martes, 14 de agosto de 2018

LA AMANTE DEL SENADOR: CAPITULO 25




Hacía cuatro días que Paula no sabía nada de Pedro. Aunque se sentía mal por haberlo herido, también era consciente de que aquella relación no iba a ninguna parte y de que él no quería tener más hijos, así que cuando empezaba a darle vueltas y a recriminarse se decía que quizá hubiese sido para bien que la situación se hubiese atajado antes de que las cosas entre ellos empeorasen.


Para no pensar en ello se centró en el bebé, leyendo libros y más libros sobre el embarazo, el parto, y el cuidado de los bebés y los niños. Ya que iba a estar sola en aquello, al menos intentaría hacer todo lo que estuviese en su mano para ser una buena madre para su hijo.


Esa noche, sin embargo, cuando ya estaba acostada, el teléfono la despertó. Con el corazón palpitándole con fuerza, encendió la luz de la mesilla y miró el reloj: la una de la madrugada.


Levantó el auricular hecha un manojo de nervios, y contestó.


—¿Diga?


Para su sorpresa, no fue la voz de Pedro la que respondió.


—Paula, soy Andrea.


Paula frunció el entrecejo y se incorporó, quedándose sentada en la cama.


—¿Andrea? ¿Qué...?


—Estoy en el hospital, y Hernan, Raul, y Miguel están aquí también. Se trata de mi padre...


Un escalofrío recorrió la espalda de Paula.


—Le ha ocurrido algo a Pedro? ¿Qué le ha pasado?, ¿ha tenido un accidente?


—No; le entró un fuerte dolor en el pecho, y Hernan lo trajo corriendo a urgencias. Ahora mismo lo están examinando y pensé que... bueno, pensé que querrías saberlo.


Tras darle las gracias y decirle que iba enseguida para allá, Paula colgó y, con el corazón desbocado se levantó, se quitó el camisón, y corrió a buscar una sudadera y unos vaqueros.


Pedro estaba en el hospital, se repitió espantada mientras se subía con manos temblorosas la cremallera del pantalón, estaba en el hospital... 


Un sollozo escapó de su garganta. No podía morir, no podía morir... ¿Y si lo perdiese?, ¿y si el hijo que llevaba en su vientre no llegara nunca a conocer a su padre?


Se recogió el cabello con una pinza, se puso unos calcetines, se calzó unas zapatillas de deportes, y agarró un anorak.


Estaba tan alterada que tuvo que volver a entrar en la casa cuando ya había salido porque se había dejado el bolso. Ya en el coche, metió las llaves en el contacto, puso en marcha el motor, y se dirigió al hospital murmurando oraciones sin parar durante todo el trayecto.


Al entrar en el pabellón de urgencia vio inmediatamente a Hernan, Andrea, Raul, otro de los hijos de Pedro, y Miguel, el marido de Andrea.


—¿Cómo está? —les preguntó—. ¿Os han dicho va algo?


Hernan sacudió la cabeza.


—No, lo siento —respondió dando un paso hacia ella y abrazándola—. La buena noticia es que estaba consciente cuando lo trajimos, y que no hacía más que protestar todo el tiempo diciendo que no necesitaba que lo viera ningún médico.


Paula se sintió algo más aliviada al oír aquello, pero su preocupación no se disipó por completo.


—¿Qué ocurrió exactamente?


—Lo encontré en la cocina, doblado y agarrándose el pecho. Me pegué un susto de muerte —le explicó el hermano de Pedro pasándose nervioso una mano por el escaso cabello que le quedaba—. No me lo esperaba, la verdad; siempre ha estado fuerte como un toro, pero supongo que esto demuestra que es tan vulnerable como el resto de los mortales.


El imaginarse a Pedro doblado y agarrándose el pecho dolorido hizo que a Paula la invadiera el pánico de nuevo. Tragó saliva.


—¿Y cuánto hace que estáis aquí?


—Llevaremos aquí algo más de una hora —contestó Hernan—, pero si no salen pronto a decirnos algo iré a preguntarle a la enfermera.


Paula quería hablar ya con la enfermera; quería ir con Pedro y asegurarse de que estaba bien.


Hernan tomó sus manos en las suyas.


—Paula, estás muy pálida, y tienes las manos frías como el hielo —murmuró—. Estos últimos días he notado a Pedro muy taciturno, y aunque cada vez que le he preguntado me ha dicho que no le ocurría nada, sé que no es verdad. ¿Tienes alguna idea de qué puede tenerlo tan preocupado?


Paula sintió una punzada de culpabilidad.


—El otro día tuvimos una discusión —dijo con la cabeza gacha—. Desde entonces no hemos vuelto a hablar —los ojos le picaban, y se notaba un nudo en la garganta. Intentó contener las lágrimas, pero le fue imposible, y comenzaron a rodar por sus mejillas—. Dime que no va a morirse, Hernan —le susurró—. No puede morir...




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