viernes, 31 de mayo de 2019
MELTING DE ICE: CAPITULO 5
¡Menudo cerdo arrogante! Paula cerró la puerta de su casa con fuerza y, una vez dentro, puso la radio. ¡Menudo vecino! Le parecía normal que en la ciudad los vecinos no se ocuparan los unos de los otros, pero allí, teniendo en cuenta que solamente vivían ellos dos en varios kilómetros a la redonda, se le antojaba increíble.
Paula se sirvió una copa de vino, la primera que se tomaba desde el resfriado, entró en el salón y puso la televisión.
¿Por qué la odiaba Pedro Alfonso? Por lo visto, le costaba hasta hablar con ella. Y pensar que lo encontraba atractivo… Paula entró en su dormitorio y encendió el ordenador. Obviamente, la atracción no era mutua.
Mientras se tomaba el vino, pensó que aquella bebida era el néctar de los dioses. A Javier y a ella les encantaba. Cuando vivía en Londres, cuidaban mucho aquel aspecto de su vida e incluso había llegado a tener una buena colección.
Paula se preguntó qué habría sido de ella después de su partida, después del aborto…
En aquel momento, sonó el teléfono. Paula frunció el ceño y miró el reloj. Resultó ser su amiga Laura, una de las reporteras que trabajaba, que había trabajado, en su programa.
Aquello la puso de mejor humor porque, si se iba a dedicar a trabajar como columnista de cotilleos en un periódico, no había nadie mejor que Laura para empezar ya que aquella mujer sabía todo lo que pasaba en la ciudad.
—¿Qué tal te está yendo, Lau?
Lo peor de que la hubieran despedido había sido que aquella decisión había afectado a todo su equipo.
—Estoy bien, Pau. No te preocupes por mí, hay un montón de trabajo. ¿Y a ti qué tal te va la vida?
Mientras charlaba con su amiga, Paula encontró la tarjeta de visita que Pedro le había entregado aquella noche y entró en la página web de su empresa. Mientras esperaba a que se abriera, le preguntó a su amiga si sabía algo de Pedro Alfonso.
—¿Me estás hablando de Ice Alfonso? —contestó Laura.
—¿Lo llaman «Ice»? —dijo Paula pensando que tenía el apodo muy bien puesto.
—Es un temerario. Jugaba al rugby en la selección de Nueva Zelanda.
Paula enarcó las cejas. Aquello explicaba el cuerpazo que tenía.
Nueva Zelanda era un país pequeño, pero tenía una de las mejores selecciones de rugby del mundo y allí los miembros de la selección eran reyes. Incluso los que ya no jugaban, pero habían jugado en el pasado.
—¿Y cómo es que yo no lo conozco?
—Porque fue hace diez o doce años.
—Ah, yo en aquella época estaba en el extranjero —recordó Paula.
Aquélla había sido la época de su vida en la que se había dedicado a trabajar como enviada especial en varias partes del planeta.
—¿Algo personal interesante?
—Mmm —contestó su amiga—. No creo que le gusten mucho las entrevistas.
«De eso, ya me había dado cuenta», pensó Paula.
—Es millonario y se ha hecho a sí mismo. Creo que hubo algo… un accidente, sí, eso es lo que acabó con su carrera de rugby. No estoy segura. Seguro que Alberto lo sabe. Le diré que te lo mire —añadió su amiga.
Alberto era su novio y editor de deportes.
—Escucha. Hay algo importante. ¿Has mirado tu correo electrónico? El contacto misterioso ha vuelto a mandar cosas.
Paula dejó la copa sobre la mesa y se apresuró a abrir su servidor de correo electrónico.
—Te ha enviado un par de fotografías —continuó su amiga.
Paula se quedó mirando la pantalla. Las fotografías no eran de buena calidad, tenían mucho grano y estaban desenfocadas, pero Paula se quedó mirándolas estupefacta. Lo que hizo que se le pusieran los ojos como platos no fueron las chicas esqueléticas, casi adolescentes, ni la opulencia del yate en el que estaban, sino los tres hombres de mediana edad en cuyos regazos retozaban.
Paula se apresuró a tomar papel y bolígrafo para escribir sus nombres.
Aquellos hombres eran muy conocidos.
Uno de ellos era un empresario de mucho poder, el segundo era el jefe de la policía y el tercero estaba en el consejo de la televisión pública para la que ella había trabajado hasta hacía muy poco tiempo.
—¿Ha dicho algo más?
—Me ha pedido tu número de teléfono, pero le he dicho que, antes de dárselo, te lo tenía que consultar a ti. Me parece que quiere llamarte. También me ha dicho que siente mucho que te hayan despedido por su culpa.
Paula frunció el ceño. ¿Cómo sabía aquel hombre que la habían despedido? La versión oficial era que lo había dejado.
—También me ha dicho que te diga que no todo es siempre por dinero.
Paula se quedó pensando en aquello. ¿Cómo encajaba aquello con Mario Scanlon? Llevaba sin verlo desde que tenía quince años. La había sorprendido mucho cuando había hecho acto de presencia en la escena política de Nueva Zelanda seis meses atrás.
Nadie sabía nada de él, a todos les parecía un hombre progresista y carismático, guapo y expresivo. Según la gente, era un hombre lleno de vida.
Paula lo había invitado a su programa, pero él no había querido ir, perfectamente consciente de que Paula lo detestaba. Paula se había atrevido a hacer un comentario al respecto diciendo en el programa que, tal vez, tendrían que ir a su ciudad natal, situada en el sur y que también era la suya, a ver, ya que él no quería acudir a un plato de televisión, qué opinaban sus conciudadanos de él.
Poco después, la llamó un hombre de negocios que prefirió permanecer en el anonimato y le dijo que la asesoría fiscal de Mario había involucrado a varios hombres de negocios prominentes, entre los que se encontraba él, en asuntos oscuros destinados a evadir impuestos. Mientras intentaba persuadir al empresario anónimo para que le diera la lista de nombres, Paula le había propuesto a su jefe que investigaran el caso en una parte del programa. Su jefe se había negado en redondo, lo que había hecho que Paula se enfadara mucho y que la situación terminara con su despido.
A continuación, se había puesto enferma, se había mudado de casa y se había recuperado.
Ahora parecía que Mario Scanlon tenía previsto zarandear la ciudad. Aquello podría ser mucho peor que lo que les había hecho a unas cuantas chicas de campo y Paula quería que todo el mundo supiera en lo que se estaban metiendo antes de votarlo.
—No le aguantas, ¿verdad? —le preguntó su amiga,
Paula tomó un trago de vino y lo saboreó bien para quitarse el mal sabor de boca que siempre le dejaba hablar de aquel hombre.
—Es una mala persona —contestó con convicción.
Laura le dijo que, la próxima vez que llamara el empresario anónimo, le pasaría su teléfono. Paula se quedó mirando las fotografías que tenía en pantalla durante varios minutos y se preguntó qué querrían decir.
«No es siempre por dinero», recordó.
¿Qué tendrían en común un yate espectacular, chicas menores de edad y dos funcionarios gubernamentales con la evasión de impuestos?
Para empezar, que Mario Scanlon estaba involucrado en todo aquello. En aquel momento, la cabeza de Paula comenzó a trabajar a toda velocidad. Chantaje y corrupción. Sí, definitivamente el estilo de Mario Scanlon.
Rezando para que el empresario anónimo se pusiera en contacto con ella cuanto antes, Paula consideró sus opciones. La única arma que tenía era la columna de cotilleos. Lo primero que haría a la mañana siguiente sería ponerse en contacto con el equipo legal del periódico. No quería sobrepasar los límites y que, por su culpa, la publicación se encontrara con una demanda.
Paula apagó el ordenador con un objetivo muy claro en la cabeza: pararle los pies a Mario Scanlon.
Sus ojos se fijaron en la tarjeta de visita del presidente de Alfonso Inc. y, por segunda vez, la dejó caer al suelo diciéndose que tenía que olvidarse de Pedro Alfonso.
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