viernes, 24 de agosto de 2018
MILAGRO : CAPITULO 25
Paula estuvo abstraída esa noche, mientras comían el estofado con verduras que había estado al fuego gran parte del día. Más de la mitad de lo poco que se había servido seguía en su plato.
—¿Está la carne demasiado hecha para ti? —preguntó él.
—¿Qué? —miró a Pedro y luego su plato—. Oh, no. Está bien. Delicioso. No tengo mucho apetito esta noche. Disculpa.
—¿Has llamado a tu abogado? —él le había sugerido que lo hiciera mientras la llevaba a su cita médica, y Paula había prometido hacerlo en cuanto llegase a casa.
—No —movió la cabeza—. Lo haré mañana sin falta.
—Es importante. Para eso pagas al tipo, para que sea él quien se preocupe, no tú —dijo él, pensando que quizá entonces ella recuperaría algo de color.
—Lo sé. Disculpa.
—No hace falta que te disculpes —sonó más abrupto de lo que él pretendía. Pedro moderó el tono de voz y siguió—. Siempre pides disculpas por cosas que no las requieren, al menos no de ti.
—Dis... —iba a decirlo otra vez, pero se contuvo y suspiró—. Es un hábito. Supongo.
—Sé que lo es —se aclaró la garganta y decidió decirle algo que llevaba tiempo pensando—. Tengo la impresión de que mucha gente en tu vida te ha hecho creer que debes ser perfecta, agradable y tolerante en todo momento. Y que si no lo eres, debes disculparte. Para que lo sepas, yo no espero que seas Doña Sonrisa ni el alma de comprensión cada hora del día. Tienes derecho a estar absorta, cansada, asustada, confusa, frustrada, irritada o simplemente de mal humor de vez en cuando. Son emociones sinceras que todo el mundo experimenta. Y tú también puedes hacerlo.
Ella estuvo callada un largo rato.
—Mis padres aborrecían el drama —confesó.
—La vida es un drama —alzó los hombros—. O puede ser una comedia. Si uno tiene suerte, es un poco de las dos cosas.
Ella sonrió, tal y como él había esperado, pero lo que dijo después le partió el corazón.
—No me permitían alzar la voz. Mis padres creían que gritar era la prueba de que había perdido el control. Mi madre es terapeuta.
Él movió la cabeza, irritado con ellos, triste por Paula.
—En mi casa nos gritábamos con regularidad. Mis padres no dejaban que durase mucho, seguramente por respeto a los vecinos, pero nos permitían liberar tensión cuando hacía falta. Después intervenían, nos sentaban y hacían que explicáramos racionalmente cuál era el problema. Teníamos que encontrar una solución entre todos —sonrió al recordarlo.
—Suena muy democrático —musitó Paula.
—No creas. Al final ellos sentaban cátedra, pero tenían en cuenta lo que decíamos.
—A mí no me permitían hablar si no me preguntaban, ni interrumpir conversaciones entre adultos. Tampoco podía expresar desacuerdo con mis padres y, créeme, jamás tuvieron en cuenta ninguna de mis opiniones sobre un tema.
—Así que aprendiste a pedir disculpas.
—Eso es —asintió Paula.
—¿Qué te hacían cuando te rebelabas? ¿no te pegarían ni nada de eso? —se le heló la sangre sólo con pensarlo.
—No —ella se rió, pero sin rastro de humor—. No les gustaba el drama, ¿recuerdas?
—¿Qué hacían entonces?
—Me ignoraban. Puede que no suene a castigo, pero lo era. Sobre todo teniendo en cuenta que no eran padres demostrativos o afectuosos. A veces casi deseaba que me golpearan. Habría sido menos doloroso. Nos sentábamos a cenar o nos cruzábamos en el salón y no me hablaban ni me miraban a los ojos. Eso duraba días. Una vez fueron casi dos semanas. Me sentía casi invisible.
Pedro se levantó de la silla, se arrodilló ante ella y le agarró las manos.
—No eras invisible, Paula. Ellos estaban ciegos, igual que lo está Lucas. Pero yo te veo.
—Gracias —dijo ella.
Pedro tomó su rostro entre las manos. Era imprescindible que ella entendiera. Le habló con tono suave, pero firme.
—No quiero tus gracias, Paula. ¿Me escuchas? No quiero tu gratitud. No hace falta que te disculpes todo el tiempo ni agradecerme que te trate como debes ser tratada. Como mereces que te traten.
Acarició sus mejillas con los pulgares y, como estaba deseando besarla, la soltó. Empezaba a ponerse en pie cuando ella soltó una exclamación.
—¡Ay!
A Pedro no se le paró el corazón porque vio que ella sonreía. Aun así, se le contrajo el estómago.
—¿Qué ocurre? ¿Estás bien?
—Es el bebé. Aquí —agarró una de sus manos y la puso en el lado izquierdo de su vientre. Casi de inmediato, él sintió una presión contra la palma—. ¿Lo has sentido? —preguntó ella.
—Sí —dejó la mano quieta y volvió a sentirlo. Sonrió y alzó el rostro. Paula lo contemplaba.
Él la miró maravillado—. ¿Qué está haciendo ahí dentro?
—Jugando al fútbol, creo —por primera vez en todo el día, se rió—. Él o ella rebosa actividad últimamente.
—Podrías saber el sexo. Con preguntarle al médico, se acabaría la especulación.
—Quieres decir la sorpresa —bromeó ella.
—Ultimamente no me vuelven loco las sorpresas.
Aunque no lo dijo, Paula sabía que su aversión a las sorpresas se debía a su divorcio. El colapso de su matrimonio también había cambiado a Paula, pero el bebé lo había hecho en mayor medida.
—Hasta el día en que descubrí que estaba embarazada, siempre había odiado las sorpresas. Pero fue la mejor noticia inesperada que he recibido en mi vida. Desde entonces, soy una auténtica fan.
—Bueno, sea niño o niña, será un regalo.
Pedro la había emocionado al decirle lo que se merecía, pero esa frase la dejó anonadada. Con unas sencillas palabras había dado la vuelta a su mundo y le había hecho desear algo que era imposible: que él, en vez de Lucas, fuera el padre del bebé.
—¿Qué tal fue la consulta hoy? —preguntó él, volviendo a su silla.
Paula no había estado comunicativa en el viaje de regreso de la ciudad. De hecho, aunque no se sentía nada orgullosa de ello, había simulado dormir para esquivar preguntas como ésa. Ya no podía hacerlo.
—Fue bien. El doctor Fairfield dijo que el bebé se desarrolla según las pautas normales.
—Entonces, ¿todo va bien?
—Bueno, bastante bien.
—¿Bastante bien? ¿Qué quiere decir eso?
—Hoy tenía la tensión algo elevada cuando me la tomó enfermera —admitió, toqueteando la servilleta—. Probablemente no sea más que estrés.
—¿Ése es el diagnóstico médico o el tuyo? —preguntó Pedro, directo.
—Mío —suspiró ella—, pero él estuvo de acuerdo en que podía ser culpa del estrés.
—¿Qué te ha recomendado?
—Nada aún —pero ella había pasado un buen rato investigando en Internet y sabía que las consecuencias podían ser semanas de reposo o una cesárea programada. Sin embargo, no lo dijo—. Pero quiere que vuelva dentro de unos días, para ir sobre seguro.
—Te acompañaré a esa cita —anunció Pedro. Siguió antes de que ella pudiera protestar—. Y no te dejaré allí sin más. Pienso entrar. Quiero saber qué opina el médico y oír de primera mano qué recomienda que hagas.
Paula estaba nerviosa. Quería que alguien la acompañara. Cuando era sincera consigo misma, admitía que quería que ese alguien fuera Pedro.
—No hay necesidad de que tú...
—Sí que la hay. No vas a enfrentarte a esto sola. No hace falta —su voz se convirtió en un susurro—. Quiero estar allí por ti, Paula. Déjame, ¿de acuerdo?
Ella podría haber discutido. Pero estaba cansada de hacerse la valiente y de ocultar sus miedos. Era una mujer fuerte. Pero quería el lujo de poder apoyarse en alguien de vez en cuando.
—De acuerdo —aceptó—. Diría «gracias», pero ya me has advertido que no lo hiciera.
Pedro sonrió. Había esperado más discusión. La mujer podía ser muy testaruda a veces. Supuso que se había rendido tan fácilmente porque sí que necesitaba apoyo. Aun así, cuando se marchó poco después, ella insistió en que no la acompañara.
—Volveré sola —dijo, cuando Pedro llegó con los dos abrigos en la mano.
—Paula...
—No, en serio. Por favor. Démonos las buenas noches aquí —suplicó—. Por si acaso.
Pedro suspiró y, aunque no le gustaba la idea, aceptó. Dejaría que se saliera con la suya en eso.
Encendió la luz del porche y se quedó en la puerta, observando cómo recorría el sendero que llevaba a la casita. Caminaba deprisa, y miraba de derecha a izquierda, sin duda preguntándose si había alguien escondido entre los árboles sacando fotos.
No podía culparla por eso. Pedro se estaba haciendo esa misma pregunta
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