viernes, 11 de enero de 2019

AL CAER LA NOCHE: CAPITULO 25




Tony Sistrunk permanecía sentado en su despacho, en la oficina de San Antonio, Texas, reflexionando sobre las últimas noticias que acababan de llegar a su mesa y preguntándose si debería intentar ponerse en contacto con Pedro Alfonso. Estaba seguro de que Pedro no quería que lo hiciera.


Pedro había vuelto a Georgia para escapar de la vida que llevaba en San Antonio. Y aquella noticia iba a darle el disgusto de su vida. Pedro había arriesgado la vida para sacar a RJ. Blocker de las calles. Y RJ. acababa de salir de nuevo por culpa de un juez que lo había puesto en libertad.


RJ. no volvería a una ciudad en la que había matado a un policía. Ni siquiera él estaba tan loco. Pero podía estar suficientemente loco como para ir a buscar a Pedro.


De modo, que por mucho que odiara darle a Pedro esa noticia cuando estaba intentando localizar a un asesino en serie, Tony tenía que advertirlo de que podía encontrarse con nuevos problemas



AL CAER LA NOCHE: CAPITULO 24




Pedro sacó la tarjeta para comprobar su puntería. La mayoría de los disparos habían dado en el centro de la cabeza.


En realidad no había ido a entrenar. 


Sencillamente, aquel ejercicio de cargar y disparar tenía un efecto sedante sobre él, lo ayudaba a pensar con claridad. Sobretodo cuando estaba tan cansado como aquel día.


No había dormido más de un par de horas cada noche desde el segundo asesinato. Cada vez que se metía en la cama, su mente reproducía los pocos datos que tenía sobre aquellas muertes. Unos periodistas de la televisión de Atlanta habían bautizado al asesino como el «asesino de los parques de Prentice», y el nombre parecía haber pegado fuerte.


Las víctimas no parecían tener nada en común, excepto su condición de jóvenes, y el hecho de haber sido asesinadas en un parque. A ambas las habían degollado, y en los dos casos habían marcado sus cuerpos desnudos con una equis de sangre en el pecho. No había ningún móvil aparente. Ni pistas. Ni testigos. Y por más interrogatorios que hiciera o más vueltas intentara dar a todos aquellos datos, Pedro no tenía la menor idea de quién podía ser el asesino.


Pero tenía que haber algo que estuviera pasando por alto, algún vínculo que relacionara las dos muertes. Los dos crímenes parecían haber sido cometidos por la misma persona, pero no podía estar seguro. Como el primer asesinato había sido descrito con todo lujo de detalles tanto en la televisión como en los periódicos, el segundo podía ser una copia del primero.


—Hola, Pedro. Ha venido una mujer a verte. Bastante guapa.


—Consíguele un par de protectores para los oídos y dile que pase.


—De acuerdo, pero no le dispares. Es demasiado guapa para perderla. ¿Por qué no te la traigo yo y me la presentas?


—¿Me estás pidiendo que te ayude a tirarte a una chica que viene preguntando por mí?


El policía asintió y Pedro le respondió con una enorme sonrisa.


—Pues hoy no es tu día de suerte.


Retiró la tarjeta vieja, metió una nueva y regresó a la marca desde la que quería tirar.


Cuando se volvió otra vez, Paula estaba a menos de un metro de él.


Y no le extrañó que hubiera llamado la atención del joven policía. Llevaba un jersey amarillo que marcaba sus senos, sin ceñirse demasiado, pero de una forma increíblemente seductora al mismo tiempo. Una falda negra que le llegaba por encima de las rodillas y un par de botas negras completaban su atuendo.


—Estás muy guapa —le dijo, al darse cuenta de que se había quedado mirándola fijamente.


—Gracias.


—Pero supongo que no has venido hasta aquí para dejarme boquiabierto.


—La verdad es que no —miró a su alrededor y al ver disparar a un policía que estaba a su lado hizo una mueca—. ¿Podemos ir a algún lugar más silencioso?


—Espera un momento.


Le indicó que se acercara.


Estaba deseando saber lo que Paula tenía que decirle, pero también necesitaba saber si era capaz de sostener un arma y no había un momento mejor que aquel para averiguarlo.


—¿Alguna vez has disparado un arma?


—No.


—Prueba con ésta.


Paula negó con la cabeza.


—No me gustan las pistolas.


—No tienen por qué gustarte, pero en estas circunstancias, sería una buena idea que aprendieras a utilizarlas.


—No creo que sea capaz de disparar a nadie.


—Eso es lo que cree la mayor parte de la gente. Y no descubren que las cosas no son como piensan hasta el segundo en el que tienen que elegir entre disparar o que les disparen a ellos —le dio la mano y tiró hacia él—. Lo primero que tienes que hacer es sostener la pistola en la mano durante algunos minutos. Acostúmbrate a sentirla. Y recuerda siempre que no tienes que apuntar jamás con un arma a nadie a quien no pretendas disparar.


Le puso la pistola en la mano y le colocó los dedos en la posición indicada.


—Puedes ayudarte a mantener el pulso con la mano libre.


Se colocó tras ella, y cuando se inclinó para ayudarla a sostener el arma, rozó con la barbilla su pelo y sintió al instante la esencia de su perfume. Un perfume ligero, de flores. Y absolutamente embriagador.


Su cuerpo reaccionó tan rápida como traicioneramente. No dejó de sostener la mano de Paula, pero retrocedió intentando luchar contra un deseo que no cedía. Fuera lo que fuera lo que encendía su libido, Paula lo tenía a toneladas.


—¿Aprieto el gatillo? —preguntó Paula.


Le temblaba ligeramente la voz. Y Pedro no sabía si el temblor se debía a la pistola o a que era consciente del efecto que estaba teniendo sobre él. Pero no iba a preguntárselo.


—Utiliza la propia pistola para ayudarte a apuntar a tu objetivo. Y apunta a la cabeza.


Paula siguió sus instrucciones y miró hacia el objetivo con los ojos entrecerrados.


—¿Ya?


—En cuanto estés lista.


Paula cerró los ojos, hizo una mueca y apretó el gatillo. Tanto la bala como el objetivo desaparecieron de su vista.


Abrió los ojos y dio media vuelta, apuntando directamente a Pedro. Éste le agarró la pistola y la apartó.


—No es a mí a quien tienes que apuntar, a menos que pretendas dispararme.


—Sabía que no se me daría bien.


—Lleva su tiempo.


—Ni siquiera le he dado.


—Es difícil apuntar con los ojos cerrados.


—De acuerdo, déjame intentarlo otra vez. Esta vez no cerraré los ojos.


—Tómate tu tiempo.


—¿Acaso crees que un asesino peligroso se va a quedar quieto durante más de cinco minutos esperando a que apunte?


—No estoy considerando siquiera la posibilidad de que tengas que encontrártelo.


Paula lo miró.


—No se te da bien mentir, Pedro.


—Es mi único defecto.


Paula apuntó con la pistola y apretó el gatillo, en aquella ocasión manteniendo los ojos abiertos y las manos razonablemente firmes. La bala dio en el antebrazo de la silueta de papel.


—Te estás acercando.


Paula disparó dos veces más, acercándose cada vez más al objetivo. Estaba mejorando, pero necesitaba mucho más que un día de práctica para que Pedro le entregara una pistola.


—Por hoy vamos a dejarlo —le dijo—. Y vamos a tener esa conversación que te ha traído hasta aquí.


—Estupendo —Paula miró a su alrededor—. ¿Tenemos que ir muy lejos?


—Vamos fuera.


Pedro enfundó la pistola, sacó el objetivo y lo tiró a la papelera. Una vez fuera, se alejó con Paula del edificio hasta llegar al río, donde algunos policías estaban pescando, disfrutando de su día libre.


—En cuanto te alejas del campo de tiro, es un lugar muy agradable.


—El campo de tiro fue construido en unos terrenos que donó la familia McClellan. Todo el departamento se ocupa de mantener este lugar. Podemos sentarnos —señaló una mesa de picnic situada bajo un grupo de pinos—, o podemos pasear si lo prefieres.


—Preferiría pasear.


—Entonces andaremos —esperó a que Paula comenzara a hablar. Como no lo hacía, la animó a hacerlo—. ¿De qué querías que habláramos?


—Creo que tengo una descripción del asesino. O por lo menos la de un posible sospechoso.


Paula le habló de lo que Tamara le había contado. Pedro estaba impresionado. No lo admitió, claro, pero Paula lo sabía de todas maneras.


—Esa chica estaba asustada, Pedro. Tenía miedo de que ese hombre, el asesino, fuera a buscarla si se enteraba de que lo había acusado. Y creo que podría tener razón para estar asustada. No me gustaría ponerla en peligro.


—En ese caso no puedes publicar esa información.


—No pensaba hacerlo. Pero tú tampoco puedes ir al restaurante a interrogarla. Y tampoco puedes filtrar esta información para dejar que la publique otro periodista.


—No pretenderás decirme cómo tengo que llevar esta investigación, ¿verdad, señorita periodista?


Su tono había vuelto a ser duro.


Paula dejó de caminar y puso los brazos en jarras.


—¿Así es como tienen que ser las cosas entre nosotros, Pedro? Yo soy Paula si te sigo el juego, pero me convierto en la señorita periodista en cuanto tengo mi propia opinión sobre algo. Cuando me mostré asustada e indefensa me besaste. Y en cuanto muestro algo de valor, me das un toquecito para asegurarte de que vuelva a mi lugar.


Pedro le sostuvo la mirada. Sus ojos eran fríos y duros como el granito, pero había en ellos algo más, una cualidad extraña que Paula no acertaba a adivinar.


—No te besé por que estuvieras indefensa. Te besé porque… Porque —se volvió y comenzó a caminar otra vez—. Volvamos a Tamara.


—Muy bien.


Pero no se encontraba bien en absoluto. Estaba temblando. Y cansada de no hablar de otra cosa que de miedo y asesinatos. Pero jamás permitiría que Pedro la viera vencida.


—¿Qué pasa con Tamara? —preguntó, manteniendo la voz firme.


—Me gustaría poder hacer un retrato robot del sospechoso a partir de la descripción de Tamara. ¿Crees que podría colaborar en algo así?


—Creo que sí, si no dejamos que nadie sepa que ha sido ella la que ha hecho esa descripción.


—Necesitamos actuar rápido —contestó Pedro repentinamente tenso—. Cuanto más esperemos, más probable es que vuelva a matar.


—¿Eso significa que crees que ese hombre podría ser el asesino?


—Es una pista, y eso ya es algo más de lo que teníamos hasta ahora.


—¿Ésa es la manera de dar las gracias de Pedro Alfonso?


—Sí, supongo que sí —se detuvo y se apoyó contra un árbol. Tomó la mano de Paula y tiró suavemente de ella para que se acercara—. Has hecho un buen trabajo, señorita periodista.


Su voz había cambiado. Había perdido el filo para convertirse en una voz casi seductora. De las muchas facetas de Pedro Alfonso, aquella era la única que conseguía desarmar a Paula. Ése era el Pedro que la había besado la otra noche, el mismo que la hacía sentirse protegida.


O quizá fuera ella la que estuviera reconociendo en Pedro las cualidades que necesitaba encontrar en un momento en el que temía estar cayendo atrapada en la repugnante telaraña de un asesino.


—Hay algo más, Pedro. He vuelto a tener noticias suyas.


Pedro cambió inmediatamente de humor, como si la furia que permanecía aletargada en su interior hubiera vuelto de pronto a la vida.


—¿Cuándo?


—Justo antes de hablar por teléfono contigo. Esta vez me ha llamado al móvil.


Pedro soltó una sarta de juramentos.


—Un día después de haber cometido un asesinato y ya está otra vez. Ese tipo no renuncia.


—No, parece que lo de renunciar no entra en sus planes.


—¿Tienes su número de teléfono?


—El identificador de llamadas dice que es un teléfono desconocido.


—Dime entonces lo que te ha dicho. Palabra por palabra. No te dejes nada.


Paula repitió la conversación. Las palabras de aquel hombre parecían haberse grabado con fuego en su cerebro.


—Volverá a llamar, Pedro.


—La próxima vez estaremos preparados.


—¿Cómo?


—Por una parte, podemos instalar un micrófono en tu móvil y en los teléfonos del periódico y de tu casa. Y también un detector de llamadas. Y tendrás que acordarte de activarlos en cuanto te llame ese tipo.


—No sé si servirá de algo. Seguramente se limitará a hablar durante unos segundos y a colgar el teléfono. Lo mejor sería que me encontrara personalmente con él.


—No empieces a decir las mismas tonterías que la otra noche, Paula. No vamos a colocarte delante de ese tipo como cebo.


—Ya me he convertido en un cebo. Lo sabe todo sobre mí. Puede aparecer en mi vida cuando le apetezca.


—Está obsesionado contigo.


—¿Entonces por qué no utilizamos su obsesión para atraparlo?


—La respuesta es no. Tú no eres policía, no estás preparada para este tipo de trabajos. Y fin de la discusión.


—Pero…


—No hay peros, Paula. Y como se te ocurra hacer cualquier cosa que pueda ponerte en peligro, te meteré entre rejas.


—No puedes sin una orden del juez.


—Compruébalo por ti misma.


—¿Así que os vais a dedicar a esperar sin hacer nada? Aunque la propia Tamara pueda proporcionar alguna pista que pueda terminar en un posible arresto, eso llevará su tiempo. Y el tiempo puede significar otra vida perdida.


—No nos estamos dedicando a esperar.


—No, te estás dedicando a disparar a siluetas de papel. ¿Cómo lo llamarías tú a eso?


—Intentar desahogarme para no terminar disparando a periodistas.


Paula estaba ardiendo de rabia. ¿Cómo podía haberse sentido mínimamente atraída por aquel hombre? Dio media vuelta y se alejó a grandes zancadas, esperando no perderse en el camino hasta el coche. Lo último que necesitaba era tener que llamar a Pedro pidiendo ayuda.


No tuvo que pedir ayuda, pero obviamente, no eligió el camino más corto. Para cuando llegó al aparcamiento, Pedro estaba sentado tras el volante de su propio coche, esperándola con la puerta de pasajeros abierta.


—Entra —le ordenó.


—No tienes derecho a decirme lo que tengo que hacer, Pedro Alfonso.


—Entra, por favor. Y deprisa.


—¿Por qué voy a tener que entrar?


—Acabo de recibir una llamada. Ha habido una emergencia en la carretera de Finnegan.


El miedo volvió a sofocarla hasta tal punto que le dolía al respirar.


—No, Tamara no. Por favor, dime que no le ha pasado nada a Tamara.


—Ha tenido un accidente de coche.


—No está…


«Muerta». Tenía la palabra en la punta de la lengua, pero no era capaz de pronunciarla.


—No, no está muerta. Pero su coche ha caído rodando. Ahora mismo hay un policía con ella. No está muy seguro de la gravedad de sus heridas.


—Gracias por esperarme.


—Tenía que esperarte. Tamara ha preguntado por ti.





miércoles, 9 de enero de 2019

AL CAER LA NOCHE: CAPITULO 23




Paula conectó la función de «manos libres» del teléfono para poder seguir conduciendo. La voz de su interlocutor sonaba grave y gutural, como si estuviera siendo distorsionada.


—Te he preguntado que si te gustó la galleta. No es de buena educación ignorar una pregunta amable.


—Sí, sí —tenía que controlarse. Si le dejaba saber hasta qué punto la asustaba, le daría mucho más poder sobre ella—. ¿Por qué me la regalaste?


—Era el día de San Valentín y quería que supieras que estaba pensando en ti. ¿Tú has pensado en mí, Paula?


—¿Quién eres? ¿Cómo has conseguido mi dirección y mi número de teléfono?


—¡Oh, dulce e inocente Paula…! Tienes mucho que aprender. Un hombre inteligente puede averiguar cualquier cosa sobre cualquiera. Y yo soy muy, muy inteligente.


—¿Por qué me has llamado?


—Para oír tu voz.


—¿Por qué? ¿Qué quieres de mí?


—Ahora tengo que irme, Paula.


—No, por favor, no cuelgues. Tenemos que hablar. Déjame ayudarte.


Pero la comunicación se interrumpió. Casi inmediatamente, volvió a sonar el teléfono. El miedo la consumía de tal manera que Paula apenas podía pensar. No quería volver a hablar con él, pero quizá ésa fuera la única manera de localizarlo, la única forma de impedir que volviera a matar. Se obligó a descolgar el teléfono, pero en aquella ocasión vio el número de Pedro en el identificador de llamadas.


—Menos mal que eres tú…


—¿Estás bien?


—Sí y no. Necesito hablar contigo, Pedro.


—Te escucho.


—Preferiría no hacerlo por teléfono.


—¿Dónde estás?


—Cerca de la intersección entre la carretera de Finnengan y la autopista.


—Cerca del Catfish Shack.


—No me regañes Pedro, no estoy de humor para aguantarlo. Tu trabajo consiste en interrogar y el mío en entrevistar, pero no pretendo meterme en tu terreno. Y ahora, dime, ¿tienes un momento para que nos veamos? Es importante.


—¿Sabes dónde está el campo de tiro de la policía?


—He visto la señal, pero nunca he estado allí.


—Es muy fácil de encontrar. Sigue por la autopista y gira en cuanto veas la señal. Es un edificio rectangular que está a unos setecientos metros de la autopista. Es imposible perderse.


—¿Ahora estás ahí?


—Sí. En cuanto llegues, pregúntale por mí al tipo de la puerta.


—Supongo que no tardaré más de tres minutos.




AL CAER LA NOCHE: CAPITULO 22





El Catfish Shack estaba situado a unos cinco kilómetros al sudeste de la ciudad. Paula llegó en un momento perfecto para hablar con la camarera. Ya era demasiado tarde para almorzar y todavía no había llegado la hora de las meriendas.


Paula recorrió el restaurante con la mirada. Había una familia de tres niños sentada a una mesa, una pareja de ancianos al lado de la ventana y un par de tipos con atuendo de cazador en medio de la cafetería.


—Puede sentarse donde quiera —le dijo una camarera al verla.


Paula optó por la barra y esperó hasta que Tamara salió de la cocina.


La joven se acercó a ella con el ceño fruncido.


—¿Ha venido a tomar algo o a hacer preguntas?


—Tomaré un café.


Tamara estaba muy atractiva con aquel uniforme que no escondía en absoluto su esbelta figura. Mientras le servía el café, evitó todo tipo de contacto visual con Paula.


—¿Con leche?


—No, lo tomaré solo.


Tamara tomó una bayeta y comenzó a limpiar el mostrador, ignorando a Paula, pero sin alejarse. Paula estaba prácticamente segura de que no iba a poder sacarle ninguna información, pero decidió intentarlo.


—¿Desde cuando conocías a Sally?


Tamara continuó limpiando el mostrador, que a esas alturas estaba resplandeciente.


—Desde hace unos seis meses, desde que empezó a trabajar aquí —dejó el trapo—. Supongo que ése fue su gran error.


Una extraña respuesta. A menos, claro, que el trabajo de Sally tuviera algo que ver con su muerte.


—¿Sally tenía muchas citas?


—Eso ya me lo preguntó la última vez, y le respondí que yo no sé con quién salía cuando se iba de aquí. Éramos compañeras de trabajo, pero no salíamos juntas.


Paula asintió. Tendría que ser menos directa. Tenía que considerar el factor miedo.


—El pescado frito huele estupendamente. No sé cómo os las arregláis para no engordar trabajando aquí.


—Yo no como pescado. Me paso el día viéndolo y oliéndolo. Con eso tengo más que suficiente.


—Pero estoy segura de que las propinas son buenas.


—Sí, bastante. Aunque no tanto como cuando trabajaba en un pub en Atlanta.


—Por lo menos éste es un lugar más familiar, aquí no tendrás a tipos molestándote todo el tiempo.


—No se crea…


Tamara desvió la mirada, pero se estaba mordiendo el labio. Paula estaba prácticamente segura de que acababa de poner el dedo en la llaga.


—Apuesto a que Sally, con lo guapa que era, tenía bastantes admiradores.


—Sí, unos cuantos —Tamara volvió a llenarle la taza de café—. ¿Cree que podría haberla matado alguno de los tipos que viene por aquí?


—No sé lo bastante como para atreverme siquiera a imaginarlo. ¿A ti qué te parece?


Tamara no dijo una sola palabra, pero Paula comprendió la respuesta por el miedo que reflejaron sus ojos y la forma de temblarle las manos cuando colocó la cafetera en su lugar.


Había llegado el momento de presionar.


—Tu compañera de trabajo está muerta, Tamara, y también ha muerto otra joven. Si sabes algo que pudiera ayudar a encontrar al asesino, deberías decírnoslo.


Tamara volvió a tomar la bayeta y comenzó a retorcerla.


—Yo no sé nada.


—Ya sé que tienes miedo, pero conmigo puedes hablar. No soy policía.


—Pero es igual. Si digo algo, lo publicará y todo el mundo lo leerá.


—No tengo por qué hacerlo.


—¿Eso qué significa?


—Lo que acabo de decir. No publicaré nada si tú no quieres que lo haga.


—Pero se lo dirá a ese detective que se pasa todo el tiempo merodeando por aquí.


—¿Al detective Alfonso?


—Sí, y también a ese otro más joven que trabaja con él.


—¿Mateo?


—Sí. Viene casi todos los días. A todas las camareras les gusta. Pero yo ya le he dicho una y otra vez que no sé nada.


—Si me cuentas algo, yo puedo hacerles llegar esa información sin decirles que me la has proporcionado tú.


—¿Y no tendría que hacerlo si se lo preguntaran?


—Un periodista nunca revela sus fuentes. Le daré la información al detective Alfonso y te aseguro que él no hará nada que pueda ponerte en peligro.


—¿Cómo sé que puedo confiar en usted?


—Porque yo también soy una mujer. Tengo el mismo miedo que tú y jamás te pondría en una situación de riesgo —a Paula se le aceleró el pulso—. ¿Alguien estaba acosando a Sally?


—No, no exactamente —Tamara se inclinó hacia delante y convirtió su voz en un susurro—. Pero había un hombre que venía continuamente por aquí. Nunca pedía comida, se quedaba en la barra y hablaba con Sally mientras ella entraba y salía de la cocina. La miraba continuamente.


—¿Cómo se llamaba ese hombre?


—No lo sé.


Paula estaba convencida de que estaba mintiéndole otra vez.


—Un nombre podría servirnos de mucha ayuda.


—No sé cómo se llama.


—¿Era el novio de Sally?


—No. Ella todavía estaba enamorada de un chico de Aurburn que había roto con ella. Por eso suspendió y regresó a casa.


Paula se preguntó si Pedro sabría algo de aquel tipo de Aurburn. De lo que estaba segura, era de que no sabía nada de aquel hombre que frecuentaba el Catfish Shack.


—¿Crees que Sally vio alguna vez a ese tipo fuera del restaurante?


—Creo que no, pero no estoy segura.


—¿Qué edad tenía ese hombre?


—Cerca de treinta años.


—¿Y ha vuelto por aquí desde que Sally murió?
Tamara retrocedió.


—No lo sé. No sé nada más.


Paula alargó la mano para tomar la de Tamara. La tenía fría como el hielo.


—Dime qué aspecto tiene ese hombre, Tamara. Te prometo que no se enterará de que me lo has dicho.


—Es muy guapo. Rubio, con el pelo muy corto…


—¿Altura?


—No se me da muy bien calcular las alturas.


—¿Es más alto que tu?


—Sí, claro. Es un hombre de estatura media.


—¿Delgado?


—No, de complexión normal.


Apoyó los codos en la barra.


—¿Cómo viste?


—Normalmente con pantalones anchos y camisas deportivas. A veces lleva vaqueros.


Paula garabateó algunas notas y guardó el bolígrafo y la libreta en el bolso. Aquella descripción encajaba con la mitad de la población de Georgia.


—Hay algo más… —añadió Tamara—. No creo que sea de Prentice. Nunca lo he visto por la ciudad.


Muy interesante.


—Gracias, Tamara.


—Recuerde lo que me ha prometido. Yo no he dicho nada.


—Te doy mi palabra.


Paula pagó el café, dejó una más que generosa propina y regresó al coche. En cuanto estuvo dentro, buscó el teléfono móvil y marcó el número de Pedro. Comunicaba. Dejó el teléfono a un lado y salió del aparcamiento.


La autopista estaba prácticamente vacía. No había muchas casas, y las pocas que había estaban situadas en la orilla del río, de modo que apenas eran visibles entre los árboles.


Cuando el teléfono sonó, Paula lo descolgó, esperando que fuera Pedro. Pero no era el detective el que la llamaba.


—Hola, Paula. ¿Te ha gustado la galleta?