sábado, 1 de septiembre de 2018

PERSUASIÓN : CAPITULO 11





Las palabras, pronunciadas ásperamente, parecieron rebotar en el cerebro de Paula. ¡El! ¡Alan Alfonso! ¡Era imposible! ¡Alan Alfonso era un Santa Claus! Un viejito bondadoso con el corazón delicado, y no esté espécimen humano vibrantemente masculino, totalmente viril, pasmosamente guapo que estaba delante de ella.


—¡No, no puedes ser tú!—negó ella con voz débil.


La risa de los cálidos ojos marrones se profundizó.


—Mi editor me cree, mi agente me cree, y también me cree el gobierno cuando llega la fecha de pagar los impuestos. ¿Se te ocurren referencias mejores?


Por un largo momento Paula pareció capaz sólo de dos cosas: quedarse inmóvil y mirarlo fijamente. Después, un fino temblor se apoderó de su cuerpo y sus ojos violetas empezaron a arder con furia capaz de derretir el acero.


—¡Me engañaste! —lo acusó ella.


—Sólo un poquito —admitió él.


—¡Me hiciste venir hasta aquí para nada! ¡Para nada!


—Bueno, yo no diría tanto.


—¡Pues yo lo digo! ¿Por qué tú... tú...? —se detuvo porque no encontró las palabras adecuadas.


Pedro se apartó de la puerta con sus pasos largos y elásticos.


—Entra. Más tarde podremos discutir lo que soy yo. Ahora ocupémonos solamente de esas rodillas.


Paula aspiró hondo.


—Si crees que... que te dejaré que me pongas una mano encima... —Su voz temblaba por la intensidad de su emoción.


—En un momento te pondré encima más de una mano —dijo él, y cerró la boca, poniendo rígidos los músculos a cada lado de la mandíbula.


Duros ojos marrones se enfrentaron con otros violetas en una monumental batalla de voluntades. El hombre, arrogante, confiado, acostumbrado a salirse con la suya. La mujer indignada, independiente, decidida a ganar.


La lucha hubiera podido seguir días y días si no hubiera sido por el mastín color arena que se detuvo detrás de Paula y gruñó una vez interrogativamente. El sonido no fue nada parecido a sus ladridos anteriores sino que retumbó dentro de su cuerpo voluminoso como un trueno distante. Y como se produjo en medio del denso silencio que flotaba entre ella y Pedro, Paula dio un salto, como si la hubieran alcanzado con un disparo, y sin querer dio un paso adelante. No pudo prever el grito de dolor que escaparía de sus labios. Después de estar tanto tiempo de pie discutiendo, la sangre se había secado en sus rodillas y el movimiento ahora desgarró la piel.


Pedro no perdió más tiempo en palabras. Medio arrastró, medio cargó a Paula y la llevó adentro. Pronto ella se encontró sentada en un antiguo sofá mullidamente tapizado con él arrodillado sobre una alfombrilla a sus pies.


Pedro apartó una mano que se interpuso cuando ella trató de evitar que él le levantara la falda hasta los muslos.


—He visto antes piernas de mujer —gruñó él.


—No me cabe duda alguna —repuso Paula con seca dulzura. Lágrimas de incomodidad estaban formándose en sus ojos pero ella estaba firmemente decidida a controlarlas.


Pedro levantó la mirada, vio la humedad de los ojos de ella y en seguida volvió a bajarla.


—Si te dejo aquí unos minutos, ¿me prometes que no huirás?


—No. —La respuesta de ella fue breve y obstinada.


Las líneas de las mejillas de él se acentuaron y un relámpago de dientes blancos apareció cuando él sonrió.


—Bueno —dijo él, evidentemente divertido—, puesto que no podrías caminar muy ligero, voy a correr el riesgo.


Pero antes de marcharse, Pedro se volvió al perro, que los había seguido al interior y ahora estaba sentado en posición alerta junto al extremo del sofá.


—Vigílala, Príncipe —ordenó él.


El perro irguió las orejas y volvió hacia Paula sus grandes ojos amarillentos.


Paula le sostuvo la mirada y oyó la carcajada divertida que lanzó Pedro pero no lo vio partir. 


Estaba ocupada vigilando al perro, quien estaba ocupado vigilándola a ella. La desconfianza era mutua.


Después de pocos minutos, Pedro regresó con un gran tazón lleno de agua, un paño y un botiquín de primero auxilios. Se arrodilló delante de Paula una vez más y ordenó:
—Está bien, Príncipe. Relájate.


Le dirigió a Paula una mirada llena de humor.


—Tú también —le dijo.


Paula transfirió su fija mirada del perro a Pedro. 


Empezó a decir algo adecuadamente mordaz, pero en ese mismo instante, un paño húmedo caliente fue aplicado sobre una rodilla y todo lo que ella pudo hacer fue tragar con dificultad como reacción a la sensación de ardor.


Con gentileza infinita, Pedro lavó el polvo y la sangre y aplicó una capa calmante de crema antiséptica. Hecho eso, buscó dentro de la caja de plástico blanco y sacó del fondo dos apósitos grandes de gasa, que aplicó sobre las heridas. 


Cuando terminó, volvió a sentarse sobre sus talones.


—Ya está, casi tan bien como antes. Pero si yo fuera tú descansaría por uno o dos días... por lo menos todo lo que puedas. Deja que esas rodillas empiecen a sanar. Están muy lastimadas.


—Puede ser. Gracias —respondió fríamente Paula, irguiéndose ni bien vio que él había terminado.


Un incómodo silencio descendió en la habitación y Paula, para no mirarlo a él, examinó lo que la rodeaba con cierta curiosidad. Nunca había estado antes dentro de una cabaña como esta y se sorprendió de la calidez y la comodidad que encontró.


La habitación en la que se encontraban era grande y las paredes estaban cubiertas con paneles de rica madera de pino. Además del sofá, había dos sillas, una mesa y una lámpara. 


Contra una pared había una biblioteca repleta de libros y sobre un gran hogar de piedra colgaba una hermosa pintura al óleo de un paisaje de bosques. Además de la entrada, había otras dos puertas en la habitación. Cada una se abría a un área diferente. Paula se sorprendió vagamente preguntándose cómo serían las otras habitaciones. Pero en seguida se recompuso. 


Era inútil hacerse ese tipo de preguntas pues ella no iba a quedarse aquí el tiempo suficiente para descubrirlo.


Pedro debió de leerle la mente, porque se puso lentamente de pie e irguió su cuerpo largo y flexible con atlética gracia. La miró desde toda su altura y murmuró:
—Te daré el día de mañana libre y después podrás empezar a trabajar. Creo que eso sería justo puesto que fue mi perro el que causó el problema.


Esas palabras tuvieron el efecto de galvanizar a Paula, quien aspiró hondo y estalló:
—¡Tienes que estar bromeando! ¿En serio no esperarás que yo me quede aquí?


Pedro la miró con mucha calma y cruzó sobre el pecho sus brazos de manera que su camisa, arremangada, reveló los músculos poderosos bajo la piel bronceada.


—Tenemos un convenio —declaró.


—¡No tenemos nada! —lo corrigió Paula—. Yo acepté trabajar para Alan Alfonso.


—Y yo soy Alan Alfonso.


—Eso fue lo que dijiste pero yo no he visto prueba alguna. Cualquiera puede hablar de editores y agentes literarios.


Pedro la miró durante varios largos segundos antes de volverse para dirigirse a la biblioteca. Una vez allí, sacó un libro edición de bolsillo de su lugar en uno de los estantes y regresó para tendérselo a ella.


Paula miró fijamente la tapa reluciente. Era una réplica exacta del que Marcia había comprado para su sobrino hacía unas pocas semanas: Morgan's Mile, con el nombre del autor. Alan Alfonso, debajo del título.


—Dale la vuelta —dijo él.


Paula lo hizo recelosamente y en la contratapa vio algo que no había visto en el libro de Marcia: una fotografía, del hombre que ahora tenía adelante.


Paula tragó con dificultad y levantó la vista.


—Está bien. ¡Eres quien dices que eres pero lo mismo me engañaste! ¡Tú sabías que yo me habría negado a trabajar para ti si hubiese sabido quién eras!


Esa frase ligeramente enredada pareció tener perfecto sentido para Pedro.


—No respondiste mis llamadas así que supe que la única forma en que podría volver a verte sería contratándote.


Le quitó el libro de las manos y volvió a colocarlo en la biblioteca.


—¡De modo que admites que mentiste!


Pedro sacudió su oscura cabeza:
—Yo no mentí.


Paula lo miró sacudida por una furia impotente.


—¡Pero tampoco dijiste la verdad!


—Lo hice. Yo soy Alan Alfonso y necesito los servicios de una secretaria.


Paula cerró los puños y se golpeó los muslos en un rápido movimiento mientras dejaba escapar un chillido de furia.


Pedro empezó a reír.


—Admítelo, Paula. Estás atrapada. Si te niegas a trabajar para mí, harás quedar mal a tu agencia... y a ti misma.


En ese momento Paula no quería ser molestada con pensamientos acerca de las consecuencias.


—¡Tú te crees muy listo! —dijo escupiendo las palabras—, ¿No se te ocurrió en ningún momento que eso tal vez a mí no me importe un rábano?


El se encogió de hombros.


—Claro —dijo—, pero rechacé esa posibilidad pues la consideré indigna de ti.


Los ojos de Paula derramaron un torrente de peligrosas chispas.



—¿Crees conocerme tan bien?


—Eso creo. A lo largo de los años he aprendido a ser un juez de caracteres bastante bueno. ¿Vas a demostrarme que me he equivocado?


Paula habría dado casi cualquier cosa para borrar esa expresión remilgada de la cara de él, pero después de una lucha gigantesca con su conciencia, comprendió que no podría hacerlo. 


Ella era una profesional. Y una profesional no permite que una cosa pequeña como el disgusto por una persona se interponga en su camino y le impida hacer su trabajo. Y también era verdad lo que él había dicho sobre hacer quedar mal a la agencia. ¿Cómo podría ella empezar siquiera a explicarle la situación a Marcia?


—No —respondió ella por fin—, no haré eso.  Pero algo tiene que quedar bien entendido... ahora mismo... desde el comienzo. Si te atreves a tocarme... con un dedo... ¡yo desapareceré tan rápidamente que tú quedarás preguntándote qué ha sucedido!


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