viernes, 5 de abril de 2019

EN APUROS: CAPITULO 35





Pedro se abalanzó sobre el fregadero, tosiendo y parpadeando furiosamente. El humo hacía que le picaran los ojos y la garganta. A través de la densa humareda vio que todos los habitantes de la casa se habían congregado en la cocina.


—Guardemos un minuto de silencio por el pájaro que iba a ser nuestra cena —dijo Flasher sin dejar de disparar la cámara.


Pedro preguntó a qué temperatura podía quemarse la película de las fotos. Tendría que comprobarlo con los carretes que aún quedaban, en cuanto tuviera un poco de tiempo. 


De momento, ya tenía suficientes problemas, y para empezar, otra habitación que limpiar de arriba abajo.


Las preciosas cortinas de encaje de Ana, habitualmente impecables, estaban negras como el carbón. Una densa capa de espuma cubría la encimera y el fregadero, y el agua sucia había salpicado por todas partes.


—¿Y qué vamos a comer ahora? —preguntó Simon.


Otro problema para añadir a su lista.


—¿Qué tal una pizza? —dijo Paula, propuesta que fue acogida con entusiasmo por los chiquillos.


—Soy una serpiente —anunció Kevin—. ¿Las serpientes comen pizza?


—No puedo consentirlo. Yo he destrozado la cena, así que debo ser yo el que se encargue de conseguir otra cosa —intervino Pedro.


Los niños gruñeron decepcionados.


—No parece que tu propuesta tenga demasiado éxito. Además, de repente, me han entrado ganas de salir a cenar, y como las hamburguesas nunca me han gustado, creo que la única opción que nos queda es la pizza. Así que, ¿dónde está el problema? ¿No te gusta la pizza, o no te gusta que sea yo la que os invite?


—Creo que da lo mismo: ahora mismo estoy desvalido, no soy más que la víctima de una catástrofe.


—¡Qué pena! Tienes suerte de que me haya propuesto no dar nunca la espalda a un hombre hambriento —rió Paula, y su cálida risa fue un bálsamo para el atribulado corazón de Pedro.


Y tenía hambre, sí, pero se trataba de un ansia que no podría saciar con comida.


—Soy una serpiente. ¿Comen pizza las serpientes? —insistió Kevin.


Pedro levantó al niño por los aires y lo apretó luego contra su pecho.


—Les encanta.


—Genial, porque eso no me apetece nada —dijo el pequeño señalando al pollo carbonizado.


Paula se quedó en la cocina, escuchando la conversación que se desarrollaba en el recibidor. 


Oía a Pedro darle indicaciones a Flasher, y las voces excitadas de los niños.


Todavía no sabía muy bien cómo se las había arreglado Flasher para engatusar a Pedro y que le permitiera marcharse con los niños. No había sido más que una maniobra descarada para que ellos dos se quedaran a solas. Le parecía mentira que Pedro fuera tan ingenuo como para no darse cuenta.


Por fin el fotógrafo y los chicos salieron de la casa, al poco se oyó el ruido del coche y un segundo más tarde cayó el silencio.


Y fue precisamente entonces cuando Paula tuvo un atisbo de lo que le esperaba en el futuro: soledad. ¿Acaso estaba condenada a pasar la vida entera sola? Por un momento le inundó un sentimiento de melancolía casi doloroso que solo se disipó cuando oyó los pasos de Pedro, recordándole que no estaba tan sola como creía.


Se le hizo un nudo en el estómago. ¿Nervios? 


No, ella ya no era una adolescente, como Belen. Era nada menos que P.E. Chaves, en las antípodas de Paula Esther, La Insegura. Ya había crecido y madurado lo suficiente como para dejarse arrastrar por lo que no era mas que un caso claro de tonto enamoramiento.


Sin embargo, el nudo no se deshizo, y cuando Pedro apareció en el umbral, todo su cuerpo se tensó como un arco. Para colmo, él esbozó aquella sonrisa adolescente irresistible.


«Eres una profesional: compórtate como tal». 


Decidió que lo mejor sería emplear el sentido del humor.


—La soldado Chaves está dispuesta para la Operación Cocina, señor.


Pedro sonrió de oreja a oreja. Paula se quedó muy rígida, temiendo derretirse.


—No sabía que la limpieza de la cocina entrara dentro de tus obligaciones profesionales. ¿De qué se trata? ¿Es una nueva forma de conseguir el ascenso?


—Bueno, lo que pasa es que he decidido emular al Buen Samaritano. Lo que tienes que hacer es darme las gracias y decirme dónde está la fregona.


Pedro abrió el armario de las escobas y sacó unos cuantos productos de limpieza.


—Empezaremos con los armarios y el fregadero.


—Sí, señor —dijo Paula aunque un poco más desanimada que cinco minutos antes. «Sé una profesional»: se recordó que debía esforzarse al máximo, aunque la tarea que tuviera por delante fuera tan desagradecida como la de Técnico en Limpieza.


Diez minutos más tarde estaba completamente concentrada en su tarea, frotando enérgicamente con el estropajo.


Labores domésticas. Las odiaba. Hacía tan solo una semana se hubiera quedado asombrada si alguien le hubiese dicho que iba a disfrutar con semejante trabajo. Tal vez fuera que entonces no sabía que la experiencia mejoraba mucho cuando se compartía con alguien que te gusta.


Paula se detuvo un momento y se quedó mirando a Pedro. Notaba perfectamente cada músculo de su antebrazo, tenso por el esfuerzo: se moría por acariciarlo. No podía evitar pensar qué se sentiría al hacerlo, cómo se sentiría si él la rodeara con sus brazos.


Y tampoco podía evitar fantasear con la idea de estar en su propia cocina, con un marido y unos hijos. A pesar de sí misma, de sus prevenciones y temores, aquel hombre tenía la cara de Pedro y aquellos niños los rostros de sus tres hijos.


Y aquella imagen la hizo sentirse a gusto, relajada. Eso era lo que se sentía, así era como se sentía. Con un suspiro, empuñó la fregona; estaba tan distraída que, sin darse cuenta, resbaló, y acabó aterrizando en el húmedo suelo.


—No se permiten distracciones en el trabajo, soldado. Tenga cuidado o puede caerle una semana de calabozo —bromeó Pedro.


Ella intentó incorporarse, pero, cuando ya estaba medio levantada, volvió a resbalar sobre las baldosas.


—¿Necesitas ayuda?


Paula miró hacia arriba y vio a Pedro, justo a su lado, tendiéndole la mano. Un intenso rubor se extendió por su rostro. No podía ni moverse. 


Pedro reaccionó rápidamente: le asió por el brazo y la ayudó a levantarse.


—¿Te has roto algo?


«El orgullo», pensó, mientras negaba con un gesto.


—Vamos a cerciorarnos: a ver, mueve la cabeza, los hombros, estira la espalda ¡pero con cuidado!


Ella le obedeció dócilmente.


—¿Algo más, doctor?


—Date la vuelta y…


—¿Para qué? —preguntó, poniéndose muy tensa.


Pedro señaló a un punto detrás de ella.


—Para asir la fregona otra vez. Ahora, que si tienes otro método para hacerlo…


Ella hizo lo que le mandaba, poniéndose colorada como un tomate.


—Muchas gracias —murmuró.


Sin decir nada más, Pedro volvió a concentrarse en su tarea. Paula metió la fregona en el cubo, y la sacudió con tanto ímpetu al sacarla que, sin querer, dejó empapados los pantalones de Pedro por detrás.


Él se volvió muy lentamente, con un extraño brillo en la mirada.


—Seguro que no crees que ha sido un accidente —empezó Paula a disculparse, al tiempo que retrocedía para escapar.


Pedro no contestó, se limitó a seguir avanzando.


—¿No me creerás tampoco si te digo que lo siento mucho?


—Sí, lo vas a sentir, y mucho más de lo que tú crees —dijo Pedro plantándose delante de ella.


—Ya lo sé, ya lo sé.


Pedro le quitó la fregona de las manos y la dejó a un lado. De sus ojos se había borrado hasta la mínima chispa de humor. La miraba con tal intensidad que ella no podía apartar los ojos, y no lo hizo ni siquiera cuando él le acarició la mandíbula con el pulgar. Ni tampoco cuando de ahí pasó al labio superior. Estaba como hipnotizada.


Entreabrió los labios, respirando entrecortadamente.


Pedro se agachó por fin para besarla, permitiéndole deleitarse en su sabor, entrelazando su lengua con la de ella. Pedro olía a una extraña mezcla de humo y spray limpiador de limón, pero no le importaba, no le importaba nada, ni siquiera se detuvo cuando oyó un timbrazo. Simplemente decidió ignorarlo.


Sin embargo, de repente se dio cuenta de lo que era: el teléfono. Tras un segundo de vacilación, Pedro se separó de ella y corrió a contestar.


—¿Sí? —dijo al descolgar el auricular. Estaba completamente sin resuello. Al oír quién llamaba, se puso muy tenso y le dio la espalda. 


Fue como si a Paula una ráfaga de viento helado le azotara en el rostro. ¿Sería su novia? ¿Era la misma chica que había llamado antes?


Otra vez se le puso el corazón en un puño, pero ahora le dolía de verdad.



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