jueves, 16 de agosto de 2018

LA AMANTE DEL SENADOR: CAPITULO FINAL




El día antes de Nochebuena Paula le dio a Pedro esa oportunidad al decir «sí, quiero» en una ceremonia discreta en el juzgado con los familiares que habían podido asistir.


—Yo os declaro marido y mujer —anunció el juez.


Paula alzó la cabeza, y Pedro la besó, transmitiéndole en ese beso su compromiso.


Finalmente no se había comprado un vestido de novia, pero ante la insistencia de Miranda sí se había comprado un traje nuevo para la ocasión, un traje que seguramente no podría ponerse en varios meses porque la cintura ya le quedaba un poco estrecha.


Se miró en los ojos de Pedro, y vio reflejado en ellos el mismo amor que sentía por él. Todavía le costaba creer que tanta felicidad fuera posible.


—Te quiero —le dijo.


—Y yo a ti —respondió él.


Paula se sentía tan dichosa que tenía la impresión de que el corazón le fuera a estallar.


Kimberly se acercó a su padre secándose los ojos, y le dio un abrazo.


—Felicidades, papá; me alegro mucho por vosotros.


Andrea y Raul entretanto se acercaron a Paula.


—Que seáis muy felices —le deseó Andrea.


—Bienvenida a la familia —le dijo Raul—. Nunca te podremos agradecer lo bastante lo que has hecho por nuestro padre y por nosotros. El refrán tiene razón —añadió con una sonrisa—: el amor hace milagros.


Y para Paula aquello era un milagro; cómo había cambiado todo para ella en un año, cómo no volvería a estar sola nunca más, cómo una vida completamente nueva se abría ante ella. «Sí», se dijo, «el amor hace milagros».


Fin



LA AMANTE DEL SENADOR: CAPITULO 31




Pedro llamó a su chofer para decirle que podía regresar a Crofthaven, y se fue a casa de Paula. 


Tuvo que llamar al timbre cuatro veces, y cuando finalmente le abrió y vio que tenía los ojos rojos de haber llorado se sintió como un canalla.


—Oh, cariño... cuánto lo siento... —murmuró pasando dentro y estrechándola entre sus brazos.


—No podía hacerlo, Pedro, no me parecía que estuviera bien... No creo que estemos preparados para el matrimonio.


—Bueno, por lo que a mí me toca no estoy de acuerdo —replicó él—, pero si tú necesitas tiempo, te daré todo el que te haga falta.


Paula alzó la vista hacia él y escrutó su rostro con curiosidad.


—Lo he hecho todo mal —continuó Pedro—. Prácticamente te «ordené» que te casaras conmigo, sin darte la posibilidad de decidir. Miranda no puede creerse que ni siquiera te dejara comprar un vestido de novia —añadió con una leve sonrisa—. Debería habértelo pedido. Debería haberte dicho que te quiero y que necesito que formes parte de mi vida... hasta el fin de mis días, aunque supongo que ya es demasiado tarde, ¿no es así?


Paula asintió con tristeza.


—Parece mentira cómo lo he fastidiado todo —murmuró Pedro con la cabeza gacha. Paula inspiró profundamente.


—Supongo que tu intención era buena —dijo—, que estabas mirando por el bebé.


—Y tú también —murmuró él—. Pau, todavía quiero casarme contigo —le dijo mirándola a los ojos—. Te habría comprado un anillo, pero no sé qué clase de anillo te gustaría, y querría que lo eligieses tú si decidieras darme una oportunidad. Cuando te llamé desde el juzgado y me dijiste que no ibas a ir me sentí muy mal, pero si te alejaras de mí me sentiría aún peor, así que si necesitas tiempo, tómate todo el que quieras, pero por favor, dale una oportunidad a lo nuestro.


Paula se estremeció ligeramente, y por sus mejillas comenzaron a rodar una lágrima tras otra.


—Pero hay cosas que no sabes de mí, cosas que quizá hagan que no quieras casarte conmigo.


—Pues dímelas —la instó él—; al menos prueba.


Paula volvió a estremecerse y apartó el rostro.


—Estuve embarazada en otra ocasión, cuando era sólo una adolescente —respondió en un murmullo—. Entregué al bebé en adopción.


Sus palabras sorprendieron a Pedro, pero de inmediato una oleada de compasión lo invadió, y su corazón se encogió al recordar lo que le había contado sobre cómo su novio del instituto la había dejado por otra. La abrazó con fuerza y le dijo:
—Oh, Pau, pobre mía... que hayas tenido que pasar por todo eso tú sola... Sin un padre, ni una madre...


—Me sentí tan culpable —le dijo ella entre sollozos—; me decía que no estaba bien que hubiera dado en adopción a mi propia hija, pero no tenía dinero, ni familia, y... —no pudo terminar la frase porque su voz se quebró.


—¿Has intentado saber alguna vez que fue de ella?"


Paula asintió con la cabeza.


—Cada año sus padres adoptivos me envían fotos de ella y me cuentan cómo se encuentra, cómo le van los estudios... Son una gente maravillosa, pero ella no ha dicho que quiera conocerme, y a menos que lo haga creo que lo mejor es que me mantenga en un segundo plano —inspiró temblorosa—. En parte ésa es una de las razones por las que no puedo casarme contigo, Pedro. Yo... no sabía cómo te lo tomarías cuando lo supieras.


Pedro se miró en los ojos llenos de dolor de Paula, y supo que nunca había amado tanto a otra persona.


—¿Cómo podría rechazarte por eso, Pau? Sólo eras una adolescente, y tomaste la mejor decisión que podías haber tomado en ese momento —le dijo—. Hiciste lo que creíste mejor para tu bebé aunque fuera difícil para ti, y eso únicamente hace que te quiera aún más.


Los ojos de Paula volvieron a llenarse de lágrimas.


—Oh, Pedro...


Pedro tomó su hermoso rostro entre ambas manos.


—Pau, creo que ni siquiera te imaginas lo mucho que significas para mí, cómo ha cambiado mi vida desde que llegaste a ella. Te quiero, y querré igual a ese hijo nuestro que llevas en tu vientre. Cásate conmigo, Pau, dame la oportunidad de hacer las cosas bien por una vez en mi vida.



LA AMANTE DEL SENADOR: CAPITULO 30




—¿Pedro? —lo llamó su hermano Hernan, viniendo a su lado—, ¿qué ocurre?; ¿qué te ha dicho?


Pedro sacudió la cabeza con incredulidad.


—No va a venir —murmuró. El juez Kilgore carraspeó.


—Mm... en ese caso supongo que no me necesitan —dijo—. Bueno, llámenme si hay algún cambio. Si me disculpan...


Y salió de la habitación.


Kimberley se acercó a su padre.


—Papá, yo creo que esto es un poco apresurado. Quizá Paula necesite algo de tiempo.


—Exacto —dijo Miranda, la mujer de Hernan—. Apenas le has dejado tiempo para respirar a la pobre criatura, y además cuando una mujer está embarazada sus emociones están... revueltas.


—Eso es —asintió Hernan.


—¿Embarazada? —repitió Kimberly mirando a su padre con los ojos abiertos como platos—. ¿Has dejado embarazada a Paula?


A sus veinticinco años, su inteligente y hermosa hija no era precisamente un dechado de tacto y delicadeza.


—Sí, Kimberly, está embarazada, y sí, yo soy el padre —respondió Pedro, intentando mantener la calma.


—¡Pero si eres muy viejo para eso! —exclamó ella. Hernan se rió entre dientes.


—A lo que se ve no.


Pedro les lanzó a los dos una mirada furibunda.


—No tengo tiempo para daros explicaciones —les dijo—. Tengo que ir a hablar con Paula. No sé... no sé qué es lo que ha podido hacer que se eche atrás. Cuando le dije que nos casábamos esta tarde no...


—¿Le dijiste que os casabais? —repitió Kimberly mirándolo de hito en hito—. ¿Quieres decir que tomaste la decisión y ya está?


—Bueno, ¿qué querías que hiciera? —replicó su padre—. Está embarazada de dos meses. No quería que ese bebé naciese siendo ilegítimo.


—Vaya, qué romántico —dijo su hija con sarcasmo—. ¿Y luego te cuadraste ante ella y te despediste con el saludo militar antes de salir por la puerta?


—Kim, cariño, no machaques a tu padre; sólo está intentando hacer lo correcto —le dijo su marido, poniéndole una mano en el hombro.


—Pero es que no puedes ordenarle a alguien que se case contigo, Zach —replicó ella—. Además,Paula tiene su corazoncito, como todas las mujeres; seguro que quería una boda en una iglesia, vestirse de blanco, y celebrar un banquete.


—Es verdad, al menos deberías haber esperado a que se comprase un vestido —regañó Miranda a su cuñado.


—Yo...yo creía que lo mejor sería celebrar la boda lo antes posible —balbució.


—Todavía no puedo creerme que hayas dejado preñada a tu directora de campaña... —farfullo su hija, sacudiendo la cabeza.


Pedro vio cómo Zach le pegaba a Kimberly un codazo en las costillas.


—No la he dejado «preñada» —dijo irritado—. Está embarazada de mi hijo.


—Que también es suyo —apuntó Kimberly.


—Pues claro que también es suyo.


—Sí, pero has dicho que está embarazada de «tu» hijo —replicó Kimberly—. Mira, papá, puede que estés acostumbrado a mandar y dar órdenes, pero no a todo el mundo le gusta que tomen decisiones por ellos. Además, si vamos a casarnos, a las mujeres suele gustarnos que nos los pidan, no que nos lo impongan.


Su padre parecía haberse quedado traspuesto.


—Entonces, lo que tendría que hacer sería pedírselo... —murmuró para sí, como si acabara de tener una revelación—. Es verdad; no confía en mí. Yo le confiaría mi vida, pero ella aún no confía en mí.


Un profundo silencio cayó sobre la sala.


—Estás enamorado de ella de verdad, y por primera vez estás confundido, ¿no es cierto, papá? —le preguntó su hija, poniéndole una mano en el brazo.


Pedro asintió. Tenía una sensación de quemazón en la garganta, por la emoción, pero al mismo tiempo era como si se hubiera liberado de un enorme peso.


—Sí, la quiero con toda mi alma —murmuró.


—¿Y se lo has dicho? —le preguntó Kimberly.




miércoles, 15 de agosto de 2018

LA AMANTE DEL SENADOR: CAPITULO 29




A las cuatro de la tarde Pedro ya había hablado con el juez, y contaba con cuatro testigos para la boda: Hernan, Miranda, su hija Kimberley, y su marido Zach, que era SEAL de la Marina.


Kimberley y Zach habían ido a pasar unos días con él en Crofthaven aprovechando que se aproximaban las fiestas, y Pedro no había dudado en hacerlos partícipes del enlace.


También se habían hecho los análisis de sangre, habían recibido los resultados, y con todo ya dispuesto, Pedro había enviado a su chofer a recoger a Paula para llevarla al juzgado.


Sin embargo, al ver que los minutos pasaban, empezó a preguntarse si se habría encontrado con mucho tráfico, porque no era normal que tardase tanto, y decidió llamarlo al móvil.


—Henry, ¿dónde estás?


—Mm... todavía estoy aparcado frente a la casa de la señorita Chaves, señor Alfonso —le respondió el chófer—. Me ha dicho que no hacía falta que viniera a recogerla, y que puedo esperarme aquí sentado hasta Navidad porque no va a ir.


Pedro se quedó sin habla, y sintió sobre él las miradas del juez, de su hermano, su cuñada, de su hija, y de su yerno.


—¿Que ha dicho qué?


—Que no va a ir —repitió el chofer. Pedro tardó un momento en responder.


—Gracias, Henry —le dijo con voz entrecortada—. No te muevas de ahí.


Colgó y marcó el número de casa de Paula, que tardó un buen rato en contestar.


—Paula, Henry me ha dicho no sé qué de que no quieres venir; ¿qué ocurre?, ¿no te estarán entrando nervios de última hora? —le preguntó.


La escuchó suspirar al otro lado de la línea.


—Mira, Pedro, yo... no me siento cómoda con esto.


—¿Qué? Paula, no tenemos tiempo para esto. Es lo que tenemos que hacer; es lo correcto.


—Para mí no —replicó ella con voz temblorosa— no en este momento.


—Pau... —le dijo Pedro—. ¿Pau? —repitió cuando se cortó la comunicación.


Miró la pantalla del móvil con incredulidad. 


«Conexión interrumpida». Paula no sólo lo había dejado tirado ante el altar; también le había colgado.





LA AMANTE DEL SENADOR: CAPITULO 28




Paula lanzó a Pedro una mirada furibunda, pero no pudo evitar reírse.


—Ninguna de las dos cosas, gracias a Dios, pero tengo una vida privada aunque a veces no lo parezca, y un pasado, como todo el mundo.


—¿Cuántos amantes has tenido?


Paula lo miró con los ojos muy abiertos.


—Eso es algo personal.


—Yo te diré cuántas he tenido yo si tú me dices cuántos han sido los tuyos.


Paula se dijo que debería negarse a seguirle el juego, pero le picaba la curiosidad.


—De acuerdo, ¿cuántas has tenido?


—Seis —respondió él.


—¿Y en algún caso hubo amor aparte de sexo? —no pudo resistirse Paula a preguntar.


—En dos —respondió él—: uno de ellos con mi esposa.


Paula obviamente no iba a preguntarle por el otro.


—Yo tuve cuatro contando con el novio que tuve en el instituto, y creí estar enamorada de cada uno de ellos durante al menos cinco minutos.


—¿Cuál de esas relaciones te causó más dolor cuando terminó?


—Ninguna. Lo que más dolor me ha causado en mi vida fue la muerte de mi madre —contestó ella. Pedro asintió con la cabeza.


—No importa a qué edad pierdas a tus padres. Aunque tengas cincuenta o sesenta años sigues sintiéndote huérfano. Pero en tu caso además te quedaste huérfana siendo muy pequeña, igual que les ocurrió a mis hijos cuando murió mi esposa.


Paula asintió también.


—Ellos al menos contaron con un hogar... y con Hernan.


Pedro bajó la cabeza y se quedó callado un instante, como reprochándose una vez más no haber estado con sus hijos cuando lo habían necesitado, pero luego la levantó y miró a Paula a los ojos.


—¿Y la segunda cosa que más te ha dolido? —inquirió.


—¿Además de que Jon Bon Jovi no me propusiera matrimonio cuando era una adolescente? 


Pedro se rió.


—Sí.


—Probablemente que mi novio del instituto se fuera con otra en el último curso, justo antes del baile de graduación.


—¿Antes del baile de graduación?


Paula asintió, pero estaba pensando que aquello no era lo segundo que más le había dolido; lo que más le había dolido era que la hubiera dejado tirada cuando le había dicho que estaba embarazada. Nunca se había sentido tan sola como entonces.


—¿Y tus otros amantes?


Paula se encogió de hombros.


—Fueron romances pasajeros.


—¿Entonces no tengo que matar a tres hombres?


Una sonrisa se dibujó lentamente en los labios de Paula.


—No, aunque el que lo hayas propuesto ya significa mucho para mí.


Pedro tomó un sorbo de vino, y luego un segundo sorbo, como si estuviese reuniendo fuerzas para algo, y Paula se puso tensa, preguntándose qué iría a decir.


—Pau, ¿sabes por qué quiero estar contigo? —le preguntó.


Ella negó con la cabeza. Unas cuantas respuestas sarcásticas pasaron por su mente, pero la intensa mirada en los ojos de Pedro hizo que las desechase.


Pedro tomó otro sorbo de vino.


—Hernan siempre está bromeando, diciendo que yo soy de los que siempre están buscando nuevos retos para probarse a sí mismos, casi me pinta como a una especie de superhombre, pero soy humano, y no puedo ir todo el tiempo a doscientos kilómetros por hora. De hecho, el motivo por el que durante toda mi vida he huido de la inactividad ha sido porque durante esos momentos de quietud en los que me quedaba a solas conmigo mismo empezaba a pensar en los errores que había cometido —se aclaró la garganta—. En esos momentos siempre me he sentido muy solo, pero cuando estoy contigo... cuando estoy contigo me siento bien.


Aquella confesión conmovió a Paula. Pedro no era la clase de hombre que hablaba con frecuencia de sus sentimientos, y el que en ese momento estuviese haciéndolo, que estuviese sincerándose con ella, la dejó sin habla.


Sabía muy bien de qué estaba hablando. Ella también intentaba mantenerse ocupada en muchas ocasiones para no tener tiempo para pensar en las cosas que la preocupaban. Paula sintió la mirada de Pedro sobre ella, y supo que estaba esperando a ver alguna reacción que le dijera que comprendía a qué se refería.


Se sintió incapaz de seguir sentada un segundo más en su asiento. Se levantó y rodeó la mesa para ir junto a él. Pedro se puso de pie también y Paula le acarició el rostro. No había flirteado con ella, ni había recurrido a la adulación; simplemente le había abierto una puerta a su corazón.


—Eres un hombre tan increíble... —murmuró Paula—... tan increíble que a veces no puedo creerme que seas real.


—Ya lo creo que soy real —replicó él tomando su mano y poniéndola contra su mejilla—; tengo la medicación de la úlcera para probarlo.


Paula se rió, pero por dentro temblaba, como si su alma supiese que aquel momento que estaban viviendo era algo trascendental. De pronto quería abrazarlo para que no volviera a sentirse solo nunca más, abrazarlo con fuerza, estarse abrazada a él toda la noche; y quería olvidarse también de sus problemas, olvidarse de todo excepto de aquel instante con él.


—¿Te quedarás conmigo esta noche? —le preguntó alzando el rostro y mirándose en sus ojos azules.


Pedro esbozó una sonrisa.


—Sólo si tú quieres —dijo besándola.


—Sí, lo quiero —respondió ella, besándolo también.


Al cabo de unos segundos lo que había comenzado como algo dulce y tierno se tornó apasionado y fiero.


—Me vuelves loco, Pau... —le susurró Pedro—. Me encanta cómo hueles —murmuró enredando los dedos en sus cabellos e inspirando el olor de su champú—. Y tu cuerpo... —dijo deslizando las manos desde sus hombros hasta las caderas.


—Siempre haces que me sienta como la mujer más hermosa de la tierra... aunque no lo sea...—jadeó Paula, sintiendo que la temperatura de su cuerpo estaba subiendo.


—Te equivocas —replicó Pedro, subiendo y bajando las manos por sus costados—; tus senos, por ejemplo, son perfectos —dijo emitiendo un gemido gutural.


Le sacó el suéter de punto por la cabeza, como si fuese una niña, y palpó con suavidad sus senos a través de la tela del sujetador, haciéndola estremecer. De pronto, sin que pudiera explicarlo, notó cómo un deseo salvaje estaba apoderándose de ella, haciéndola ansiar que esas mismas manos recorriesen cada centímetro de su cuerpo.


Pedro le bajó los tirantes del sujetador y bajo la mirada ardiente de sus ojos azules Paula sintió que sus pezones se estaban endureciendo.


Paula le desabrochó la camisa, Pedro le ayudó a quitársela, y la atrajo hacia sí de modo que sus senos quedaron apretados contra su ancho tórax.


El suspiro de placer que escapó de los labios de Paula se fundió con el que profirió él.


—Eres como un vino embriagador que uno sabe que debe tomar a sorbos pequeños pero del que se ansia más y más —murmuró Pedro—. Y tienes demasiada ropa encima...


Paula se desabrochó los pantalones y se los bajó, dejándolos caer al suelo, y de inmediato Pedro metió las manos por dentro de sus braguitas para rodear con ellas sus nalgas y apretarlas suavemente. Paula, entretanto, dirigió sus dedos a la cremallera de los pantalones de él. No quería que hubiese una sola prenda entre ellos.


Pedro tomó su boca en un beso que la dejó sin aliento. Se deshicieron de la ropa interior, y cuando empezaron a besarse de nuevo Paula sintió el miembro endurecido de Pedro contra su vientre. Cerró su mano en torno a él, y Pedro jadeó, para corresponderle después deslizando una mano entre sus piernas.


—Mmm... Estás tan cálida y tan húmeda... No sabes cómo me gusta que...


Sin embargo, la voz se le fue cuando ella se hincó de rodillas frente a él y lo besó en el vientre.


Cuando lo tomó en su boca Paula lo oyó apretar los dientes y resoplar. Lo estimuló de todas las maneras posibles, notando cómo su miembro adquiría mayor grosor con cada pasada de su lengua, y pronto saboreó el néctar de su excitación.


Mascullando algo entre dientes, Pedro se apartó de ella, hizo que se pusiera de pie, y con los ojos oscurecidos de pasión, le susurró:
—Vamos a tu cuarto.


Sin dejar de besarse subieron las escaleras. 


Una vez en la habitación de Paula, Pedro la empujó suavemente para que cayera sobre la cama, y comenzó un delicioso viaje con su boca, empezando por su garganta, y dirigiéndose luego a sus senos. Sus manos, sin embargo no permanecieron ociosas, y mientras una dibujaba arabescos en un muslo, la otra se centro más en la parte más íntima de su cuerpo, desatando en ella oleada tras oleada de placer. Luego su boca tomó el relevo, y con la lengua la llevó a las cotas más altas.


Apenas había recobrado Paula el aliento cuando Pedro se hundió en ella, haciéndola gemir. Nunca dejaría de sorprenderla el modo en que era capaz de penetrar en ella así, hasta el fondo, a la primera embestida.


—Oh, sí... —murmuró Pedro, comenzando a moverse.


Los ojos de Paula se encontraron con los de él, y de pronto ya no pudo dejar de mirarlos; había algo en ellos que habría conseguido mover montañas y cambiar el curso de los ríos. El corazón le palpitó con fuerza, y la mezcla de emociones y sensaciones que estaban inundándola la llevaron de nuevo a las cumbres.


A la mañana siguiente, cuando Paula se despertó, Pedro ya se había levantado. Las energías que tenía aquel hombre eran algo sorprendente, pensó desperezándose mientras lo oía subir las escaleras.


Pedro apareció en la puerta vestido sólo con los calzoncillos, y con una taza de café para él en una mano, y una de té en la otra para ella.


Paula le sonrió y se incorporó lentamente, tapándose con la sábana.


—Vaya, servicio de habitaciones; qué bien —murmuró.


Pedro le devolvió la sonrisa.


—Cuando bajé me acordé de que últimamente tomas té y no café —le dijo tendiéndole la taza.


—Eres un hombre muy observador —contestó ella tomándola—. Gracias.


—De nada —respondió Pedro. Se agachó para dejar la suya en la mesilla pero sin querer le dio un puntapié al mueble—. Diablos, soy demasiado grande para esta habitación —farfulló.


La puerta de la mesilla se había abierto por el golpe, y se habían desparramado los libros que habían dentro.


Una sensación de pánico invadió a Paula, que maldiciendo para sus adentros dejó su taza sobre la otra mesilla y olvidándose del decoro apartó la sábana para bajarse de la cama e ir a recoger los libros antes de que él lo hiciera. No quería que viera esos libros. Había comprado tantos que había tenido que esconderlos allí la noche anterior antes de que Pedro llegara.


Su mano alcanzó el primero al mismo tiempo que la de él, y Pedro se rió.


—¿Qué pasa?, ¿a qué tanta prisa? ¿Tienes miedo de que vaya a derramar mi café sobre tus libros?


—No, sólo quería ayudarte —farfulló ella. Tan apurada estaba, que intentó volver a meterlos todos de golpe en el hueco de la mesilla antes de que pudiera verlos, y varios volvieron a caer fuera.


—Espera, mujer, deja que te eche una...


Pedro se quedó callado, y Paula supo que había visto la portada de uno de los libros.


—Qué esperar cuando estás esperando un bebé... —leyó el título de uno en voz alta en un tono de incredulidad. Paula tensó el rostro angustiada—. El cuidado del bebé y del niño; cómo criar sola a tu hijo...


Pedro la miró, y la ira que había en sus ojos era tal, que habría sido capaz de derretir una barra de acero.


—Sólo se me ocurre una razón por la que estés leyendo esta clase de libros.


Paula se mordió el labio y se incorporó lentamente para sentarse en la cama y taparse con la sábana.


—Yo... um...


—¿Cuánto hace que lo sabes? —exigió saber él.


—No mucho —contestó Paula en un hilo de voz—; mis periodos nunca han sido muy regulares, pero estoy de dos meses.


—No puedo creer que hasta ahora no me haya dado cuenta —dijo Pedro poniéndose de pie con uno de los libros en la mano—; las molestias de estómago que te duraron tanto, el repentino cambio de café a té, el que dejaras de tomar vino... —se quedó callado y la miró con los ojos entornados—. Pero anoche tomaste vino.


—En realidad era agua —le confesó Paula sintiéndose estúpida—. Me la serví antes de que llegaras para evitar preguntas.


—Y el bebé es mío —dijo Pedro arrojando el libro sobre la cama y frotándose la frente.


—Sí, es tuyo, pero no tienes que hacer nada —le dijo ella con el corazón encogido—; ya sé que no quieres más hijos, pero yo quiero tenerlo, y no espero que hagas nada.


Pedro pareció repugnado


—¿Quieres decir que lo tenías planeado, que todo este tiempo has estado intentando quedarte embarazada?


Paula lo miró boquiabierta.


—No, por supuesto que no.


—Pero anoche no me pediste que usáramos preservativo, ni la vez anterior tampoco.


—Porque eso habría sido como cerrar la puerta del establo cuando el caballo ya ha salido —le espetó ella—. Además, ¿por qué razón habría querido quedarme embarazada?


—Algunas mujeres utilizan el embarazo para conseguir un marido.


La culpabilidad de Paula se convirtió en ira.


—Creo haberte dejado bien claro que no espero nada de ti —le dijo—. Por si no lo recuerdas, no he hecho más que rechazar tu oferta de ir contigo a Washington, y varias veces he intentado hacer que nuestra relación volviera a ser únicamente profesional. Ya sé que debería habértelo dicho, pero no sabía cómo hacerlo, sobre todo cuando me habías dicho que no querías tener más hijos. Me he pasado estas últimas semanas intentando hallar la manera de enfrentarme a esto y de impedir que afectara a tu carrera.


—Ya es demasiado tarde para eso —replicó él—; y los dos sabemos cuál es la única solución que hay —añadió apretando la mandíbula.


Paula lo miró espantada y se llevó una mano protectora al vientre.


—No pienso abortar.


Pedro maldijo entre dientes.


—No me refería a eso. La única solución es que nos casemos lo antes posible —dijo. Se sentía como si lo hubiesen pillado con los pantalones bajados, y su mente se puso en modo gestión de crisis para trazar un plan de acción—. Conozco a un juez que puede acelerar los trámites de la licencia matrimonial para que no tengamos que esperar, y luego él mismo nos casará en el juzgado. Los análisis de sangre tampoco serán un problema; mi médico de cabecera es un hombre discreto; y cuando hayan pasado las navidades les diremos a mis hijos lo del embarazo.


Paula estaba mirándolo como si le hubiesen salido tres cabezas.


—¿Qué? —le espetó—. No podemos sentarnos a esperar si ya estás de dos meses.


—Yo... no estoy segura de que sea una buena idea que nos casemos —balbució ella—. Además, así, tan apresuradamente... no creo que sea una buena idea.


—Ya lo creo que tenemos que casarnos; no quiero tener otro hijo ilegítimo como me pasó con Andrea.


—Pero es que nunca hemos hablado de casarnos —replicó ella frunciendo el entrecejo.


—Habríamos acabado planteándonoslo antes o después —le dijo Pedro


Paula sacudió la cabeza.


—Yo no estoy tan segura de eso; desde que acabó la campaña de lo único que hemos hablado ha sido de la posibilidad de irme contigo a Washington.


—Eso es porque últimamente has estado imposible —replicó él—. Si hubieras dejado que nuestra relación fluyese de un modo normal, estoy seguro de que nos habríamos planteado la idea de casarnos.


—¿De un modo natural? —repitió Paula—. ¿Te parece natural lo que me estás diciendo? «;Cómo?, ¿que estás embarazada? Prepárate; nos casamos esta misma tarde» —farfulló poniendo voz grave e imitándolo.


—El problema es que ahora no disponemos de tiempo para que las cosas fluyan normalmente —contestó él—. Tenemos que hacer esto por el bebé. Cuando nos hayamos ocupado de los trámites legales, ya hablaremos de nuestra relación —tomándola por los hombros le dio un rápido beso en los labios—. Tenemos que ponernos en marcha.


Y se marchó, dejando a Paula completamente aturdida.