viernes, 12 de abril de 2019

UN ASUNTO ESCANDALOSO: CAPITULO 9




Pedro echó la cabeza hacia atrás y observó las potentes luces del techo.


—Contrólate —murmuró.


Se preguntó si Paula se habría dado cuenta de que estaba excitado. Él sí había notado que ella lo estaba. Era increíble la sexualidad que flotaba en el ambiente cuando los dos estaban en la misma habitación.


Lo que le había quedado claro era que, a pesar de su insolencia, la chica estaba interesada en él.


Aquello daba una nueva dimensión a la situación. No la había tocado, pero sabía que eran compatibles sexualmente.


Interesante… Miró el plato de comida vacío y recordó por qué había ido allí. Se había cansado de estar solo, de comer solo, algo raro, porque solía comer siempre solo. De hecho, lo prefería. 


Su vida era una incansable noria de cenas en restaurantes de lujo y aviones privados.


Pero su piso de Sidney era un lugar ordenado y tranquilo. Para él, comerse un sándwich de queso frente al ventanal que daba a la ciudad más bella del mundo, era mucho mejor que cualquier comida de doscientos dólares en un restaurante.


Eso debía de ser debido a que, de niño, la hora de comer siempre había sido un momento caótico en su casa.


Había crecido con unos padres que lo querían, pero que eran muy excéntricos y que habían llenado su enorme casa de Sidney de niños de acogida. De pequeño, Pedro había tenido que compartirlo todo: el amor de sus padres, su habitación, sus juguetes, incluso a su esposa, que se había ido a vivir con ellos mientras estaba en la universidad. Estudiaba para convertirse en asistente social y le encantaba ayudar a los chicos. Pedro tuvo que compartirla hasta el día de su muerte. Un tumor cerebral se la había llevado con tan sólo veintiséis años.


En esos momentos, no compartía mucho con nadie, pero, aun así, adoraba a sus padres. Lo único que le molestaba era que no dejasen de preguntarle cuándo les iba a dar nietos. Su respuesta siempre había sido la misma:


—De niño aprendí que hay demasiados niños no deseados en el mundo.


Tomó la caja con el diamante y se la llevó a su habitación para guardarla. Luego recogió el plato vacío y la comida que le había llevado para almorzar. Le sonó el teléfono mientras bajaba las escaleras. Era Mateo Alfonso, que lo llamaba desde Nueva Zelanda.


Ya lo conocía de antes, dado que ambos eran accionistas en varias empresas, entre otras, Blackstone Diamonds.


—¿Podemos vernos la semana que viene? —le preguntó Mateo—. Entre otras cosas, quería agradecerte que hayas traído los diamantes rosas de vuelta a casa.


El mes anterior, Pedro había autentificado cuatro diamantes rosas para la ex cuñada de Mateo, Briana Davenport, una supermodelo de Melbourne. Briana los había encontrado en la caja fuerte de su piso después de la muerte de su hermana Marise en el accidente de avión. A Pedro le había sorprendido que perteneciesen al collar Blackstone Rose, que le habían robado a Horacio casi tres décadas antes. Y le había dicho a Briana que tenía que devolvérselos a su verdadero dueño. Ella se los había enviado a los abogados de Horacio Blackstone.


Todo el mundo sabía que Horacio había cambiado su testamento poco antes del accidente para dejarle su colección de joyas a Marise. Pedro no sabía si aquel collar robado estaría incluido en la colección, ya que seguía figurando como robado. En cualquier caso, había pensado que aquello sería lo mejor para Briana, su cliente.


Después de deliberarlo, los abogados habían declarado que Blackstone Rose estaba incluido en la colección de joyas. Y dado que Marise no había cambiado su testamento antes del accidente, los diamantes rosas pertenecían en esos momentos a Mateo Chaves.


—Estaré de vacaciones en Port Douglas durante las dos próximas semanas —le dijo Pedro por teléfono.


—¿Bromeas? Yo iré para allá dentro de un par de días. Nos vemos allí, entonces, si te parece bien.


Pedro se preguntó si Mateo iba a ir a Port Douglas a ver a Paula. Eran primos, pero según había oído, la división entre los Blackstone y los Chaves incluía a Paula y a su madre, Sonya.


—Mientras tanto —continuó Mateo—, me gustaría que corrieses la voz de que quiero comprar el quinto diamante de Blackstone Rose, el grande, sin hacer preguntas y a cualquier precio.


Pedro colgó el teléfono y pensó que toda su existencia, tanto personal como profesional, parecía estar relacionada de alguna manera con las familias Blackstone y Chaves. Primero había sido Mateo y los diamantes rosas, después la cohabitación forzada con Paula Chaves. Volvió a estremecerse al recordar el deseo que había visto en sus ojos unos minutos antes, al oír que se le ponía la voz ronca. Sabía que aquella noche iba a pasarla solo, soñando con su enigmático rostro y con su ágil cuerpo.


Decidió que haría suya a Paula Chaves. Le ayudaría a pasar el tiempo en aquella sauna antes de volver a la civilización.


Sonrió y se metió entre las sábanas y pensó que acostarse con la protegida de Horacio Blackstone sería como darle a éste una patada en las narices, estuviese vivo o muerto. Y era la segunda vez que se vengaba de él en ese mes. 


El viejo Horacio debía de haberse retorcido en su tumba cuando los diamantes de Blackstone Rose volvieron a manos de los Chaves.



UN ASUNTO ESCANDALOSO: CAPITULO 8



Al día siguiente y por acuerdo tácito, Paula y Pedro se evitaron. Ella tenía que precisar el diseño, pero, cada vez que miraba el diamante, cambiaba de idea. Levantó la piedra y la miró al trasluz, y deseó haberla visto en bruto, antes de ser tallada.


Había docenas de borradores por el suelo, pero, por el momento, lo único que sabía era que quería engarzar el diamante en platino, cuyo color se complementaba a la perfección con los tonos rosas y amarillos de la piedra. Además, quería que el diamante fuese la estrella, no el engarce.


Después de varias horas sin tomar ninguna decisión, tomó el diamante en la mano y se sentó en el suelo con él.


En ese momento entró Pedro, con una bandeja en una mano y varios utensilios y una copa de vino en la otra. La miró con incredulidad por un momento y luego dejó todo lo que llevaba encima de la mesa. Paula apoyó la espalda en la pata de la mesa y, de repente, se preguntó cómo estaría su pelo. ¿Se había duchado esa mañana…?


Lo miró y se dijo que era muy atractivo. Llevaba unos pantalones chinos negros y un polo de color claro que acentuaba la anchura de sus hombros y los músculos de sus brazos. Calzaba unos náuticos sin calcetines y llevaba un Rolex de platino en la muñeca.


—¿Qué está haciendo? —le preguntó él.


—Pensar. ¿Qué le había parecido?


Él señaló con un gesto la bandeja que había llevado.


—Coma.


—¿Qué hora es? —preguntó, levantando la cabeza para mirar por la ventana. Estaba oscuro. ¿Adónde había ido el día?


—Las ocho —contestó él, frunciendo el ceño al ver que no había tocado la comida que le había llevado al medio día.


Sin soltar el diamante, Paula descruzó las piernas y se puso en pie, atraída por el olor a comida, que le recordó que casi no había probado bocado en todo el día. Dejó el diamante en su sitio y tomó primero la copa de vino.


—¿Qué tal va?


Era un vino suave. Tragó y abrió la boca para contestar, pero un bostezo la sorprendió.


—Bien.


Pero no era cierto. Se estaba volviendo loca. La inspiración siempre tardaba en llegar. Podía pasarse horas o días dándole vueltas a una idea. Y la originalidad era primordial.


—¿Hasta qué hora trabajaste anoche?


Ella se encogió de hombros, recordando la discusión de la noche anterior. Habría preferido que Pedro la dejase sola con sus pensamientos y su comida.


—Se tolera comer y dormir de manera ocasional —lo oyó decir.


Paula no supo si había querido hacer un chiste. 


Se acercó a la comida; de repente, estaba hambrienta.


—Gracias.


—¿Tiene algún problema con el engarce? —preguntó Pedro, agachándose a coger uno de los borradores que estaba en el suelo, hecho una pelota.


—No —contestó ella tomando el tenedor y pinchando un trozo de brócoli—. Todavía no lo he concretado, pero no se preocupe, lo haré.


Pedro tiró el papel a la papelera. Luego fue hacia el caballete y ladeó la cabeza para estudiar su último borrador.


—¿Le han sido de ayuda los gráficos que le proporcioné?


Paula negó con la cabeza y cortó el cordero, que estaba muy tierno y tenía una salsa que sabía a pimientos. La informática estaba muy bien para aprender, pero la mayoría de los diseñadores que ella conocía preferían trabajar con un estilo libre.


Pedro se acercó al escritorio en el que estaba ella y puso la mano encima de su carpeta de trabajos.


—¿Puedo?


Paula se quedó inmóvil. Todavía recordaba los comentarios que había hecho en el pasado acerca de su trabajo. No obstante, allí estaba, en una lujosa casa, siendo agasajada, esperando a que le pagasen una enorme suma de dinero y, todo, por el privilegio de trabajar con un diamante increíble.


Se encogió de hombros. Pensase lo que pensase aquel hombre de su trabajo, ya le había hecho un cumplido contratándola. Pedro Alfonso, el gran experto en gemas australianas, había querido que ella diseñase una joya.


Lo vio encender la lámpara y pasar las páginas. 


Estudió cada una de ellas detenidamente. Y ella lo observó mientras comía.


La camisa se le pegaba al pecho e insinuaba unos abdominales impresionantes. Una fina capa de vello oscuro cubría sus antebrazos. Y estaban empezando a salirle canas en las patillas. Debía de tener unos treinta y cinco años, y seguro que hacía mucho deporte para mantenerse tan en forma.


Apartó la mirada antes de que él se diese cuenta y, de repente, sintió calor. Pedro era demasiado grande para aquella habitación, y demasiado atractivo.


De pronto, lo vio clavar sus profundos ojos marrones en ella.


—Son buenos.


Paula no se había dado cuenta hasta entonces de que estaba conteniendo la respiración.


—Ah, gracias.


—Ha mejorado… y madurado.


«Tampoco te pases con los halagos, colega», pensó ella.


—Gracias.


—Tal vez escogió mal la pieza del concurso.


—Pues creo que fue el único en pensarlo —dijo ella, aunque sabía que era mentira; nunca se había sentido satisfecha con su trabajo.


—Ahora, esto…


Pasó varias páginas y señaló una con el dedo. 


Paula se levantó y se puso a su lado. Olía a limpio y a hombre, y ella sentía placer al estar tan cerca de él. De repente, ya no estaba cansada.


Miró lo que le señalaba.


—¡Las Keishi!


Era uno de sus primeros trabajos y seguía siendo su favorito.


Las perlas Keishi de diecinueve milímetros y color champán estaban engarzadas en oro blanco y se intercalaban con rosas de oro, cada una de ellas con un pequeño zafiro redondo en el medio.


—Con ésta habrías ganado el premio, sólo por su color y brillo.


—Yo quise presentarla, pero me dijeron que no tenía el suficiente valor.


Pedro la miró a los ojos y se le detuvo el corazón.


Paula sintió calor y no pudo apartar la mirada. 


Estaba tan cerca que podía ver las líneas que surcaban la parte exterior de sus ojos y la cicatriz de la boca, y deseó pasar un dedo por ella, para ver si era tan suave como parecía. Sus ojos eran oscuros y la miraban con perplejidad. 


Entonces, bajó a la boca.


—Confíe siempre en su instinto —dijo él.


Si hubiese sabido lo que le decía su instinto en ese momento… Lo tenía tan cerca que podía sentir su aliento en la cara. Todos los músculos de su cuerpo se tensaron. Aquel hombre era como un imán. Entonces, Paula pensó que tenía la nuca húmeda, y los rizos, que se había peinado al menos diez horas antes, enmarañados.


¿Diez horas antes? Retrocedió corriendo, pensando en lo despeinada que debía de estar. 


Seguro que tenía brócoli entre los dientes, y no se había duchado esa mañana…


Y tenía su orgullo. Ni siquiera sabía por qué le gustaba aquel hombre, pero si se planteaba sucumbir a la intensa atracción que sentía por él, al menos debía hacerlo estando limpia y oliendo bien.


—Creo que me voy a la cama —dijo con voz ronca.


—Sólo son las ocho.


Ella se pasó la lengua por los dientes.


—Ha sido un día muy largo.


Pedro asintió y posó la vista en su pecho lo suficiente como para que Paula tuviese que aceptar lo que ya sabía, que se le habían endurecido los pezones y él se había dado cuenta.


—Puede llevarse el diamante a dormir —le dijo ella sin bajar la vista. Y se sintió torpe.


Pedro hizo una mueca.


Ella se ruborizó. Seguro que la mujer a la que iba a regalarle el diamante era mucho más sofisticada que ella, seguro que nunca se despeinaba.


—Parece que tiene calor —comentó él en tono divertido.


—Debería bajar el aire acondicionado. Hace mucho calor aquí, a causa de las luces —dijo ella después de aclararse la garganta—. Buenas noches.


Y se marchó antes de que a él le diese tiempo a responder.




UN ASUNTO ESCANDALOSO: CAPITULO 7




—¡Estupendo!


Paula dio un portazo y subió las escaleras murmurando entre dientes.


Era cierto que Horacio Blackstone no había sido un santo, pero gracias a él su madre y ella habían vivido muy bien. Por eso Sonya y Paula eran de las pocas personas que habían llorado su pérdida.


Abrió la puerta del taller y la cerró con otro portazo.


Sonya había ido a vivir con Horacio y su hermana, Úrsula, a la edad de doce años. 


Úrsula se había deprimido cuando habían raptado a su hijo recién nacido y se había quitado la vida. Había sido imposible consolar a Horacio, así que Sonya se había quedado a vivir con él para cuidar de sus sobrinos Kimberley y Ramiro. Cuando ella se había quedado embarazada, Horacio la había convencido para que se quedase con su hija y la criase con todas las comodidades que tenían sus propios hijos. 


Horacio le había pagado los estudios a Paula y, a lo largo de los años, habían ido forjando un vínculo de cariño que la había llevado a pensar que, a veces, parecía llevarse mejor con ella que con sus propios hijos.


Pensó que la gente no conocía al verdadero Horacio. Tenía muchos defectos, pero Sonya y ella habían conocido una parte de él que no dejaba entrever a casi nadie. Y siempre le estarían agradecidas.




jueves, 11 de abril de 2019

UN ASUNTO ESCANDALOSO: CAPITULO 6




Durante los siguientes días casi no vio a Paula, que estaba inmersa en el diseño de la joya. 


Trabajaba hasta tarde y se levantaba tarde. A media mañana pedía que le llevase el diamante al taller y él volvía a guardarlo antes de irse a dormir. También se ocupaba de mantener la nevera llena y tuvo la suerte de que no lo tentase a volver a asomarse a la ventana, ya que no volvió a bañarse en la piscina. La mayor parte de la comida que le llevaba iba a la basura ya que Paula decía estar demasiado ocupada para tener hambre. Muy a su pesar, Pedro estaba bastante impresionado con su dedicación.


La tercera noche, Paula fue a cenar con él. Pedro había pedido que les llevasen la cena de uno de los mejores restaurantes de Port Douglas.


—¿Por qué yo? —le preguntó ella durante el café—. Debe de conocer una veintena de diseñadores de primera clase dispuestos a cortarse la mano derecha para trabajar con usted.


—Y usted, no.


—¿No le da miedo que estropee su precioso diamante, dado que me ha hecho chantaje?


—Si lo hiciese, tendría que perjudicar su reputación.


—¿Acaso no lo ha hecho ya? Dijo de mí que tenía un talento pasable, pero que lo utilizaba para trabajar con cadenas de tiendas.


Pedro se frotó la oreja, divertido.


—Al parecer, no le ha hecho ningún daño. Aunque lo que no entiende nadie es que haya decidido venir aquí a trabajar, en mitad de la nada.


—Otro snob de Sidney —comentó ella suspirando, como si no fuese la primera vez que tenía aquella conversación—. Me gusta el trópico.


—¿Qué es lo que le gusta? ¿Las playas en las que no se puede bañar uno por miedo a las medusas?


—Sólo durante algunos meses.


—El calor sofocante y pegajoso…


—Supongo que me gusta por todos los motivos por los que a usted no le gusta. En especial, en esta época, la de los ciclones.


Así que le gustaban las noches calurosas y húmedas. Pedro se frotó la barbilla.


—Hay gusanos y serpientes…


—En Sidney también.


—En mi barrio, no.


—No se atreverían a entrar —murmuró ella entre dientes.


Él hizo caso omiso de aquel comentario.


—No se puede ir de compras. ¿Y hay algún bar abierto después de las cinco y media de la tarde?


—Recuérdeme que le lleve a ver las carreras de sapos que organizan en los pubs —le dijo sonriendo—. Puede parecer un lugar muy tranquilo, pero el pueblo tiene una dinámica interesante y sofisticada. Port es famoso por sus restaurantes y nunca se sabe a qué estrella de Hollywood o a qué ex presidente estadounidense se puede uno encontrar paseando por sus calles o viendo el arrecife desde sus enormes yates.


—Está limitando mucho sus oportunidades al quedarse aquí, Paula. ¿Por qué?


—Me va bien.


—¿Le parece suficiente que le vaya bien?


—Por ahora, si. Hábleme de usted y de Horacio.


—¿No lo sabe? —preguntó él, sorprendido.


—Estaba en la universidad por aquel entonces. Sólo sé que se ponía de mal humor cuando lo veía aparecer.


—Yo estaba empezando —dijo él. Laura, su mujer, estaba enferma. Y todo su mundo se estaba yendo abajo—. Horacio quería que lo nombrasen representante australiano de la Asociación mundial del diamante. Todo el mundo era consciente de que nuestra industria, el comercio de diamantes, estaba causando guerras en África.


—Diamantes de conflicto —dijo Paula asintiendo—. ¿Qué podía hacer una asociación mundial contra uno o dos conglomerados que controlaban las minas?


Pedro pensó que era una chica lista, pero era normal, había crecido en una de las principales familias mineras de Australia.


—La asociación ha hecho que se tome conciencia del problema. Incluso en América, el mayor comprador, hay informes que indican que la mayoría de las personas piden un certificado de que su diamante no procede de una zona en conflicto.


—En realidad, esos certificados sólo dependen de quién los proporcione —comentó Paula.


Él volvió a sentir admiración al oírla hablar así.


—¿A qué se debe, entonces, la rivalidad?


Pedro apartó su plato vacío y se apoyó en el respaldo de la silla.


—Blackstone estuvo agasajándome para comprar mi voto. Supongo que tenía la impresión de que era una apuesta segura, pero, al final, un compañero me pidió que lo apoyase y lo voté a él. Si le soy sincero, pensé que Horacio ganaría, con o sin mi ayuda.


—Pero no fue así. Le gusta… le gustaba salirse siempre con la suya.


Pedro se preguntó cuál habría sido la relación entre ella y el rey de diamantes australiano.


—Perdió por un voto y se lo tomó de manera personal. Me prohibió el acceso a sus minas.
Si no hubiese sido por un par de amigos bien situados, su negocio no habría sobrevivido.


Paula silbó.


—Eso debió de dolerle. Un bróker sin diamantes.


—Me puso en una situación muy mala.


—Una situación que, sin embargo, no debió de tener consecuencias a largo plazo. ¿Ha intentado hablar con Ric o con Ramiro? Tal vez estén dispuestos a levantar la prohibición.


«Ahora que Horacio está muerto», pensó él. 


Qué ironía, estar compartiendo mesa con su protegida.


—Puedo arreglármelas sin las minas Blackstone, gracias.


—Hay que saber olvidar y perdonar. Al fin y al cabo, Horacio ya no está.


No podía olvidar. Los desaires en los periódicos, puerta tras puerta cerrándosele en las narices, los banqueros decididos a hundirlo…


—Es difícil empezar con el hombre más influyente del negocio en tu contra.


Y todo, al mismo tiempo que la enfermedad de Laura. Jamás olvidaría la manera en que lo había mirado cuando no había podido darle lo que ella más deseaba en aquel mundo.


—Horacio Blackstone era un cerdo manipulador y vengativo.


Paula palideció y, por un momento, Pedro sintió lástima por ella. ¿Era posible que le hubiese dolido la pérdida de un hombre al que tanta gente odiaba?


—A usted también se le dan bien las venganzas, ¿verdad? —comentó ella—. ¿Acaso no fue por eso por lo que me humilló durante los premios? —terminó su café y dejó la taza encima del plato—. Tal vez Horacio y usted no fueran tan diferentes después de todo.


—Y tal vez usted no sea tan buena —sugirió él.


—Entonces, ¿qué hago aquí?


—No lo sé, señorita Chaves —dijo él, enfatizando cada sílaba de su apellido—. ¿No tiene que trabajar?


—Por suerte, señor Alfonso, la casa es grande. Será mejor que mantengamos las distancias.


Se levantó y salió de la habitación.