martes, 14 de agosto de 2018
LA AMANTE DEL SENADOR: CAPITULO 26
—Voy a matar a mi hermano —le dijo Pedro al médico que lo había estado examinando.
—Su hermano le ha salvado la vida, señor Alfonso; una úlcera sangrante puede provocar la muerte. Aunque en su caso ha tenido suerte y lo hemos detectado a tiempo, así que si se toma la medicación que le he prescrito y vigila su dieta, no tendrá ningún problema.
—Estupendo —comentó Pedro—. ¿Entonces, puedo quitarme este condenado camisón de hospital e irme a casa?
El médico asintió con la cabeza.
—¿Quiere que vaya a informar a su familia mientras se cambia?
—No, gracias, doctor; quiero hacerlo yo. Tengo ganas de ver la cara que pondrán cuando les diga que, por primera vez, en lugar de hacer que les entre una úlcera a ellos, es a mí a quien me ha entrado —replicó Pedro.
El médico lo dejó solo, y Pedro se puso a vestirse. Cuando se estaba calzando los zapatos, pensó en Paula y sacudió la cabeza.
Por increíble que resultara de creer, una mujer le había provocado una úlcera. No tenía sentido que siguiese dándole vueltas, se dijo; lo mejor sería que empezase a hacerse a la idea de que viviría con esa desgarradora sensación de vacío toda su vida. «Después de todo la otra noche prácticamente me dio el pasaporte», pensó. Se metió en el bolsillo la prescripción que le había dado el médico, y salió de la pequeña habitación donde el doctor lo había examinado. Cuando entró en la sala de espera, cuatro cabezas se volvieron hacia él: la de Hernan, la de Andrea, la de Miguel, y la de Raul.
—¿Papá? —dijo su hijo.
—¿Pedro? —dijo su hermano con incredulidad—. No me digas que van a dejarte volver a casa después de un ataque al corazón...
—No ha sido un ataque al corazón —replicó Pedro—; tengo una úlcera.
En ese momento Pedro vio a Paula aparecer detrás de su hermano, y el corazón le dio un vuelco.
Hernan sacudió la cabeza.
—Vaya, ésta sí que es buena: nosotros siempre diciendo que ibas a hacer que un día nos entrara una úlcera, y ahora resulta que va y te entra a ti.
Pedro, sin embargo, no podía apartar sus ojos de los de Paula. En ellos podía leerse miedo, alivio, confusión,... pero también algo más profundo que le dio esperanzas. Parecía como si aquella visita al pabellón de urgencias la hubiese asustado muchísimo.
—Sí, bueno, parece que hay otra persona aparte de mí capaz de hacer que le entren úlceras a la gente —murmuró.
Pedro sabía que no estaba bien que se aprovechase de ese momento de debilidad de Paula, de su preocupación por él, para convencerla de que lo acompañase de regreso a Crofthaven, pero no pudo evitarlo. Estar sin ella lo hacía sentirse mal, lo hacía sentirse vacío
Sin embargo, apenas habían entrado en la mansión, cuando volvió a encontrar resistencia.
Minutos antes, camino de allí en su pequeño utilitario, Paula no le había quitado ojo de encima, como si quisiera asegurarse de que estaba bien, pero parecía haberse convencido de que sí para cuando llegaron, porque al pedirle que se quedase a pasar la noche con él, le respondió con firmeza:
—No, Pedro, no voy a acostarme contigo.
—¿Por qué no? Tienes un efecto medicinal en mí.
Paula sacudió la cabeza, todavía visiblemente afectada.
—Necesitas descansar.
—Descansaría mejor contigo en mi cama —murmuró él, rodeándole la cintura con los brazos y atrayéndola hacia sí.
—A nadie más que a ti se le ocurriría querer practicar sexo la misma noche en la que ha estado en urgencias —le contestó Paula con un pesado suspiro.
Sólo entonces se percató Pedro de lo cansada que parecía.
—Bueno, no tenemos por qué hacer nada; podríamos dormir juntos simplemente.
—Me cuesta creer que serías capaz de acostarte a mi lado y no hacer nada —replicó ella.
—¿Tan poca confianza tienes en mí?
Paula enarcó una ceja.
—A los hechos me remito: no ha habido ni una sola vez que nos hayamos acostado en la misma cama y no hayamos hecho el amor.
Lo cierto era que le sería difícil estar con ella bajo las mantas y mantener las manos quietas; de hecho, tendría que estar en su lecho de muerte para no querer hacerle el amor; pero quizá aquella fuera una oportunidad para demostrarle que podía confiar en él.
—Te doy mi palabra de que no intentaré nada; ponme a prueba —le dijo, sabiendo lo mucho que le costaba no aceptar un desafío.
Paula se tapó los ojos con las manos y gimió de desesperación.
—Está bien, está bien... Dormiré contigo esta noche; pero si intentas hacerme el amor, quedará de relieve que yo tenía razón.
—¿Y si me porto bien?
—Ya veremos —respondió ella evasivamente.
Cuando Paula se despertó a la mañana siguiente y abrió los ojos, se encontró con Pedro observándola.
—Se supone que deberías estar descansando —le dijo.
Apoyado en un codo, Pedro le peinó el cabello con los dedos.
—Estoy disfrutando de la vista.
Paula sonrió, y cerró los ojos de nuevo.
—Eres demasiado amable. Estoy segura de que tengo un aspecto horrible después del susto de muerte que me diste anoche.
—Bueno, lo que es justo es justo.
Paula abrió los ojos y lo miró fijamente.
—¿Qué quieres decir?
—Pues que tú me has provocado una úlcera, y yo te he dado un buen susto: estamos en paz —murmuró Pedro sin dejar de pasar los dedos por su pelo.
Aquellas caricias estaban teniendo un efecto hipnotizador en ella, y le estaba costando mantener vivo el deseo de darle un bofetón cuando el que estaba teniendo en ese momento de ronronear de placer era más fuerte. Sin embargo, finalmente se obligó a incorporarse.
—Vaya, pues si soy la causante de tu úlcera quizá debería marcharse.
—Espera, espera... —le dijo Pedro reteniéndola por el brazo—. Lo que quería decir es que ha sido la idea de que quisieras que pusiésemos fin a nuestra relación lo que ha hecho que me entre una úlcera. De pronto me sentí vacío.
Paula lo miró a los ojos, y sintió que se derretía ante aquella confesión.
—¿Lo dices en serio?
Pedro asintió con la cabeza.
—Muy en serio.
Paula volvió a tumbarse.
—Entonces puedes volver a acariciarme el pelo —le dijo cerrando los ojos.
Pedro se rió suavemente, y comenzó a peinarle de nuevo el cabello pelirrojo con los dedos.
—No tenía ni idea de lo mucho que te gustaba esto hasta que me dijiste que tu madre solía hacerlo cuando eras niña.
—Es que es tan relajante... —dijo Paula con un suspiro—. Tiene un efecto casi hipnótico sobre mí.
—Aja... —murmuró Pedro—... un poder secreto. Tendré que aprender a usarlo bien.
Paula sonrió.
—He dicho «casi». Además, no te hacen falta más poderes secretos; ya eres bastante peligroso con los que tienes.
—¿Lo soy?
—Sí, lo eres —contestó ella riéndose.
Abrió los ojos y al mirarse en los de él el corazón le palpitó con fuerza. Oh, Dios, ¿es que había perdido la razón?
—Verte junto a mí al despertar es lo más hermoso del mundo —le dijo Pedro.
—No empieces otra vez, Pedro. Si de verdad te parezco guapa en este momento, con el pelo revuelto y los ojos medio pegados por el sueño, debes necesitar gafas.
—Shhh —la calló él poniéndole un dedo sobre los labios—. La autoridad aquí sobre lo que es hermoso soy yo —le dijo—. Cena conmigo esta noche.
El corazón le dio un vuelco a Paula. Después de lo ocurrido la noche anterior le estaba empezando a resultar difícil negarse a nada de lo que le pedía Pedro porque en su mente no hacían más que repetirse una y otra vez los momentos de pánico que había pasado, creyendo que podría morir. ¿Y si lo hubiese perdido?
—¿Adonde?
—Donde tú quieres.
—En mi casa; yo cocinaré.
—¿Sigues teniendo miedo a que te vean conmigo en público? —le preguntó él, acariciándole el labio inferior con el índice.
—Yo no lo llamo «miedo»; lo llamo «prudencia».
—Pau, no quiero ser sólo tu amante secreto —le dijo Pedro.
Paula tragó saliva.
—Tú no podrías ser nunca sólo mi amante secreto.
Pedro inclinó la cabeza y apretó sus labios contra los de ella. Fue un beso lánguido y sensual que la dejó mareada.
Cuando despegó su boca de la de ella y suspiró, la mirada en sus ojos le recordó a Paula la de un león, posesiva y salvaje.
—Quiero hacerte el amor —murmuró Pedro—, pero no lo voy a hacer porque te prometí que no lo haría. Sólo quiero que sepas que la ducha que voy a darme esta mañana va a ser una larga ducha fría, y que la culpa es toda tuya.
LA AMANTE DEL SENADOR: CAPITULO 25
Hacía cuatro días que Paula no sabía nada de Pedro. Aunque se sentía mal por haberlo herido, también era consciente de que aquella relación no iba a ninguna parte y de que él no quería tener más hijos, así que cuando empezaba a darle vueltas y a recriminarse se decía que quizá hubiese sido para bien que la situación se hubiese atajado antes de que las cosas entre ellos empeorasen.
Para no pensar en ello se centró en el bebé, leyendo libros y más libros sobre el embarazo, el parto, y el cuidado de los bebés y los niños. Ya que iba a estar sola en aquello, al menos intentaría hacer todo lo que estuviese en su mano para ser una buena madre para su hijo.
Esa noche, sin embargo, cuando ya estaba acostada, el teléfono la despertó. Con el corazón palpitándole con fuerza, encendió la luz de la mesilla y miró el reloj: la una de la madrugada.
Levantó el auricular hecha un manojo de nervios, y contestó.
—¿Diga?
Para su sorpresa, no fue la voz de Pedro la que respondió.
—Paula, soy Andrea.
Paula frunció el entrecejo y se incorporó, quedándose sentada en la cama.
—¿Andrea? ¿Qué...?
—Estoy en el hospital, y Hernan, Raul, y Miguel están aquí también. Se trata de mi padre...
Un escalofrío recorrió la espalda de Paula.
—Le ha ocurrido algo a Pedro? ¿Qué le ha pasado?, ¿ha tenido un accidente?
—No; le entró un fuerte dolor en el pecho, y Hernan lo trajo corriendo a urgencias. Ahora mismo lo están examinando y pensé que... bueno, pensé que querrías saberlo.
Tras darle las gracias y decirle que iba enseguida para allá, Paula colgó y, con el corazón desbocado se levantó, se quitó el camisón, y corrió a buscar una sudadera y unos vaqueros.
Pedro estaba en el hospital, se repitió espantada mientras se subía con manos temblorosas la cremallera del pantalón, estaba en el hospital...
Un sollozo escapó de su garganta. No podía morir, no podía morir... ¿Y si lo perdiese?, ¿y si el hijo que llevaba en su vientre no llegara nunca a conocer a su padre?
Se recogió el cabello con una pinza, se puso unos calcetines, se calzó unas zapatillas de deportes, y agarró un anorak.
Estaba tan alterada que tuvo que volver a entrar en la casa cuando ya había salido porque se había dejado el bolso. Ya en el coche, metió las llaves en el contacto, puso en marcha el motor, y se dirigió al hospital murmurando oraciones sin parar durante todo el trayecto.
Al entrar en el pabellón de urgencia vio inmediatamente a Hernan, Andrea, Raul, otro de los hijos de Pedro, y Miguel, el marido de Andrea.
—¿Cómo está? —les preguntó—. ¿Os han dicho va algo?
Hernan sacudió la cabeza.
—No, lo siento —respondió dando un paso hacia ella y abrazándola—. La buena noticia es que estaba consciente cuando lo trajimos, y que no hacía más que protestar todo el tiempo diciendo que no necesitaba que lo viera ningún médico.
Paula se sintió algo más aliviada al oír aquello, pero su preocupación no se disipó por completo.
—¿Qué ocurrió exactamente?
—Lo encontré en la cocina, doblado y agarrándose el pecho. Me pegué un susto de muerte —le explicó el hermano de Pedro pasándose nervioso una mano por el escaso cabello que le quedaba—. No me lo esperaba, la verdad; siempre ha estado fuerte como un toro, pero supongo que esto demuestra que es tan vulnerable como el resto de los mortales.
El imaginarse a Pedro doblado y agarrándose el pecho dolorido hizo que a Paula la invadiera el pánico de nuevo. Tragó saliva.
—¿Y cuánto hace que estáis aquí?
—Llevaremos aquí algo más de una hora —contestó Hernan—, pero si no salen pronto a decirnos algo iré a preguntarle a la enfermera.
Paula quería hablar ya con la enfermera; quería ir con Pedro y asegurarse de que estaba bien.
Hernan tomó sus manos en las suyas.
—Paula, estás muy pálida, y tienes las manos frías como el hielo —murmuró—. Estos últimos días he notado a Pedro muy taciturno, y aunque cada vez que le he preguntado me ha dicho que no le ocurría nada, sé que no es verdad. ¿Tienes alguna idea de qué puede tenerlo tan preocupado?
Paula sintió una punzada de culpabilidad.
—El otro día tuvimos una discusión —dijo con la cabeza gacha—. Desde entonces no hemos vuelto a hablar —los ojos le picaban, y se notaba un nudo en la garganta. Intentó contener las lágrimas, pero le fue imposible, y comenzaron a rodar por sus mejillas—. Dime que no va a morirse, Hernan —le susurró—. No puede morir...
LA AMANTE DEL SENADOR: CAPITULO 24
Unos cuarenta minutos después, Pedro detenía el vehículo frente a la casa de Paula y se bajaban de él.
—Pau, estás siendo ridícula. ¿Cuándo piensas volver a hablarme? —le preguntó mientras se dirigían a la casa.
Paula resopló exasperada.
—¡Que estoy siendo ridícula! —le espetó volviéndose al llegar a las escaleras del porche—. ¡No fui yo quien inició un beso con lengua en la casa de la mayor chismosa de la ciudad!
Pedro hizo un gesto desdeñoso con la mano como dándole a entender que se estaba preocupando por nada.
—¿Y qué va a hacer? ¿Poner un cartel que diga que Pedro Alfonso besó a Paula Chaves en su fiesta? ¿Y qué?, no estoy casado; no he cometido ningún crimen.
—Hay más cosas que considerar que tu imagen en esto —replicó Paula, pensando en el bebé.
Cuanta más atención atrajese Pedro sobre su relación, más probabilidades habría de que los medios comenzaran a seguirla a todas partes y a espiarla, y descubrieran lo de su embarazo.
—¿Qué quieres decir?
Paula se mordió el labio.
—Quiero decir que a mí esto puede hacerme bastante daño —contestó—. Cuando surgen rumores el hombre siempre suele salir mejor parado que la mujer. Si esto trascendiera a los medios la próxima persona que me contrate se preguntará si acostumbro a acostarme con todos mis clientes.
Pedro se sintió horrorizado... durante unos segundos.
—Bueno, si te vinieses a Washington conmigo y siguieras trabajando para mí no tendrías que preocuparte por eso.
Paula sacó las llaves de su bolso y suspiró.
—No voy a ir a Washington contigo, Pedro; ya no sé cuántas veces te lo he dicho... me siento como un disco rallado.
—Pues toca una nueva canción —le sugirió él—. Supongo que con lo enfadada que estás no querrás invitarme a entrar un rato —murmuró.
—Supones bien —contestó ella con aspereza—. Buenas noches.
Iba a darse la vuelta para abrir la puerta y entrar en la casa, pero Pedro la retuvo por el brazo.
—Paula, no entiendo por qué te has puesto así... a menos que te avergüences de nuestra relación.
—No me avergüenzo —replicó ella irritada—; de hecho ni siquiera es una relación... Quiero decir... piensa en cómo empezó: una noche nos dejamos llevar, nos dijimos que aquello no podía volver a ocurrir, pero volvimos a caer una y otra vez. No escogimos iniciar una relación, simplemente nos dejamos arrastrar por la atracción que había entre nosotros. No creo que eso sea un buen comienzo para una relación sólida. Además, hay muchas cosas que no sabes de mí y yo no estoy segura de que... —se le quebró la voz y se mordió el labio inferior.
Pedro comprendió de repente, y se sintió como si Paula le hubiera asestado una puñalada.
—No estás segura de que no vaya a fallarte —murmuró—. No confías en mí...
—Claro que confío en ti —replicó ella—, no habría apostado por ti como directora de campaña ni me habría ido a la cama contigo si me hubieses inspirado desconfianza.
—Pero no estás segura de que puedas confiar en mí como pareja en una relación seria —murmuró Pedro dolido—. No te parecía mal como amante secreto, para darte un revolcón de vez en cuando, pero no para una relación de verdad, ¿no es así?
Sacudió la cabeza consternado. Era tal y como se había temido; aquello no hacía sino confirmar su incapacidad para mantener una relación emocional con otra persona. Había fracasado con su esposa, había fracasado con sus hijos..., y Paula acababa de darle a entender que prefería que terminasen antes de que su relación acabase en un fracaso también. De pronto se sentía vacío, más vacío de lo que nunca se había sentido en toda su vida.
—Es tarde y debes estar cansada —murmuró agachando la cabeza—. Ya te llamaré.
Y con esas palabras se alejó, dejando a Paula preocupada y confundida.
lunes, 13 de agosto de 2018
LA AMANTE DEL SENADOR: CAPITULO 23
Tenía que ponerse firme con Pedro... y consigo misma. Mientras bajaba las escaleras de su casa con un par de zapatos en la mano para ir a una fiesta a la que en realidad no tendría por qué ir, y a la que iba a asistir con un hombre con el que debería tener el menor trato posible, Paula farfulló entre dientes una serie de buenos propósitos de Año Nuevo, aunque todavía faltaban varios días para eso.
—No más dejarme arrastrar por ese estúpido estupor sensual que me entra cuando me besa —se dijo una vez en la planta baja, mientras se ponía unas manoletinas negras—; y no aceptar ni un solo regalo más —añadió lanzando una mirada furibunda al paquete envuelto que seguía sobre la mesita del salón, donde él lo había dejado.
A pesar de que se moría de curiosidad por saber qué había dentro, se había prometido que no lo abriría. En ese momento sonó el timbre de la puerta, y dio un respingo. ¿Era esa la reacción de una mujer con dominio de sí misma e imposible de seducir?, se reprendió. Diciéndole a su corazón que no latiera tan aprisa se dirigió lentamente hacia la puerta y alineó sus defensas. Iba a necesitarlas. Cuando abrió lo encontró de pie al otro lado con un ramo que era una pura explosión de colores por la variedad de flores que lo componían.
—Se me ocurrió traerte esto —le dijo Pedro—. La florista quería que me llevara un ramo preparado, pero le dije que quería uno «a la carta» y le indiqué qué flores quería que llevase. Las arregló ella para que quedara más bonito, y le añadió esas ramitas de hojas verdes para darle cuerpo, pero las flores las elegí yo. ¿Qué te parece? —le explicó mostrándoselo.
—Me parece que no deberías haberte tomado tantas molestias —dijo ella con un suspiro.
Pedro había escogido las flores él mismo, y eso hacía que aquel ramo fuese especial.
—Bueno, ya no puedo devolverlo —respondió él pasando dentro y dirigiéndose a la cocina—. Tienes algún jarrón o algún cacharro donde pueda ponerlas? —le preguntó desde allí.
Paula lo oyó abriendo y cerrando armarios.
—No —respondió desde el salón, decidida a mantenerse firme aunque se sintiera como una ingrata— Acabo de instalarme y no he tenido tiempo para ir a comprar jarrones.
Le oyó decir algo como «esto servirá», luego un ruido de agua corriendo, y al cabo de un rato Pedro reapareció con el ramo metido en una jarra alta.
—¿Dónde te lo pongo?
—Ahí mismo, en la mesita —respondió Paula de mala gana señalándosela con un vago ademán—. Escucha, Pedro, ya hemos hablado de esto antes, y...
—Estás preciosa —la interrumpió él, yendo hacia ella.
Una sensación de pánico invadió a Paula, que levantó las manos e hizo con dos dedos la señal de la cruz, como si Pedro fuera un vampiro del que quisiera protegerse.
—Detente —le dijo.
Pedro se rió y le separó las manos tomándolas en las suyas.
***
—No me habría perdido esta fiesta por nada del mundo —le dijo Pedro estrechándosela—. Recuerdas a Paula Chaves, mi asesora de imagen y directora de campaña ¿verdad?
—¿Cómo podría haberla olvidado? ...la mujer que mejor baila del viejo Sur —respondió Robert con una sonrisa—. ¿Va a acompañar al nuevo senador a Washington, señorita Chaves?
—Pues la verdad es que n...
—Estamos en negociaciones —la cortó Pedro.
—¡Pedro Alfonso!, justo el hombre que estaba buscando... —exclamó una mujer acercándose a ellos con el brazo entrelazado con el de otra.
La primera era Gloria, la esposa del anfitrión, y la segunda Vivian Smith, la viuda que se había sentado junto a Pedro en la cena de la fiesta en casa del gobernador.
—Pedro, sé que has estado muy ocupado con la campaña como para haber hecho vida social estos últimos meses, pero ahora puedes tomarte un respiro y divertirte un poco. Conoces a Vivian, ¿verdad?
—Sí, sí, nos conocemos —contestó Pedro—. De hecho coincidimos en otra fiesta hace unos días. Le estoy muy agradecido por el apoyo que me ha prestado durante la campaña.
Había sido una respuesta formal, pero Paula se fijó en que la tal Vivían estaba mirándolo como esperanzada.
—Vivían, creo que no conoces a Paula Chaves, ¿me equivoco? —le preguntó Pedro.
—Fue la directora de campaña de Pedro —le explicó Gloria a su amiga—. Es una chica brillante. ¿Cómo está, señorita Chaves? —sin darle tiempo a contestar la tomó de la mano y le dijo—:¿Sabe?, he pensado que con un grupo de vejestorios como nosotros se aburrirá muchísimo, y por eso se me ocurrió invitar al nuevo cirujano del hospital de la ciudad. Debe ser de su generación, y estoy segura de que le encantará conocerla. Venga conmigo, querida.
A Paula sólo le dio tiempo a lanzarle a Pedro una mirada de «te lo dije» antes de que Gloria la arrastrara con ella.
Al cabo de unos minutos Pedro ya había hablado todo lo que quería hablar con Vivian, pero ella parecía decidida a prolongar la conversación el máximo posible. A Paula, entretanto, no le faltaban caballeros que quisieran charlar con ella, observó Pedro malhumorado. Con su sonrisa y su risa parecía iluminar toda la sala.
—Es tan joven y tiene tanta vitalidad... —comentó Vivian mirándola.
—No tan joven —replicó Pedro—. Bueno, ya pasa de los treinta —añadió al ver la mirada de extrañeza que le dirigió la viuda.
—¿Seguirá trabajando con usted cuando se vaya a Washington?
La curiosidad de la mujer estaba empezando a irritar a Pedro, sobre todo porque a esa pregunta no podía responder con un «sí» como desearía.
—Todavía no está decidido.
—¿Y ya se ha mentalizado para la diferencia de clima?
Pedro frunció el entrecejo.
—¿A qué se refiere?
—Bueno, en Washington hace más frío en invierno que aquí en Savannah, y como se va usted en enero... ¿Qué hará usted para calentarse por las noches?
Pedro parpadeó con incredulidad al ver la expresión coqueta en su rostro. Oh, no... ,¿Estaba ofreciéndose para hacerlo ella?
Ya había tenido bastante, se dijo. Se aclaró la garganta.
—Tengo una manta de lana buenísima —le respondió—. Vivian, me ha encantado volver a verla, y quiero reiterarle mi agradecimiento por su apoyo durante la campaña pero ahora, si me disculpa, voy a ir a por un poco de agua.
Agarró un vaso de agua, y se dirigió a donde se encontraba Paula hablando con un hombre joven.
—Hola —dijo saludando al hombre con una inclinación de cabeza.
—Senador, permítame que le presente al doctor Jenson. Es el nuevo cirujano del hospital del que nos estaba hablando antes Gloria.
Pedro le tendió la mano.
—Bienvenido a Savannah.
—Gracias. Por cierto, felicidades por su nuevo cargo. Paula estaba diciéndome que no lo acompañará a Washington, y le estaba comentando que podría preguntarle a la administración del hospital si no les vendría bien alguien con su perfil.
Pedro apretó los dientes.
—Todavía no he renunciado a conseguir convencerla para que siga trabajando para mí, y estoy dispuesto a emplear todas mis armas para persuadirla —respondió—. Discúlpenos un momento, ¿quiere?
Pasó una mano por la cintura de Paula y la condujo hacia el pasillo. Paula se apartó de él y lo miró como si creyese que había perdido la cabeza.
—Pedro, te estás comportando como un cavernícola defendiendo su territorio —le siseó.
—¿Qué quieres?, entre Gloria metiéndome en el saco del «grupo de vejestorios» y luego Vivian ofreciéndose a ir a calentarme en las frías noches de Washington... —respondió Pedro.
Paula lo miró con los ojos como platos.
—¿Vivian te ha dicho eso?
Pedro asintió, aplacándose un poco al oír una nota de indignación en su voz.
—Y no hacía más que hablarme de lo joven que eres.
—No soy tan joven —replicó ella con fastidio.
—Eso mismo es lo que le dije yo.
Paula parpadeó y se rió entre dientes.
—Bueno, la verdad es que tampoco puede culpársela por ir detrás de ti: eres guapo, inteligente, rico, sexy... y además pronto te beneficiarás de todos esos descuentos que les hacen a los ciudadanos de la tercera edad...
Pedro frunció el ceño.
—Muy graciosa —farfulló.
—Bueno, ¿por qué me has traído aquí? —inquirió Paula.
—Porque tengo dos palabras que decirle, señorita Chaves —respondió Pedro.
Alzó brevemente la vista hacia el techo, lo justo para hacer a Paula mirar también y ver que sobre sus cabezas había colgada una ramita de acebo, y cuando ella bajó la vista con una ceja enarcada y la boca abierta, le dijo:
—Feliz Navidad —y tomó sus labios en un beso con lengua.
Horrorizada por aquella exhibición pública de pasión, Paula corrió al cuarto de baño. Se echó agua en la cara para sofocar el calor de sus ardientes mejillas, y maldijo entre dientes. Lo cierto era que la temperatura de todo su cuerpo parecía haber subido unos cuantos grados, y no por el enfado, ni por la indignación, ni por la vergüenza que sentía; era por el beso de Pedro. Aquel diablo sabía besar como nadie.
¿A qué había venido eso?, ¿acaso era uno de esos hombres a quienes les atraía lo inalcanzable y que una vez conseguido su objetivo perdían el interés?
Inspirando profundamente se dirigió a la puerta y salió al pasillo cuando se tropezó con Gloria Billings.
—Oh, perdóneme —balbució—; lo siento.
—No pasa nada —replicó la mujer.
Paula se dio cuenta de que parecía estar escrutando su rostro, e intentó distraer su atención de ella.
—Es una fiesta magnífica, la felicito, y usted una gran anfitriona —le dijo.
—Gracias; de algo sirve la experiencia —contestó la señora Billings con una sonrisa. Se quedó callada un instante, y le preguntó—: ¿No es un poco joven para él?
El corazón le dio un vuelco a Paula.
—No sé a qué se refiere.
—Pues a que es usted demasiado joven para el senador, querida —le dijo Gloria Billings bajando un poco la voz, pero empleando el mismo tono impertinente—. Los he visto hace un instante... bajo el acebo.
El corazón de Paula palpitó con fuerza contra sus costillas.
—Eso no... no ha sido nada.
—Pues a mí no me ha parecido que fuera nada —replicó la señora Billings riéndose—. Escuche, es usted muy joven, y Pedro Alfonso no lo es. Puede que le haya dado la impresión de que es uno de esos hombres mayores que van buscando a mujer más joven para que se convierta en su amante, colmarla de caprichos y ponerle un piso, pero tiene un fuerte carácter, y únicamente una mujer con experiencia sería capaz de manejarlo.
Paula la miró boquiabierta, debatiéndose entre la incredulidad y la ira.
—En primer lugar, quien piense eso de Pedro es que no lo conoce; en segundo lugar, a mí no me interesa ser la mascota de ningún hombre; y en tercer lugar, nada de eso importa porque no tenemos ninguna relación, ni vamos a tenerla —le espetó. A pesar de haberse desahogado, aún se notaba furiosa, y temiendo que su boca pudiera meterla en problemas, le repitió—: Una fiesta magnífica.
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