jueves, 27 de diciembre de 2018

EL SOLTERO MAS CODICIADO: CAPITULO 23




El pánico de Paula aumentó al pensar en la reacción de Malena y de Gaston Tierney cuando se enteraran de que la habían sorprendido con Pedro Alfonso en una habitación de noche. 


Empujó a Pedro en el pecho y consiguió ponerse en pie. Pedro permaneció medio sentado en el suelo, con su erección inmensa y reluciente, los ojos fuertemente cerrados y la mandíbula apretada.


-Levanta, levanta -lo apremió ella, tirándole del brazo. Tienes que esconderte.


-¿Esconderme? -preguntó él con una mirada incrédula.


-En el cuarto de baño. No, alguien podría entrar. En el armario. Métete en el armario.


-Ni hablar. No voy a esconderme en un armario.


La desesperación la hizo ponerse de rodillas y mirarlo con expresión suplicante.


-Por favor, Pedro... ¡Por favor!


-Señorita Paula -volvió a llamarla el sheriff-, ¿hay alguien con usted?


-¡No! No, claro que no.


Tras una pausa llena de tensión, el sheriff volvió a hablar.


-Por si acaso el intruso la está apuntando con un arma o algo así, quiero que me diga el nombre de su padre. Si me dice el nombre verdadero, sabré que se encuentra bien. Si me dice un nombre falso, haré que mis hombres rodeen el edificio antes de que ese bastardo pueda escapar.


Paula abrió los ojos como platos, y Pedro hizo girar los suyos.


-¿El nombre de mi padre? -preguntó con voz ahogada.


El pánico le bloqueaba la mente, y el único nombre que se le ocurría era «coronel».


-Hector -le susurró Pedro.


-¡Hector! -gritó ella.


-Hector -repitió el sheriff-. Sí, eso es. Hector -parecía un poco decepcionado.


-No hay nadie conmigo, sheriff -le aseguró Paula-. Lo que ha oído es la televisión. Me dormí con ella encendida. La apagaré en cuanto encuentre mi bata -dijo, y tiró frenéticamente de Pedro hasta que él accedió a regañadientes que lo metiera en el armario.


-Por amor de Dios, Paula -susurró-. Al menos dame mi ropa.


-Oh, Dios mío... ¡Tu ropa!


Buscó por toda la habitación hasta encontrar sus vaqueros, camisa y ropa interior. Se lo puso todo en los brazos y lo empujó al armario.


-Si el sheriff abre esta puerta, tanto él como Dee sufrirán un ataque al corazón -gruñó Pedro-. Y no será muy decente que los atienda desnudo.


Con expresión adusta y tan espléndidamente desnudo como un dios griego, se puso la ropa bajo el brazo y permitió que Paula le cerrara la puerta en las narices. Paula sacó su bata de otro armario, se la puso y corrió a abrir la puerta con el corazón desbocado. Al saludar al sheriff y a la mujer rubia y robusta vestida con una bata de franela, estaba sin aliento y con el rostro acalorado.


-Pasen. Siento haber tardado tanto, pero...


-Cálmese, señorita Paula -la tranquilizó el sheriff. Le dio una palmadita en el brazo y entró en la suite-. Sé que se ha llevado un buen susto, pero ahora está a salvo.


Dee también entró, mirando preocupada a Paula.


-Lo siento mucho. Nunca hemos tenido un problema así, te lo juro. Mi marido volverá a casa mañana, y pondrá un cerrojo adicional en todas las puertas.


-Oh, Dee, no creo que sea necesario -dijo Paula, viendo cómo el sheriff se acercaba a las puertas francesas con una linterna en una mano y una pistola en la otra.


-Será mejor que se aparten, por si acaso.


Paula se mordió el labio mientras Dee le agarraba la mano.


-Estas puertas no están cerradas -observó el sheriff. Apoyó la espalda contra una de las puertas, empujó la otra e iluminó el balcón con la linterna. Tras una pausa prudente, se aventuró a salir.


Dee agarraba dolorosamente el brazo de Paula mientras observaba al sheriff con expresión inquieta.


Momentos después, el sheriff volvió a la habitación, cerró las puertas y las aseguró.


-No hay nadie ahí fuera. Seguramente sólo fueron unos niños haciendo travesuras.


Dee exhaló un dramático suspiro de alivio y soltó el brazo de Paula.


-Será mejor que mantenga las puertas cerradas, señorita Marshall -le aconsejó el sheriff mientras se enfundaba la pistola-. Tiene a mucha gente contrariada por culpa de sus investigaciones sobre el doctor Alfonso. No quiero decir que alguien desee hacerle daño, pero a la gente de aquí no les gusta que nadie perjudique a uno de los suyos.


Uno de los suyos... Una punzada de dolor traspasó a Paula. Ella también había sido «uno de los suyos». Pero eso había sido muchos años atrás.


-La gente está acostumbrada a aguantar a Gaston Tierney. Lo hacen sobre todo por el bien de Agnes, y porque ha comprado muchos terrenos por aquí. Pero el doctor Alfonso es muy querido en la comunidad. No me atrevo a imaginar lo que alguien podría hacer si se enteran de que está usted intentando incriminarlo.


-Gracias por el consejo, sheriff -dijo Paula. Oyó ruidos en el armario y se apresuró a seguir hablando-. Estoy segura de que usted y Dee están deseando volver a la cama, igual que yo a la mía.


Lo había dicho con la intención de que se fueran rápidamente, pero lo que consiguió fue que ambos miraran hacia su cama. Una expresión de sorpresa apareció en sus rostros. Paula se dio cuenta demasiado tarde de que la cama estaba pulcramente hecha. Nadie podía haber estado durmiendo en ella.


-Yo, eh... me quedé dormida en el sofá -murmuró, sintiendo cómo se ruborizaba.


Los dos miraran entonces hacia el sofá. La camisola de satén colgaba de un cojín, y sus braguitas de encaje yacían en el suelo. Paula se ruborizó aún más, pero no ofreció ninguna explicación. Podía dejar su ropa interior donde le diera la gana, ¿o no?


Pero entonces vio las botas de Pedro en el suelo, junto al sofá, parcialmente ocultas por las sombras. El corazón le dio un vuelco y miró de reojo a Dee y al sheriff. Ninguno parecía haberse fijado.


-Si ve a alguien en el jardín esta noche, no se preocupe -le dijo el sheriff-. Estaré patrullando por los alrededores por si acaso vuelve el intruso.


Patrullando los alrededores. Paula se quedó de piedra junto a la puerta mientras Dee y el sheriff salían al pasillo. ¿Cómo podría Pedro salir del hotel sin ser descubierto? Y si se quedaba hasta la mañana siguiente, Dee o sus hijos lo verían marcharse. ¡Todos los habitantes de Point, incluido Gaston Tierney, sabrían que Jack Forrester había pasado la noche en su habitación!


-Eh, sheriff, no creo necesario que pierda su tiempo patrullando la zona. Yo bajé antes al jardín y... hice un poco de ruido. Seguramente fue a mí a quien oyeron los huéspedes.


-Informaron sobre los ruidos bastante tarde -dijo el sheriff-. ¿A qué hora salió usted?


-Un poco después de medianoche, creo.


-¿Qué estaba haciendo ahí afuera después de medianoche? -preguntó él con curiosidad.


-¿Que qué estaba haciendo? -se aclaró la garganta-. Estaba... contemplando las estrellas. No hay un lugar mejor que Point para ver las estrellas.


-Es verdad -corroboró Dee-. Pero esta noche no se pueden ver. El cielo está nublado.


-Sí -dijo Paula, apretando fuertemente los puños-. Fue muy difícil encontrarlas.


El sheriff sacudió la cabeza.


-No pudo ser usted a quien oyeron los huéspedes. Los ruidos se produjeron después de que entrara. Alguien tuvo que apoyar el banco contra la pared.


-¿El banco? -repitió ella. ¡Se había olvidado del maldito banco!-. Oh, se refiere al banco del jardín... -forzó una carcajada mientras buscaba una explicación-. Yo lo puse ahí.


-¿Usted? -preguntó el sheriff, parpadeando de asombro-. ¿Por qué?


-Bueno, estuve tanto tiempo mirando el cielo que... me empezó a doler la espalda. Necesitaba una superficie dura para apoyarme, así que...


Del armario salió un ruido ahogado, como si alguien estuviera conteniendo una carcajada.


-Así que apoyé el banco contra la pared y me senté -siguió Paula, elevando el tono de voz-. Se me olvidó devolverlo a su sitio. Lo siento. Todo ha sido un malentendido, sheriff.


-Me alegra saber que fuiste tú, Paula -dijo Dee-. No podía creer que hubiera un merodeador.


-Supongo que yo también me alegro de saberlo -murmuró el sheriff-. Me siento ridículo por haber salido al balcón con la pistola, como algún poli de la tele.


-No, no, le estoy muy agradecida -le aseguró Paula-. Podría habernos salvado la vida. Y su idea de preguntarme el nombre de mi padre... brillante.


Del armario salió otro ruido ahogado, pero quedó amortiguado por la entusiasta afirmación de Dee. Aparentemente convencido, el sheriff siguió a la dueña del hotel escaleras abajo.


Pedro cerró la puerta, se apoyó en la hoja y soltó un largo y tembloroso suspiro de alivio.



EL SOLTERO MAS CODICIADO: CAPITULO 22




-Antes de hacer cualquier movimiento –susurró ella, mirándolo con un brillo de malicia en los ojos-, tendrás que preguntar: «¿Me permites, Paula?»


Pedro se quedó tan anonadado que no pudo responder ni pensar con claridad.


-Y puede que yo te dé permiso... -siguió ella, moviéndose tan cerca de él que el satén le rozó el rostro-, o puede que no.


Paula lo había dicho sin pensar. En realidad había sido él quien la había animado a provocarlo, con sus miradas que hacían hervir la sangre y sus confesiones susurradas: «Nunca hice el amor con ella, Paula... No era Malena a quien estaba besando».


Le había quitado un gran peso del corazón, y de repente se sentía ligera y libre. Pedro había tirado guijarros a su ventana, y ella había salido a jugar, aunque aún no había decidido lo lejos que llegaría. Todo dependía de que Pedro acatara o no sus reglas y le pidiera permiso. Durante mucho tiempo él había impuesto sus reglas, pero ahora era ella quien demostraba su poder. ¡Incluso se había atrevido a rozarle la cara con los pechos!


Un hormigueo de excitación avivó la emoción de su descaro. Deslizó las manos sobre sus robustos hombros y lo miró, expectante, esperado encontrase un atisbo de sonrisa.


El no sonrió, y aquello la hizo detenerse. 


Realmente esperaba una sonrisa, pero Pedro permanecía quieto y rígido, con las manos agarrándola por los costados. Parecía muy serio. Paula temió haberse precipitado.


Pero entonces él la miró a los ojos con una intensidad que hizo saltar todas las alarmas.


-¿Me permites, Paula? -le preguntó en un cálido susurro.


A Paula le flaquearon las rodillas y le dio un vuelco el corazón. Se suponía que tenía que hacerle declarar sus intenciones exactas para seguir con el juego, pero no pudo decir otra cosa que:
-Adelante.


Pedro soltó una profunda exhalación y deslizó sus fuertes manos sobre el satén, rozándole con los pulgares la curva de los pechos. El tacto de sus manos y la intensidad de sus caricias prendieron llamas en el interior de Paula, y eso que apenas había hecho algo más que recorrerla con la mirada.


-¿Me permites, Paula? -volvió a preguntar, rozando el rostro contra el costado de un pecho.


Con el corazón desbocado, y a través de una espesa niebla de sensualidad, Paula intentó anticiparse a su próximo movimiento.


-Adelante.


Pedro extendió las manos sobre su caja torácica, la sujetó con firmeza y hundió el rostro entre sus pechos. La barba incipiente raspaba el satén, y sus labios rozaban los endurecidos pezones cada vez que giraba lentamente la cabeza.


Paula se arqueó, atónita por el placer que la recorría y por la tensión que emanaba del cuerpo de Pedro. Sentía que se estaba conteniendo, como una bestia salvaje y poderosa a la que ella hubiera despertado y que ahora se dispusiera a abalanzarse sobre ella.


La idea la asustó. Y la excitó. Pedro la echó hacia atrás, presionándose contra el brazo del sofá, y frotó el mentón y la boca contra los pezones a través del satén. Mantuvo los labios tensos y ligeramente entreabiertos, lo suficiente para que el aliento le provocara a Paula un reguero de cálido hormigueo y para atrapar las puntas sensibles de sus pechos.


-¿Me permites, Paula? -le preguntó, mirándola con ojos llameantes.


-Adelante, adelante.


Pedro le bajó la camisola y se llenó la boca con sus pechos. Una ardiente succión propulsó a Paula a una espiral de placer. Hundió los dedos en los hombros fibrosos, atrapada en una tormenta de lujuria y deseo. Las manos de Pedro bajaron aún más la camisola y le recorrieron las curvas desnudas de su piel. Apartó la boca de sus pechos y siguió el rastro de las manos con una sucesión interrumpida de tórridos besos.


-Adelante -murmuró, aunque él no le había pedido permiso. Entrelazó los dedos en sus cabellos dorados mientras él la besaba apasionadamente por el vientre y la cadera. Se retorció bajo su boca y sus manos, como si navegara a la deriva en un mar de calor y placer.


-¿Me permites, Paula? -preguntó él, y antes de que ella pudiera responder, le bajó las braguitas de un tirón-. ¿Me permites, Paula? -volvió a preguntar, y siguió descendiendo con la boca sobre sus rizos.


A través de las intensas emociones que la acometían, Paula se dio cuenta de lo que Pedro estaba a punto de hacer. La emoción le atenazó el corazón. Deseaba que lo hiciera. Lo necesitaba. No sólo por el placer, sino por la intimidad del acto.


Ahogó un gemido de pánico y le agarró la cabeza con las manos, obligándolo a mirarla.


-No te he dado permiso -susurró frenéticamente.


-¿Me permites, Paula? -le pidió entre jadeos entrecortados.


Ella negó con la cabeza, sucumbiendo al pánico. 


Su intención había sido jugar... un juego sexual, sí, pero se había olvidado de cómo se ganaba. 


Había perdido el control de sí misma, y no sabía cómo recuperarlo.


Pedro soltó una exhalación forzada, y luego otra, y por un momento pareció peligrosamente rebelde. Pero entonces se apoyó sobre un musculoso antebrazo, junto a ella, le apartó el pelo del rostro y la miró fijamente a los ojos con deseo y ternura.


-¿Estás preparada para pagarme ahora con ese beso?


El beso... Sí, seguro que podía soportar un simple beso. Asintió, agradecida por la sugerencia.


Él acercó el rostro al suyo, pero se detuvo a escasos centímetros.


-¿Me permites, Paula?


A Paula se le escapó un gemido al recibirlo. Pedro tomó posesión de su boca a conciencia, sin dejar lugar para la duda o la retirada. El miedo de Paula no tardó en desaparecer, y pronto se vio de nuevo envuelta por la pasión salvaje. El beso creció en intensidad, ardor y frenesí. Los dos cayeron abrazados del sofá al suelo. Pedro se despojó de su ropa y ella lo ayudó, anhelando sentir su piel contra la suya.


-¿Me permites, Paula? -le preguntaba con voz jadeante a intervalos esporádicos.


-Adelante -respondía ella, desbordada por un torrente de emociones ardientes.


Las manos de Pedro le recorrían todo el cuerpo, amasando, acariciando, moldeando su figura contra su propia desnudez. Paula sintió la dureza de su miembro contra el vientre y no pudo evitar mover las caderas en un deseo instintivo por deslizarlo en su interior.


Un gemido ahogado escapó de la garganta de Pedro, que llevó los dedos entre sus piernas, buscando la íntima fuente de calor escondida entre sus rizos.


Paula soltó un fuerte gemido y sus caderas se estremecieron. Él deslizó la rodilla entre sus muslos para separarle las piernas y siguió explorando con los dedos, avivando su calor interno hasta fundirla en una llamarada de sofocante arrebato. Nunca había sentido un impulso tan fuerte para atraer a un hombre dentro de ella. Nunca había querido hacer el amor con tanta desesperación como lo deseaba ahora.


Separó la boca con un gemido de pánico.


-No... no he dicho que puedas hacerlo -balbuceó, buscando desesperadamente su mirada-. No...


-Está bien, Pau -la interrumpió él. Sus ojos ardían de emoción-. No tengas miedo. Soy yo.


«Soy yo». Era Pedro. Paula sabía que su intención había sido tranquilizarla, dándole a entender que la conocía desde siempre y que jamás le haría daño.


Pero nada de eso sirvió para tranquilizarla. Al contrario, se asustó aún más. Pero no hizo nada por detener la invasión de los largos dedos de Pedro ni intentó reprimir sus convulsiones. 


Con los ojos cerrados y los labios entreabiertos, soltó un gemido de placer mientras Pedro seguía profundizando con los dedos a un ritmo enloquecedoramente lento, acariciándole y presionándole el exterior con el pulgar. Paula llegó a la cima del placer y se abandonó a las contracciones del orgasmo. 


Juntó con fuerza los muslos, atrapando la muñeca de Pedro, y levantó los hombros del suelo. El la apretó contra su pecho y la sujetó mientras ella temblaba y luchaba por recuperar la respiración. Muy lentamente, retiró los dedos de su interior, provocándole nuevas contracciones en la ingle.


Antes de que los espasmos remitieran, la hizo girar hasta tumbarla de espaldas bajo él, le atrapó la boca con otro beso enardecido y se introdujo en ella lenta y profundamente.


Paula gritó y se arqueó contra él mientras su palpitante erección la llenaba. Un gemido se elevó por su garganta, y en un movimiento instintivo para adaptarse al tamaño de Pedro, le rodeó las caderas con las piernas. Entonces él empezó a moverse, penetrándola y girando suavemente el miembro en su interior. Paula sintió cómo el placer se propagaba desde su sexo como un torrente de fuego líquido.


Unos golpes sonaron en la puerta.


-¿Señorita Chaves?


Paula se puso rígida y Pedro se detuvo. Los dos se miraron el uno al otro, confundidos, sudorosos y jadeantes.


-¿Paula? -era Dee, la dueña del hotel-. ¿Estás ahí, cariño?


-S... sí -respondió ella.


Pedro cerró los ojos y volvió a moverse dentro de ella. Paula ahogó un gemido y le mantuvo la mirada.


-Siento molestarte a estas horas, pero hemos recibido un aviso de los huéspedes de la habitación de abajo.


Paula intentó comprender lo que Dee estaba diciendo. Una neblina sensual le rodeaba el cerebro, y Pedro la sujetaba con más fuerza y volvía a penetrarla.


-Creen haber visto a alguien escalando a tu balcón -siguió Dee-. Mi marido no está en casa, así que he llamado al sheriff.


-Dile que era yo -le susurró Pedro al oído-. Se marchará.


Paula abrió los ojos como platos y negó con la cabeza mientras empezaba a comprender la situación. ¡No podía decirle a nadie que tenía a Pedro en su habitación! Todo el mundo lo sabría a la mañana siguiente.


-No... no he visto a nadie -dijo con voz débil y vacilante.


Pedro maldijo por lo bajo. Tenía el rostro empapado de sudor.


-Díselo, Pau -insistió.


Ella se arqueó al recibir otra embestida.


-No puedo -susurró cuando pudo hablar de nuevo-. Nadie puede saber que estás conmigo.


-Señorita Paula, soy el sheriff Gallagher -dijo otra voz desde el pasillo.


El pánico se apoderó de Paula. Pedro se obligó a permanecer quieto, cerró los ojos y gimió.


-Shhh -le susurró ella al oído-. No hagas ruido o te oirán.


-Estupendo. Así se irán y nos dejarán en paz.


-No pretendo asustarla, señorita -siguió el sheriff-, pero he visto un banco debajo de su balcón. No he visto a nadie, pero temo que el merodeador pueda estar escondido en alguna habitación.


-Seguro que no hay nadie -le aseguró Paula con una voz patéticamente temblorosa.


-Es posible. Apuesto a que sólo eran unos críos. No tenemos muchos problemas en Point. Pero no puedo arriesgarme con su seguridad, señorita, ni con la de nadie más. Si no le importa, me gustaría echarle un vistazo al balcón.


-¿Quiere... entrar en la habitación?


-Sí, señorita. Sólo será un minuto.


-¡Levántate, Pedro! -le susurró frenéticamente, intentando soltarse.


-Por Dios, Paula, no me hagas esto -suplicó él. La agarró por las caderas para impedir que se apartara, pero era demasiado tarde-. Maldita sea, Pau. Déjame explicarles qué hago aquí...


-¡No te atrevas a hacer eso!


-¿Va todo bien ahí dentro, señorita Paula? -preguntó el sheriff.


-Sí, sí, todo va bien -exclamó ella-. Déme un minuto para... buscar mi bata. Estaba profundamente dormida.


-Lo siento mucho, señorita. Tómese su tiempo.



EL SOLTERO MAS CODICIADO: CAPITULO 21




Pedro creyó que se le detenía el corazón. Se lo habría permitido... Todas esas noches que había pasado en vela, preguntándose, dudando... Y ahora finalmente lo sabía. Podría haberla tocado. Podría haberla besado. Tal vez incluso podría haberle hecho el amor. Pero la certeza en sí misma no era tan importante como el hecho de que Paula se lo había dicho en aquel instante y lugar. ¿Por qué se lo había dicho? Su excitación palpitaba dolorosamente por las posibilidades. ¿Había dado a entender que le permitiría hacerlo... ahora?


-Paula -aún no había recuperado el aliento del todo, por lo que su voz sonó excesivamente áspera y estridente. No la tocó. No quería arriesgarse a que esa puerta volviera a cerrarse antes de que pudiera traspasarla-. Paula -volvió a llamarla, cerrando los ojos-. Quiero ese beso ahora.


Un silencio cargado de electricidad siguió a sus palabras. Se le secó la garganta y el pulso le latió a un ritmo desbocado mientras esperaba la respuesta de Paula. Sintió un movimiento a su lado, como si ella se hubiera inclinado hacia delante para levantarse del sofá. Para alejarse.


Permaneció sentado y con los ojos cerrados, preparándose para el rechazo. Esa vez tendría que esforzarse mucho para encontrar una manera de aligerar la tensión. Pero entonces lo envolvió la fragancia femenina de sus cabellos y de su piel, y sintió el calor que irradiaba de una presencia sorprendentemente cercana. Los brazos de Paula le rodearon el cuello y él abrió los ojos.


-Antes de pagarte con ese beso -susurró ella-, quiero darte las gracias por haberme recordado todas las veces que me tiraste al agua.


Sus palabras lo recorrieron como el reflujo de la marea en la orilla. Aturdido por el deseo y la excitación, se concentró en el sensual ronroneo de su voz, en sus labios carnosos y en la promesa del beso. Ella acercó la boca a un suspiro de la suya, y él se inclinó para facilitarle el contacto, desesperado por sentir su sabor. 


Pero entonces ella se retiró lo suficiente para evitar sus labios.


-Te daré ese beso -prometió-. Pero sólo cuando esté preparada.


Pedro frunció el ceño y la miró confundido. Y Paula endureció los brazos alrededor de su cuello y se aupó sobre las rodillas hasta quedar por encima de él.


-Hasta entonces, tendrás que ser cortés y educado.


-¿Educado? -consiguió murmurar él. Toda su atención se desviaba hacia sus pechos, que ahora estaban a la altura de su boca.


-Ni se te ocurra, Pedro -le advirtió ella, apartándole las manos con los codos. Pedro se dio cuenta de que había estado subiéndolas por sus costados.


La frustración se apoderó de él. ¿Qué demonios estaba haciendo Paula?