Las palabras de su madre escocieron y se le humedecieron los ojos. No había imaginado que tenía esas palabras dentro. ¿Había tratado de vivir una vida que había querido su madre y no la suya propia? Se sentó, con el corazón martilleándole en el pecho, en parte por la adrenalina provocada por la idea de que tal vez ésa no habría sido la vida que ella hubiera escogido para sí misma. Quizá la habían empujado e instado y ordenado que se inscribiera en los concursos de belleza y ser modelo había parecido el siguiente paso lógico, pero ¿era lo que ella quería?
De pronto comprendió que en realidad no sabía lo que quería. En su interior se abrió un vacío oscuro que le aceleró el corazón. Asustaba demasiado mirar en ese vacío y tratar de crear algo que lo llenara. Por supuesto, se hallaba en el camino correcto. Llevaba haciendo eso desde los seis años. Debería ser la elección correcta.
Si lo dejaba en ese momento, habría fracasado.
Se debía a sí misma una segunda oportunidad de éxito. Quizá entonces sería capaz de pensar qué otra cosa podría funcionar para ella.
Cerró los ojos para contener las lágrimas y sintió un nudo en la garganta.
Respiró hondo, calmándose. Giró la cabeza y supo que no podría acabar ese trabajo en un día, ni siquiera con la ayuda de Naomi. Salió al pasillo, recogió el bolso y sacó el número de Betty Sue, con quien había compartido espera y pasarela en muchos concursos de belleza.
Se había casado con un profesor de Harvard y había vuelto a instalarse en Cambridge. Y en más de una ocasión le había dicho que la llamara cuando quisiera y que podría contar con la presencia de todo el grupo de RBU, Reinas de Belleza Unidas.
Y eso pensaba hacer.
Tuvo el pensamiento fugaz de que en el pasado jamás habría solicitado ayuda, pero su amistad con Naomi le había enseñado que pedirla no era lo mismo que fracasar. Las amistades eran algo rico y fuerte, llenas de cariño y amabilidad.
Decidió que era algo a lo que podría acostumbrarse con facilidad.
Sonrió mientras marcaba. Las RBU irían a su rescate.
Y se presentaron en masa, cinco mujeres y un hombre muy hermoso. La ayudaron con el trabajo mientras Naomi preparaba café y supervisaba.
El hombre, una drag queen llamada Dany, realizaba tres actuaciones los sábados en un club de Boston. Las entretuvo con imitaciones de Barbara Streisand y Liza Minnelli. Paula tuvo que llevarse las manos al estómago para tratar de respirar entre las carcajadas.
Después de aproximadamente una hora de trabajo, Dany dijo:
—Paula, cariño, ¿de dónde has sacado esa blusa? Sencillamente, es divina.
El resto del grupo de las RBU asintió. Todas exclamaron que quería saber dónde podía comprar una.
Aturdida, Paula respondió:
—No la podéis comprar en ninguna tienda. La hice yo misma con la tela que estamos grapando y enviando ahora mismo.
—Entonces, ¿qué patrón usaste? A mí se me da de miedo coser —indicó Dany.
—Ninguno. La diseñé yo misma.
—Bueno, cariño, te has equivocado de negocio —afirmó Dany—. No deberías lucir la ropa. Deberías estar diseñándola.
Paula movió la cabeza y sonrió.
—No, Yo no. Sólo es algo que he probado. No tiene tanta importancia.
—Oh, cariño. Te aseguro que no pararías de ganar dinero si hicieras más blusas como ésa. De hecho, ¿podrías hacerme una?
—Podría, si de verdad la quieres. Es lo mínimo que puedo hacer por la ayuda que me habéis prestado hoy. La tela es tan cómoda y agradable…
—Eso sería maravilloso, cariño.
*****
Pedro no podía quitar la vista de la mujer deslumbrante que bajaba por las escaleras.
Literalmente, le quitaba el aire.
Había esperado que estuviera bien. Paula siempre estaba bien, pero el vestido negro centelleante y ceñido que llevaba era despampanante, combinado con el maquillaje aplicado con arte que resaltaba sus ojos azules pero sin ocultar el resto de sus facciones.
Llevaba recogidas las trenzas rubias de una moda sensual que exhibía su cuello y sus hombros hasta la base de la espalda. Luego estaban esos zapatos sexys con apenas unas tiras que lograban que sus piernas enfundadas en medias parecieran imposiblemente largas.
Y cuando sus miradas se encontraron en el recibidor tenuemente iluminado, Pedro sintió que su corazón descendía en caída libre.
Le tomó la mano y esas uñas impecablemente pintadas de rojo lo excitaron.
—Estás arrebatadora.
La boca hermosa, pintada con una leve y brillante tonalidad de miel, se curvó en una sonrisa.
—Gracias… por el cumplido y la invitación. Había olvidado lo divertido que es arreglarse.
—De nada… por el cumplido y por la invitación.
Pedro le ofreció el brazo y, con una risita, lo aceptó.
—Eres todo un caballero.
Su tía asomó la cabeza desde la cocina.
—Que te diviertas, querida.
—Gracias —dijo en el momento en que Naomi se materializó al lado de ella con una manzana en la mano.
—Vaya, estás fabulosa. Esas sandalias son fantásticas con el vestido.
Su tía le guiñó un ojo y Pedro la condujo a través de la puerta.
Paula se detuvo en la puerta y sonrió.
—Has traído el cupé. En alguna parte ahí dentro, llevas un salvaje. Reconócelo.
—Reconozco que el coche se conduce de ensueño y que es adictivo. El dinero sirve para algo.
—Es agradable saber que las cosas materiales te afectan, Pedro. Te vuelve más…
—Humano.
—No, como los demás. Superficial.
—Tú no eres superficial, Paula.
Lo miró de reojo mientras le abría la puerta.
—Bromeaba.
—Oh.
Después de ayudarla a sentarse, se situó ante el volante. El entusiasmo que le provocaba el poderoso motor bajo su control jamás dejaba de estimularlo.
—¿Cómo ha ido el proyecto de las muestras?
—Lo conseguí con ayuda.
—Eh, ¿qué es todo esto? —preguntó Naomi al entrar en el salón vestida todavía con el pijama.
—Mi idea brillante. Vamos a enviar muestras a todos los diseñadores y compradores de telas —llevaba levantada desde las cinco de la mañana, tan entusiasmada con su plan de acción, que apenas había podido dormir. También se había sentido culpable porque el día anterior Naomi había terminado sola el plan de negocio.
Había estado recordando lo optimista que había sido cuando la coronaron Miss Nacional, toda la atención que había recibido y el bien que había hecho durante el tiempo que había llevado la corona. Había tenido planes y había cumplido casi todos. Se había convertido en una modelo de éxito.
En ese momento deseaba haber prestado más atención, a ahorrar para los momentos como ése, en vez de llevar el lujoso estilo de vida de Nueva York. Si lo hubiera hecho, habría tenido algo a lo que poder recurrir al perder el contrato con Kathleen. Detestó no haber sido previsora.
—Es una idea estupenda, pero deberías haberme pedido ayuda —indicó Naomi.
—Tú acabaste sola el plan de negocios. Así que decidí dejarte dormir, pero si quieres ayudar, adelante.
—Deja que me dé una ducha y me cambie y enseguida bajo.
Alzó el dedo pulgar. Naomi era una joya y estaba contenta de tenerla a su lado. Pero al mirar alrededor y ver todo el trabajo que había logrado aquella mañana, comprendió que se había metido por completo en el negocio de Pedro. Ya era una cuestión de orgullo que hiciera el mejor trabajo posible. Se había vuelto algo importante para ella que el negocio fuera un éxito.
En ese momento llamaron a la puerta de entrada y fue a abrir. Allí estaba Pedro.
—Hola, pasa.
—Gracias. Me preguntaba si esta noche estarías interesada en asistir a una galería que expone la obra de Sheila Bowden. Quizá podríamos comer algo.
Paula sintió una gran calidez.
—¿Me estás pidiendo una cita, doctor Alfonso?
Él bajó la vista y movió los pies.
—Supongo que sí. De verdad creo que te gustará la galería.
Se acercó a él y Pedro sonrió, mirando alrededor.
—¿Tu tía no está?
—Está trabajando, pero Naomi se encuentra arriba —no pudo resistir pasarle las manos por ese pelo bonito y en punta. La textura en los dedos le provocó un hormigueo de calor.
Al llegar a la piel ardiente del cuello, él jadeó.
Incapaz de aguantarse, Paula alzó la cara para darle un beso en la boca.
Pedro se apoyó en ella tan rendido como Paula, yendo al encuentro de su boca. De pronto se retiró al oír que el agua se cerraba arriba.
—Es una pena que no estés sola, pero ya lo compensaremos más tarde.
Con esa promesa ronca en su voz, el cosquilleo se convirtió en un calor intenso pata Paula que le dificultó respirar.
—Ven, tengo algo que mostrarte.
De la mano, lo llevó al salón.
—Que me aspen —recogió una de las fichas blancas de Paula, con muestras de la tela grapadas en la parte delantera. La ficha especificaba el contenido, la fibra, el cuidado que requería, el coste por metro, el número de artículo y los colores en que estaba disponible—. Realmente avanzas con la idea.
—Obtendrás un buen beneficio por tu inversión, Pedro. Te lo prometo.
—Realmente vas a regresar a Nueva York.
El sonido áspero de su voz revelaba más que las simples palabras. Aguardó extrañamente tenso una respuesta.
—Sí.
—¿Y si no puedes encontrar un trabajo?
Al ver la intensidad en los ojos de Pedro, el corazón le dio un vuelco. Recogió las etiquetas que había imprimido en el ordenador de su tía y sacó una. La pegó con firmeza debajo de las muestras y lo miró con un nudo en el pecho.
—Lo conseguiré. Es cuestión de tiempo.
—¿Has pensado en hacer otra cosa?
—¿Por qué insistes con eso, Pedro? Soy modelo y es lo que hago. ¿Crees que está por debajo de mí?
—No. No pretendía dar a entender eso —se puso en cuclillas para quedar a la misma altura que ella junto a las muestras—. Creo que deberías sopesar todas tus opciones. ¿Qué es lo que realmente quieres hacer?
«Volveré a ser modelo», se dijo a sí misma. No fracasaría. No podía fracasar. Y si así sucedía, tendría que reconocer que todo aquello por lo que había luchado en la vida había sido por nada. No significaba nada. No tenía nada que mostrar por tantos años de trabajo duro.
—No estoy preparada para aceptar la derrota, Pedro.
—Sabía que intentaba apartarte de todo lo que es mejor para ti.
Los dos se volvieron hacia la puerta. En el umbral estaba la madre de Paula.
—Es una conversación privada —expuso Pedro con frialdad, poniéndose de pie.
—Lo que involucra a mi hija me involucra a mí —replicó, mirando a Pedro como si fuera un enemigo peligroso.
Paula supuso que a ojos de su madre, así era.
Pedro no se mostró en absoluto intimidado y Paula recordó cómo de niño se había enfrentado a los bravucones sin temor. Su comportamiento protector tocó algo dentro de ella y no se movió de allí, haciéndola sentirse más que asustada.
El desagrado en los ojos de su madre era tangible, pero Pedro en ningún momento se arredró. Mientras se preparaban para la pelea, el pánico de Paula se vio reemplazado por una maraña confusa de emociones distintas.
Él cruzó los brazos.
—Por si no lo ha notado, Paula es una mujer adulta y está capacitada para tomar sus propias decisiones.
Paula suspiró. No podría haber dicho algo más cierto. Necesitaba tomar el control antes de que la situación fuera a más. Tocó el brazo de Pedro para captar su atención y relajarle los músculos visiblemente tensos.
—Está bien, Pedro —indicó—. Puedo tomar mis propias decisiones —miró a su madre—. Mamá, ¿a qué debemos el placer de tu visita?
—No estoy segura de que él…
—Me iré —indicó Pedro con la mandíbula tensa.
—Pero, Pedro…
—He dicho que me iré. Simplemente, hazme saber cuándo y dónde. Hablaremos luego, Paula. Debería ir a la universidad. El viernes tengo una reunión con mi personal del laboratorio.
Paula se frotó la nuca.
—Te llamaré para darte los detalles de lo de esta noche. Sigue en pie la cita, ¿no?
Él sonrió y asintió.
—Que tenga un buen día, señora Chaves.
Ella farfulló algo, pero Pedro no mordió el cebo.
—¿Qué ves en ese hombre? Jamás lo entenderé. Se muestra muy arrogante porque tiene un doctorado y tú no.
—No es así, madre.
—Creo que te mira por encima de su académico hombro, Paula. Deberías pensar cuidadosamente qué pasaría si te convenciera de que te quedaras aquí y abandonaras las pasarelas.
—¿Qué tienes en contra de Pedro, mamá?
—Es igual que tu padrastro.
—No se parece en nada a él.
—¿No? ¿Te ha invitado a alguna función de la facultad o al campus?
—No, pero eso no significa nada.
—¿No? He vivido con la desaprobación de un hombre que piensa que lo que hago es frívolo. No quiero que cometas el mismo error. Pedro vive en un mundo académico. No entiende el mundo en el que vives tú.
—Sé que venimos de mundos diferentes, pero te equivocas con respecto a él.
—Espero que no tengas que poner a prueba esa teoría, Paula.
—No te preocupes, mamá. Me cercioraré de que tu sacrificio signifique algo —las palabras salieron de su boca antes de que pudiera acallarlas, y en su interior fue creciendo la amargura.
Su madre exhibió un gesto ceñudo de desaprobación.
—Adelante, búrlate de mí, pero Cambridge es un callejón sin salida. Tu sitio está en Nueva York. Te veré en la fiesta en el jardín, una semana a partir del sábado, a las doce y media en punto.
Al llegar al salón e ir a la cocina, no lo vio por ninguna parte Oyó un sonido abajo y vio una puerta abierta. Quizá se hallara en el sótano.
Fue a bajar, pero se detuvo al oír su voz.
—¿Paula?
—No, amo, soy yo, Igor.
Él rió entre dientes y dijo:
—Quédate ahí. Ahora mismo subo.
Se dio la vuelta al percibir la advertencia en su voz de que se encontraba demasiado cerca de su refugio más privado. Pedro era muy quisquilloso con su intimidad, un rasgo que a veces resultaba muy irritante. ¿Qué podía tener ahí abajo que ella pudiera perturbar?
Subió y Paula se asomó por encima de su hombro.
—¿Tienes miedo de que toque algo?
—¿Qué?
—No quieres que baje, ¿verdad?
—No es más que mi despacho. Estoy seguro de que no te interesaría.
—Me interesa todo lo que haces, Pedro. No entiendo que seas tan quisquilloso.
Él se puso rígido y continuó, dejándola atrás en las escaleras.
—No es más que un despacho. No estoy fabricando monstruos de Frankenstein ahí abajo.
—Eso sí que sería interesante.
Paula se detuvo en la entrada a la cocina.
—¿Vienes, Igor?
—No, será mejor que me vaya. Naomi me estará buscando.
—De acuerdo. Te acompañaré.
—Gracias. ¿Cómo conseguiste traer mi ropa?
—Llamé a la puerta de tu casa. Tu tía ni parpadeó. Subí a tu habitación y te elegí algunas cosas. Por suerte, tu amiga seguía dormida.
Cuando Paula llegó a la puerta de la casa de su tía Eva, Naomi abrió y dijo con firmeza:
—Si crees que vas a librarte… oh, lo siento —calló al ver a Pedro. Extendió la mano y se presentó—: Hola, soy Naomi Carlyle.
—Pedro Alfonso —respondió, estrechándosela.
—No ha sido la mejor forma de causar una buena impresión.
—No te preocupes —Pedro sonrió y se volvió hacia Paula—. He de volver al trabajo. Y basta de margaritas.
Ella se frotó las sienes.
—Sí, jefe.
—Qué tipo tan guapo… ¿y encima profesor en el MIT? Cerebro y músculo —Naomi suspiró mientras lo veían dirigirse a la cancela—. Estupendas credenciales —añadió con la vista clavada en el trasero de Pedro—. Supongo que lo tienes marcado con tu nombre, ¿no?
—Marcado y embalado.
—Lo suponía —la miró de reojo con un brillo malicioso en los ojos—. ¿Qué clase de calcetines lleva?
Paula suspiró.
—¿A quién le importa?
Llevaban trabajando tres horas cuando Paula pidió un alto.
—No puedo pensar en ningún otro objetivo ni hacer otro gráfico hasta que no descansemos —dijo, yendo hacia la puerta.
—Vayamos a comer y a hacer algunas compras. De paso, puedes mostrarme Cambridge —Naomi sonrió—. Llevo dos días aquí y lo único que he visto ha sido mi agradable alojamiento.
Paula abrió el camino. Al salir, recogió una elegante chaqueta negra y le pasó a Naomi su cazadora vaquera.
Abrió la puerta del BMW deportivo de su tía y se sentó al volante. Puso rumbo a la zona comercial de la ciudad y a su restaurante favorito, una marisquería llamada The Lobster Claw.
—Tu tía es tan fantástica como dices.
—Me siento muy culpable. Llevo aquí tres semanas y apenas hemos hablado.
Sentadas con vistas al río Charles, compartieron una bandeja de almejas, gambas a la plancha, mejillones cocidos y unas patas de cangrejo.
De postre pidieron la especialidad de la casa, tarta de queso. Después de que la camarera se marchara, Naomi preguntó:
—¿Has dejado tu trabajo de modelo?
—No. El trabajo con Pedro es temporal.
—Entonces, ¿qué se cuece con nuestro apetitoso jefe?
—Nada, hacemos negocios juntos.
—¿Tus negocios con él incluyen paseos a primera hora de la mañana?
—No exactamente —en realidad, pasear no tenía nada que ver. No conseguía que la sensación de euforia del sexo de la mañana se disipara.
Naomi debió de percibir esa expresión embobada, porque desarrolló el tema con interés.
—Da la impresión de que los dos tenéis algo más que negocios juntos —ladeó la cabeza y la estudió con curiosidad. Sonrió—. Anoche te acostaste con él, ¿verdad?
Había aprendido a confiar en Naomi en la breve convivencia que habían mantenido.
—Sí. Y accidentalmente cerró la puerta de casa y tuve que irme a dormir a la suya.
—Así se hace —la observó con alegría visible.
Paula se encogió de hombros, restándole importancia.
—Regresaré a Nueva York una vez que la empresa esté establecida. Tengo la intención de conseguir otro contrato lucrativo. Así que no es nada serio —siempre y cuando impidiera que esas molestas emociones se interpusieran en el camino.
—Nadie dijo que tuviera que serlo —indicó Naomi con pragmatismo—. Simplemente, disfrútalo, y al doctor Alfonso, lo que dure.
Eso sí que era algo con lo que podía estar de acuerdo.
—Es mi intención.