sábado, 1 de septiembre de 2018

PERSUASIÓN : CAPITULO 11





Las palabras, pronunciadas ásperamente, parecieron rebotar en el cerebro de Paula. ¡El! ¡Alan Alfonso! ¡Era imposible! ¡Alan Alfonso era un Santa Claus! Un viejito bondadoso con el corazón delicado, y no esté espécimen humano vibrantemente masculino, totalmente viril, pasmosamente guapo que estaba delante de ella.


—¡No, no puedes ser tú!—negó ella con voz débil.


La risa de los cálidos ojos marrones se profundizó.


—Mi editor me cree, mi agente me cree, y también me cree el gobierno cuando llega la fecha de pagar los impuestos. ¿Se te ocurren referencias mejores?


Por un largo momento Paula pareció capaz sólo de dos cosas: quedarse inmóvil y mirarlo fijamente. Después, un fino temblor se apoderó de su cuerpo y sus ojos violetas empezaron a arder con furia capaz de derretir el acero.


—¡Me engañaste! —lo acusó ella.


—Sólo un poquito —admitió él.


—¡Me hiciste venir hasta aquí para nada! ¡Para nada!


—Bueno, yo no diría tanto.


—¡Pues yo lo digo! ¿Por qué tú... tú...? —se detuvo porque no encontró las palabras adecuadas.


Pedro se apartó de la puerta con sus pasos largos y elásticos.


—Entra. Más tarde podremos discutir lo que soy yo. Ahora ocupémonos solamente de esas rodillas.


Paula aspiró hondo.


—Si crees que... que te dejaré que me pongas una mano encima... —Su voz temblaba por la intensidad de su emoción.


—En un momento te pondré encima más de una mano —dijo él, y cerró la boca, poniendo rígidos los músculos a cada lado de la mandíbula.


Duros ojos marrones se enfrentaron con otros violetas en una monumental batalla de voluntades. El hombre, arrogante, confiado, acostumbrado a salirse con la suya. La mujer indignada, independiente, decidida a ganar.


La lucha hubiera podido seguir días y días si no hubiera sido por el mastín color arena que se detuvo detrás de Paula y gruñó una vez interrogativamente. El sonido no fue nada parecido a sus ladridos anteriores sino que retumbó dentro de su cuerpo voluminoso como un trueno distante. Y como se produjo en medio del denso silencio que flotaba entre ella y Pedro, Paula dio un salto, como si la hubieran alcanzado con un disparo, y sin querer dio un paso adelante. No pudo prever el grito de dolor que escaparía de sus labios. Después de estar tanto tiempo de pie discutiendo, la sangre se había secado en sus rodillas y el movimiento ahora desgarró la piel.


Pedro no perdió más tiempo en palabras. Medio arrastró, medio cargó a Paula y la llevó adentro. Pronto ella se encontró sentada en un antiguo sofá mullidamente tapizado con él arrodillado sobre una alfombrilla a sus pies.


Pedro apartó una mano que se interpuso cuando ella trató de evitar que él le levantara la falda hasta los muslos.


—He visto antes piernas de mujer —gruñó él.


—No me cabe duda alguna —repuso Paula con seca dulzura. Lágrimas de incomodidad estaban formándose en sus ojos pero ella estaba firmemente decidida a controlarlas.


Pedro levantó la mirada, vio la humedad de los ojos de ella y en seguida volvió a bajarla.


—Si te dejo aquí unos minutos, ¿me prometes que no huirás?


—No. —La respuesta de ella fue breve y obstinada.


Las líneas de las mejillas de él se acentuaron y un relámpago de dientes blancos apareció cuando él sonrió.


—Bueno —dijo él, evidentemente divertido—, puesto que no podrías caminar muy ligero, voy a correr el riesgo.


Pero antes de marcharse, Pedro se volvió al perro, que los había seguido al interior y ahora estaba sentado en posición alerta junto al extremo del sofá.


—Vigílala, Príncipe —ordenó él.


El perro irguió las orejas y volvió hacia Paula sus grandes ojos amarillentos.


Paula le sostuvo la mirada y oyó la carcajada divertida que lanzó Pedro pero no lo vio partir. 


Estaba ocupada vigilando al perro, quien estaba ocupado vigilándola a ella. La desconfianza era mutua.


Después de pocos minutos, Pedro regresó con un gran tazón lleno de agua, un paño y un botiquín de primero auxilios. Se arrodilló delante de Paula una vez más y ordenó:
—Está bien, Príncipe. Relájate.


Le dirigió a Paula una mirada llena de humor.


—Tú también —le dijo.


Paula transfirió su fija mirada del perro a Pedro. 


Empezó a decir algo adecuadamente mordaz, pero en ese mismo instante, un paño húmedo caliente fue aplicado sobre una rodilla y todo lo que ella pudo hacer fue tragar con dificultad como reacción a la sensación de ardor.


Con gentileza infinita, Pedro lavó el polvo y la sangre y aplicó una capa calmante de crema antiséptica. Hecho eso, buscó dentro de la caja de plástico blanco y sacó del fondo dos apósitos grandes de gasa, que aplicó sobre las heridas. 


Cuando terminó, volvió a sentarse sobre sus talones.


—Ya está, casi tan bien como antes. Pero si yo fuera tú descansaría por uno o dos días... por lo menos todo lo que puedas. Deja que esas rodillas empiecen a sanar. Están muy lastimadas.


—Puede ser. Gracias —respondió fríamente Paula, irguiéndose ni bien vio que él había terminado.


Un incómodo silencio descendió en la habitación y Paula, para no mirarlo a él, examinó lo que la rodeaba con cierta curiosidad. Nunca había estado antes dentro de una cabaña como esta y se sorprendió de la calidez y la comodidad que encontró.


La habitación en la que se encontraban era grande y las paredes estaban cubiertas con paneles de rica madera de pino. Además del sofá, había dos sillas, una mesa y una lámpara. 


Contra una pared había una biblioteca repleta de libros y sobre un gran hogar de piedra colgaba una hermosa pintura al óleo de un paisaje de bosques. Además de la entrada, había otras dos puertas en la habitación. Cada una se abría a un área diferente. Paula se sorprendió vagamente preguntándose cómo serían las otras habitaciones. Pero en seguida se recompuso. 


Era inútil hacerse ese tipo de preguntas pues ella no iba a quedarse aquí el tiempo suficiente para descubrirlo.


Pedro debió de leerle la mente, porque se puso lentamente de pie e irguió su cuerpo largo y flexible con atlética gracia. La miró desde toda su altura y murmuró:
—Te daré el día de mañana libre y después podrás empezar a trabajar. Creo que eso sería justo puesto que fue mi perro el que causó el problema.


Esas palabras tuvieron el efecto de galvanizar a Paula, quien aspiró hondo y estalló:
—¡Tienes que estar bromeando! ¿En serio no esperarás que yo me quede aquí?


Pedro la miró con mucha calma y cruzó sobre el pecho sus brazos de manera que su camisa, arremangada, reveló los músculos poderosos bajo la piel bronceada.


—Tenemos un convenio —declaró.


—¡No tenemos nada! —lo corrigió Paula—. Yo acepté trabajar para Alan Alfonso.


—Y yo soy Alan Alfonso.


—Eso fue lo que dijiste pero yo no he visto prueba alguna. Cualquiera puede hablar de editores y agentes literarios.


Pedro la miró durante varios largos segundos antes de volverse para dirigirse a la biblioteca. Una vez allí, sacó un libro edición de bolsillo de su lugar en uno de los estantes y regresó para tendérselo a ella.


Paula miró fijamente la tapa reluciente. Era una réplica exacta del que Marcia había comprado para su sobrino hacía unas pocas semanas: Morgan's Mile, con el nombre del autor. Alan Alfonso, debajo del título.


—Dale la vuelta —dijo él.


Paula lo hizo recelosamente y en la contratapa vio algo que no había visto en el libro de Marcia: una fotografía, del hombre que ahora tenía adelante.


Paula tragó con dificultad y levantó la vista.


—Está bien. ¡Eres quien dices que eres pero lo mismo me engañaste! ¡Tú sabías que yo me habría negado a trabajar para ti si hubiese sabido quién eras!


Esa frase ligeramente enredada pareció tener perfecto sentido para Pedro.


—No respondiste mis llamadas así que supe que la única forma en que podría volver a verte sería contratándote.


Le quitó el libro de las manos y volvió a colocarlo en la biblioteca.


—¡De modo que admites que mentiste!


Pedro sacudió su oscura cabeza:
—Yo no mentí.


Paula lo miró sacudida por una furia impotente.


—¡Pero tampoco dijiste la verdad!


—Lo hice. Yo soy Alan Alfonso y necesito los servicios de una secretaria.


Paula cerró los puños y se golpeó los muslos en un rápido movimiento mientras dejaba escapar un chillido de furia.


Pedro empezó a reír.


—Admítelo, Paula. Estás atrapada. Si te niegas a trabajar para mí, harás quedar mal a tu agencia... y a ti misma.


En ese momento Paula no quería ser molestada con pensamientos acerca de las consecuencias.


—¡Tú te crees muy listo! —dijo escupiendo las palabras—, ¿No se te ocurrió en ningún momento que eso tal vez a mí no me importe un rábano?


El se encogió de hombros.


—Claro —dijo—, pero rechacé esa posibilidad pues la consideré indigna de ti.


Los ojos de Paula derramaron un torrente de peligrosas chispas.



—¿Crees conocerme tan bien?


—Eso creo. A lo largo de los años he aprendido a ser un juez de caracteres bastante bueno. ¿Vas a demostrarme que me he equivocado?


Paula habría dado casi cualquier cosa para borrar esa expresión remilgada de la cara de él, pero después de una lucha gigantesca con su conciencia, comprendió que no podría hacerlo. 


Ella era una profesional. Y una profesional no permite que una cosa pequeña como el disgusto por una persona se interponga en su camino y le impida hacer su trabajo. Y también era verdad lo que él había dicho sobre hacer quedar mal a la agencia. ¿Cómo podría ella empezar siquiera a explicarle la situación a Marcia?


—No —respondió ella por fin—, no haré eso.  Pero algo tiene que quedar bien entendido... ahora mismo... desde el comienzo. Si te atreves a tocarme... con un dedo... ¡yo desapareceré tan rápidamente que tú quedarás preguntándote qué ha sucedido!


PERSUASIÓN : CAPITULO 10





A las cinco Paula llamó a Marcia por teléfono y a las cinco y cuarto estaba en su Datsun, abriéndose lentamente un camino entre el intenso tráfico que dejaba la ciudad a esa hora.


Una hora y media después, la civilización, como ella la conocía, había quedado muy atrás. Ahora avanzaba por un camino angosto de arena apisonada que se internaba profundamente en los bosques de pinos de Texas, y lo único que veía eran árboles. Nada de casas, ninguna tienda... sólo árboles, y ya empezaba a sentir un impulso creciente de dar la vuelta. Sólo su renuencia a explicarle esa acción a Marcia la hizo seguir.


Paula era una chica de ciudad. Le gustaba el ruido del tráfico, los sonidos de construcción, las luces brillantes... ¡el aire contaminado! 


Posiblemente, el temperamento artístico prefería la paz y el silencio... ¡pero eso no era para ella! 


Se sentía inquieta en el despoblado, y el silencio, excepto por el motor del automóvil, parecía cerrarse sobre ella.


Justamente cuando estaba convencida de que de algún modo había recibido instrucciones equivocadas y que podría dar la vuelta y regresar a la ciudad sin mella para su integridad, un pequeño claro apareció a lo lejos y el camino terminó exactamente como decían sus instrucciones.


Paula recibió ese hecho con una mueca. ¡Todo por el poder de desear intensamente! En seguida apagó el motor y empezó a examinar el paisaje que tenía adelante.


Lo que vio fue suficiente para fascinar a cualquier amante de la naturaleza en estado primitivo: altos pinos y robles se elevaban hacia el cielo compitiendo entre ellos en una eterna carrera por el sol y el espacio; un estanque verdoso lo suficientemente grande para contener media manzana de la ciudad se extendía a un lado de una rústica cabaña...


La horrorizada mirada de Paula se clavó en la precaria construcción. ¿Era real? Rápidamente parpadeó con la esperanza de que desaparecería. Pero no desapareció y Paula gimió desalentada en voz alta. Porque allí, delante de ella, orgullosa, empecinada, terriblemente honesta, ¡había una cabaña de troncos con las hendiduras rellenadas!


Paula empezó a sacudir lentamente la cabeza. 


No. No podía ser. Este lugar debía de estar equivocado. Eso, o era una broma de alguien con un muy peculiar sentido del humor. 


Seguramente Alan Alfonso no estaría viviendo en un lugar así. El necesitaría algo más confortable... especialmente si era del tipo de abuelito dulce que probablemente era además enfermo del corazón.


Paula aspiró hondo y aferró con fuerza el volante, sintiéndose traicionada. Sabía que no podía esperar toparse con el Taj Mahal aquí en medio de ninguna parte, pero tenía el derecho de no esperar encontrarse con una choza. ¡No la sorprendía que el hombre estuviera dispuesto a pagar tanto por sus servicios! ¡De otro modo nadie aceptaría trabajar para él! Con renuencia, soltó el volante y se apeó, sabiendo que con su sola fuerza de voluntad no podría hacer desaparecer la cabaña o convertirla en un penthouse. Tampoco podía anular el hecho de que, como profesional, tendría que intentar por lo menos trabajar aquí. ¡Pero Marcia iba a oírla acerca de esto! Y si alguna vez aparecía otro escritor que necesitaba una secretaria, tendría que ir otra. ¡Porque ella, Alan Chaves, se negaría rotundamente!


Paula se tomó un momento para alisar el lino lavanda de su falda sobre sus caderas esbeltas y darle un toque de último momento al vaporoso cuello de una blusa de seda del mismo color. 


Mientras hacía todo eso miró a su alrededor con ojos cínicos, sin ver nada digno de ser admirado. 


Después enderezó los hombros y empezó a caminar por el sendero cubierto de agujas de pino, que llevaba a la puerta delantera de la cabaña. Cuando subió los dos escalones del porche cubierto, apretó con fuerza los labios. 


Bueno, el lugar por lo menos parecía sólido. 


Peor hubiera sido que el edificio amenazara con caerse en cualquier momento sobre ella. Pero si el caso hubiese sido ese, ella habría tenido una excusa para marcharse. ¡Sintió ganas de darle una patada a la pared con la esperanza de que se desplomara!


Paula cerró un puño y golpeó una vez, en forma imperativa, la pesada puerta de madera. Cuando después que pasaron unos segundos sin que respondiera nadie, ella llamó otra vez, lo hizo mientras un relámpago de cólera se mezclaba con su indignación.


¿Dónde estaba él? Sabía que ella iba a llegar.


Marcia le había advertido que el agente insistía en que ella tenía que acudir esa misma tarde. Y ahora, él no estaba... o por lo menos no atendía a los llamados a la puerta. Paula empezó a golpear furiosamente el suelo con el pie. No le importaba si él era un anciano balbuceante, un Santa Claus o cualquier cosa. ¡Debía estar aquí para recibirla!


Entonces, desde el fondo de la cabaña, una serie de ladridos graves y resonantes quebraron el silencio del aire, haciendo erizar los finos cabellos de la nuca de Paula. Dio un respingo y se volvió bruscamente... para encontrarse frente a frente con el perro más grande que había visto en su vida. El animal era de un color beige claro, parecía grande como un caballo y era evidente que la presencia de ella lo ofendía. Tenía erizados los pelos del lomo la miraba con ojos entornados y mostraba sus dientes blancos y enormes.


Lo único que Paula pudo pensar en ese momento fue que el perro iba a comerla. Para eso habría sido necesario nada más que un abrir y cerrar de esas mandíbulas enormes, ¡y ella quedaría dividida en dos! Dio un paso atrás, se llevó una mano al cuello y la otra buscó apoyo en la odiosa puerta.


El perro no se movió sino que siguió alternando ladridos con gruñidos que parecían no querer escapar de su garganta.


El pánico, el pánico puro y sin mezcla, provocó la siguiente acción de Paula. Si ella lo hubiese pensado no lo habría hecho, pero en ese momento, sus procesos mentales parecían congelados y el instinto se hizo cargo de la situación.


Empezó a correr hacia su automóvil tan rápidamente como se lo permitían sus piernas.


Pero no llegó lejos; el perro empezó a perseguirla en el mismo segundo que ella dio el primer paso.


El gruñido se volvió rugido y un aliento canino caliente rozó el cuello de Paula en el instante que cayó al suelo después de ser golpeada de lleno en la espalda por las grandes patas delanteras de la bestia. Esas mismas patas se apoyaron en seguida en sus hombros, aplastándole los pechos contra el suelo. Paula esperó, sin respirar, con la mejilla apretada contra la tierra. Nada podía hacer para defenderse.


De pronto, en medio de todo, una voz masculina, áspera y urgente, gritó una orden y la presión sobre la espalda de Paula disminuyó.


—¡Quieto! ¡Basta! ¡Suéltala!


El perro finalmente retiró sus patas cuando la orden fue repetida. Paula siguió inmóvil, con el corazón latiéndole como un tambor, los ojos fuertemente cerrados y la respiración casi inexistente. En seguida unas manos fuertes tiraron de uno de sus hombros y la hicieron ponerse boca arriba. Lo primero que Paula vio cuando abrió los ojos fue el perro. Estaba sentado a su lado, mirándola con sus penetrantes ojos amarillos y exhibiendo todavía en sus labios una amenaza de gruñido. Paula tragó con dificultad y le devolvió la mirada.


—¿Estás lastimada?


La pregunta fue ruda, trémula con la emoción del momento.


La parálisis estaba abandonando el cuerpo de Paula, quien hizo con la mano un movimiento en dirección a sus rodillas. Le pareció que estaban magulladas y sintió un dolor punzante cuando se las tocó. El hombre se arrodilló junto a ella, soltó un juramento cuando ella retiró su mano de las rodillas.


Lentamente, Paula volvió la cabeza y algo en esa voz atravesó las brumas de su cerebro. 


Dilató los ojos asombrada cuando miró ese familiar rostro de facciones esculpidas en bronce y esos ojos color marrón canela.


—Tú —exclamó, con una mezcla de sorpresa e incredulidad.


Cuando ella habló, parte de la tensión abandonó los rasgos del hombre y una lenta sonrisa acentuó las líneas de los ángulos de sus ojos.


—Parece que estoy adquiriendo el hábito de ayudarte a salir de dificultades.


El tono ligero y divertido de esa voz ronca y arrastrada tuvo el efecto de aclarar instantáneamente los pensamientos de Paula. Cerró bruscamente la boca, trató de sentarse y rechazó la oferta de ayudarla que hizo él.


—Gracias —dijo—, pero usted ya ha hecho suficiente.


Pedro se sentó sobre sus talones a fin de dejarle espacio para que se moviera.


—Como siempre, muy agradecida —dijo con un guiño travieso en sus ojos.


Paula se limitó a fulminarlo con la mirada.


Pero la mirada de nada sirvió, o si logró algo, fue que la expresión divertida de él se acentuara.


—No debiste correr —sugirió él en tono condescendiente—. Es lo peor que se puede hacer con un perro.


El temperamento de Paula se inflamó. Las rodillas le ardían y estaban cubiertas de sangre; sus medias estaban destrozadas; su falda nueva estaba sucia de tierra y lodo y a la blusa se le había desgarrado un volante. ¿Y él tenía el descaro de darle lecciones? La furia vibró en cada una de sus palabras.


—¡No se atreva a decirme lo que tengo que hacer! ¡Usted no es mi dueño!


—Pero soy el dueño del perro —respondió él con mucha calma—. Eso me da un pequeño interés en el asunto.


Paula miró al perro en cuestión. Ahora estaba tranquilamente sentado, con la enorme lengua colgando a un lado de su boca y una expresión interesada y agradable en su cara peluda. Paula le volvió la espalda al hombre y puso toda la repugnancia que pudo en su siguiente pregunta:
—¿Es suyo?


Pedro se encogió levemente de hombros.


—Todo mío, con sus ochenta kilos.


—¿Qué es? ¿Cruza de elefante? —preguntó ella dulcemente.


—Mastín.


Paula eligió otra ruta.


—¡Debería estar atado!


—¿Porqué?


—¡Porque es una amenaza!


—¿Príncipe? —Pedro pareció sinceramente ofendido.— Príncipe no es una amenaza, a menos que uno sea ardilla o conejo.


—Yo no soy ninguna de esas dos cosas —replicó fríamente ella.


—Oh, me doy cuenta. —Sus cálidos ojos marrones recorrieron el cuerpo esbelto y se detuvieron un momento en los pechos que subían y bajaban cubiertos por la blusa lavanda.


Paula cerró los puños y trató de ponerse de pie. 


Pero las rodillas le dolían tanto que le fue imposible hacerlo sola. Tuvo que soportar la ayuda del fuerte brazo de Pedro, pero ni bien se encontró de pie, lo rechazó con impaciencia.


—Deberíamos poner algo en esas rodillas —aconsejó él.


—Están bien —repuso Paula con obstinación.


Una sombra de ira apareció en la frente de él.


—¡Están como el demonio!


Pedro no esperó que ella protestara otra vez sino que se inclinó hacia adelante para levantarla en sus brazos.


Paula tuvo inmediatamente esa tonta idea.


—¡Puedo caminar! —siseó.


Pedro se enderezó lentamente, entrecerró los ojos, se apartó un paso y le hizo señas de que caminara.


Sin decir palabra, Paula dio un paso. Y otro. 


Cada paso fue una agonía, pero no pensaba rendirse. No iba a permitir que él supiera todo el dolor que sentía. No le daría esa satisfacción.


Cuando volvió a subir los escalones del porche, finas perlas de transpiración se veían sobre su labio superior. Pero tercamente se dirigió hasta uno de los rústicos troncos que sostenían el techo para apoyarse y esperar que la puerta se abriera.


Pedro pasó junto a ella muy erguido.


Paula lo siguió con los ojos y notó que hoy, en vez del costoso traje de medida que había usado en la ciudad, él llevaba una ropa mucho más informal: vaqueros y una camisa de denim muy usada. También advirtió que, tal como había sospechado, ni un gramo de carne sobrante arruinaba la masculina perfección del cuerpo de él: espalda ancha y musculosa que se afinaba gradualmente hacia la delgada cintura, caderas firmes y piernas largas y elásticas que la descolorida tela de los vaqueros ceñía en forma seductora.


Parpadeó cuando él se volvió para sorprenderla observándolo y se sintió ruborizar mientras él levantaba una ceja con expresión divertida y burlona.


Paula alzó el mentón y sacudió la cabeza haciendo que su pelo color medianoche le rozara los hombros. Con admirable determinación, dio un paso más. ¡No le importaba lo que él pudiera pensar! ¡Qué mirara todo lo que quisiera! Los hombres no vacilaban en hacerlo. ¡Y ciertamente, él no se había abstenido de hacerlo la primera vez que se encontraron!


De pronto, Paula pareció quedar paralizada. 


¡Santo Dios! ¿Qué estaba haciendo ella? ¿Y qué demonios hacía este hombre aquí? ¡Esta tenía que ser la cabaña de Alan Alfonso!


Pedro le sostuvo la mirada, con su mano apoyada en la puerta parcialmente abierta y el cuerpo tenso. Pero se relajó en seguida y una semisonrisa de inevitabilidad le curvó los labios.


—Vaya manera de comenzar —murmuró él.


Un ceño sombrío estaba cerniéndose sobre la frente de Paula.


—No entiendo... —empezó, con sus ojos de color azul oscuro fijo en la cara de él.


—El perro —dijo él—. Yo no quería que te lastimara.


Paula absorbió eso. No, probablemente él no lo había querido... ¿pero qué intenciones tenía?


—Sigo sin entender. Yo tenía que encontrarme aquí con un hombre... con Alan Alfonso... para trabajar para él —se apresuró a añadir cuando vio que los ojos de él la miraban con una chispita de burla.


—Continúa.


Paula lo miró furiosa.


—Pues... ¿usted qué hace aquí?


—Yo vivo aquí. 


La simple respuesta la enfureció.


—¡Pero no puede vivir aquí! Esta es la casa... hum... la cabaña de Alan Alfonso.


—¿Y si le dijera que yo soy Alan Alfonso?


—¡No lo creería!


—¿Por qué no? —El fácil humor de esa pregunta la desconcertó. 


—Porque... porque...Alan Alfonso es un escritor... de libros para niños.


—¿Y yo no puedo ser un escritor de libros para niños?


—¡No! ¡Sí! ¡Oh, no lo sé! —Paula se pasó una mano por el pelo.


Pedro advirtió el rápido movimiento y se apoyó nuevamente en el marco de la puerta, con una sonrisa irónica en los labios.


—¿Es tan difícil de creer? Cuando se imaginó a un hombre que escribe para los niños, ¿qué fue lo que vio? ¿Un individuo con aspecto de abuelito? ¿Alguien totalmente asexuado? ¿Un eunuco? Porque por experiencia propia puedo decirle que no lo soy y que, además, le guste a usted o no, yo soy Alan Alfonso.