sábado, 1 de septiembre de 2018

PERSUASIÓN : CAPITULO 10





A las cinco Paula llamó a Marcia por teléfono y a las cinco y cuarto estaba en su Datsun, abriéndose lentamente un camino entre el intenso tráfico que dejaba la ciudad a esa hora.


Una hora y media después, la civilización, como ella la conocía, había quedado muy atrás. Ahora avanzaba por un camino angosto de arena apisonada que se internaba profundamente en los bosques de pinos de Texas, y lo único que veía eran árboles. Nada de casas, ninguna tienda... sólo árboles, y ya empezaba a sentir un impulso creciente de dar la vuelta. Sólo su renuencia a explicarle esa acción a Marcia la hizo seguir.


Paula era una chica de ciudad. Le gustaba el ruido del tráfico, los sonidos de construcción, las luces brillantes... ¡el aire contaminado! 


Posiblemente, el temperamento artístico prefería la paz y el silencio... ¡pero eso no era para ella! 


Se sentía inquieta en el despoblado, y el silencio, excepto por el motor del automóvil, parecía cerrarse sobre ella.


Justamente cuando estaba convencida de que de algún modo había recibido instrucciones equivocadas y que podría dar la vuelta y regresar a la ciudad sin mella para su integridad, un pequeño claro apareció a lo lejos y el camino terminó exactamente como decían sus instrucciones.


Paula recibió ese hecho con una mueca. ¡Todo por el poder de desear intensamente! En seguida apagó el motor y empezó a examinar el paisaje que tenía adelante.


Lo que vio fue suficiente para fascinar a cualquier amante de la naturaleza en estado primitivo: altos pinos y robles se elevaban hacia el cielo compitiendo entre ellos en una eterna carrera por el sol y el espacio; un estanque verdoso lo suficientemente grande para contener media manzana de la ciudad se extendía a un lado de una rústica cabaña...


La horrorizada mirada de Paula se clavó en la precaria construcción. ¿Era real? Rápidamente parpadeó con la esperanza de que desaparecería. Pero no desapareció y Paula gimió desalentada en voz alta. Porque allí, delante de ella, orgullosa, empecinada, terriblemente honesta, ¡había una cabaña de troncos con las hendiduras rellenadas!


Paula empezó a sacudir lentamente la cabeza. 


No. No podía ser. Este lugar debía de estar equivocado. Eso, o era una broma de alguien con un muy peculiar sentido del humor. 


Seguramente Alan Alfonso no estaría viviendo en un lugar así. El necesitaría algo más confortable... especialmente si era del tipo de abuelito dulce que probablemente era además enfermo del corazón.


Paula aspiró hondo y aferró con fuerza el volante, sintiéndose traicionada. Sabía que no podía esperar toparse con el Taj Mahal aquí en medio de ninguna parte, pero tenía el derecho de no esperar encontrarse con una choza. ¡No la sorprendía que el hombre estuviera dispuesto a pagar tanto por sus servicios! ¡De otro modo nadie aceptaría trabajar para él! Con renuencia, soltó el volante y se apeó, sabiendo que con su sola fuerza de voluntad no podría hacer desaparecer la cabaña o convertirla en un penthouse. Tampoco podía anular el hecho de que, como profesional, tendría que intentar por lo menos trabajar aquí. ¡Pero Marcia iba a oírla acerca de esto! Y si alguna vez aparecía otro escritor que necesitaba una secretaria, tendría que ir otra. ¡Porque ella, Alan Chaves, se negaría rotundamente!


Paula se tomó un momento para alisar el lino lavanda de su falda sobre sus caderas esbeltas y darle un toque de último momento al vaporoso cuello de una blusa de seda del mismo color. 


Mientras hacía todo eso miró a su alrededor con ojos cínicos, sin ver nada digno de ser admirado. 


Después enderezó los hombros y empezó a caminar por el sendero cubierto de agujas de pino, que llevaba a la puerta delantera de la cabaña. Cuando subió los dos escalones del porche cubierto, apretó con fuerza los labios. 


Bueno, el lugar por lo menos parecía sólido. 


Peor hubiera sido que el edificio amenazara con caerse en cualquier momento sobre ella. Pero si el caso hubiese sido ese, ella habría tenido una excusa para marcharse. ¡Sintió ganas de darle una patada a la pared con la esperanza de que se desplomara!


Paula cerró un puño y golpeó una vez, en forma imperativa, la pesada puerta de madera. Cuando después que pasaron unos segundos sin que respondiera nadie, ella llamó otra vez, lo hizo mientras un relámpago de cólera se mezclaba con su indignación.


¿Dónde estaba él? Sabía que ella iba a llegar.


Marcia le había advertido que el agente insistía en que ella tenía que acudir esa misma tarde. Y ahora, él no estaba... o por lo menos no atendía a los llamados a la puerta. Paula empezó a golpear furiosamente el suelo con el pie. No le importaba si él era un anciano balbuceante, un Santa Claus o cualquier cosa. ¡Debía estar aquí para recibirla!


Entonces, desde el fondo de la cabaña, una serie de ladridos graves y resonantes quebraron el silencio del aire, haciendo erizar los finos cabellos de la nuca de Paula. Dio un respingo y se volvió bruscamente... para encontrarse frente a frente con el perro más grande que había visto en su vida. El animal era de un color beige claro, parecía grande como un caballo y era evidente que la presencia de ella lo ofendía. Tenía erizados los pelos del lomo la miraba con ojos entornados y mostraba sus dientes blancos y enormes.


Lo único que Paula pudo pensar en ese momento fue que el perro iba a comerla. Para eso habría sido necesario nada más que un abrir y cerrar de esas mandíbulas enormes, ¡y ella quedaría dividida en dos! Dio un paso atrás, se llevó una mano al cuello y la otra buscó apoyo en la odiosa puerta.


El perro no se movió sino que siguió alternando ladridos con gruñidos que parecían no querer escapar de su garganta.


El pánico, el pánico puro y sin mezcla, provocó la siguiente acción de Paula. Si ella lo hubiese pensado no lo habría hecho, pero en ese momento, sus procesos mentales parecían congelados y el instinto se hizo cargo de la situación.


Empezó a correr hacia su automóvil tan rápidamente como se lo permitían sus piernas.


Pero no llegó lejos; el perro empezó a perseguirla en el mismo segundo que ella dio el primer paso.


El gruñido se volvió rugido y un aliento canino caliente rozó el cuello de Paula en el instante que cayó al suelo después de ser golpeada de lleno en la espalda por las grandes patas delanteras de la bestia. Esas mismas patas se apoyaron en seguida en sus hombros, aplastándole los pechos contra el suelo. Paula esperó, sin respirar, con la mejilla apretada contra la tierra. Nada podía hacer para defenderse.


De pronto, en medio de todo, una voz masculina, áspera y urgente, gritó una orden y la presión sobre la espalda de Paula disminuyó.


—¡Quieto! ¡Basta! ¡Suéltala!


El perro finalmente retiró sus patas cuando la orden fue repetida. Paula siguió inmóvil, con el corazón latiéndole como un tambor, los ojos fuertemente cerrados y la respiración casi inexistente. En seguida unas manos fuertes tiraron de uno de sus hombros y la hicieron ponerse boca arriba. Lo primero que Paula vio cuando abrió los ojos fue el perro. Estaba sentado a su lado, mirándola con sus penetrantes ojos amarillos y exhibiendo todavía en sus labios una amenaza de gruñido. Paula tragó con dificultad y le devolvió la mirada.


—¿Estás lastimada?


La pregunta fue ruda, trémula con la emoción del momento.


La parálisis estaba abandonando el cuerpo de Paula, quien hizo con la mano un movimiento en dirección a sus rodillas. Le pareció que estaban magulladas y sintió un dolor punzante cuando se las tocó. El hombre se arrodilló junto a ella, soltó un juramento cuando ella retiró su mano de las rodillas.


Lentamente, Paula volvió la cabeza y algo en esa voz atravesó las brumas de su cerebro. 


Dilató los ojos asombrada cuando miró ese familiar rostro de facciones esculpidas en bronce y esos ojos color marrón canela.


—Tú —exclamó, con una mezcla de sorpresa e incredulidad.


Cuando ella habló, parte de la tensión abandonó los rasgos del hombre y una lenta sonrisa acentuó las líneas de los ángulos de sus ojos.


—Parece que estoy adquiriendo el hábito de ayudarte a salir de dificultades.


El tono ligero y divertido de esa voz ronca y arrastrada tuvo el efecto de aclarar instantáneamente los pensamientos de Paula. Cerró bruscamente la boca, trató de sentarse y rechazó la oferta de ayudarla que hizo él.


—Gracias —dijo—, pero usted ya ha hecho suficiente.


Pedro se sentó sobre sus talones a fin de dejarle espacio para que se moviera.


—Como siempre, muy agradecida —dijo con un guiño travieso en sus ojos.


Paula se limitó a fulminarlo con la mirada.


Pero la mirada de nada sirvió, o si logró algo, fue que la expresión divertida de él se acentuara.


—No debiste correr —sugirió él en tono condescendiente—. Es lo peor que se puede hacer con un perro.


El temperamento de Paula se inflamó. Las rodillas le ardían y estaban cubiertas de sangre; sus medias estaban destrozadas; su falda nueva estaba sucia de tierra y lodo y a la blusa se le había desgarrado un volante. ¿Y él tenía el descaro de darle lecciones? La furia vibró en cada una de sus palabras.


—¡No se atreva a decirme lo que tengo que hacer! ¡Usted no es mi dueño!


—Pero soy el dueño del perro —respondió él con mucha calma—. Eso me da un pequeño interés en el asunto.


Paula miró al perro en cuestión. Ahora estaba tranquilamente sentado, con la enorme lengua colgando a un lado de su boca y una expresión interesada y agradable en su cara peluda. Paula le volvió la espalda al hombre y puso toda la repugnancia que pudo en su siguiente pregunta:
—¿Es suyo?


Pedro se encogió levemente de hombros.


—Todo mío, con sus ochenta kilos.


—¿Qué es? ¿Cruza de elefante? —preguntó ella dulcemente.


—Mastín.


Paula eligió otra ruta.


—¡Debería estar atado!


—¿Porqué?


—¡Porque es una amenaza!


—¿Príncipe? —Pedro pareció sinceramente ofendido.— Príncipe no es una amenaza, a menos que uno sea ardilla o conejo.


—Yo no soy ninguna de esas dos cosas —replicó fríamente ella.


—Oh, me doy cuenta. —Sus cálidos ojos marrones recorrieron el cuerpo esbelto y se detuvieron un momento en los pechos que subían y bajaban cubiertos por la blusa lavanda.


Paula cerró los puños y trató de ponerse de pie. 


Pero las rodillas le dolían tanto que le fue imposible hacerlo sola. Tuvo que soportar la ayuda del fuerte brazo de Pedro, pero ni bien se encontró de pie, lo rechazó con impaciencia.


—Deberíamos poner algo en esas rodillas —aconsejó él.


—Están bien —repuso Paula con obstinación.


Una sombra de ira apareció en la frente de él.


—¡Están como el demonio!


Pedro no esperó que ella protestara otra vez sino que se inclinó hacia adelante para levantarla en sus brazos.


Paula tuvo inmediatamente esa tonta idea.


—¡Puedo caminar! —siseó.


Pedro se enderezó lentamente, entrecerró los ojos, se apartó un paso y le hizo señas de que caminara.


Sin decir palabra, Paula dio un paso. Y otro. 


Cada paso fue una agonía, pero no pensaba rendirse. No iba a permitir que él supiera todo el dolor que sentía. No le daría esa satisfacción.


Cuando volvió a subir los escalones del porche, finas perlas de transpiración se veían sobre su labio superior. Pero tercamente se dirigió hasta uno de los rústicos troncos que sostenían el techo para apoyarse y esperar que la puerta se abriera.


Pedro pasó junto a ella muy erguido.


Paula lo siguió con los ojos y notó que hoy, en vez del costoso traje de medida que había usado en la ciudad, él llevaba una ropa mucho más informal: vaqueros y una camisa de denim muy usada. También advirtió que, tal como había sospechado, ni un gramo de carne sobrante arruinaba la masculina perfección del cuerpo de él: espalda ancha y musculosa que se afinaba gradualmente hacia la delgada cintura, caderas firmes y piernas largas y elásticas que la descolorida tela de los vaqueros ceñía en forma seductora.


Parpadeó cuando él se volvió para sorprenderla observándolo y se sintió ruborizar mientras él levantaba una ceja con expresión divertida y burlona.


Paula alzó el mentón y sacudió la cabeza haciendo que su pelo color medianoche le rozara los hombros. Con admirable determinación, dio un paso más. ¡No le importaba lo que él pudiera pensar! ¡Qué mirara todo lo que quisiera! Los hombres no vacilaban en hacerlo. ¡Y ciertamente, él no se había abstenido de hacerlo la primera vez que se encontraron!


De pronto, Paula pareció quedar paralizada. 


¡Santo Dios! ¿Qué estaba haciendo ella? ¿Y qué demonios hacía este hombre aquí? ¡Esta tenía que ser la cabaña de Alan Alfonso!


Pedro le sostuvo la mirada, con su mano apoyada en la puerta parcialmente abierta y el cuerpo tenso. Pero se relajó en seguida y una semisonrisa de inevitabilidad le curvó los labios.


—Vaya manera de comenzar —murmuró él.


Un ceño sombrío estaba cerniéndose sobre la frente de Paula.


—No entiendo... —empezó, con sus ojos de color azul oscuro fijo en la cara de él.


—El perro —dijo él—. Yo no quería que te lastimara.


Paula absorbió eso. No, probablemente él no lo había querido... ¿pero qué intenciones tenía?


—Sigo sin entender. Yo tenía que encontrarme aquí con un hombre... con Alan Alfonso... para trabajar para él —se apresuró a añadir cuando vio que los ojos de él la miraban con una chispita de burla.


—Continúa.


Paula lo miró furiosa.


—Pues... ¿usted qué hace aquí?


—Yo vivo aquí. 


La simple respuesta la enfureció.


—¡Pero no puede vivir aquí! Esta es la casa... hum... la cabaña de Alan Alfonso.


—¿Y si le dijera que yo soy Alan Alfonso?


—¡No lo creería!


—¿Por qué no? —El fácil humor de esa pregunta la desconcertó. 


—Porque... porque...Alan Alfonso es un escritor... de libros para niños.


—¿Y yo no puedo ser un escritor de libros para niños?


—¡No! ¡Sí! ¡Oh, no lo sé! —Paula se pasó una mano por el pelo.


Pedro advirtió el rápido movimiento y se apoyó nuevamente en el marco de la puerta, con una sonrisa irónica en los labios.


—¿Es tan difícil de creer? Cuando se imaginó a un hombre que escribe para los niños, ¿qué fue lo que vio? ¿Un individuo con aspecto de abuelito? ¿Alguien totalmente asexuado? ¿Un eunuco? Porque por experiencia propia puedo decirle que no lo soy y que, además, le guste a usted o no, yo soy Alan Alfonso.



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