sábado, 25 de agosto de 2018

MILAGRO : CAPITULO 28





Estaba demasiado tenso para conducir de vuelta a Gabriel’s Crossing. Necesitaba hablar con alguien. Necesitaba consejo. Y sabía dónde encontrarlo: con su hermano.


Gaston era dos años mayor que Pedro y una cuarta más alto, pero mientras que Pedro era ancho y musculoso, Gaston era delgado y fibroso, con extremidades más largas. En una pelea, y había habido muchas mientras crecían, sus fuerza estaban equilibradas. Sin embargo, en cuanto a temperamento eran opuestos, y eso los convertía en un buen equipo a la hora de los negocios.


Gaston era analítico, un hombre de detalles. 


Hasta hacía muy poco Pedro había tenido tendencia a moverse demasiado rápido; Gaston se tomaba su tiempo, a veces demasiado, reuniendo datos y sopesando hechos antes de llegar a una conclusión. En ese momento Pedro necesitaba la opinión reflexiva de su hermano.


Gaston estaba en la sala de reuniones de Hermanos Phoenix, revisando unos planos con los arquitectos cuando Pedro llegó.


—Menuda sorpresa. ¿Ha regresado el hijo pródigo? —dijo, sólo medio en broma.


—No, Gaston. Hoy no, ¿de acuerdo?


Gaston le lanzó una mirada especulativa y se volvió hacia los hombres que lo acompañaban.


—¿Por qué no trabajáis en ese presupuesto revisado y tomamos una decisión después? —cuando los hombres se marcharon, miró a su hermano—. ¿Qué te ronda la cabeza?


—Necesito consejo —Pedro se pasó la mano por el pelo y caminó hasta la ventana.


—Dispara.


—Acabo de tener una reunión con el marido de Paula. El desgraciado está poniéndole difícil el divorcio y a ella le ha subido la tensión arterial, lo que podría ser un riesgo para el bebé.


—¿Paula? —Gaston alzó una ceja—. ¿Tu inquilina?


—Es más que eso. Somos... amigos, también —esa palabra no hacía más que salir a todas horas. Cuanto más la decía, más odiaba esa descripción.


—Mira, Pedro. Sé que tienes buenas intenciones. Está embarazada, necesitada y sola. Es natural que quieras prestarle tu apoyo. Pero amigo o no amigo, el divorcio de esa mujer no es asunto tuyo.


—¿Y si quiero que lo sea? —preguntó él.


—¡Ya estamos otra vez! —Pedro alzó los brazos con indignación—. Y ésta ni siquiera es soltera.


—¿Qué diablos se supone que significa eso?


—Estás haciéndolo de nuevo —lo acusó Gaston—. Saltando sin mirar antes. ¿De cuántos acantilados tendrás que tirarte antes de comprender que no puedes volar?


—Paula no es como Helena —empezó. Pero Gaston lo interrumpió.


—¿Cómo puedes saberlo? Sólo la conoces desde hace unos meses. Está casada y embarazada, Pedro. Eso sí que es equipaje. Al menos Helena no era más que inconstante y coqueta. Hazte un favor, diablos, házmelo a mí... y no te involucres.


—¿Qué quieres decir con eso de que te haga un favor? —exigió Pedro, poniéndose de tan mal humor como su hermano.


—He estado encargándome de todo estos últimos meses, mientras esperaba que tú te aclarases en Connecticut. El nombre de nuestra empresa es Construcciones Hermanos Phcenix —dio un puñetazo en la mesa—. Hermanos, en plural. Pero estoy funcionando solo. En consecuencia, hemos tenido que dejar pasar un par de buenos trabajos, y a nuestros competidores les ha encantado conseguirlos.


El remordimiento reemplazó la ira de Pedro.


—Deberías haber dicho algo.


—Lo estoy diciendo ahora. Accedí cuando dijiste que necesitabas un respiro, Pedro. ¿Cómo no iba a hacerlo? Cualquiera con ojos en la cara habría visto que lo necesitabas. En esas condiciones no eras útil para mí, ni para la empresa. Pero prometiste, prometiste, que estarías de vuelta, al menos a tiempo parcial esta primavera. No puedo permitirme dejarte saltar a ciegas a otra relación maldita que te deje convertido en un despojo cuando acabe.


—Esto no es así.


—¿Estás seguro? —preguntó Gaston.


—Eso creo.


—Eso no es lo mismo que estar seguro —Gaston clavó los ojos en él—. Necesitas estar seguro, malditamente seguro. Porque si seguimos teniendo que dejar pasar buenos trabajos, podríamos poner en riesgo la empresa.



Pedro se tomó su tiempo volviendo a casa, dando vueltas a las palabras de su hermano. No eran lo que había deseado oír. Gaston se equivocaba con respecto a Paula y la situación. 


Ella no se parecía en nada a su ex esposa. Pero Gaston y él habían tenido una discusión similar cuando Pedro conoció a Helena, así que no podía ignorar las palabras de su hermano.




MILAGRO : CAPITULO 27




Pedro encendió la radio y cambió la emisora de jazz, que solía sonar cuando lo acompañaba Paula, a una de rock vibrante. Subió el volumen a tope y aceleró hasta que el Porsche adquirió una velocidad que le habría costado una buena multa y varios puntos si un policía lo hubiera detenido. Llegó a la cafetería veinte minutos antes de la hora acordada, suponiendo que tardaría ese tiempo en aparcar. Pero tuvo suerte y encontró un hueco frente al local.


A pesar de lo ocupado que decía estar Lucas, ya estaba allí, sentado en una mesa junto a la ventana. Cuando vio a Pedro salir del Porsche, sus cejas se alzaron con sorpresa, pero para cuando estuvieron cara a cara, había recuperado su fría compostura.


—Alfonso —Lucas extendió una mano con una palma tan suave como un culito de bebé y señaló el coche con la barbilla—. Deben haberte hecho una oferta muy buena por la furgoneta.


—Hola, Seville —le respondió, ignorando la pulla.


—No sabía que tuvieras tan buen gusto con la ropa —Lucas sonrió—. Ese traje debe haberte costado un buen pico —la sonrisa se volvió aviesa—. Pero tal vez hayas conocido a alguien últimamente y estés pensando que ya no necesitas preocuparte por el dinero.


Lo que eso implicaba hizo que Pedro ardiera de ira, pero consiguió responder con tono civilizado.


—No estamos aquí para hablar de mi ropa ni de mi coche —dijo.


—Ya lo suponía.


Una camarera llegó para rellenar la taza de café de Lucas y preguntarle a Pedro qué quería. Él prefirió no tomar nada, no estaba de humor.


—No me gusta cómo estás tratando a Paula, y quiero que se acabe —dijo, cuando se fue la camarera.


—No veo por qué es asunto tuyo... a no ser que tengas algo con mi esposa.


—Cuando fue al tocólogo ayer, tenía la tensión alta —dijo Pedro controlándose con un esfuerzo hercúleo—. Seguramente por el estrés que le están causando tus sucias mentiras.


—Siento oír que no se encuentra bien —dijo Lucas, aunque no parecía en absoluto preocupado.


—Sí, ya veo cuánto lo sientes.


—No es culpa mía —Lucas encogió los hombros.


—La estás acusando de tener una ventura. 
Alegas que el bebé podría no ser tuyo. ¿No te parece que ese tipo de acusaciones infundadas podrían provocarle un estrés indebido a una mujer en su estado?


—Las acusaciones no son infundadas. Tengo evidencia que sugiere que vosotros dos estáis disfrutando de algo más que una relación casero—inquilina.


Los labios de Lucas se entreabrieron con astucia y Pedro vio sus dientes. Nadie tenía una sonrisa tan blanca y perfecta sin haber gastado mucho tiempo y dinero en la consulta de un dentista.


—Tenemos más que una relación casero—inquilina. Paula y yo somos amigos.


—¿Sólo amigos?


Pedro se esforzó por no pensar en el explosivo beso del día anterior ni en las emociones que amenazaban con arrastrarlo a algo mucho más profundo.


—Sólo amigos. En cuanto a tu evidencia, no creo que se sostenga ante un tribunal, dado que no hay nada entre nosotros.


—Pero te gustaría que lo hubiera —Lucas esbozó otra deslumbrante sonrisa.


Pedro sintió una oleada de cólera, acompañada de culpabilidad. Las dos emociones eran una combinación interesante, que le hizo desear cerrar los puños. Puso las manos abiertas sobre los muslos y se recordó que estaba allí por el bien de Paula. Perder los nervios no la ayudaría; sería seguirle el juego a Lucas.


—Me gustaría que dejaras de embarullarle la mente —afirmó—. Sabes que no ha sido infiel. Sabes que el bebé es tuyo. Yo ni siquiera conocía a Paula antes de que te dejase y ya estaba embarazada.


Lucas se encogió de hombros.


—En su estado, no necesita más estrés —insistió Pedro por segunda vez.


—Yo no intento provocarle estrés a Paula.


—Sólo es un efecto colateral, ¿no?


—Ella se ha hecho la cama y ahora...


—Sí, pero tú estabas dentro entonces —espetó Pedro. Sintió un inesperado pinchazo de celos. No estaba seguro de haberse sentido tan celoso cuando descubrió que Helena tenía una aventura. Traicionado, sí. ¿Pero celoso?


No era el momento de analizar sus sentimientos.


—Tengo que preocuparme por mi bienestar —dijo Lucas.


—¿Y el bebé? —rezongó Pedro—. ¿Qué me dices del bienestar de tu hijo?


—Como ya sabes, no estoy convencido de que sea mío —contestó Lucas.


—Dios, eres una buena pieza —Pedro lo miró con ira. Lucas parecía no saber la suerte que había tenido con Paula, ni lo que había dejado escapar.


—Quiero acabar con este asunto de una vez por todas —dijo él, confirmando la opinión de Pedro.


Pedro sintió dolor por Paula. Demasiada gente en su vida había ignorado su valía y dejado al margen sus sentimientos. Cuando ella estaba necesitada, le fallaban. Pero Pedro no iba a ser una de esas personas. Incluso si su relación no pasaba de la amistad, le demostraría la lealtad, el respeto y la confianza que se merecía. Le demostraría que podía contar con al menos una persona que velara por sus intereses.


—Dime cuál es tu objetivo —dijo con voz y expresión muy duras.


—Me temo que no entiendo lo que quieres decir.


—Sí lo entiendes. ¿Qué quieres de Paula? Quieres algo. Eso está claro. Por eso se lo estás poniendo tan difícil. ¿Qué es?


—¿Es que ahora eres su chico de los recados... entre otras cosas?


—Soy su amigo —dijo Pedro. No hacía mucho, él había estado en la misma situación que Paula, desilusionado, desconcertado y enfrentándose al fin de su matrimonio. Sin embargo, su dolor le parecía muy remoto. 


Habían desaparecido la amargura y la decepción. Se preguntó si se debía al periodo sabático que se había impuesto o a haber conocido a Paula.


—Muy bien —Lucas cruzó las manos—. ¿Quieres saber cuál es el objetivo, Alfonso? Te lo diré. He trabajado duro para llegar donde estoy. Ése es un concepto que probablemente no entiendas.


—Creo que sí —dijo él.


—Entonces, también entenderás que no voy a permitir que mi estándar de vida empeore por tener que mantener una segunda casa.


—¿Te preocupa la pensión alimenticia? —inquirió Pedro—. Paula no quiere tu dinero. Tenía una profesión y piensa volver a ella. Puede mantenerse.


—No al nivel al que se ha acostumbrado —Lucas miró con intención el traje de Pedro—. La ropa de diseño no sale barata


—Eso no es importante para ella.


—El dinero es importante para todo el mundo, sobre todo para quien no lo ha tenido nunca —le hizo una mueca sarcástica a Pedro—. Y para los que están a punto de perderlo.


Pedro ignoró la parte del insulto dirigida a él, pero el insulto a Paula le hizo rugir por dentro. 


Ella era todo menos superficial. Recordó su expresión el día anterior cuando se había movido el bebé: asombrada, emocionada y radiante de amor maternal.


—¿Cómo es posible que hayas estado casado con ella cuatro años y no la conozcas en absoluto?


—La conozco lo suficiente y sé que exigirá manutención para el niño.


Pedro resopló y movió la cabeza con desdén.


—No tendría por qué exigirla. Es tu responsabilidad, tu obligación como padre.


—Yo no quería hijos.


Pedro se preguntó cómo podía ser tan egocéntrico.


—Es un poco tarde para decir eso. Sabes perfectamente cuál será el resultado de una prueba de paternidad. No puedes negar la existencia de tu hijo.


—Puede que no. Pero voy a asegurarme de que Paula no reciba un céntimo más de lo necesario. Quizás acabe teniendo que mantener al bebé, pero no pienso mantenerla a ella —miró de nuevo el traje de Pedro—. Ni a un chapuzas que cree haberse encontrado un billete de ida hacia la buena vida.


Eso fue la gota que hizo rebosar el vaso. Pedro se inclinó por encima de la mesa, agarró las solapas de la chaqueta Armani de Lucas y lo medio levantó del asiento. El café se vertió. Las patas de las sillas crujieron. Pedro enseñó los dientes como un perro.


—Hijo de...


—Adelante, pégame —lo pinchó Lucas—. Hazlo y me convertiré en el dueño de esa ruina que llamas hogar y del terreno que la rodea.


Pedro controló su ira con un gran esfuerzo. 


Darle una paliza a ese hombre, por satisfactorio que resultara, no ayudaría a Paula. Soltó a Lucas.


A su alrededor, los demás clientes del local observaban la escena con fascinación, callados e inmersos en el inesperado drama.


—Vas a arrepentirte de eso —amenazó Lucas entre dientes, alisándose las solapas de la chaqueta—. Tal vez habría permitido que Paula se quedara con algunas de nuestras acciones. Ahora lucharé con garras y dientes para quedarme con todas. Se marchará de nuestro matrimonio con las manos vacías. ¡Sin nada!


—Y aun así, se marchará —dijo Pedro—. ¿Eso no te dice nada?


Paula y el bebé estarían mucho mejor sin él.


—Disfruta de la buena vida mientras te dure —le escupió Lucas.


—Pienso hacerlo —Pedro lo dijo con toda sinceridad.





viernes, 24 de agosto de 2018

MILAGRO : CAPITULO 26




Pedro telefoneó a Lucas a la mañana siguiente para concertar una reunión. Paula no le había pedido que se involucrara. De hecho, sabía que si se enteraba no le gustaría nada. Pero no podía quedarse sentado y permitir que ella y el bebé se vieran sometidos a ese tipo de estrés.


—No me imagino de qué tenemos que hablar —dijo Lucas al principio de la conversación—. ¿Se ha retrasado Paula en el pago de la renta?


—A mí se me ocurren un par de cosas. Iré a tu oficina —sugirió Pedro—. A las diez. Asegúrate de estar libre. Odio que me hagan esperar.


—De acuerdo. Pero nos encontraremos en un lugar en donde puedas sentirte más cómodo —contestó Lucas, tras soltar un suspiro exagerado.


—Vaya, muy amable de tu parte —farfulló Pedro—. Hay una cafetería cerca del Centro Rockefeller —le cantó la dirección.


—Bien. Pero no te retrases. Sólo puedo dedicarte media hora —le advirtió Lucas—. Mi tiempo es oro.


—El mío también.


—Sí, restaurar esa casa debe de tenerte en vilo —dijo Lucas con sarcasmo.


—Eso y otras cosas —aceptó. No iba a entrar en una discusión sobre quién era más que quién con ese hombre. Y menos por teléfono—. Hasta mañana.


MILAGRO : CAPITULO 25




Paula estuvo abstraída esa noche, mientras comían el estofado con verduras que había estado al fuego gran parte del día. Más de la mitad de lo poco que se había servido seguía en su plato.


—¿Está la carne demasiado hecha para ti? —preguntó él.


—¿Qué? —miró a Pedro y luego su plato—. Oh, no. Está bien. Delicioso. No tengo mucho apetito esta noche. Disculpa.


—¿Has llamado a tu abogado? —él le había sugerido que lo hiciera mientras la llevaba a su cita médica, y Paula había prometido hacerlo en cuanto llegase a casa.


—No —movió la cabeza—. Lo haré mañana sin falta.


—Es importante. Para eso pagas al tipo, para que sea él quien se preocupe, no tú —dijo él, pensando que quizá entonces ella recuperaría algo de color.


—Lo sé. Disculpa.


—No hace falta que te disculpes —sonó más abrupto de lo que él pretendía. Pedro moderó el tono de voz y siguió—. Siempre pides disculpas por cosas que no las requieren, al menos no de ti.


—Dis... —iba a decirlo otra vez, pero se contuvo y suspiró—. Es un hábito. Supongo.


—Sé que lo es —se aclaró la garganta y decidió decirle algo que llevaba tiempo pensando—. Tengo la impresión de que mucha gente en tu vida te ha hecho creer que debes ser perfecta, agradable y tolerante en todo momento. Y que si no lo eres, debes disculparte. Para que lo sepas, yo no espero que seas Doña Sonrisa ni el alma de comprensión cada hora del día. Tienes derecho a estar absorta, cansada, asustada, confusa, frustrada, irritada o simplemente de mal humor de vez en cuando. Son emociones sinceras que todo el mundo experimenta. Y tú también puedes hacerlo.


Ella estuvo callada un largo rato.


—Mis padres aborrecían el drama —confesó.


—La vida es un drama —alzó los hombros—. O puede ser una comedia. Si uno tiene suerte, es un poco de las dos cosas.


Ella sonrió, tal y como él había esperado, pero lo que dijo después le partió el corazón.


—No me permitían alzar la voz. Mis padres creían que gritar era la prueba de que había perdido el control. Mi madre es terapeuta.


Él movió la cabeza, irritado con ellos, triste por Paula.


—En mi casa nos gritábamos con regularidad. Mis padres no dejaban que durase mucho, seguramente por respeto a los vecinos, pero nos permitían liberar tensión cuando hacía falta. Después intervenían, nos sentaban y hacían que explicáramos racionalmente cuál era el problema. Teníamos que encontrar una solución entre todos —sonrió al recordarlo.


—Suena muy democrático —musitó Paula.


—No creas. Al final ellos sentaban cátedra, pero tenían en cuenta lo que decíamos.


—A mí no me permitían hablar si no me preguntaban, ni interrumpir conversaciones entre adultos. Tampoco podía expresar desacuerdo con mis padres y, créeme, jamás tuvieron en cuenta ninguna de mis opiniones sobre un tema.


—Así que aprendiste a pedir disculpas.


—Eso es —asintió Paula.


—¿Qué te hacían cuando te rebelabas? ¿no te pegarían ni nada de eso? —se le heló la sangre sólo con pensarlo.


—No —ella se rió, pero sin rastro de humor—. No les gustaba el drama, ¿recuerdas?


—¿Qué hacían entonces?


—Me ignoraban. Puede que no suene a castigo, pero lo era. Sobre todo teniendo en cuenta que no eran padres demostrativos o afectuosos. A veces casi deseaba que me golpearan. Habría sido menos doloroso. Nos sentábamos a cenar o nos cruzábamos en el salón y no me hablaban ni me miraban a los ojos. Eso duraba días. Una vez fueron casi dos semanas. Me sentía casi invisible.


Pedro se levantó de la silla, se arrodilló ante ella y le agarró las manos.


—No eras invisible, Paula. Ellos estaban ciegos, igual que lo está Lucas. Pero yo te veo.


—Gracias —dijo ella.


Pedro tomó su rostro entre las manos. Era imprescindible que ella entendiera. Le habló con tono suave, pero firme.


—No quiero tus gracias, Paula. ¿Me escuchas? No quiero tu gratitud. No hace falta que te disculpes todo el tiempo ni agradecerme que te trate como debes ser tratada. Como mereces que te traten.


Acarició sus mejillas con los pulgares y, como estaba deseando besarla, la soltó. Empezaba a ponerse en pie cuando ella soltó una exclamación.


—¡Ay!


Pedro no se le paró el corazón porque vio que ella sonreía. Aun así, se le contrajo el estómago.


—¿Qué ocurre? ¿Estás bien?


—Es el bebé. Aquí —agarró una de sus manos y la puso en el lado izquierdo de su vientre. Casi de inmediato, él sintió una presión contra la palma—. ¿Lo has sentido? —preguntó ella.


—Sí —dejó la mano quieta y volvió a sentirlo. Sonrió y alzó el rostro. Paula lo contemplaba. 
Él la miró maravillado—. ¿Qué está haciendo ahí dentro?


—Jugando al fútbol, creo —por primera vez en todo el día, se rió—. Él o ella rebosa actividad últimamente.


—Podrías saber el sexo. Con preguntarle al médico, se acabaría la especulación.


—Quieres decir la sorpresa —bromeó ella.


—Ultimamente no me vuelven loco las sorpresas.


Aunque no lo dijo, Paula sabía que su aversión a las sorpresas se debía a su divorcio. El colapso de su matrimonio también había cambiado a Paula, pero el bebé lo había hecho en mayor medida.


—Hasta el día en que descubrí que estaba embarazada, siempre había odiado las sorpresas. Pero fue la mejor noticia inesperada que he recibido en mi vida. Desde entonces, soy una auténtica fan.


—Bueno, sea niño o niña, será un regalo.


Pedro la había emocionado al decirle lo que se merecía, pero esa frase la dejó anonadada. Con unas sencillas palabras había dado la vuelta a su mundo y le había hecho desear algo que era imposible: que él, en vez de Lucas, fuera el padre del bebé.


—¿Qué tal fue la consulta hoy? —preguntó él, volviendo a su silla.


Paula no había estado comunicativa en el viaje de regreso de la ciudad. De hecho, aunque no se sentía nada orgullosa de ello, había simulado dormir para esquivar preguntas como ésa. Ya no podía hacerlo.


—Fue bien. El doctor Fairfield dijo que el bebé se desarrolla según las pautas normales.


—Entonces, ¿todo va bien?


—Bueno, bastante bien.


—¿Bastante bien? ¿Qué quiere decir eso?


—Hoy tenía la tensión algo elevada cuando me la tomó enfermera —admitió, toqueteando la servilleta—. Probablemente no sea más que estrés.


—¿Ése es el diagnóstico médico o el tuyo? —preguntó Pedro, directo.


—Mío —suspiró ella—, pero él estuvo de acuerdo en que podía ser culpa del estrés.


—¿Qué te ha recomendado?


—Nada aún —pero ella había pasado un buen rato investigando en Internet y sabía que las consecuencias podían ser semanas de reposo o una cesárea programada. Sin embargo, no lo dijo—. Pero quiere que vuelva dentro de unos días, para ir sobre seguro.


—Te acompañaré a esa cita —anunció Pedro. Siguió antes de que ella pudiera protestar—. Y no te dejaré allí sin más. Pienso entrar. Quiero saber qué opina el médico y oír de primera mano qué recomienda que hagas.


Paula estaba nerviosa. Quería que alguien la acompañara. Cuando era sincera consigo misma, admitía que quería que ese alguien fuera Pedro.


—No hay necesidad de que tú...


—Sí que la hay. No vas a enfrentarte a esto sola. No hace falta —su voz se convirtió en un susurro—. Quiero estar allí por ti, Paula. Déjame, ¿de acuerdo?


Ella podría haber discutido. Pero estaba cansada de hacerse la valiente y de ocultar sus miedos. Era una mujer fuerte. Pero quería el lujo de poder apoyarse en alguien de vez en cuando.


—De acuerdo —aceptó—. Diría «gracias», pero ya me has advertido que no lo hiciera.


Pedro sonrió. Había esperado más discusión. La mujer podía ser muy testaruda a veces. Supuso que se había rendido tan fácilmente porque sí que necesitaba apoyo. Aun así, cuando se marchó poco después, ella insistió en que no la acompañara.


—Volveré sola —dijo, cuando Pedro llegó con los dos abrigos en la mano.


—Paula...


—No, en serio. Por favor. Démonos las buenas noches aquí —suplicó—. Por si acaso.


Pedro suspiró y, aunque no le gustaba la idea, aceptó. Dejaría que se saliera con la suya en eso.


Encendió la luz del porche y se quedó en la puerta, observando cómo recorría el sendero que llevaba a la casita. Caminaba deprisa, y miraba de derecha a izquierda, sin duda preguntándose si había alguien escondido entre los árboles sacando fotos.


No podía culparla por eso. Pedro se estaba haciendo esa misma pregunta