sábado, 11 de agosto de 2018
LA AMANTE DEL SENADOR: CAPITULO 17
Unos días después se celebró la boda de Adrian y Selene. Pedro se sintió feliz por su hijo cuando el sacerdote los declaró marido y mujer, y en el convite que tuvo lugar después en un lujoso hotel de Savannah, brindó por la pareja y los observó sonriente cuando abrieron el baile con el vals nupcial, pero una extraña emoción lo embargó en medio de la música y el bullicio de la gente.
Estaba recordando el día que Adrian había nacido. Había estado fuera del país cuando su esposa se puso de parto, pero dio un vuelo en cuanto su hermano lo llamó para decírselo. Al tomar al pequeño en sus brazos se había sentido dichoso, igual que con sus dos primeros hijos, pero, también igual que le había sucedido con ellos, había sentido además el peso de la responsabilidad, y se había jurado una vez más que les daría todo lo que estuviese en su mano, y que haría que se sintiesen orgullosos de tenerlo como padre.
Sintió una punzada de remordimiento en el estómago al pensar en cómo le había fallado a sus hermanos y a él, y en medio de su lamento le llegó el aroma de un perfume que le resultaba familiar. Paula. Se volvió y la encontró a su lado, sonriéndole, y su malestar se aligeró.
—¿Cómo está el padre del novio? —le preguntó.
—Bueno, esto es un poco más duro de lo que imaginaba —farfulló él tirándose un poco de la corbata.
—¿Abrumado por la emoción? —inquirió ella con una mirada amable.
—Sí, un poco —asintió él. La fragancia de las montañas de rosas rojas y blancas que adornaban el salón estaba empezando a marearlo—. Necesito un poco de aire fresco; ¿vienes fuera conmigo?
Paula vaciló un instante, pero finalmente asintió.
—Claro.
Salieron a una de las terrazas del salón, y Pedro agradeció de inmediato el aire fresco de diciembre, pero al ver a Paula encogerse de frío se quitó la chaqueta.
—Ten, póntela.
Paula protestó diciéndole que estaba bien, que no hacía falta, pero Pedro no le hizo caso y se la echó sobre los hombros.
—Gracias —murmuró ella—. ¿Te encuentras bien?
Pedro se metió las manos en los bolsillos del pantalón y asintió.
—Es sólo que cuando estaba ahí dentro me he puesto a pensar en todos los años que no he estado al lado de mis hijos.
Paula se quedó callada un momento, y dentro se oyeron los acordes de una melodía romántica que había empezado a tocar la orquesta.
—Sé que debe resultarte doloroso —le dijo—, pero puedes lamentarte por lo que te has perdido, o tratar de disfrutar el presente y en el futuro y tratar de enmendarte.
—Para ser tan joven eres una mujer muy sabia —murmuró Pedro mirándose en sus ojos. Paula puso los ojos en blanco.
—No soy tan joven.
Pedro la agarró por la cintura y la atrajo hacia sí.
—Tonterías —replicó él, balanceándose al ritmo de la música.
—¿Qué haces? —inquirió ella riéndose.
—Bailar contigo —respondió él—. Estoy siguiendo tu consejo y disfrutando el presente. Al fin y al cabo no tiene uno entre sus brazos todos los días a una mujer tan hermosa que sólo con mirarla lo deje sin aliento.
Paula cerró los ojos y apoyó la frente en su barbilla.
—No deberías decir esas cosas.
—¿Por qué no? Es la verdad. Soy el «honesto Pedro», el único político de América que no miente —bromeó haciendo alusión al eslogan que habían utilizado durante la campaña.
—Sí, pero no puedo creerme que sea verdad eso de que te dejo sin aliento.
—Eso es porque eres muy modesta —murmuró Pedro besándola en el pelo y preguntándose qué podría hacer para convencerla de que fuese a Washington con él.
La velada fue pasando, y cuando llegó el momento del lanzamiento del ramo Pedro observó cómo las solteras se apelotonaban detrás de la novia para ponerse en posición. Jasmine, la esposa de Ramiro, que era casi hijo adoptivo de su hermano Hernan, estaba intentando convencer a Paula para que se uniera a ellas, pero ella se negaba una y otra vez sacudiendo la cabeza. Incapaz de contener la curiosidad, se acercó a ellas para oír qué estaban diciendo.
—Vamos, Paula, sé buena... ¿por qué no quieres ponerte con las demás?
—Porque tengo intención de permanecer soltera.
—Pero, ¿por qué? —exclamó Jasmine.
—Porque los hombres no dan más que problemas —contestó Paula.
—No digas eso; lo que pasa es que todavía no has encontrado al hombre adecuado.
—Te equivocas; he conocido a un montón de hombres adecuados, pero ninguno era adecuado para mí.
—Pero...
La novia acababa de lanzar el ramo, y fue a caer en ese momento a los pies de Paula, que lo miró exasperada, y como si fuera un balón de rugby le dio un ligero puntapié gritando:
—¡Atención, chicas, el ramo ha caído fuera del campo!, ¡atrapadlo antes de que el arbitro declare nula la jugada!
El grupo de solteras se abalanzó sobre el ramo mientras Paula se apartaba. Hernan, el hermano de Pedro, apareció al lado de éste y se rió al ver la escena.
—Siempre me había parecido que había algo en esto del lanzamiento del ramo que me recordaba a la Prehistoria, y ahora me doy cuenta de que no es el lanzamiento en sí, sino la parte en la que intentan atraparlo porque parece...
—...una manada de elefantes en estampida —completó Pedro.
Probablemente aquel frenesí por hacerse con el codiciado ramo habría hecho que a más de una se le hiciera una carrera en las media o se le rompiera una uña. A los pocos segundos de entre la marabunta de solteras salió dando brincos una con el cabello revuelto pero también una sonrisa triunfal en los labios, agitando el ramo como si fuera un trofeo.
—¿Se creerán de verdad que la que lo atrapa será la siguiente en casarse? —le preguntó Pedro a su hermano.
—Bueno, supongo que lo ven más bien como un empujoncito que el destino les da hacia el altar —contestó Hernan—. Paula en cambio parece opinar que es una tontería; mírala, ahí apartada como dando a entender que no quiere tener nada que ver ni con el ramo ni con lo de casarse —comentó riéndose entre dientes,
—Sí, la verdad es que ésa es la impresión que da—murmuró Pedro.
Por alguna razón aquello lo entristeció un poco.
Era una pena que estuviese cerrada a la idea del matrimonio.
—¿Sabes?, esto me recuerda a lo que te costó conquistar a Chloe —comentó Hernan—. Era la chica con la que todos querían salir, pero finalmente fuiste tú quien te la llevaste.
Pedro asintió con la cabeza.
—Es la única mujer a la que le he hecho la corte.
—No es que haya sido la única; es que nunca más te ha hecho falta —replicó Hernan divertido—. Acuden a ti como moscas a la miel.
Pero no la que él quería, pensó Pedro. Observó a Paula charlando con su sobrina Imogene, sonriendo y sacudiendo la cabeza, y de pronto cayó en la cuenta: tendría que cortejarla, como había hecho con su esposa. Claro que para eso primero tendría que enterarse por ejemplo de qué cosas le gustaban. Chloe prácticamente había anunciado a los cuatro vientos que le encantaban las rosas rojas y los bombones, así que sus pretendientes, él entre ellos, habían sabido perfectamente con qué agasajarla para ganársela.
De Paula, en cambio, él sólo sabía que le gustaba el vino blanco, aunque últimamente no la había visto tomarlo, los filetes no muy hechos, las infusiones, las galletas saladas, y los M&Ms, que tomaba siempre que estaba nerviosa.
Si tuviera más información podría intentar un acercamiento bien planeado, pero tal y como estaban las cosas tendrían que recurrir al «método prueba—error».
LA AMANTE DEL SENADOR: CAPITULO 16
Esa tarde varios miembros de la familia Danforth se reunieron en Crofthaven para la improvisada celebración con Marcos y Dana. Se abrieron varias botellas del mejor champán para la ocasión, y fue Pedro quien hizo el brindis.
—Por Marcos y Dana, que forman un gran equipo —dijo—, por su victoria sobre esta dura batalla que han estado librando estos meses, y por que en su futuro sólo haya felicidad.
Brindó con Marcos y Dana, y luego con Paula, que lo miró por encima del borde de su copa mientras tomaba un trago, aturdida por la intensa expresión que había en su rostro. Se había mostrado tan atento con ella durante todo el día que casi la había hecho pensar en algún momento que su relación podría tener un futuro.
Casi.
Desde aquella mañana estaba hecha un manojo de nervios, y no había tomado más que las dos tostadas que había desayunado, y unas galletas saladas. De hecho en ese momento se estaba sintiendo algo mareada.
—¿Pau? —le dijo Pedro, como si le hubiese dicho algo y ella no se hubiese enterado—. ¿Te encuentras bien?
Intentó mirarlo, pero la habitación le daba vueltas.
—Estoy bien; sólo un poco mareada —dijo. Las rodillas le flaquearon, y aunque trató de ponerlas tiesas fue en vano y sintió que se desplomaba.
Pedro la agarró antes de que cayese al suelo.
—Pau, ¿qué te ocurre? Estás pálida... ¿Paula?
Escuchó un murmullo de voces preocupadas, pero de pronto fue como si una cortina negra hubiese caído sobre ella.
—Gracias por venir tan rápido, Bernard —le dijo Pedro al viejo médico de la familia.
—Parecías preocupado cuando me llamaste —respondió el hombre, dirigiéndose hacia la cama en la que estaba tendida Paula—. Bueno, ¿qué le ha sucedido a esta damisela?
—Estábamos teniendo una celebración familiar y estábamos de pie, brindando, cuando se cayó redonda —le explicó Pedro—. Lleva varios días con molestias de estómago.
El médico se sentó en el borde de la cama junto a Paula.
—Veamos cómo tiene el pulso —dijo tomándole la muñeca y mirando su reloj.
—Doctor, no me caí «redonda», como dice Pedro —protestó Paula—. Empecé a sentirme mareada, y sólo perdí el conocimiento durante unos segundos.
El médico estaba sacando un medidor de tensión de su maletín.
—Permítame —dijo poniéndole el brazalete,
—Se habría caído al suelo si no la hubiera sostenido a tiempo —dijo Pedro—. Podría haberse dado un golpe en la cabeza y haber sufrido una contusión.
—Mira que puedes ser exagerado a veces, Pedro —lo increpó Paula.
—Tú no viste lo pálida que estabas —replicó él.
—Pedro, sal de la habitación; estás molestando a mi paciente —le dijo el médico.
Pedro abrió la boca sorprendido, y Paula contuvo una risita. Pedro estaba acostumbrado a dar órdenes, no a que se las dieran a él.
—Lo digo en serio, Pedro —insistió el médico—. Necesito examinar a la señorita Chaves sin distracciones, y tu presencia está afectando a su presión sanguínea.
Pedro abrió la boca como para decir algo, pero la volvió a cerrar, y un brillo travieso iluminó sus ojos.
—Bueno, me alegra saber que puedo afectar a su presión sanguínea.
El doctor se rió entre dientes mientras Pedro salía por la puerta.
—Menudo pillastre —farfulló. Y luego, volviéndose hacia Paula le dijo—: Espero que sepa lo que la espera.
—¿Qué quiere decir? —inquirió Paula.
—Que Pedro Alfonso suele conseguir lo que quiere, y parece que en este momento usted es lo que quiere. Pero hábleme de los síntomas que se ha notado. Sí que está un poco pálida. ¿Ha tomado alcohol con el estómago vacío?
—Sólo un sorbo. Pero no es nada, doctor, de verdad. Pedro tiende a exagerar.
El médico escrutó su rostro por encima de las lentes de sus gafas.
—Parece usted muy segura de que no tiene importancia. ¿Cuánto hace exactamente que viene teniendo esas molestias de estómago?
—Pues un par de semanas, pero no le he dado mayor importancia. Debe ser el estrés de estos meses, que se está cobrando la factura.
—¿Ha tenido náuseas en algún momento?
—Sí, pero me van y me vienen.
El médico frunció el entrecejo.
—Quizá deberíamos hacerle unos análisis de sangre.
—No hace falta; me hice hace poco y estaba todo bien —insistió ella, deseando que el buen médico no fuese tan concienzudo.
—Mmm... —murmuró el hombre levantándole la barbilla y mirándola—. ¿Ha tenido fiebre?
Paula sacudió la cabeza.
—No. ¿Lo ve?, no es nada serio. Pedro siempre reacciona de una manera exagerada.
—Más bien es algo sobreprotector —la corrigió el médico—, sobre todo con las personas que le importan —se aclaró la garganta—. Las náuseas pueden ser síntoma de muchas cosas; ¿se ha hecho una prueba de embarazo?
Paula tragó saliva. Tal y como había temido el médico había intuido la verdad.
—Si se lo ha hecho y le ha salido positivo debería asegurarse de que está comiendo bien tanto por usted como por el bebé.
Paula se mordió el labio inferior presa del pánico. ¿Y si el médico se lo decía a Pedro?
Todavía no se sentía preparada para afrontar su reacción, fuera cual fuera.
El médico la tomó de ambas manos, que se habían puesto frías y sudorosas.
—¿Se lo ha dicho al padre del niño?
Incapaz de mentir, Paula sacudió levemente la cabeza.
—Por favor, no se lo diga.
El médico asintió.
—No lo haré, pero usted sí debería hacerlo —dijo levantándose de la cama—. ¿Le ha recetado su ginecólogo las vitaminas que tiene que tomar para el embarazo?
—Sí, las estoy tomando —contestó ella, respirando aliviada.
—Bien. Tome bastante líquido y si tiene náuseas espere un poco para comer y descanse —le dijo el médico—. No espere demasiado para decírselo a Pedro. Estas cosas acaban sabiéndose.
Paula asintió con la cabeza. Sabía que debía hacerlo, pero... ¿cómo?
Pedro insistió en que Paula se quedase a pasar la noche en Crofthaven. Cuando el médico y la familia se hubieron marchado, fue a hacerle compañía a la habitación de invitados donde la habían acomodado y se pusieron a ver una película antigua, Qué bello es vivir, con James Stewart, mientras Paula se tomaba la sopa que la cocinera le había preparado y Pedro le había llevado.
—Vamos, otra cucharada —la animó Pedro.
Paula sonrió y sacudió la cabeza.
—Sólo te falta hacer que la cuchara es un avión como se hace con los niños para que coman.
—Bueno, si da resultado —murmuró él tomando la cuchara—. Vamos, abre el hangar para que el avión pueda aterrizar.
Paula se rió y dejó que le metiera una cucharada en la boca.
—¿Sabes? —le dijo al cabo de un rato—, me pregunto qué clase de padre habrías sido si no hubieses estado demasiado ocupado conquistando el mundo.
Pedro se puso serio.
—Bueno, quiero creer que habría hecho las cosas de un modo distinto.
El corazón de Paula palpitó con fuerza. ¿Podría ser ese el momento que había estado esperando para decírselo?
—Si tuvieras ahora esa oportunidad... ¿harías las cosas de un modo distinto?
Pedro enarcó las cejas.
—¿Te refieres a tener otro hijo? —contestó riéndose con incredulidad—. Soy lo bastante mayor como para que mis hijos empiecen a darme nietos —se quedó callado y miró a Paula—. ¿Y tú? Siempre he tenido la impresión de que estabas tan centrada en tu carrera como yo. ¿Te arrepientes de no haberte casado y haber tenido hijos?
—No conozco a nadie que no tenga algo de lo que arrepentirse —respondió ella evasivamente. Quizá después de todo no fuera el momento—, pero tienes razón, he estado tan volcada en el trabajo que no he tenido tiempo de pensar siquiera en la posibilidad de tener hijos.
—¿Está haciendo tic—tac tu reloj biológico? —inquirió él.
Paula reprimió una risa nerviosa.
—No, últimamente no.
—¿Y qué me dices del matrimonio? No he conocido a ninguna mujer que no haya soñado alguna vez con encontrar a su príncipe azul y casarse de blanco.
Un recuerdo agridulce cruzó por la mente de Paula. Había estado muy encaprichada de su novio del instituto, y por aquel entonces había estado segura de que un día se casarían, serían felices, y comerían perdices. No podía haber estado más equivocada.
—En mi caso de eso hace ya mucho tiempo. Además, los príncipes azules no existen, y la vida me ha enseñado que los hombres pueden causarte muchas complicaciones. Y pueden dejarte en la estacada en el peor momento, así que es mejor no depender de ellos.
—Suena como si hubiese tenido una mala experiencia —murmuró Pedro.
—¿Quién no se ha dado de bruces alguna vez por culpa del amor? Claro que a ti quizá no te haya pasado porque nunca te han dado calabazas —lo picó—. Aunque creo recordar que en una ocasión me contaste que tuviste que esforzarte mucho para ganarte a tu esposa —añadió chasqueando la lengua a modo de reproche—. Siempre buscando nuevos retos...
Pedro la miró de reojo y emitió un gruñido de protesta.
—Creo poder decir que he madurado un poco desde entonces, pero sí, tienes razón: mi esposa era la más hermosa de todas las chicas que se presentaban en sociedad ese año, y fuimos al menos tres los pretendientes que rivalizamos por su mano. El día que me dijo que se casaría conmigo me sentí como si hubiese ganado una carrera de resistencia.
—¿Y por qué crees que te eligió a ti?
Pedro se puso serio y apartó la vista, entornando los ojos.
—¿Quieres saber la verdad?
Paula asintió.
—Creo que quería Crofthaven.
Su respuesta la dejó aturdida, y tardó un rato en reaccionar.
—Oh, tuvo que ser por algo más que eso. Seguro que estaba enamorada de ti.
Pedro se encogió de hombros.
—Los dos éramos muy jóvenes, y egoístas como lo pueden ser a veces los jóvenes. Para mí ella era un trofeo, y para ella Crofthaven el palacio del que quería ser dueña y señora —miró a Paula a los ojos—. Dicen que todo en la vida tiene un propósito y que las cosas que nos ocurren están predestinadas a ocurrir, pero nuestro matrimonio fue un error y nos hizo infelices a los dos; aparte de los cinco hijos maravillosos que tuvimos no creo que pueda sacarse mucho más de él.
—Eso depende —dijo Paula.
—¿De qué?
—De si aprendiste algo de la experiencia —respondió ella—, y de si te ha hecho cambiar.
Pedro se limitó a sonreír tristemente y volvió a encogerse de hombros.
—Tal vez.
LA AMANTE DEL SENADOR: CAPITULO 15
Veinte minutos después Pedro apagaba su teléfono móvil y regresaba con Paula. Estaba deseando contarle la noticia que le había dado Marcos... y también acabar lo que habían empezado. Todavía estaba excitado por el modo en que había respondido a sus besos y sus caricias. Sin embargo, cuando llegó junto a la cama la encontró arropada y profundamente dormida. El vestido que él le había dejado a medio quitar estaba colgado sobre una silla, y a juzgar por el hecho de que se hubiese acostado sin ropa, como sugerían sus hombros desnudos, y de que hubiese dejado encendida la luz de la mesilla de noche, lo había estado esperando.
Pedro suspiró y se pasó una mano por el cabello. Parecía exhausta, y sería un cavernícola si la despertase sólo para satisfacer sus apetitos.
Inspiró profundamente y soltó el aire muy despacio. Habría otras ocasiones, se dijo, y apagó la lámpara de la mesilla.
Paula se despertó temprano a la mañana siguiente. Rodó sobre el costado, esperando encontrar a Pedro junto a ella, pero no estaba allí. Frunciendo el entrecejo se estiró, intentando recordar qué había ocurrido la noche anterior después de que se lavara los dientes, y se acostara a esperarlo, pero de lo único de lo que se acordaba era de lo cansada que estaba y de cómo había intentado con todas sus fuerzas permanecer despierta.
Según parecía no había superado aquella prueba de resistencia, pensó decepcionada. Oyó que llamaban con los nudillos a la puerta de Pedro, luego un murmullo de voces, y llegó hasta ella un olor a café y beicon que hizo que se le revolviera el estómago.
Al cabo de un rato Pedro apareció en el umbral de la puerta que comunicaba sus habitaciones con el pelo mojado de haberse dado una ducha.
—¿Lista para desayunar, dormilona? He pedido suficiente como para que podamos desayunar los dos.
Paula controló a duras penas las náuseas que le sobrevinieron.
—La verdad es que anoche debí excederme un poco, porque no tengo mucho apetito. Quizá una tostada.
Con un pulgar enganchado en una trabilla del pantalón, Pedro entró en la habitación de Paula.
—Pues yo anoche no llegué a saciar mi apetito.
Paula supo por la sonrisa lobuna que había en sus labios que no estaba hablando de comida.
—Siento haberme dormido —le dijo haciendo una mueca—. Supongo que estaba más cansada... y más satisfecha de lo que pensaba.
Pedro se sentó junto a ella en la cama y puso una mano en su mejilla.
—Me gustaría que continuáramos ahora donde nos quedamos anoche, pero tenemos que volver a Savannah para unirnos a una pequeña celebración familiar con Marcos y Dana. Han capturado a los miembros del cártel que hicieron que Marcos fuera acusado falsamente.
Paula emitió un gemido de sorpresa y se incorporó, apoyándose en los codos.
—¡Pero eso es fantástico! —exclamó con una sonrisa—. Cuánto me alegro, Pedro.
—Sí, son muy buenas noticias —asintió él—. Quería habértelas dado anoche, pero me dio pena despertarte sólo para eso. Bueno, para eso y para algo más... —añadió con picardía—. ¿Lo posponemos para otro día?
Paula asintió con la cabeza pero no estaba segura de que fuera buena idea
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