sábado, 6 de abril de 2019

EN APUROS: CAPITULO 36




Pedro reconoció de inmediato la voz de Ana.


—Esperaba que me llamaras.


—Lo sé, pero las cosas se complicaron un poco —susurró Pedro. Le daban ganas de abofetearse por haber olvidado telefonearla de inmediato.


—Eso me ha parecido. ¿Qué era ese ruido?


—Se me quemó la cena, y como tienes ese sistema de alarma tan sensible… Pero no te preocupes, que la casa no ha ardido y tampoco nos vamos a morir de hambre. Flasher y los niños han ido a comprar una pizza.


—¿Quién es Flasher? ¿Qué nombre es ese?


—Es un apodo. No te preocupes: estarán de vuelta en menos de dos minutos. Ya les diré que te llamen.


—¿Has dejado que mis hijos salieran con un hombre con un nombre semejante? ¿Cómo se ha ganado semejante apodo? Parece un personaje de dibujos animados.


—Hace fotos —le explicó Pedro con desgano—. Lo conozco bien, es una persona muy responsable y digna de confianza —no le dijo que también tenía la virtud de sacarle de sus casillas.


En ese instante se abrió la puerta principal entre un coro de risas infantiles.


—¡Mira! Ya han vuelto. ¿Ya estás más tranquila? —y tapando el auricular empezó a gritar—. ¡La tía Ana al teléfono! ¿Por qué no habláis con ella desde la habitación de Belen?


—¿La tía qué…? —preguntó Simon.


—Annnaa, estúpido —le cortó Belen.


Pedro contuvo la respiración mientras oía las pisadas por las escaleras. Cuando notó que ya habían llegado, exhaló un largo suspiro y se dio la vuelta, para encontrarse de frente con Paula que lo miraba con una mezcla de curiosidad y suspicacia.


—Ana —dijo.


—La tía Ana —aunque Paula asintió, Pedro intuyó que había algo que no le cuadraba. ¿Qué era exactamente lo que había oído?—. Es más joven que yo —continuó, sintiéndose obligado a dar explicaciones—, pero por la forma que me trata, todo el mundo diría que soy su hermano pequeño.


Paula parpadeó confusa.


—¿Tu hermana? Pensé que… —se detuvo, mordiéndose el labio, sin saber cómo seguir.


—Te hablé antes de ella, ¿ya no te acuerdas? Te dije que hace siglos que no salgo a ligar. Y tampoco he besado a nadie, no al menos de esa forma… no como a ti.


Y deseaba volver a hacerlo. No podía apartar los ojos de ella. Cuando Paula entreabrió los labios, no pudo contenerse más, agachó la cabeza y…


—La pizza. ¿O habéis cambiado de idea? —les interrumpió Flasher apareciendo en el umbral—. Venga, que no se enfríe… y eso va también para la pizza.


—Lo siento —susurró Paula apartándose de su lado.


¿Lo sentía? ¿Qué significaba eso? Tenía que averiguarlo cuanto antes.



*****


Paula estaba sentada sobre la cama, con las rodillas dobladas y apoyada en una almohada. 


Le había besado. Y había sido un beso de verdad, no un simple besito en la mejilla, no, sino algo realmente apasionado.


Y aún permanecía en su recuerdo la presión de sus labios… y el ardiente deseo que le quemaba las entrañas. Besarle era lo peor que podía haber hecho.


Y lo lamentaba con todo el alma: lamentaba sobre todo que no hubieran ido más lejos…


Mejor sería que ni siquiera pensara en eso. 


Estaba en medio de un trabajo y, ante todo, tenía que ser una profesional. Sin embargo, aquella palabra le parecía gastada por momentos, sobre todo ahora que empezaba darse cuenta de lo que se estaba perdiendo en la vida… y, sobre todo, de lo que Pedro le gustaba.


Sus sentimientos no tenían que ver solo con la mera atracción física. Sentía un enorme respeto por aquel hombre, una profunda simpatía y, lo más importante, a su lado se sentía segura.


Pero, ¿y si estaba en un error? Ya se había equivocado antes muchas veces. Estaba cansada de besar ranas, de no encontrar nunca al príncipe encantado. ¿Cómo podía estar segura de que esa vez sería diferente? No podía. Lo mejor sería que mantuviera las distancias.


Por otra parte, si «El Segador» se olía lo que estaba pasando, podía darse por despedida. Incluso era probable que decidiera prescindir de la columna.


Tenía que ser lo más profesional posible, por su propio bien y por el de Pedro.



****

Pedro empezó con los pequeños rituales matutinos: se duchó medio dormido y se limpió los dientes mientras ahogaba un bostezo. 


Estaba realmente cansado, y la razón estribaba en que se había pasado la noche en vela limpiando la cocina. También había contribuido a su agotamiento el tener que mantener todas aquellas mentiras. Se prometió que, si salía con bien de aquel embrollo, no volvería a decir ninguna en toda su vida. Se propuso, al menos, no añadir ninguna nueva a la lista.


Se puso su atuendo habitual, vaqueros y camiseta de algodón, y tras atusarse el pelo, bajó a la cocina.


La casa estaba en profundo silencio y no había el menor rastro del destrozo de la noche anterior.


Estupendo: tampoco nadie se había molestado en preparar un desayuno sorpresa. Tal vez aquello fuera un signo de que las cosas iban a tranquilizarse al fin, sin más meteduras de pata ni desastres domésticos. Por fin conseguiría mantener el control de la situación…


Puso la mesa. Colocó varias cajas de cereales en el centro, leche y zumos. Para completar el cuadro, añadió unas servilletas de papel. 


Cuando todo estuvo listo se separó un poco para admirar su creación: de forma rápida y eficaz había conseguido un resultado que podía considerarse incluso atractivo… algo plebeyo, pero no exento de encanto. Seguro que a Paula le encantaba.


Algo más le costó despertar a la tropa, pero después de aporrear las puertas gritando «buenos días» con entusiasmo, consiguió que todos empezaran a desfilar escaleras abajo.


Una vez en la cocina, todos parecían tan agotados como él. A los niños nunca les había gustado madrugar, así que no le sorprendió verles tan amodorrados. Sin embargo, Paula estaba realmente apagada. Parecía haber perdido su vitalidad y alegría habituales, cosa que, después de lo ocurrido el día anterior, le parecía cuando menos sorprendente.


Se había puesto unas mallas y una camiseta, ambas prendas de color negro; no llevaba maquillaje y en sus labios no había ni la sombra de una sonrisa. Parecía como si se hubiera pasado la noche en vela. ¿Pensando en él tal vez?, se preguntó esperanzado.


Incluso a él le había costado conciliar el sueño.


—Buenos días, señor Garcia —le saludó.


Pedro se estremeció. Eso sí que era un mal augurio. ¿Señor Garcia le había llamado? ¿Después de lo ocurrido la noche anterior en aquella misma cocina? Le parecía muy poco apropiado, sobre todo teniendo en cuenta el grado de intimidad al que habían llegado…


—Perdón, ¿ha ocurrido algo? —preguntó.


—Espero que no sea que se haya acabado el café. Necesito una buena dosis de cafeína para afrontar todo el trabajo que me espera.


—¡Pero si es domingo! —se asombró Pedro—. ¿Acaso piensas trabajar hoy?


—Bueno, también en domingo está en acción el autor más popular de la revista, ¿no?


Pedro asintió. No le gustaba nada el tono de su voz. ¡Y que hubiera pensado que se había quedado en vela por su culpa! Lo único que debía causarle pesadillas debía ser el temor a perder ese maldito ascenso.


Flasher le lanzó una mirada de apoyo.


—A veces se pone de este humor. Debe ser por la cama…


Paula le lanzó una mirada furibunda mientras el rubor le cubría las mejillas. Ofendida, se levantó de la mesa.


—¿Qué pasa con la cama? ¿Me he perdido algo? —preguntó Pedro desconcertado.


—Pues ahora que lo dices… te estás perdiendo un buen rato, pero, consuélate, que no eres el único —dijo Flasher.


Pedro se quedó esperando a que se explicara mejor, pero, antes de que Flasher pudiera continuar, les interrumpió el timbre de la puerta.


—¡Yo abriré! —exclamó Belen como una centella.


«¡No! Se supone que eso lo tengo que hacer yo, que para eso soy el único adulto!» Salió detrás de su sobrina, pero, por desgracia llegó demasiado tarde: la niña ya había abierto la puerta, dando un respingo de sorpresa en cuanto vio al visitante.


—¡Papá! —exclamó.


—¿Sí? —contestó Pedro.


Y también lo hizo una voz en el umbral.




viernes, 5 de abril de 2019

EN APUROS: CAPITULO 35





Pedro se abalanzó sobre el fregadero, tosiendo y parpadeando furiosamente. El humo hacía que le picaran los ojos y la garganta. A través de la densa humareda vio que todos los habitantes de la casa se habían congregado en la cocina.


—Guardemos un minuto de silencio por el pájaro que iba a ser nuestra cena —dijo Flasher sin dejar de disparar la cámara.


Pedro preguntó a qué temperatura podía quemarse la película de las fotos. Tendría que comprobarlo con los carretes que aún quedaban, en cuanto tuviera un poco de tiempo. 


De momento, ya tenía suficientes problemas, y para empezar, otra habitación que limpiar de arriba abajo.


Las preciosas cortinas de encaje de Ana, habitualmente impecables, estaban negras como el carbón. Una densa capa de espuma cubría la encimera y el fregadero, y el agua sucia había salpicado por todas partes.


—¿Y qué vamos a comer ahora? —preguntó Simon.


Otro problema para añadir a su lista.


—¿Qué tal una pizza? —dijo Paula, propuesta que fue acogida con entusiasmo por los chiquillos.


—Soy una serpiente —anunció Kevin—. ¿Las serpientes comen pizza?


—No puedo consentirlo. Yo he destrozado la cena, así que debo ser yo el que se encargue de conseguir otra cosa —intervino Pedro.


Los niños gruñeron decepcionados.


—No parece que tu propuesta tenga demasiado éxito. Además, de repente, me han entrado ganas de salir a cenar, y como las hamburguesas nunca me han gustado, creo que la única opción que nos queda es la pizza. Así que, ¿dónde está el problema? ¿No te gusta la pizza, o no te gusta que sea yo la que os invite?


—Creo que da lo mismo: ahora mismo estoy desvalido, no soy más que la víctima de una catástrofe.


—¡Qué pena! Tienes suerte de que me haya propuesto no dar nunca la espalda a un hombre hambriento —rió Paula, y su cálida risa fue un bálsamo para el atribulado corazón de Pedro.


Y tenía hambre, sí, pero se trataba de un ansia que no podría saciar con comida.


—Soy una serpiente. ¿Comen pizza las serpientes? —insistió Kevin.


Pedro levantó al niño por los aires y lo apretó luego contra su pecho.


—Les encanta.


—Genial, porque eso no me apetece nada —dijo el pequeño señalando al pollo carbonizado.


Paula se quedó en la cocina, escuchando la conversación que se desarrollaba en el recibidor. 


Oía a Pedro darle indicaciones a Flasher, y las voces excitadas de los niños.


Todavía no sabía muy bien cómo se las había arreglado Flasher para engatusar a Pedro y que le permitiera marcharse con los niños. No había sido más que una maniobra descarada para que ellos dos se quedaran a solas. Le parecía mentira que Pedro fuera tan ingenuo como para no darse cuenta.


Por fin el fotógrafo y los chicos salieron de la casa, al poco se oyó el ruido del coche y un segundo más tarde cayó el silencio.


Y fue precisamente entonces cuando Paula tuvo un atisbo de lo que le esperaba en el futuro: soledad. ¿Acaso estaba condenada a pasar la vida entera sola? Por un momento le inundó un sentimiento de melancolía casi doloroso que solo se disipó cuando oyó los pasos de Pedro, recordándole que no estaba tan sola como creía.


Se le hizo un nudo en el estómago. ¿Nervios? 


No, ella ya no era una adolescente, como Belen. Era nada menos que P.E. Chaves, en las antípodas de Paula Esther, La Insegura. Ya había crecido y madurado lo suficiente como para dejarse arrastrar por lo que no era mas que un caso claro de tonto enamoramiento.


Sin embargo, el nudo no se deshizo, y cuando Pedro apareció en el umbral, todo su cuerpo se tensó como un arco. Para colmo, él esbozó aquella sonrisa adolescente irresistible.


«Eres una profesional: compórtate como tal». 


Decidió que lo mejor sería emplear el sentido del humor.


—La soldado Chaves está dispuesta para la Operación Cocina, señor.


Pedro sonrió de oreja a oreja. Paula se quedó muy rígida, temiendo derretirse.


—No sabía que la limpieza de la cocina entrara dentro de tus obligaciones profesionales. ¿De qué se trata? ¿Es una nueva forma de conseguir el ascenso?


—Bueno, lo que pasa es que he decidido emular al Buen Samaritano. Lo que tienes que hacer es darme las gracias y decirme dónde está la fregona.


Pedro abrió el armario de las escobas y sacó unos cuantos productos de limpieza.


—Empezaremos con los armarios y el fregadero.


—Sí, señor —dijo Paula aunque un poco más desanimada que cinco minutos antes. «Sé una profesional»: se recordó que debía esforzarse al máximo, aunque la tarea que tuviera por delante fuera tan desagradecida como la de Técnico en Limpieza.


Diez minutos más tarde estaba completamente concentrada en su tarea, frotando enérgicamente con el estropajo.


Labores domésticas. Las odiaba. Hacía tan solo una semana se hubiera quedado asombrada si alguien le hubiese dicho que iba a disfrutar con semejante trabajo. Tal vez fuera que entonces no sabía que la experiencia mejoraba mucho cuando se compartía con alguien que te gusta.


Paula se detuvo un momento y se quedó mirando a Pedro. Notaba perfectamente cada músculo de su antebrazo, tenso por el esfuerzo: se moría por acariciarlo. No podía evitar pensar qué se sentiría al hacerlo, cómo se sentiría si él la rodeara con sus brazos.


Y tampoco podía evitar fantasear con la idea de estar en su propia cocina, con un marido y unos hijos. A pesar de sí misma, de sus prevenciones y temores, aquel hombre tenía la cara de Pedro y aquellos niños los rostros de sus tres hijos.


Y aquella imagen la hizo sentirse a gusto, relajada. Eso era lo que se sentía, así era como se sentía. Con un suspiro, empuñó la fregona; estaba tan distraída que, sin darse cuenta, resbaló, y acabó aterrizando en el húmedo suelo.


—No se permiten distracciones en el trabajo, soldado. Tenga cuidado o puede caerle una semana de calabozo —bromeó Pedro.


Ella intentó incorporarse, pero, cuando ya estaba medio levantada, volvió a resbalar sobre las baldosas.


—¿Necesitas ayuda?


Paula miró hacia arriba y vio a Pedro, justo a su lado, tendiéndole la mano. Un intenso rubor se extendió por su rostro. No podía ni moverse. 


Pedro reaccionó rápidamente: le asió por el brazo y la ayudó a levantarse.


—¿Te has roto algo?


«El orgullo», pensó, mientras negaba con un gesto.


—Vamos a cerciorarnos: a ver, mueve la cabeza, los hombros, estira la espalda ¡pero con cuidado!


Ella le obedeció dócilmente.


—¿Algo más, doctor?


—Date la vuelta y…


—¿Para qué? —preguntó, poniéndose muy tensa.


Pedro señaló a un punto detrás de ella.


—Para asir la fregona otra vez. Ahora, que si tienes otro método para hacerlo…


Ella hizo lo que le mandaba, poniéndose colorada como un tomate.


—Muchas gracias —murmuró.


Sin decir nada más, Pedro volvió a concentrarse en su tarea. Paula metió la fregona en el cubo, y la sacudió con tanto ímpetu al sacarla que, sin querer, dejó empapados los pantalones de Pedro por detrás.


Él se volvió muy lentamente, con un extraño brillo en la mirada.


—Seguro que no crees que ha sido un accidente —empezó Paula a disculparse, al tiempo que retrocedía para escapar.


Pedro no contestó, se limitó a seguir avanzando.


—¿No me creerás tampoco si te digo que lo siento mucho?


—Sí, lo vas a sentir, y mucho más de lo que tú crees —dijo Pedro plantándose delante de ella.


—Ya lo sé, ya lo sé.


Pedro le quitó la fregona de las manos y la dejó a un lado. De sus ojos se había borrado hasta la mínima chispa de humor. La miraba con tal intensidad que ella no podía apartar los ojos, y no lo hizo ni siquiera cuando él le acarició la mandíbula con el pulgar. Ni tampoco cuando de ahí pasó al labio superior. Estaba como hipnotizada.


Entreabrió los labios, respirando entrecortadamente.


Pedro se agachó por fin para besarla, permitiéndole deleitarse en su sabor, entrelazando su lengua con la de ella. Pedro olía a una extraña mezcla de humo y spray limpiador de limón, pero no le importaba, no le importaba nada, ni siquiera se detuvo cuando oyó un timbrazo. Simplemente decidió ignorarlo.


Sin embargo, de repente se dio cuenta de lo que era: el teléfono. Tras un segundo de vacilación, Pedro se separó de ella y corrió a contestar.


—¿Sí? —dijo al descolgar el auricular. Estaba completamente sin resuello. Al oír quién llamaba, se puso muy tenso y le dio la espalda. 


Fue como si a Paula una ráfaga de viento helado le azotara en el rostro. ¿Sería su novia? ¿Era la misma chica que había llamado antes?


Otra vez se le puso el corazón en un puño, pero ahora le dolía de verdad.



EN APUROS: CAPITULO 34




Paula se quedó mirando a Flasher. Por una vez, su amigo estaba tan sorprendido como ella, con la boca abierta y la cámara colgando del cuello. 


Se volvió entonces hacia Belen. La pequeña se estremeció.


—Siempre hace lo mismo cuando sacamos las fotos —agachó la cabeza y murmuró algo que Paula no pudo entender. Estaba a punto de pedirle que hablara más alto cuando Simon entró en la habitación, casi sin resuello y con las ropas en desorden y llenas de polvo.


—¿Dónde estabas? —preguntó Paula.


—Jugando con el cuadro eléctrico, supongo —dijo Flasher.


El chico se puso colorado hasta la raíz del pelo.


—Muy bien chicos: ¿qué ha pasado exactamente? —insistió Paula con severidad.


—Es que eran fotos de mamá.


—No le gusta verlas, y tampoco que las veamos nosotros —confesó Belen cabizbaja.


¡Pobre hombre! Se había portado como una torturadora, pensó, sintiéndose horriblemente culpable.


—¿Y por qué no nos ha dicho nada? —preguntó Paula pero enseguida se dio cuenta de que, menos decirle lo que le pasaba directamente, había intentado por todos los medios evitar que se pusieran a ver fotos.


Sentía un enorme nudo en la garganta y terribles pinchazos en el estómago: los mismos que le daban cuando iba en avión. Tan fuerte era su angustia que no pudo reprimir un gemido.


—No te preocupes, estará bien enseguida —dijo Belen; Simon asintió con la cabeza.


Antes de que pudiera hacerles alguna otra pregunta, los niños se marcharon de la sala.


Flasher se acercó a ella y apretó cariñosamente su hombro.


—Tú no podías saberlo —le consoló, antes de salir también en dirección a su cuarto.


Paula se quedó sola, sintiéndose acongojada y culpable a la vez. Estaba en la misma postura cuando volvió a entrar Pedro.


Pedro tenía una expresión tensa y el rostro muy pálido, con los ojos hundidos en las cuencas… aunque seguían siendo del más profundo y cálido color castaño que ella había visto en toda su vida; no pudo evitar quedarse prendada de ellos.


No se había sentido tan ligera, tan feliz, desde la última fiesta de Año Nuevo, cuando bebió un sorbito de la copa de todos y cada uno de los invitados a la fiesta donde había ido. Aunque no se podía decir que estuviera borracha, en cierto modo estaba flotando… muy lejos.


Pedro dio un paso dentro de la estancia y después otro. ¿Eran imaginaciones suyas, o Paula parecía de verdad más receptiva y amable? Le miraba con expresión indescifrable, sonriéndole… no, no era exactamente una sonrisa: hacía una mueca indefinible con los labios, algo que no podía definir, pero que provocó que deseara de inmediato tocar aquellos labios. Besarlos.


No. No podía hacerlo. Podía mirar e imaginar… y eso fue precisamente lo que empezó a hacer: toda clase de fantasías estallaron en su mente cuando vio la forma en que se mordía el labio inferior.


Se dirigió hacia ella, pero justo cuando estaba a punto de llegar a su altura, sonó el teléfono. El sonoro timbrazo tuvo el efecto de un cubo de agua fría. Se quedó clavado, a menos de treinta centímetros de ella. Podía oler su perfume: ligero como una pluma y tan suave como el aroma de un pétalo de rosa.


El teléfono no dejaba de sonar. Como los niños no parecían dispuestos a contestar, no le quedó más remedio que asir el inalámbrico que estaba encima de la mesita.


—¡Ya era hora! Estaba empezando a pensar que os habían secuestrado los extraterrestres —empezó su hermana al otro extremo de la línea.


—¡Ana! —Pedro lanzó una aprensiva mirada en dirección a Paula, después se volvió de espaldas y se dirigió al recibidor—. ¿Por qué has llamado? —susurró.


—¿Es que no puedo llamar a mi propia casa? ¿A cuento de qué viene este tercer grado absurdo? Oh, oh… Algo va mal, ¿no? ¿Quién se ha puesto enfermo, Kevin?


—No hay nadie enfermo, todos están perfectamente.


—Entonces, ¿por qué estás susurrando? —preguntó Ana, también voz baja si darse cuenta
Pedro miró hacia Paula De repente, su rostro parecía haberse ensombrecido. Apretaba la mandíbula, su sonrisa apenas era una falsa mueca y en sus ojos solo había dolor y amarga decepción.


¿Acaso pensaba que le estaba llamando su novia? ¿O simplemente era que le molestaba la interrupción? Fuera lo que fuese, solo quería acercarse a ella y darle un fuerte abrazo.


—¿Qué pasa, Pedro? —insistió Ana sacándole de su ensimismamiento.


—Nada, de verdad… Es solo que… Oye, mejor que me llames más tarde.


—No, espera: llamaba solo para decirte que ya me he acordado de lo que quería decirte cuando me iba. Se me había olvidado comentarte que el domingo, los niños…


Empezó a sonar una chillona sirena en el otro extremo de la casa. Sorprendida, Paula lanzó un gritito. Del susto, Pedro dejó caer el teléfono para taparse los oídos con las manos.


—¿Qué es ese ruido? —preguntó Paula.


—¡Fuego! —gritó Flasher pasando como una exhalación hacia la cocina.


Mierda. La cocina.


—¡Pedro! ¡Oye, Pedro…! —oyó gritar a Ana antes incluso de levantar el auricular.


—No te preocupes, todo está bajo control. Te llamaré más tarde —colgó sin contemplaciones y se dirigió a la cocina.