viernes, 5 de abril de 2019

EN APUROS: CAPITULO 34




Paula se quedó mirando a Flasher. Por una vez, su amigo estaba tan sorprendido como ella, con la boca abierta y la cámara colgando del cuello. 


Se volvió entonces hacia Belen. La pequeña se estremeció.


—Siempre hace lo mismo cuando sacamos las fotos —agachó la cabeza y murmuró algo que Paula no pudo entender. Estaba a punto de pedirle que hablara más alto cuando Simon entró en la habitación, casi sin resuello y con las ropas en desorden y llenas de polvo.


—¿Dónde estabas? —preguntó Paula.


—Jugando con el cuadro eléctrico, supongo —dijo Flasher.


El chico se puso colorado hasta la raíz del pelo.


—Muy bien chicos: ¿qué ha pasado exactamente? —insistió Paula con severidad.


—Es que eran fotos de mamá.


—No le gusta verlas, y tampoco que las veamos nosotros —confesó Belen cabizbaja.


¡Pobre hombre! Se había portado como una torturadora, pensó, sintiéndose horriblemente culpable.


—¿Y por qué no nos ha dicho nada? —preguntó Paula pero enseguida se dio cuenta de que, menos decirle lo que le pasaba directamente, había intentado por todos los medios evitar que se pusieran a ver fotos.


Sentía un enorme nudo en la garganta y terribles pinchazos en el estómago: los mismos que le daban cuando iba en avión. Tan fuerte era su angustia que no pudo reprimir un gemido.


—No te preocupes, estará bien enseguida —dijo Belen; Simon asintió con la cabeza.


Antes de que pudiera hacerles alguna otra pregunta, los niños se marcharon de la sala.


Flasher se acercó a ella y apretó cariñosamente su hombro.


—Tú no podías saberlo —le consoló, antes de salir también en dirección a su cuarto.


Paula se quedó sola, sintiéndose acongojada y culpable a la vez. Estaba en la misma postura cuando volvió a entrar Pedro.


Pedro tenía una expresión tensa y el rostro muy pálido, con los ojos hundidos en las cuencas… aunque seguían siendo del más profundo y cálido color castaño que ella había visto en toda su vida; no pudo evitar quedarse prendada de ellos.


No se había sentido tan ligera, tan feliz, desde la última fiesta de Año Nuevo, cuando bebió un sorbito de la copa de todos y cada uno de los invitados a la fiesta donde había ido. Aunque no se podía decir que estuviera borracha, en cierto modo estaba flotando… muy lejos.


Pedro dio un paso dentro de la estancia y después otro. ¿Eran imaginaciones suyas, o Paula parecía de verdad más receptiva y amable? Le miraba con expresión indescifrable, sonriéndole… no, no era exactamente una sonrisa: hacía una mueca indefinible con los labios, algo que no podía definir, pero que provocó que deseara de inmediato tocar aquellos labios. Besarlos.


No. No podía hacerlo. Podía mirar e imaginar… y eso fue precisamente lo que empezó a hacer: toda clase de fantasías estallaron en su mente cuando vio la forma en que se mordía el labio inferior.


Se dirigió hacia ella, pero justo cuando estaba a punto de llegar a su altura, sonó el teléfono. El sonoro timbrazo tuvo el efecto de un cubo de agua fría. Se quedó clavado, a menos de treinta centímetros de ella. Podía oler su perfume: ligero como una pluma y tan suave como el aroma de un pétalo de rosa.


El teléfono no dejaba de sonar. Como los niños no parecían dispuestos a contestar, no le quedó más remedio que asir el inalámbrico que estaba encima de la mesita.


—¡Ya era hora! Estaba empezando a pensar que os habían secuestrado los extraterrestres —empezó su hermana al otro extremo de la línea.


—¡Ana! —Pedro lanzó una aprensiva mirada en dirección a Paula, después se volvió de espaldas y se dirigió al recibidor—. ¿Por qué has llamado? —susurró.


—¿Es que no puedo llamar a mi propia casa? ¿A cuento de qué viene este tercer grado absurdo? Oh, oh… Algo va mal, ¿no? ¿Quién se ha puesto enfermo, Kevin?


—No hay nadie enfermo, todos están perfectamente.


—Entonces, ¿por qué estás susurrando? —preguntó Ana, también voz baja si darse cuenta
Pedro miró hacia Paula De repente, su rostro parecía haberse ensombrecido. Apretaba la mandíbula, su sonrisa apenas era una falsa mueca y en sus ojos solo había dolor y amarga decepción.


¿Acaso pensaba que le estaba llamando su novia? ¿O simplemente era que le molestaba la interrupción? Fuera lo que fuese, solo quería acercarse a ella y darle un fuerte abrazo.


—¿Qué pasa, Pedro? —insistió Ana sacándole de su ensimismamiento.


—Nada, de verdad… Es solo que… Oye, mejor que me llames más tarde.


—No, espera: llamaba solo para decirte que ya me he acordado de lo que quería decirte cuando me iba. Se me había olvidado comentarte que el domingo, los niños…


Empezó a sonar una chillona sirena en el otro extremo de la casa. Sorprendida, Paula lanzó un gritito. Del susto, Pedro dejó caer el teléfono para taparse los oídos con las manos.


—¿Qué es ese ruido? —preguntó Paula.


—¡Fuego! —gritó Flasher pasando como una exhalación hacia la cocina.


Mierda. La cocina.


—¡Pedro! ¡Oye, Pedro…! —oyó gritar a Ana antes incluso de levantar el auricular.


—No te preocupes, todo está bajo control. Te llamaré más tarde —colgó sin contemplaciones y se dirigió a la cocina.




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