miércoles, 6 de junio de 2018

THE GAME SHOW: SINOPSIS






Un importante ejecutivo y una madre soltera intercambian sus vidas…


Paula Chaves trabajaba en el escalafón más bajo de su empresa, pero quería tener la oportunidad de conocer una vida mejor, aunque para ello tuviera que participar en un programa de televisión. Así fue como llegó a intercambiar su vida y su trabajo con un ejecutivo, el vicepresidente Pedro Alfonso. Eso implicaba sentarse en su enorme despacho y decirle a todo el mundo lo que tenía que hacer, mientras que él debía arreglárselas como madre soltera y un trabajo sin porvenir. Pero cuando Paula conoció al sexy Pedro, con sus sonrisas arrebatadoras, se dio cuenta de que para lograr lo que deseaba no tenía por qué ganar el concurso, sino conseguir el verdadero premio: él.




martes, 5 de junio de 2018

HIJO DE UNA NOCHE: EPILOGO




La hija de Pedro y Paula nació dos semanas después y Pedro anunció, con una sinceridad que hizo reír a Paula, que había vuelto a enamorarse de ella otra vez.


Helena , que había llegado al mundo sin ningún problema, era una niña gordita con el pelo rojo de su madre y los preciosos ojos oscuros de su padre.


Sus abuelos, y su bisabuelo, estaban locos con ella y los planes de la boda fueron discutidos en detalle mientras ellos contribuían cuando los dejaban, que no era siempre.


Pero lo que realmente querían era que llegase la noche para meterse en la cama.


Con la niña a menudo entre los dos antes de ponerla en la cuna, los puñitos cerrados mientras dormía, Pedro y Paula hablaban sobre buscar una casa en las afueras.


—Nunca pensé que algún día querría escapar del ritmo frenético de la ciudad —le había dicho él más de una vez—. Todo esto es culpa tuya, brujita mía...


Y Paula estaba encantada de ser la responsable de ese cambio.


Fin





HIJO DE UNA NOCHE: CAPITULO 31





En cuanto salió de la habitación, los ojos de Paula se llenaron de lágrimas. ¿Se habría equivocado? Ella sólo quería respuestas. Nadie podría decir que Pedro hubiera sido poco razonable, pero se había negado a contestar y ella sentía como si el mundo se hundiera bajo sus pies.


Había tenido que hacer un esfuerzo para no ir al estudio a exigirle una explicación, pero sabía que no serviría de nada. 


Además, su orgullo se lo impedía.


Pedro era una persona independiente y dirigía su vida según sus leyes y, en general, esas leyes eran justas. Tenía que concederle eso. La había acusado de no confiar en él y sabía que era cierto. No confiaba en él y no podría hacerlo porque Pedro no la quería, pero tampoco podía imaginarlo engañándola con otra mujer.


Su silencio, sin embargo, la llevaba a las mismas preguntas y a los mismos miedos.


Pedro no le había mentido nunca. De hecho, había sido ella quien le mintió cuando se conocieron. Y, sin embargo, lo había acusado de mentir o, al menos, de esconderle algo.


Paula por fin se quedó dormida, inquieta por el hecho de, no sabía cómo, era ella quien se sentía culpable.


Cuando despertó a la mañana siguiente, a las siete y media, comprobó que Pedro no había dormido a su lado.


Asustada, se levantó de la cama. ¿Dónde estaba?, se preguntó. A pesar de la discusión había dormido profundamente y no lo había oído entrar en la habitación. 


¿Habría dormido en el cuarto de invitados como amenazó?


Pero cuando miró allí no había ni rastro de Pedro. Tal vez se habría ido temprano a trabajar...


Nerviosa, lo llamó al móvil y estuvo a punto de desmayarse de alivio cuando por fin contestó.


—¿Dónde estás?


Pedro notó la angustia en su voz y sintió cierta satisfacción. 


El interrogatorio lo había enfadado, pero no estaba orgulloso de haberse negado a dar explicaciones. De hecho, se había pasado la noche entera sintiendo como si le hubieran dado un puñetazo en el estómago.


A las tres de la mañana había entrado en el dormitorio para mirarla. Quería meterse en la cama con ella, pero no quería despertarla porque sabía que volverían a discutir.


—¿Ya te has levantado?


—¿Dónde estás? No me has contestado.


—Espera un momento.


La comunicación se cortó y Paula cerró el móvil, con el corazón encogido.


Pero cuando levantó la mirada vio a Pedro en la puerta de la cocina. No lo había oído, pero el alivio que sintió al verlo estuvo a punto de hacerla llorar.


Quería correr para echarse en sus brazos, decirle cuánto lo quería...


—¿Has dormido bien? —le preguntó en cambio.


Era absolutamente guapísimo, pensó, preguntándose si algún día se acostumbraría al impacto que sentía cada vez que lo miraba. Pero no estaba sonriendo y eso la puso más nerviosa que la discusión de la noche anterior.


—No —respondió Pedro—. He estado trabajando casi toda la noche en el estudio.


Había tenido horas para pensar en la discusión. 


Horas para analizar su respuesta y minutos para concluir que, en lugar de sentirse acorralado, en realidad le había gustado ver a Paula celosa. 


Porque de los celos se derivaba la necesidad de estar con alguien y eso era lo que quería de Paula.


La costumbre había hecho que respondiera como lo hizo, pero era hora de decirle adiós a las antiguas costumbres.


—Ven, siéntate —dijo entonces, tomándola del brazo—. Voy a hacerte el desayuno.


‐¿Por qué?


‐¿No tienes hambre?


‐No, quiero decir... ¿por qué no estás enfadado conmigo? Anoche discutimos...


—Tenías todo el derecho del mundo a preguntarme qué hacía en compañía de una mujer —la interrumpió Pedro.


‐Yo confío en ti —empezó a decir ella—. Pero es que estaba... —mientras buscaba un adjetivo que no revelase su amor por él, Pedro se adelantó.


—¿Celosa?


Paula se miró las manos, que parecían el único punto seguro.


—Yo también estaría celoso —le confesó él entonces.


—¿Ah, sí?


—Claro que sí.


—Porque tú eres el tipo de hombre que ve a las mujeres como una posesión —el comentario era una excusa para no empezar a jugar con la seductora fantasía de que Pedro quisiera algo más que un matrimonio de conveniencia.


—No, en realidad no es así —dijo él mientras sacaba unos huevos de la nevera—. No voy a decir que no he tenido relaciones con una gran cantidad de mujeres porque no sería verdad, pero nunca he dejado que ninguna me pusiera condiciones.


—Yo no estaba...


—Espera un momento, déjame terminar —la interrumpió Pedro—. Siempre he vivido mi vida según mis términos. Mis reglas eran muy sencillas: el trabajo era lo primero y siempre dejaba bien claro que no tenía intención de casarme. Siempre he sido sincero y no me gustan las escenas, ni las exigencias, nada que yo no estuviera dispuesto a dar.


Después de hacer un cálculo aproximado de la cantidad de reglas que se había saltado desde que estaba con ella, Paula lo miró con nuevos ojos.


—Bueno, tal vez te has saltado unas cuantas conmigo...


—No me interrumpas, Paula. Estoy intentando imaginar cómo voy a decirte lo que quiero decirte...


—¿Qué tienes que decirme?


Pedro levantó los ojos al cielo. Sabía que aquél era el momento de su vida y experimentaba una sensación extraña que lo asustaba y lo emocionaba al mismo tiempo. Pero estaba absolutamente convencido de que aquello era lo que debía hacer, que estaba destinado a ello.


—Que tú puedes saltarte todas esas reglas. En realidad ya lo has hecho, pero he descubierto que no me importa.


—No tienes que decir esas cosas...


—No te entiendo.


‐Sé que no quieres disgustarme porque estoy embarazada, pero eso no significa que...


Pedro le regaló entonces una sonrisa tan tierna que Paula se quedó sin aliento.


—Eres preciosa, ¿te lo he dicho alguna vez? Me enganchaste desde el momento que te vi. Incluso cuando fui a Irlanda a echarte una bronca me tenías enganchado.


Paula no dijo nada. En realidad, no se atrevía ni a respirar por miedo a turbar esa confesión. No quería que aquel momento terminase nunca.


—Debería haberme llevado un disgusto cuando me dijiste que estabas embarazada porque yo no había anticipado un cambio de vida de tal magnitud. En las pocas ocasiones en las que había pensado en casarme y tener hijos siempre creía que mi vida seguiría siendo más o menos la misma, con una esposa dulce que hiciera lo que tuviese que hacer en casa mientras yo seguía haciendo lo mismo de siempre.


Paula estaba fascinada por la vulnerabilidad que veía en su rostro, pero no se atrevía a moverse.


‐Pero cuando dijiste que no querías casarte conmigo, que cada uno debería seguir por su lado descubrí que no era eso lo que yo quería. Te quería a ti —dijo Pedro entonces—. No quería ser padre a tiempo parcial y tampoco quería ser tu amigo. En fin, esto no es fácil para mí y no le he dicho nunca, pero te quiero. Creo que me enamoré de ti durante esas dos semanas en Barbados... ¿pero cómo iba a saberlo? Nunca había sentido algo así y la verdad es que no esperaba que el amor pudiera ser algo tan impredecible. Pensé que te deseaba, que era algo pasajero. Y luego pensé que te había pedido que te casaras conmigo porque era mi deber. Le di todos los nombres que pude encontrar, pero ninguno era el adecuado.


—¿Me quieres? —murmuró Paula.


—No pongas esa cara de sorpresa, todo lo que he hecho durante los últimos meses demuestra que te quiero.


Paula le echó los brazos al cuello y le habría dicho mil veces que lo quería si él no la hubiera interrumpido.


‐Siento no haberte explicado lo de Anita.


—No, soy yo quien lo siente. No quería ponerme tan pesada, pero es que...


—Tienes todo el derecho del mundo a ponerte pesada. Prefiero eso a pensar que no te importaría verme con otra mujer, Paula. Porque si yo te viera con otro hombre lo haría papilla.


Aún en el séptimo cielo, Paula descubrió que Anita, la chica de las botas militares, era coordinadora de una ONG que trabajaba en África.


‐Quería darte una sorpresa.


—¿Una sorpresa?


—Estoy involucrado en la construcción de un hospital en Africa y puede que sólo sea el primero de muchos —Pedro tuvo que sonreír al ver su cara de sorpresa—. No me mires así —dijo luego, buscando sus labios—. ¿No le contaste a tus padres que me dedicaba a construir hospitales por todo el mundo? Considerando que tú eres la instigadora, puedes ayudarme a decidir cuál será el próximo proyecto. 






HIJO DE UNA NOCHE: CAPITULO 30




Pedro se quedó inmóvil. Estaba haciendo todo lo posible por controlar su enfado porque no quería estresarla, pero nadie había cuestionado nunca sus movimientos. O, más bien, él no había permitido que se cuestionasen.


‐No tengo que negar nada —respondió.


No iba a ser interrogado por nadie. Había alterado muchas cosas en su vida por aquella mujer, pero ya era más que suficiente y había que poner límites.


Sus palabras destrozaron cualquier posible esperanza que Paula hubiera tenido de una explicación razonable y sintió como si la hubieran golpeado.


—Lo siento, pero esto es demasiado. Demasiado para mí.


—¿Qué significa eso?


‐Significa que no puedo casarme contigo.


—Eso es ridículo —Pedro intentaba no levantar la voz, pero tenía que hacer un esfuerzo sobrehumano para controlarse—. Además, no deberías excitarte en este momento.


—¡Haré lo que me parezca bien, deja de darme órdenes!


No quería que se excitase por el niño. Sólo se preocupaba por el niño. Lágrimas de amargura y decepción temblaban en sus pestañas, pero Paula apretó los labios para no llorar porque eso la pondría en desventaja.


—¿Esto es lo que va a pasar a partir de ahora? —le espetó Pedro entonces—. ¿Vas a cambiar de opinión cada vez que estés deprimida?


‐No estoy deprimida, sólo te estoy pidiendo que me expliques qué hacías con una mujer a la hora de comer cuando me has dicho que has estado todo el día reunido. ¿Eso es pedir demasiado?


—Eso es decir que no confías en mí —contestó él—. Me estás acusando de tener una aventura y yo te digo que no es así. No veo por qué tendríamos que seguir hablando del asunto.


Si no tenía ninguna importancia, ¿por qué no le decía qué hacía con esa mujer?, se preguntó Paula. Si era tan inocente, si no tenía nada que ocultar, ¿por qué tanto secreto? Tal vez era cierto, tal vez no había nada entre ellos, pero se negaba a darle una explicación y eso era intolerable. 


Tal vez a él flirtear con una mujer no le parecía mal, pero a ella sí. No quería que mirase a otra siquiera. No iba a cambiar de opinión sobre casarse con él, pero la realidad era que Pedro no la amaba. ¿Cómo iba a confiar en él?


‐Muy bien —asintió, suspirando.


Pedro la conocía bien y sabía que había dejado el tema por el momento, sólo por el momento. Porque conocía su determinación para encontrar respuestas.


En realidad, se parecía mucho a él en ese aspecto, pero no iba a perder la batalla. Por mucho que quisiera cumplir con su obligación y hacer lo que debía hacer un hombre decente, no iba a dejar que Paula le pidiera una explicación detallada de lo que hacía cada día para satisfacer su calenturienta imaginación.


No había hecho nada malo, fin de la historia. 


Pensar eso debería haberlo calmado, pero la discusión lo había dejado inquieto y molesto.


—Es tarde —dijo abruptamente—. Y discutir hasta altas horas de la madrugada ni va a servir de nada ni es bueno para ti. Será mejor que duermas.


—Deja de decirme lo que tengo que hacer, ya soy mayorcita.


—¿Por qué? Tú sabes que tengo razón.


—No, lo único que sé es que eres un arrogante —replicó Paula.


Había aceptado casarse con él y lo haría, pero no podía dejar de pensar en esa mujer. Como un disco rayado, su cerebro no dejaba de repetir la escena hasta que estuvo a punto de llorar.


Pedro la observaba, en silencio. Pero no entendía por qué estaba tan enfadada por algo que no tenía la menor importancia sintiéndose acorralado, se negaba a rendirse y, en lugar de hacerlo, dijo con tono conciliador:
—Voy a mi estudio a trabajar un rato. Así podrás calmarte...


‐¡No quiero calmarme! Quiero que hablemos.


‐O confías en mí o no, Paula. Sí, he visto a una mujer a la hora de comer, pero no me acuesto con ella. Y ahora, si no te importa, me voy al estudio porque quiero dejarte dormir. No te preocupes si te despiertas y no me encuentras a tu lado. Es posible que duerma en el cuarto de invitados.



lunes, 4 de junio de 2018

HIJO DE UNA NOCHE: CAPITULO 29




Paula, sentada en una terraza, tomó un sorbo de café mientras miraba a la gente que iba de compras o paseando por la calle un viernes por la tarde. Le quedaban apenas un par de semanas para dar a luz y no podía hacer algo tan agotador como ir de compras, pero estaba decidida a pasear todo lo que fuera posible. Y solía llegar hasta un café de Kingʹs Road en el que se había acostumbrado a comer y tomar luego un pastelito y una taza de café. Y allí pensaba en su próxima boda, que tendría lugar tres meses después de que hubiese dado a luz.


Pedro habría preferido acelerar los acontecimientos y casarse lo antes posible, pero Paula se había mantenido en sus trece. Sólo iba a casarse una vez en su vida y no pensaba a hacerlo a toda prisa, aunque fuese un matrimonio de conveniencia. Ella quería creer que era de verdad y eso no era un crimen, ¿no?


Pedro se mostraba atento y amable con ella pero nunca, ni una sola vez, le había declarado su amor. Aunque ella no se quejaba. Se guardaba sus sentimientos para sí misma con la absurda esperanza de que algún día ocurriera el milagro y Pedro decidiese que estaba enamorado de ella.


De cara a los demás daba la impresión de estar enamorado, sin embargo.


Durante el fin de semana que pasaron en Irlanda con sus padres recientemente se había mostrado como un prometido cariñoso y estaba segura de que cuando conociese a su familia en dos semanas intentaría dar la misma imagen.


Pero ella no hacía lo mismo. O tal vez no tenía que hacerlo porque, aunque intentase disimular, el amor que sentía por él se le veía en los ojos.


Paula miró su reloj, pensando que Pedro tenía reuniones hasta muy tarde aquel día. Llegaría tarde a casa, le había dicho.


Levantó la mirada, sonriendo porque pensar en él la hacía sentir como una adolescente... pero, de repente, dejó caer sobre el plato el pastelito que tenía en las manos.


Su corazón empezó a latir con fuerza al reconocer a Pedro, imponente con su impecable traje de chaqueta italiano, una mano en el bolsillo del pantalón, seguramente moviendo las monedas que tuviese allí, como era su costumbre.


Reía mientras charlaba con una rubia bajita...


De repente, Paula se dio cuenta de que no podía respirar. La chica tenía el rostro ovalado, unos ojos enormes y el pelo muy corto. Era un estilo que sólo las chicas muy guapas podían llevar, pero parecía un chico con una mochila al hombro y unas botas militares.


Supuestamente, Pedro debería estar en una reunión. No tenía ni un minuto libre aquel día, le había comentado. Esa mañana le había dicho que no se preocupase y luego la había besado en la boca, murmurando que sentía la tentación de olvidarse de todas las reuniones y quedarse en la cama con ella.


Pero, evidentemente, había tenido un momento libre para salir de la oficina y encontrarse con aquella rubia.


Estaba tan concentrada mirándolos que sólo se dio cuenta de que estaba apretando los puños cuando empezaron a dolerle las palmas de las manos.


Paula se mordió los labios al ver que Pedro tomaba a la rubia del brazo con total familiaridad y luego se alejaba con ella calle abajo.


El monstruo al que Paula había acostumbrado a guardar en el fondo de su cabeza salió de su escondite y la agarró del cuello. Aquello era lo que había temido. Después de conseguir lo que quería, Pedro había recordado que el mundo estaba lleno de mujeres guapas. ¿Trabajaría aquella chica para él?, se preguntó. Daba igual, lo único importante era que le había mentido.


¿Qué clase de reunión tenía lugar en los cafés de Kingʹ s Road? ¿Qué clase de ejecutiva llevaba botas militares?


Pasó las siguientes horas en un estado de total angustia y cuando, después de las diez, oyó que se abría la puerta del ático tuvo que hacer un esfuerzo para calmarse.


Pedro estaba quitándose la corbata cuando entró en el dormitorio con una sonrisa en los labios, como si no hubiera hecho nada malo en toda su vida.


—Ah, estás despierta —le dijo, inclinándose sobre ella para darle un beso en los labios.


—¿Qué tal el día? —le preguntó Paula, intentando disimular.


—Bien, con mucho trabajo. Voy a darme una ducha, pero no te muevas de ahí, vuelvo en quince minutos.


No cerró la puerta del baño ni se molestó en ser discreto mientras se desnudaba.


Y Paula, reclinada sobre los almohadones de la cama, tuvo que apartar la mirada.


Después de ducharse, Pedro salió del baño con una toalla atada a la cintura y se detuvo en la puerta. El instinto le decía que algo iba mal, pero no sabía qué.


Cuando se acercó a la cama, Paula fingió estar leyendo, pero en realidad miraba sus piernas y la toalla blanca, que apenas podía esconder su impresionante masculinidad.


Había tenido unas horas para pensar qué iba a hacer cuando volviera a casa.


Incluso había pensado no decir nada, pero descartó la idea porque no saberlo con seguridad se la comería como un cáncer. No iba a ponerse histérica, se lo diría con toda tranquilidad.


—¿Has cenado? —le preguntó, sin dejar de mirar su libro porque cuando lo miraba a él se derretía por dentro.


—He comido un bocadillo durante la última reunión — contestó él—. Pero te conozco, Paula, sé que quieres decirme algo. ¿Qué ocurre?


—¿Cómo has pasado el día?


Pedro sacudió la cabeza, impaciente, mientras abría un cajón de la cómoda.


—Trabajando, ya lo sabes —respondió, tirando la toalla al suelo para ponerse unos calzoncillos—. Me dedico a eso, a trabajar. Me siento frente a otros hombres tan aburridos como yo y hacemos tratos. Entre reunión y reunión intento comprobar cómo van los mercados para evitar cualquier mala inversión. A las ocho y media, una de las secretarias me ha llevado un bocadillo y luego he venido a casa.


—Ah, ya.


‐Esta mañana, cuando me marché, estabas alegre. ¿Qué ha pasado?


‐Sólo estoy intentando averiguar cómo has pasado el día.


‐Y ya lo has hecho. A menos que quieras que me extienda sobre los aburridos detalles.


—Tal vez sólo uno —dijo Paula, intentando llevar aire a sus pulmones.


Pedro suspiró. No sabía de qué estaba hablando, pero sabía que pasaba algo raro.


—Estoy deseando que me lo digas.


—¿Qué hacías a la hora de comer en Kingʹs Road con una mujer? Y no lo niegues porque te he visto con mis propios ojos.