sábado, 11 de agosto de 2018

LA AMANTE DEL SENADOR: CAPITULO 16




Esa tarde varios miembros de la familia Danforth se reunieron en Crofthaven para la improvisada celebración con Marcos y Dana. Se abrieron varias botellas del mejor champán para la ocasión, y fue Pedro quien hizo el brindis.


—Por Marcos y Dana, que forman un gran equipo —dijo—, por su victoria sobre esta dura batalla que han estado librando estos meses, y por que en su futuro sólo haya felicidad.


Brindó con Marcos y Dana, y luego con Paula, que lo miró por encima del borde de su copa mientras tomaba un trago, aturdida por la intensa expresión que había en su rostro. Se había mostrado tan atento con ella durante todo el día que casi la había hecho pensar en algún momento que su relación podría tener un futuro. 


Casi.


Desde aquella mañana estaba hecha un manojo de nervios, y no había tomado más que las dos tostadas que había desayunado, y unas galletas saladas. De hecho en ese momento se estaba sintiendo algo mareada.


—¿Pau? —le dijo Pedro, como si le hubiese dicho algo y ella no se hubiese enterado—. ¿Te encuentras bien?


Intentó mirarlo, pero la habitación le daba vueltas.


—Estoy bien; sólo un poco mareada —dijo. Las rodillas le flaquearon, y aunque trató de ponerlas tiesas fue en vano y sintió que se desplomaba. 


Pedro la agarró antes de que cayese al suelo.


—Pau, ¿qué te ocurre? Estás pálida... ¿Paula?


Escuchó un murmullo de voces preocupadas, pero de pronto fue como si una cortina negra hubiese caído sobre ella.


—Gracias por venir tan rápido, Bernard —le dijo Pedro al viejo médico de la familia.


—Parecías preocupado cuando me llamaste —respondió el hombre, dirigiéndose hacia la cama en la que estaba tendida Paula—. Bueno, ¿qué le ha sucedido a esta damisela?


—Estábamos teniendo una celebración familiar y estábamos de pie, brindando, cuando se cayó redonda —le explicó Pedro—. Lleva varios días con molestias de estómago.


El médico se sentó en el borde de la cama junto a Paula.


—Veamos cómo tiene el pulso —dijo tomándole la muñeca y mirando su reloj.


—Doctor, no me caí «redonda», como dice Pedro —protestó Paula—. Empecé a sentirme mareada, y sólo perdí el conocimiento durante unos segundos.


El médico estaba sacando un medidor de tensión de su maletín.


—Permítame —dijo poniéndole el brazalete,
—Se habría caído al suelo si no la hubiera sostenido a tiempo —dijo Pedro—. Podría haberse dado un golpe en la cabeza y haber sufrido una contusión.


—Mira que puedes ser exagerado a veces, Pedro —lo increpó Paula.


—Tú no viste lo pálida que estabas —replicó él.


Pedro, sal de la habitación; estás molestando a mi paciente —le dijo el médico.


Pedro abrió la boca sorprendido, y Paula contuvo una risita. Pedro estaba acostumbrado a dar órdenes, no a que se las dieran a él.


—Lo digo en serio, Pedro —insistió el médico—. Necesito examinar a la señorita Chaves sin distracciones, y tu presencia está afectando a su presión sanguínea.


Pedro abrió la boca como para decir algo, pero la volvió a cerrar, y un brillo travieso iluminó sus ojos.


—Bueno, me alegra saber que puedo afectar a su presión sanguínea.


El doctor se rió entre dientes mientras Pedro salía por la puerta.


—Menudo pillastre —farfulló. Y luego, volviéndose hacia Paula le dijo—: Espero que sepa lo que la espera.


—¿Qué quiere decir? —inquirió Paula.


—Que Pedro Alfonso suele conseguir lo que quiere, y parece que en este momento usted es lo que quiere. Pero hábleme de los síntomas que se ha notado. Sí que está un poco pálida. ¿Ha tomado alcohol con el estómago vacío?


—Sólo un sorbo. Pero no es nada, doctor, de verdad. Pedro tiende a exagerar.


El médico escrutó su rostro por encima de las lentes de sus gafas.


—Parece usted muy segura de que no tiene importancia. ¿Cuánto hace exactamente que viene teniendo esas molestias de estómago?


—Pues un par de semanas, pero no le he dado mayor importancia. Debe ser el estrés de estos meses, que se está cobrando la factura.


—¿Ha tenido náuseas en algún momento?


—Sí, pero me van y me vienen.


El médico frunció el entrecejo.


—Quizá deberíamos hacerle unos análisis de sangre.


—No hace falta; me hice hace poco y estaba todo bien —insistió ella, deseando que el buen médico no fuese tan concienzudo.


—Mmm... —murmuró el hombre levantándole la barbilla y mirándola—. ¿Ha tenido fiebre?


Paula sacudió la cabeza.


—No. ¿Lo ve?, no es nada serio. Pedro siempre reacciona de una manera exagerada.


—Más bien es algo sobreprotector —la corrigió el médico—, sobre todo con las personas que le importan —se aclaró la garganta—. Las náuseas pueden ser síntoma de muchas cosas; ¿se ha hecho una prueba de embarazo?


Paula tragó saliva. Tal y como había temido el médico había intuido la verdad.


—Si se lo ha hecho y le ha salido positivo debería asegurarse de que está comiendo bien tanto por usted como por el bebé.


Paula se mordió el labio inferior presa del pánico. ¿Y si el médico se lo decía a Pedro


Todavía no se sentía preparada para afrontar su reacción, fuera cual fuera.


El médico la tomó de ambas manos, que se habían puesto frías y sudorosas.


—¿Se lo ha dicho al padre del niño?


Incapaz de mentir, Paula sacudió levemente la cabeza.


—Por favor, no se lo diga.


El médico asintió.


—No lo haré, pero usted sí debería hacerlo —dijo levantándose de la cama—. ¿Le ha recetado su ginecólogo las vitaminas que tiene que tomar para el embarazo?


—Sí, las estoy tomando —contestó ella, respirando aliviada.


—Bien. Tome bastante líquido y si tiene náuseas espere un poco para comer y descanse —le dijo el médico—. No espere demasiado para decírselo a Pedro. Estas cosas acaban sabiéndose.


Paula asintió con la cabeza. Sabía que debía hacerlo, pero... ¿cómo?


Pedro insistió en que Paula se quedase a pasar la noche en Crofthaven. Cuando el médico y la familia se hubieron marchado, fue a hacerle compañía a la habitación de invitados donde la habían acomodado y se pusieron a ver una película antigua, Qué bello es vivir, con James Stewart, mientras Paula se tomaba la sopa que la cocinera le había preparado y Pedro le había llevado.


—Vamos, otra cucharada —la animó Pedro


Paula sonrió y sacudió la cabeza.


—Sólo te falta hacer que la cuchara es un avión como se hace con los niños para que coman.


—Bueno, si da resultado —murmuró él tomando la cuchara—. Vamos, abre el hangar para que el avión pueda aterrizar.


Paula se rió y dejó que le metiera una cucharada en la boca.


—¿Sabes? —le dijo al cabo de un rato—, me pregunto qué clase de padre habrías sido si no hubieses estado demasiado ocupado conquistando el mundo.


Pedro se puso serio.


—Bueno, quiero creer que habría hecho las cosas de un modo distinto.


El corazón de Paula palpitó con fuerza. ¿Podría ser ese el momento que había estado esperando para decírselo?


—Si tuvieras ahora esa oportunidad... ¿harías las cosas de un modo distinto?


Pedro enarcó las cejas.


—¿Te refieres a tener otro hijo? —contestó riéndose con incredulidad—. Soy lo bastante mayor como para que mis hijos empiecen a darme nietos —se quedó callado y miró a Paula—. ¿Y tú? Siempre he tenido la impresión de que estabas tan centrada en tu carrera como yo. ¿Te arrepientes de no haberte casado y haber tenido hijos?


—No conozco a nadie que no tenga algo de lo que arrepentirse —respondió ella evasivamente. Quizá después de todo no fuera el momento—, pero tienes razón, he estado tan volcada en el trabajo que no he tenido tiempo de pensar siquiera en la posibilidad de tener hijos.


—¿Está haciendo tic—tac tu reloj biológico? —inquirió él.


Paula reprimió una risa nerviosa.


—No, últimamente no.


—¿Y qué me dices del matrimonio? No he conocido a ninguna mujer que no haya soñado alguna vez con encontrar a su príncipe azul y casarse de blanco.


Un recuerdo agridulce cruzó por la mente de Paula. Había estado muy encaprichada de su novio del instituto, y por aquel entonces había estado segura de que un día se casarían, serían felices, y comerían perdices. No podía haber estado más equivocada.


—En mi caso de eso hace ya mucho tiempo. Además, los príncipes azules no existen, y la vida me ha enseñado que los hombres pueden causarte muchas complicaciones. Y pueden dejarte en la estacada en el peor momento, así que es mejor no depender de ellos.


—Suena como si hubiese tenido una mala experiencia —murmuró Pedro.


—¿Quién no se ha dado de bruces alguna vez por culpa del amor? Claro que a ti quizá no te haya pasado porque nunca te han dado calabazas —lo picó—. Aunque creo recordar que en una ocasión me contaste que tuviste que esforzarte mucho para ganarte a tu esposa —añadió chasqueando la lengua a modo de reproche—. Siempre buscando nuevos retos...


Pedro la miró de reojo y emitió un gruñido de protesta.


—Creo poder decir que he madurado un poco desde entonces, pero sí, tienes razón: mi esposa era la más hermosa de todas las chicas que se presentaban en sociedad ese año, y fuimos al menos tres los pretendientes que rivalizamos por su mano. El día que me dijo que se casaría conmigo me sentí como si hubiese ganado una carrera de resistencia.


—¿Y por qué crees que te eligió a ti?


Pedro se puso serio y apartó la vista, entornando los ojos.


—¿Quieres saber la verdad?


Paula asintió.


—Creo que quería Crofthaven. 


Su respuesta la dejó aturdida, y tardó un rato en reaccionar.


—Oh, tuvo que ser por algo más que eso. Seguro que estaba enamorada de ti.


Pedro se encogió de hombros.


—Los dos éramos muy jóvenes, y egoístas como lo pueden ser a veces los jóvenes. Para mí ella era un trofeo, y para ella Crofthaven el palacio del que quería ser dueña y señora —miró a Paula a los ojos—. Dicen que todo en la vida tiene un propósito y que las cosas que nos ocurren están predestinadas a ocurrir, pero nuestro matrimonio fue un error y nos hizo infelices a los dos; aparte de los cinco hijos maravillosos que tuvimos no creo que pueda sacarse mucho más de él.


—Eso depende —dijo Paula.


—¿De qué?


—De si aprendiste algo de la experiencia —respondió ella—, y de si te ha hecho cambiar.


Pedro se limitó a sonreír tristemente y volvió a encogerse de hombros.


—Tal vez.



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