiéndole la pista a Mario Scanlon. Así fue como descubrió que Gaston, su antiguo jefe, también estaba involucrado con el candidato a alcalde. Vaya, a ella siempre le había caído muy bien su jefe. 


Siempre le había parecido un hombre amable, algo que no era muy normal en el mundo de la televisión.


Paula siempre había sospechado que no le había resultado nada fácil despedirla y era consciente de que la cadena había bajado la audiencia desde su marcha.


Aquello de que Mario Scanlon fuera amigo de dos de las personas más influyentes dentro de la televisión pública nacional hacía que Paula se preguntara si su despido no habría tenido algo que ver con él.


El empresario anónimo volvió a ponerse en contacto con ella y le hizo ver cómo estaban blanqueando dinero de manera sorprendentemente inteligente. Aquello dejó a 
Paula con la boca abierta. El Mario Scanlon que ella había conocido era un palurdo poco refinado.


Sin embargo, había puesto en marcha un sistema sencillo pero efectivo de explotar la zona gris que había entre no pagar impuestos y la evasión de impuestos.


Había sido entonces cuando el empresario anónimo le había empezado a hablar de chantaje. En aquel chantaje no solamente estaban involucrados hombres de negocios sino también políticos, policías y gente muy influyente de los medios de comunicación.


El sistema era muy simple… viajes en yates privados, con todo incluido, a saber, drogas, chicas, juego, todo lo que les apeteciera a los invitados.


Por supuesto, sin olvidar la cámara oculta.


—No es el dinero lo que busca Mario —le había dicho el empresario anónimo—. Lo que quiere es poder. Lo que quiere es dar una vuelta de tuerca más para tener siempre gente que le deba favores.


Sí, aquello entraba dentro de su estilo.


—¿Está usted dispuesto a dar la cara? —le había preguntado Paula sin demasiadas esperanzas.


—Yo solo, no —contestó el hombre—. Si todo esto salta a la luz, un par de personas irán a la cárcel y muchos de nosotros, yo entre ellos, tendremos que pagar multas millonarias y veremos nuestra reputación destrozada.


—Pero Mario Scanlon va a ganar las elecciones al ayuntamiento —le recordó Paula—. Benson ya está viejo y la gente quiere a alguien nuevo.


—Tiene usted tres semanas para hacer algo. De lo contrario, no habrá ni un solo policía, periodista ni político limpio en esta ciudad.


Paula se quedó petrificada al darse cuenta de que Pedro debía de ser uno de los empresarios involucrados en el blanqueo de dinero. ¿Acaso el poco honorable candidato al ayuntamiento tendría algo con lo que chantajearlo?


Llevaba un par de días pensando en los recortes que le había enviado Alberto. Había decidido mantenerse alejada de Pedro, pero, si su vecino estaba implicado en la red de blanqueo de dinero de Scanlon, era mejor estar preparada.


Paula abrió con manos temblorosas el sobre y procedió a dejar sobre la mesa los recortes para adentrarse en el pasado de Pedro.



viernes, 31 de mayo de 2019

MELTING DE ICE: CAPITULO 6



Pedro se paró en la mesa de su secretaria.


—Patricia, ¿tú lees el New City?


Su secretaria lo miró sorprendida.


—No, señor Alfonso.


Pedro entró en su despacho y, mientras se quitaba la chaqueta, Patricia le dio los mensajes del día y se llevó el abrigo.


—Creo que he visto uno en la sala de espera. 


Pedro la miró confuso.


—El periódico. ¿Se lo traigo?


—Sí, gracias.


Una persona que no lo hubiera conocido habría creído que su secretaria era imperturbable. Sin embargo, hacía ya muchos años que trabajaba para Pedro y él era capaz de saber cuándo estaba sorprendida porque arqueaba levemente las cejas.


No era de extrañar que se hubiera sorprendido porque él solamente leía la prensa de negocios y el New City era, más bien, un tabloide de entretenimiento y moda.


No podía dejar de pensar en Paula Summers. 


No había podido dejar de pensar en ella desde la última vez que se habían visto. Desde entonces, solamente la había vuelto a ver otra vez, una ocasión en la que Paula estaba metiendo leña en el cobertizo.


Por supuesto, no se había girado hacia su coche para saludarlo con la mano. Pedro tampoco había esperado que lo hiciera.


No era que Pedro estuviera buscando una justificación por haberse comportado de manera tan poco amable la otra noche, pero, si Paula supiera lo que le costaba llevar a una persona en coche a casa…


Patricia llamó a la puerta y entró, dejó el periódico en la esquina de su mesa y Pedro fingió que estaba concentrada en el trabajo.


Seguro que Patricia sabía cómo pedir perdón a una conocida. Seguro que a Patricia le daría un infarto si se lo preguntara.


Una vez a solas de nuevo, Pedro abrió el periódico y leyó. La primera noticia en la que se pararon sus ojos era del propio periódico.


¡Tenemos nueva columnista de cotilleos y se trata, nada más y nada menos, que de Paula Chaves!


¿Cómo había podido caer tan bajo? Paula le había dicho que el trabajo le parecía divertido. 


¿Hablar de los desaciertos y los malos momentos de los demás era divertido?


Pedro apartó el periódico y volvió a concentrarse en el trabajo.


Tras una dura jornada, una vez en el ferry, lo abrió por fin y procedió a leer el ejemplar de cabo a rabo, dejando la columna de Paula para el final.


Craso error.


Si la hubiera leído al principio, habría podido controlar el enfado y no se habría presentado en casa de Paula completamente enojado. De haberla leído al principio, habría tenido tiempo de preguntarse si de verdad estaba tan enfadado o era la excusa perfecta para volver a verla.


—¡Maldita sea! —murmuró aparcando el coche.


A continuación, bajó del vehículo y se acercó a la puerta de casa de Paula. Mientras avanzaba, le parecía que le salía humo de las orejas.


Ya era suficiente con tener a una persona famosa como vecina. Le había oído poner música alta varias veces y suponía que las fiestas estarían a la vuelta de la esquina. 


Entonces, habría coches por todas partes y, sin duda, fotógrafos escondidos entre los arbustos.


Pero no terminaba ahí la cosa, no…


¡Para colmo, aquella vecina famosa era columnista de cotilleos, lo más bajo de lo más bajo!


Pedro estaba furioso.


Paula abrió la puerta sorprendida ante los golpes que Pedro estaba dando. Él no esperó a que lo invitara y entró saludándola con el periódico. Paula cerró la puerta y lo siguió a la cocina.


Pedro golpeó la mesa con el periódico mientras ella apagaba la radio.


—Ha ido demasiado lejos.


Paula frunció el ceño y se acercó a la ventana para correr la cortina.


—¿Qué hace? —le preguntó Pedro.


—He oído un trueno y me estaba preguntando dónde está el relámpago —contestó Paula con sequedad.


A continuación, volvió a poner la cortina en su sitio, se giró hacia él y se apoyó en la mesa.


Pedro se quedó mirándola y tuvo que hacer un gran esfuerzo para no sonreír.


Maldición.


—Cuando mis abogados se pongan en contacto con usted no creo que todo esto le haga tanta gracia —le advirtió.


—Ah, ¿lo dice por la columna? —contestó Paula—. Qué gracia. No sabía que leyera usted las columnas de cotilleos.


—¡No las leo jamás! —exclamó Pedro—. Esto… alguien me dijo que lo leyera.


Paula lo miró con cautela.


—¿Qué relación tiene usted con ese hombre?


—Para que lo sepa, mi empresa está financiando su campaña al ayuntamiento.


Paula dio un respingo y lo miró con el ceño fruncido.


—¿Económicamente?


—¡Por supuesto, económicamente! ¿Cómo iba a ser si no?


Pedro era consciente de que siempre que estaba con aquella mujer sus reacciones eran extremas. Siempre que estaba con ella había ira, sospecha y confusión mezcladas.


También deseo.


—¿Se llevan bien?


—¿Qué quiere decir con eso de que si nos llevamos bien? Le estoy dando dinero para su campaña política. Lo hago porque necesito que gane y necesito que gane para poder hacer mi trabajo.


A pesar de que Paula había apagado la radio, Pedro oía una ópera en la habitación de al lado y no podía pensar con claridad. Para colmo, Paula estaba a pocos metros de él, mirándolo con el mentón elevado en actitud desafiante.


De nuevo, mostrándose insufrible con ella, había conseguido ponerla a la defensiva.


—¿Me está diciendo que no son amigos? —insistió Paula.


—Apenas nos conocemos —contestó Pedro con impaciencia—. Aun así, no pienso tolerar que lo haga jirones de esta manera.


Paula se encogió de hombros.


—Mis abogados han leído el artículo varias veces. Le aseguro que no encontrará ni una sola palabra en él por la que pueda demandarnos.


Pedro se quedó mirándola intensamente.


—Me da la sensación de que se lo ha inventado todo.


—¿Ah, sí?


Pedro pensó que o Paula estaba hablando en voz más baja o la música estaba cada vez más alta. Lo estaba mirando con los ojos muy abiertos y con un brillo guasón en ellos. Estaba medio sonriendo y aquello lo enfurecía.


Sin embargo, se encontró pensando si aquellos labios seguirían sonriendo si los besara.


—¿Le importaría quitar esa maldita música? —ladró.


Aquello hizo que Paula dejara de sonreír, elevara los brazos al cielo y se dirigiera al salón. Pedro la siguió y estuvo a punto de tropezar con los cubos de pintura que había en el suelo.


—Este intento de desacreditar a Scanlon en público es una farsa —apuntó gritando.


Paula se paró frente a la cadena de música.


—No, es cotilleo. Ya sabe, es hacer que la gente se entere de lo contentas que están las personas que tuvieron que vérselas con él antes de que este hombre haya decidido dedicarse a otras cosas.


Al ver que Paula no bajaba la música, Pedro alargó el brazo para hacerlo él. La ópera dejo de sonar, pero el televisor que había en un rincón de la habitación seguía emitiendo.


—Su carrera periodística se ha ido al traste, pero no puede aceptarlo y necesita estar en el ojo del huracán. Todos sabemos que los periodistas se inventan cosas para llamar la atención —la acusó Pedro.


—¡De eso, nada! —exclamó Paula sin dar un paso atrás.


—Entonces, señora Summers, ¿cómo es que no hay ni un solo nombre? Y, sobre todo, ¿por qué es usted la única en hablar de esto? —le espetó Pedro señalándola con el dedo índice.


Paula no dudó en agarrárselo.


Pedro no se lo podía creer.


Al entrar en contacto con ella, dio un respingo. 


Sí, sin duda, Paula lo había agarrado del dedo y se lo había apartado. En aquellos momentos, lo único que había entre ellos era aire y enfado.


En un movimiento rápido, Pedro envolvió la pequeña mano de Paula dentro de la suya y entrelazó los dedos con los suyos.


Paula echó la cabeza atrás y tomó aire profundamente.


—Eso es, señor Alfonso, porque Scanlon cultiva amigos en esferas muy elevadas. Siempre lo ha hecho —contestó mirando con incredulidad sus manos.


Pedro dio un paso al frente.


—¿De verdad, señora Summers?


—El periódico New City no es parte de su red de influencias y, por lo tanto, no puede comprarlo —le explicó Paula con la respiración entrecortada—. Por cierto, mi apellido es Chaves y no Summers —añadió.


Tenían las muñecas la una contra la otra y Pedro sentía el pulso de Paula a toda velocidad.


—Perdón, señorita Chaves —dijo haciendo una inclinación de cabeza con aire burlón—. La publicación para la que trabaja actualmente es un periodicucho y es normal que el señor Mario Scanlon no tenga interés porque no creo ni que haya oído hablar de ella.


No había hablado en aquella ocasión con enfado pues estaba empezando a tranquilizarse al notar que Paula no se resistía a que la tuviera agarrada de la mano.


En lugar de protestar, estaba respondiendo de una manera completamente diferente. 


Cuando Pedro vio que Paula le miraba la boca y se apresuraba a desviar la mirada, sintió que el corazón le daba un vuelco.


—Seguro que ahora sabe perfectamente qué periódico es —murmuró.


Pedro estaba encantado de verla con la respiración entrecortada. A continuación, la agarró de la otra mano. Paula ahogó una exclamación de sorpresa y, en aquella ocasión, no pudo evitar quedarse mirándolo a los labios.


Pedro se acercó un poco más y se inclinó sobre ella.


—¿Pedro? —se sobresaltó Paula mirándolo con los ojos muy abiertos.


—Paula—contestó Pedro besándola.


Fue un beso suave, pero firme. Al instante, Pedro sintió cómo se evaporaban el enfado y la tensión y, con un suspiro, la atrapó entre sus brazos y la apretó contra su cuerpo.


Aquello era lo que había querido hacer desde que la había conocido.


Paula suspiró también e intentó zafarse de sus manos, pero Pedro no se lo permitió. Para evitar que se le escapara, le apretó los dedos y le colocó las manos a la espalda, haciendo que Paula echara el pecho hacia delante y no pudiera evitar el beso.


Al sentir que sus lenguas entraban en contacto, Pedro sintió una sensación parecida al éxtasis. Le pareció que Paula era el paraíso y se preguntó si ella estaría tan excitada como él.


Pedro estaba realmente necesitado de contacto y aceptación. No era un monje y hacía mucho tiempo que no estaba con una mujer. Las raras aventuras que había tenido habían sido única y exclusivamente para llevar a cabo el acto sexual.


Jamás se había visto en una situación en la que estuviera implicada la necesidad ciega que estaba sintiendo en aquellos momentos y que lo estaba consumiendo.


Aquella situación se le antojaba de lo más extraña. Para empezar, porque era solamente un beso y porque Paula Chaves y él ni siquiera se llevaban bien.


Pedro comenzó a besarla más profundamente y sintió que el deseo se apoderaba por completo de él. Sintió que Paula lo besaba también y arqueaba las caderas hacia él. Aquella mujer lo estaba conduciendo hacia la locura y él se estaba dejando.


Cuando sintió que Paula le metía la lengua en la boca, le pareció que la habitación comenzaba a dar vueltas y se dio cuenta de que había llegado al punto sin retorno. Aquella mujer lo estaba llevando a un lugar del que, tal vez, no fuera capaz de volver.


Se separaron lentamente y se quedaron mirando a los ojos. Pedro sentía que la boca le vibraba y que el cuerpo le dolía de deseo. Paula lo estaba mirando a los ojos como si fuera la primera vez que lo veía.


Pedro dio un paso atrás y le colocó las manos por delante, sin soltárselas. Paula tampoco lo soltó. Pedro tomó aire profundamente y volvió a percibir aquel olor a limón que acompañaba a Paula.


—Lo siento, esto no entraba dentro de mis planes —se disculpó.


A continuación, le apretó los dedos amablemente y le soltó las manos.


—Creo que ha quedado claro lo que he venido a decirte —añadió poco convencido.


Dicho aquello, se despidió con un movimiento de cabeza y se fue hacia su coche.




MELTING DE ICE: CAPITULO 5




¡Menudo cerdo arrogante! Paula cerró la puerta de su casa con fuerza y, una vez dentro, puso la radio. ¡Menudo vecino! Le parecía normal que en la ciudad los vecinos no se ocuparan los unos de los otros, pero allí, teniendo en cuenta que solamente vivían ellos dos en varios kilómetros a la redonda, se le antojaba increíble.
Paula se sirvió una copa de vino, la primera que se tomaba desde el resfriado, entró en el salón y puso la televisión.


¿Por qué la odiaba Pedro Alfonso? Por lo visto, le costaba hasta hablar con ella. Y pensar que lo encontraba atractivo… Paula entró en su dormitorio y encendió el ordenador. Obviamente, la atracción no era mutua.


Mientras se tomaba el vino, pensó que aquella bebida era el néctar de los dioses. A Javier y a ella les encantaba. Cuando vivía en Londres, cuidaban mucho aquel aspecto de su vida e incluso había llegado a tener una buena colección.


Paula se preguntó qué habría sido de ella después de su partida, después del aborto…


En aquel momento, sonó el teléfono. Paula frunció el ceño y miró el reloj. Resultó ser su amiga Laura, una de las reporteras que trabajaba, que había trabajado, en su programa.


Aquello la puso de mejor humor porque, si se iba a dedicar a trabajar como columnista de cotilleos en un periódico, no había nadie mejor que Laura para empezar ya que aquella mujer sabía todo lo que pasaba en la ciudad.


—¿Qué tal te está yendo, Lau?


Lo peor de que la hubieran despedido había sido que aquella decisión había afectado a todo su equipo.


—Estoy bien, Pau. No te preocupes por mí, hay un montón de trabajo. ¿Y a ti qué tal te va la vida?


Mientras charlaba con su amiga, Paula encontró la tarjeta de visita que Pedro le había entregado aquella noche y entró en la página web de su empresa. Mientras esperaba a que se abriera, le preguntó a su amiga si sabía algo de Pedro Alfonso.


—¿Me estás hablando de Ice Alfonso? —contestó Laura.


—¿Lo llaman «Ice»? —dijo Paula pensando que tenía el apodo muy bien puesto.


—Es un temerario. Jugaba al rugby en la selección de Nueva Zelanda.


Paula enarcó las cejas. Aquello explicaba el cuerpazo que tenía.


Nueva Zelanda era un país pequeño, pero tenía una de las mejores selecciones de rugby del mundo y allí los miembros de la selección eran reyes. Incluso los que ya no jugaban, pero habían jugado en el pasado.


—¿Y cómo es que yo no lo conozco?


—Porque fue hace diez o doce años.


—Ah, yo en aquella época estaba en el extranjero —recordó Paula.


Aquélla había sido la época de su vida en la que se había dedicado a trabajar como enviada especial en varias partes del planeta.


—¿Algo personal interesante?


—Mmm —contestó su amiga—. No creo que le gusten mucho las entrevistas.


«De eso, ya me había dado cuenta», pensó Paula.


—Es millonario y se ha hecho a sí mismo. Creo que hubo algo… un accidente, sí, eso es lo que acabó con su carrera de rugby. No estoy segura. Seguro que Alberto lo sabe. Le diré que te lo mire —añadió su amiga.


Alberto era su novio y editor de deportes.


—Escucha. Hay algo importante. ¿Has mirado tu correo electrónico? El contacto misterioso ha vuelto a mandar cosas.


Paula dejó la copa sobre la mesa y se apresuró a abrir su servidor de correo electrónico.


—Te ha enviado un par de fotografías —continuó su amiga.


Paula se quedó mirando la pantalla. Las fotografías no eran de buena calidad, tenían mucho grano y estaban desenfocadas, pero Paula se quedó mirándolas estupefacta. Lo que hizo que se le pusieran los ojos como platos no fueron las chicas esqueléticas, casi adolescentes, ni la opulencia del yate en el que estaban, sino los tres hombres de mediana edad en cuyos regazos retozaban.


Paula se apresuró a tomar papel y bolígrafo para escribir sus nombres.


Aquellos hombres eran muy conocidos.


Uno de ellos era un empresario de mucho poder, el segundo era el jefe de la policía y el tercero estaba en el consejo de la televisión pública para la que ella había trabajado hasta hacía muy poco tiempo.


—¿Ha dicho algo más?


—Me ha pedido tu número de teléfono, pero le he dicho que, antes de dárselo, te lo tenía que consultar a ti. Me parece que quiere llamarte. También me ha dicho que siente mucho que te hayan despedido por su culpa.


Paula frunció el ceño. ¿Cómo sabía aquel hombre que la habían despedido? La versión oficial era que lo había dejado.


—También me ha dicho que te diga que no todo es siempre por dinero.


Paula se quedó pensando en aquello. ¿Cómo encajaba aquello con Mario Scanlon? Llevaba sin verlo desde que tenía quince años. La había sorprendido mucho cuando había hecho acto de presencia en la escena política de Nueva Zelanda seis meses atrás.


Nadie sabía nada de él, a todos les parecía un hombre progresista y carismático, guapo y expresivo. Según la gente, era un hombre lleno de vida.


Paula lo había invitado a su programa, pero él no había querido ir, perfectamente consciente de que Paula lo detestaba. Paula se había atrevido a hacer un comentario al respecto diciendo en el programa que, tal vez, tendrían que ir a su ciudad natal, situada en el sur y que también era la suya, a ver, ya que él no quería acudir a un plato de televisión, qué opinaban sus conciudadanos de él.


Poco después, la llamó un hombre de negocios que prefirió permanecer en el anonimato y le dijo que la asesoría fiscal de Mario había involucrado a varios hombres de negocios prominentes, entre los que se encontraba él, en asuntos oscuros destinados a evadir impuestos. Mientras intentaba persuadir al empresario anónimo para que le diera la lista de nombres, Paula le había propuesto a su jefe que investigaran el caso en una parte del programa. Su jefe se había negado en redondo, lo que había hecho que Paula se enfadara mucho y que la situación terminara con su despido.


A continuación, se había puesto enferma, se había mudado de casa y se había recuperado. 


Ahora parecía que Mario Scanlon tenía previsto zarandear la ciudad. Aquello podría ser mucho peor que lo que les había hecho a unas cuantas chicas de campo y Paula quería que todo el mundo supiera en lo que se estaban metiendo antes de votarlo.


—No le aguantas, ¿verdad? —le preguntó su amiga,


Paula tomó un trago de vino y lo saboreó bien para quitarse el mal sabor de boca que siempre le dejaba hablar de aquel hombre.


—Es una mala persona —contestó con convicción.


Laura le dijo que, la próxima vez que llamara el empresario anónimo, le pasaría su teléfono. Paula se quedó mirando las fotografías que tenía en pantalla durante varios minutos y se preguntó qué querrían decir.


«No es siempre por dinero», recordó.


¿Qué tendrían en común un yate espectacular, chicas menores de edad y dos funcionarios gubernamentales con la evasión de impuestos?


Para empezar, que Mario Scanlon estaba involucrado en todo aquello. En aquel momento, la cabeza de Paula comenzó a trabajar a toda velocidad. Chantaje y corrupción. Sí, definitivamente el estilo de Mario Scanlon.


Rezando para que el empresario anónimo se pusiera en contacto con ella cuanto antes, Paula consideró sus opciones. La única arma que tenía era la columna de cotilleos. Lo primero que haría a la mañana siguiente sería ponerse en contacto con el equipo legal del periódico. No quería sobrepasar los límites y que, por su culpa, la publicación se encontrara con una demanda.


Paula apagó el ordenador con un objetivo muy claro en la cabeza: pararle los pies a Mario Scanlon.


Sus ojos se fijaron en la tarjeta de visita del presidente de Alfonso Inc. y, por segunda vez, la dejó caer al suelo diciéndose que tenía que olvidarse de Pedro Alfonso.